Uno más uno cinco


Madge supo que algo estaba pasando con ella en el preciso momento en que Gale comenzó a besarla. Había soñado con ese beso, su primer beso, su primer beso con Gale (porque si hubo algún otro primer beso ni siquiera contaba), toda su vida. Gale sujetaba su cabeza por la nuca y hundía los dedos entre su pelo, abría su boca con la lengua y mordisqueaba sus labios, todo al mismo tiempo. La sensación era alucinante, el corazón le iba a mil por hora, era como un cosquilleo extendiéndose por todas sus terminaciones nerviosas que le hacía querer estar cada vez más y más cerca de él hasta que sus cuerpos se fundieran en uno solo. Sus rodillas se estaban rozando, sus caderas tocándose (aunque al parecer no lo bastante desde el punto de vista de Madge, quien buscaba un contacto más amplio con desesperación), mientras el resto de sus cuerpos se encontraba completamente enredado: una maraña de brazos subía y bajaba en pleno proceso de exploración del otro, los labios suaves y dulces de Gale haciendo magia en su boca o en su cuello, incluso en algún punto tras la oreja y sus lenguas danzando un baile sincronizado y perfecto en cuanto tenían ocasión de juntarse. El momento estaba siendo sublime, hasta que Madge se dio cuenta de que tenía que dejar de serlo y aparto a Gale de un empujón de manos contra su pecho. Luego una de sus manos, actuando por cuenta propia, le propinó al pobre Gale una bofetada con la palma totalmente abierta.

Gale se quedó quieto —¿qué iba a hacer?, no quería convertir aquello en el festival de las tortas— mirándola, con los labios hinchados por los besos y una marca roja con forma de mano en la mejilla izquierda.

—No puedes hacer eso —le dijo Madge.

—Pues ya ves que sí puedo —replicó Gale, inclinándose hacia ella con la clara intención de seguir con los mismo, no sabía si por temeridad, porque le estaba encantando o porque en el fondo era un auténtico camicace.

Si, vale, puedes seguir, pensó una parte de Madge. Bésame y no pares. No pares nunca. Pero otra parte de su cuerpo o de su cerebro (no sabía muy bien donde se encontraba aquella parte), se oponía tajante a la idea. Era terriblemente doloroso para ella tener que lidiar con aquello, con esos dos yos, uno insistiendo en que sí, por favor y el otro sintiendo nauseas por los recientes besos. Madge jamás había tenido que librar una lucha interior semejante. Lo cierto es que hasta hacía unas horas no había cabido duda: ella le pertenecía a Snow en un cien por cien (o al menos en un noventa y nueve periodo). Ella iba a ser su regalo de cumpleaños, permanecería bajo su tutela y protección (él la había salvado), alejada del mundo y de su familia y de todas aquellas personas a las que amaba (oh, Gale), ya que eso era lo que el presidente quería. Sería suya y de nadie más. Nadie podría mirarla o tocarla, al margen de sus damas de compañía, nadie excepto él. Sería su juguete, su tesoro, como el presidente se había referido a ella en alguna ocasión, cosa que a ella ni siquiera le llegó a molestar. Suponía que a la Madge de antes la idea le hubiera resultado al menos ligeramente inquietante, de hecho a la Madge de antes el presidente le resultaba ligeramente asqueroso, y repugnante, un ser deleznable a pesar de ser el jefe de su padre. Le parecía un baboso retorcido, un asesino infantil, el responsable de miles de muertes, el personaje oscuro y macabro que se interponía entre la felicidad de su gente y su gente. No era el hambre o el frio lo que mataba a Panem, al Distrito 12, era Snow. Lo tenía claro, aunque jamás lo hubiera mencionado en la casa del alcalde del 12 ni en ninguna otra parte, ese hecho era parte del conocimiento común generalizado del distrito de casi todo el país.

La cuestión es que algo había cambiado desde que el (antes sabandija ahora adorado) presidente la salvó de la arena. No fue un salto brusco, necesitó algunos días, pero el cambio estaba ahí, en su interior y podía sentirlo como un veneno corriéndole por dentro. Al salir del estadio lo único que tenía en la cabeza y en el corazón era a Gale, el chico al que amaba, el chico al que acababa de besar, pero mientras se estaba recuperando, mientras yacía en una cama de hospital primero y luego en el lecho mismo del presidente, su idea sobre él personaje y la persona cambió radicalmente. Pasó de ser un homicida a su dueño, así de simple. Lo supo en cuanto el mismo pronunció las palabras.

—Eres mía —le mencionó Snow.

—Lo sé —contestó Madge, al tiempo que se daba cuenta de que era cierto. Era suya. No lo dijo por decir.

—Para siempre —prosiguió Snow.

—Desde luego —confirmó Madge y así el asunto se dio por concluido, fácil y sencillo tanto de decir como de admitir. No tenía dudas.

Más tarde, ese mismo día, el presidente le comunicó que iba a reservarla hasta la noche de su cumpleaños, quería que ella fuera su propio regalo especial. A Madge le pareció bien.

—Si aumenta la espera, aumenta el deseo —le explicó el Snow—. De momento me conformaré con mirarte, no voy a tocarte aunque tú si puedes tocarme a mi (y le dio una esponja para que le frotase la espalda). Estaban en el baño presidencial. Snow completamente desnudo, ella observándole, sin un atisbo de repugnancia hacia ese cuerpo arrugado y estirado innumerables veces, con parches y remaches intentando ocultar la perdida de la juventud. Frotó su espalda y también el resto de su cuerpo. Hizo lo que tenía que hacer y ya está.

Gale se disponía a volver a besarla mientras Madge lidiaba con sus dos yos, el que necesitaba sus labios más que respirar y el que no podía permitir que otro hombre que no fuera Snow volviera a rozarla. Empezaba a ganar peso la parte de su cerebro que le hacía sentir sucia por desear lo besos de Gale cuando se abrió la puerta dando a paso a Haymitch y Katniss, que entraron en la habitación como dos elefantes en una cacharrería.

No fue necesario que Madge volviera a empujar a Gale, éste ya se apartó y fingió mirar la alfombra como si aquel estampado en cenefas ocultara alguna verdad universal todavía desconocida.

—¿Os hemos pillado haciendo manitas? —preguntó Haymitch.

Gale no abrió la boca, ni siquiera para decir que iba a asesinar a su mentor, que era lo que tenía en la punta de la lengua, sin embargo Madge emitió un sonoro:

—¿Qué?

—Con las manos en la masa —aclaró Haymitch—, ya sabes, la carne en el asador.

—¿Qué te pasa en la cara? —quiso saber su mejor amiga Katniss, acercándose a su lado y levantándole la barbilla del suelo para someterle a un delicado estudio. Debía tener la cara roja por el guantazo de Madge, aunque tal vez la vergüenza que sentía en esos momentos le ayudara a ocultarlo.

—Debe ser que algo me ha dado alergia —fue el alegato de Gale.

—¿Una alergia? —Inquirió ella

—Sí una alergia —señaló Gale, dispuesto a salir por peteneras de la manera que fuese. Todo era demasiado confuso, demasiado enrevesado, demasiado… demasiado para él en esos momentos—. Al salmón ahumado, concretamente. Ya me ha pasado otras veces.

—¿Y se puede saber cuándo habías comido tú salmón antes de los juegos?

—Dejaros de cháchara inútil, vosotros dos, ya resolveréis vuestras disputas de alcoba en mejor momento

Gracias al cielo, Haymitch les cortó en seco, porque Katniss no cesaba de estudiarlo intrigada y Gale se estaba poniendo cada vez más nervioso. Habían raptado a una chica, por Dios, más concretamente a Madge, quien además de ser su amiga común y su compañera tributo ahora tenía el dudoso privilegio de ser el capricho de cumpleaños del presidente Snow.

—Tú —dijo el mentor refiriéndose a Gale— vuelve a la fiesta y presenta tus disculpas al presidente por haber puesto pies en polvorosa en la celebración de su onomástica. Si te relaciona con la desaparición de la rubia estás frito. Y tú, rubita —dijo refiriéndose a Madge—, vienes con nosotros. Vamos a llevarte de excursión por el Capitolio. ¿Crees que deberíamos amordazarla de nuevo? —esa pregunta iba dirigida a Gale.

—Tal vez sea lo más seguro —contestó él con pesar—. Temo que no pueda controlarse. Snow es como un imán para ella.

Gale se vistió de nuevo, pero con las mejores galas de Haymitch en esta ocasión. Le sobraba tela en bastantes zonas de su anatomía, pero tendría que valer. No había tiempo para pasar de nuevo por la chapa y pintura de sus estilistas y sus propias ropas habían quedado escondidas en un armario para útiles de limpieza de la mansión presidencial. Cuando se dio el visto bueno bajó a la recepción del hotel y se escabulló por el mismo pasadizo que lo había llevado hasta allí.

La mansión era un hervidero. Los invitados seguían en la fiesta que se celebraba en el gran salón, pero el resto de la estancia estaba en estado de sitio. Una pareja de agentes de la paz con cara de malas pulgas se interponía entre él y la puerta que daba acceso a la fiesta desde las cocinas. Le pidieron que se identificara.

—Gale Hawthorne, vencedor de los Juegos —dijo él solícito, aunque pensaba que ya nadie en el Capitolio fuera capaz de no reconocerlo después de que hubieran usado su imagen para casi todo.

Entró en el salón durante la entrega de presentes al presidente. Snow se sentaba en una rimbombante silla alzada sobre una tarima mientras los botarates de turno le iban regalando plumas estilográficas, gemelos con sus iniciales, corbatas, joyas y hasta un batín de noche bastante hortera. Snow ni siquiera desenvolvía sus propios regalos, era el segundo de su gabinete quien lo hacía por él. Al presidente se le veía preocupado, con el rictus serio, el ceño fruncido, con la cabeza en otro lugar. Despachaba a sus súbditos como quien despacha la mortadela en una charcutería, con un movimiento de barbilla lleno de desdén, sin siquiera echar un vistazo a los regalos que los pelotas mayores del reino le iban dejando. Los regalos iban formando una pequeña montaña sobre una silla, Gale pensó que probablemente tras la celebración los hiciera quemar. Eso preocupó bastante a Gale; no lo de los regalos en concreto, seguramente lo tendría todo repetido por diez, sino su actitud en línea generales. Podía entender que, acostumbrado como estaba a limpiarse el culo con papel de oro, los regalos le dieran igual. Pero Gale sabía que Snow siempre era extremadamente educado, siempre siempre mantenía las formas, nunca daba muestras de vulgaridad o inseguridad en público.

Para tranquilizarse y porque estar allí dentro le parecía lo mismo que estar en el patíbulo, se dedicó a pasear y a observar. La Veta podría caber entera en ese salón. Tenía amplios ventanales cubriendo tres de sus cuatro paredes desde los que podían verse los farolillos y guirnaldas que iluminaban el jardín de la mansión. En el exterior habían contratado un sinfín de saltimbanquis que entretuvieran a los invitados cansador de socializar y comer para después vomitas todo lo ingerido. A Gale eso le parecía aberrante, una de las peores aberraciones del Capitolio y mira que había donde elegir. Fuera estaban las mujeres contorsionistas, los hombres que echaban fuego por la boca, los domadores de fieras exóticas, replicas mutantes de especies que un día poblaron la Tierra. Y había pavos reales, cientos de pavos reales con las plumas extendidas, exhibiendo un abanico multicolor igual que si estuvieran seduciendo a una hembra. Posiblemente hubieran hecho alguna perrería a los pobres animalillos para dejarlos en perpetuo estado de excitación. Se imaginó que se lo hacían a él y tuvo que apartar el pensamiento por el pinchazo en la entrepierna que le provocaba. Pobres bichos.

Cuando llegó su turno, alguien le entregó un paquete de tamaño considerable y un ramo de rosas. El paquete llevaba una etiqueta en la que podía leerse: "De los amantes súbditos del Distrito 12 para su adorado y admirado presidente, líder supremo y salvador de nuestra nación". Bueno, estaba bastante claro que aquello no lo había escrito nadie del 12 y si lo hubiera hecho, habría puesto dinamita en el interior del paquete.

Gale se acercó al estrado con decisión. No tenía ninguna intención de hacer reverencias ni nada por el estilo, sólo le daría el regalo, se largaría y punto. Aunque iba a tener que felicitarlo. Bien, diría: Felicidades Snow, y saldría por patas en busca de Katniss, Haymitch y Madge.

—Ven hijo, acércate un poco más —le pidió Snow.

Una vaharada de fotógrafos se abalanzó para captar el momento. El presidente y el vencedor de los Juegos, esa imagen podría ser portada de cualquier diario o revista del papel cuché la mañana siguiente

Gale le entregó los presentes. Snow desecho el paquete envuelto, pero inhalo profundo el perfume de las rosas blancas.

—Son mis preferidas —exclamó hipnotizado—. Ocuparan un lugar privilegiado en mis aposentos hasta que se marchiten. Es una lástima que todo se tenga que marchitar y morir, por bonito que sea ¿verdad, querido?

A Gale esto último le sonó a amenaza. Y efectivamente lo era.

—Quiero pensar que no has tenido nada que ver con la desaparición esta misma noche de un objeto muy preciado que se encontraba en mis estancias —prosiguió Snow en susurros que sólo él podía oír.

—No señor.

—No me gustaría tener que dudar de ti. Dime muchacho, ¿tienes algún hermano gemelo, alguien de tu familia que goce de un parecido razonable con tu singular belleza, un primo tal vez?

Bueno, se suponía que tal vez tuviera una prima, Katniss, que por supuesto no era su prima, pero mejor no mencionar el tema. Prefería dejar a Katniss todo al margen que fuera posible.

—No que yo sepa, señor.

—Bien —mascullo el presidente—. Mucho mejor, ¿te estas divirtiendo?

Lo sabía. Gale supo que Snow sabía que él se había llevado a Madge de allí, que la había sacado a la fuerza, ya que ella carecía de voluntad propia para salir. Pero tenía que disimular y eso hizo.

—Me lo paso estupendamente —respondió—. Por cierto, querido presidente, sería un honor que me concediera un baile con su nieta. Esta preciosa esta noche.

Snow sonrió.

—Concedido.


Madge caminaba por uno de los pasillos de un túnel subterráneo mientras esto sucedía en la superficie. Caminaba, no era necesario que la cargaran a cuestas, amordazada y atada de manos y piernas, envuelta en una alfombra. Hasta ella misma pensaba que ese cambio de actitud por su parte se debía al pedazo de beso que había compartido con Gale. Un beso de película casi porno, un beso en el que… bueno, había habido más lengua que beso y en el que sin duda ella había participado activamente casi sin querer. No quería ni imaginarse como hubiera sido queriendo. Pensó que se había quedado alelada, extasiada, flotando y que no le importaría repetirlo unas mil veces más (y quizá no fueran suficientes). Pensó en Gale siendo suyo, para ella, para siempre, sin Juegos o presidentes o estatus sociales o amigas de toda la vida interponiéndose entre ellos. Hasta que se descubrió diciendo en voz alta:

—Llevadme de vuelta a Snow.

Katniss se detuvo en seco para mirarla, y ya que estaba cortarle el paso, no fuera a salir corriendo. Haymitch se detuvo por detrás de ella.

—Vosotros sois razonables —continúo Madge—. Sabéis las consecuencias que tendrá esta locura. Todos muertos. Llevadme de vuelta con él.

— ¿Es lo que quieres? —preguntó Katniss.

—Sí.

—Pero Gale…

—No tendría que haber venido a por mí. Gale no entiende, no comprende que no puedo irme. Él vendrá a buscarme esté donde esté y yo haré lo que sea por estar con él. Es así de simple.

A Katniss se le arrebolaron las mejillas al pensar, por un momento, que lo que decía Madge era referido a Gale. Por una parte no le cabía en la cabeza que Gale quisiera estar con alguien que no fuera ella, aunque por otra, era algo que había estado esperando que sucediera desde siempre. Otra chica que pudiera dar a Gale las cosas que ella aún no le había podido conceder. Pero se habían besado en el Palacio de Justicia y a ella le había gustado. El problema era que, se le estaba gastando, el beso, y de momento no había habido más, ni había visto a Gale con la intención de dárselos. Luego cayó en que Madge se refería a Snow y comenzó a no comprender nada.

—Ni hablar de eso preciosa —escuchó decir a Haymitch—Tenemos que llegar a la estación de trenes y tú vendrás con nosotros. Hay alguien a quien le encantaría tener el placer de conocerte.

Madge se puso roja de cabreo en el acto. Pensaba, estaba segura de que sin Gale sería fácil convencer a esos dos para que le permitieran volver con Snow. ¿Pero quienes se habían creído que eran? ¿A qué estaban jugando? Snow expondría sus tres cadáveres en una plaza pública cuando les hubiera pillado, pero primero haría que les torturaran, o les torturaría él mismo y morirían entre terribles sufrimientos. No sería una sencilla ejecución, sería una muerte lenta tras agonizar varios días, o varios meses. Snow podía ser muy cruel y ella no quería eso para ninguno de ellos. Pero sobre todo, ella no quería eso para Gale. Se iba a morir de pena si tenía que verlo morir a él. Se le ponía todo el cuerpo del revés con solo pensar que Gale podría estar en peligro, que podrían hacerle daño. Prefería morir ella, en definitiva, antes de que Gale tuviera un simple rasguño. No sabía por qué, pero era así. Simple de la misma manera que lo era el hecho de tener que permanecer con Snow. Podía soportar la idea de tener a Gale lejos (así debían ser las cosas), pero no la idea de que él desapareciese por su culpa, por haberla salvado, para colmo de males. Madge tenía que detener toda esa locura, por lo que hizo lo que haría cualquiera en una situación semejante: se echó a correr.

Cuando Madge volvió a la vida sus pies ya no tocaban el suelo y tenía un desagradable dolor de cabeza. Estaba siendo trasportada a los hombros de alguien. ¿Gale?, pensó esperanzada. Pero no era Gale, no había más que mirar su retaguardia para adivinar que no se trataba de él y la cabeza la estaba matando. Se tocó la nuca. Nadie se había molestado en atarla (no es necesario hacerlo con alguien que está inconsciente), por lo que pudo palpar con nitidez la protuberancia de un buen chichón. Un enorme chichón. Y cinta de embalar en la boca, puesto que no podía chillar, lo que había sido su primer impulso al despertar. Snow se iba a enfadar si llegaba a enterarse. Haría cualquier cosa, se volvería loco, removería mares y arrasaría reinos para vengar la afrenta, se batería con el culpable en duelo a muerte al amanecer. Madge desvariaba. Bastante. Debía ser por el golpe.

Centrada como estaba en la venganza de Snow no se dio cuenta de que habían llegado a alguna parte. Haymitch estrechaba la mano que no la sujetaba a ella con un individuo.

—Katniss —dijo Haymitch—, te presento al Incauto.

A Madge le sonaba el nombre, pero no se concentró en ese tema. Estaba muy molesta porque no la hubiera presentado también a ella.

Los Saboteadores (un grupo subversivo del Capitolio, una pandilla de delincuentes que pretendían incordiar a Snow) habían llevado a los aposentos presidenciales a una muchacha sumamente parecida a ella, para que diera el pego y aplacar su ira. Pero no era Madge. No era Madge y en realidad esa suponía una gran diferencia. De hecho, ni siquiera era rubia, le habín puesto una bonita peluca de rizos dorados que resultaba bastante cantosa en relación con sus cejas. Ni siquiera, de hecho, era una mujer.

Snow, por su parte, se había quedado muchísimo más tranquilo al saber recuperado su preciado tesoro. Pensaba darse un homenaje de cumpleaños esa noche con ella. La tenía comiendo de la palma de su mano y era tan joven, tan bonita y complaciente que no podía esperar más

El impostor con peluca se metió entre las sábanas de seda blanca y se cubrió hasta la barbilla a la espera del presidente. Se había puesto un salto de cama, pero no le había dado tiempo a depilarse las piernas, lo cual podía resultar revelador. Para no dejar a la vista su cara al completo (que poco tenía que ver con la de la verdadera Madge), se colocó un antifaz de noche de modo que pudo oír pero no ver al presidente en al momento en que accedió a la alcoba.

—Dulce niña —dijo Snow con voz ronca y a su vez cantarina, cargada de deseo y expectación.

Al impostor, aunque siempre se había tenido a sí mismo por un valiente, empezaron a temblarle las canillas y se le pusieron los (abundantes) pelos del cuerpo de punta. Snow podía ser viejo, pero todavía imponía.

—Rubita de mis ojos —ronroneo de nuevo el presidente Snow.

Con disimulo, el impostor desplazó el antifaz de sus ojos para comprobar que la peluca que le habían colocado era efectivamente rubia. Lo era. Aunque lo cierto es que el impostor temía bastante por su vida en esos momentos. El presidente Snow se dispuso a desvestirse; se deshizo primero de la casaca presidencial cubierta de galones que se había concedido a sí mismo, luego fueron los pantalones bombachos de cuero negro, sus favoritos, los que le hacían lucir mejor sus presidenciales posaderas ya algo caídas por los años (aunque Snow creía seguir teniendo una retaguardia envidiable, en ego no había quien le ganase en todo Panem); la camisa de lino blanco, los calcetines hasta la espinilla… esos decidió dejarlos, era bastante friolero y es de conocimiento común que el frío entra por los pies y no es el mejor amigo del deseo sexual.

Snow se acostó al lado de la falsa Madge y se cubrió con las mantas. Después de ese anhelo arrollador que le había consumido durante los Juegos y tras la larga espera, casi agónica, para acrecentarlo y madurarlo, ahora se sentía ligeramente nervioso. Nervioso igual que un colegial antes de su primer beso con su primer ligue. Madge estaba muy callada, pero de normal tampoco se había mostrado demasiado habladora, sólo… complaciente. Se sentirá expectante, también estará nerviosa, caviló Snow, igual que él. Decidió comenzar por un acercamiento sutil, una mano sobre su rodilla, igual que habría hecho en sus años mozos. Desde que era presidente el ritual de cortejo era una parte del acto amatorio que había desaparecido de su vida. Se trataba más bien de un aquí me pillo aquí te mato (a veces literalmente, si la susodicha se negaba a dejarse querer).Tenía a cualquier mujer de Panem a su completa disposición, lo que hacía innecesario. Pero a Madge quería cortejarla, quería enamorarla. Qué bobo, a sus años, pero esa era la verdad. Esta vez era insuficiente una muchacha esclavizada a los pies de su cama, quería ver chiribitas en los ojos de la chica cuando le mirase, quería algo más.

No existen palabras para describir el desconcierto del presidente cuando, al dejar caer su mano, notó al tacto una rodilla huesuda y peluda bajo las mantas. Sobre todo la parte de peluda fue lo que le dejó anonadado. ¿Es que no se habían ocupado sus sirvientes de eso? En el Capitolio el pelo corporal había sido erradicado hacía años (menos el de su presidencial barba, claro está). Era casi un decreto ley, el vello no era bello, el pelo se eliminaba, se exterminaba igual que una plaga. Razón por la cual la rodilla peluda era sumamente sospechosa. Era caca de vaca. ¿Qué había pasado con la dulce Madge y que era lo que había bajo las mantas de su ilustrísima cama?

Continuará…