La ultima de los libros de la trilogía, espero que lo disfruten y sigan comentando lo que siga publicando.


Capítulo 1

—Mi consejo es que dejes de tocar el piano.

Lord Edward Cullen no se movió ni cambió de expresión cuando oyó a su amigo —un hábil y experimentado médico— dictar sentencia. Ser el menor de cinco hijos varones y llamarse Edward, por el amor de Dios, lo había ayudado a desarrollar unos reflejos rápidos, una exuberante musculatura y una envidiable cara de póquer. Que lo llamaran bebé cada vez que mostraba un ápice de ternura le había hecho desplegar una voluntad de hierro y le había proporcionado la habilidad de soportar casi cualquier golpe sin inmutarse.

Pero aquello... Lo que le pedía David era diabólico. Renunciar a la única amante a la que él se había entregado, con lo único que era feliz y competente. Abandonar el hogar que había construido para proteger su alma de las burlas de su padre, los nervios de su madre y la incapacidad de sus hermanos de comprender lo que la música significaba para él.

Cerró los ojos e inspiró profundamente, con esfuerzo.

—¿Durante cuánto tiempo tendré que renunciar a mi arte?

Silencio. Hasta que Ed abrió los ojos y se miró la mano izquierda, hinchada y muy amoratada, inmóvil sobre su regazo. A su lado, David fingía observar los prados y la campiña que los rodeaba.

—Quizá para siempre. Tal vez se te cure, pero sólo con reposo absoluto. No se trata de días, ni de semanas, y puede que con el tiempo, pierdas parte de la destreza que posees ahora. Si intentas retomar la música demasiado pronto, es probable que tu mano empeore.

—¿Meses?

Un mes era una eternidad cuando uno deseaba hacer lo único que se le negaba.

—Por lo menos. Y ya que estamos tan animados, tendrás que vigilar la otra mano por si le ocurre lo mismo. Si pillamos el mal a tiempo, es posible que no haga falta un tratamiento tan intenso.

—¿Las dos manos? —Ed cerró los ojos otra vez y hundió los hombros, sentado en el murete de piedra que rodeaba el precioso y no tan pequeño jardín de la casa que David tenía en Kent.

—Quizá se hayan visto afectadas ambas manos. La izquierda está peor debido a la fractura que sufriste de pequeño y que no se trató en su momento. También es posible que seas diestro y por eso la derecha se haya fortalecido más.

Edward salió de su ensimismamiento y trató de analizar las palabras de su amigo.

—Así que, ¿la izquierda está débil?

—No es exactamente una debilidad —contestó David, vizconde de Fairly, frunciendo los labios—. Lo que me parece es que sufres gota o reumatismo. Está inflamada y eso es lo que te produce dolor. La prueba consistirá en ver si mejora con descanso. Pero aunque así sea, no debes tomártelo como señal de que puedes volver a pasarte las horas muertas al piano, Edward.

—Entonces, ¿de qué será señal? Lo único que hago es tocar durante horas y, de vez en cuando, acompaño a mis hermanas por la ciudad.

—Será señal de que no es más que una inflamación por los excesos. —David lo cogió por la nuca y lo zarandeó levemente—. Mucha gente lleva una vida feliz y productiva sin pasarse veinte horas al día pegado al piano. Busca alguna chica guapa a la que besar, huele las rosas, ve a visitar los lagos.

Edward se apartó de la pared, apoyándose en la mano derecha para no perder el equilibrio.

—Sé que tu intención es buena, pero lo único que quiero hacer es tocar el piano.

—Ya sé lo que quieres. —David se bajó de un salto del murete y caminó junto a Ed—. Y eso ha hecho que se te hinche la mano y no puedas ni sostener una taza de té con ella y, aunque no sea justo, de momento tampoco sabemos si se trata de algo permanente.

—Sí, estoy quejándome demasiado. —Edward se detuvo y miró hacia la mansión en la que la esposa de David, Letty, estaría arropando a su hija pequeña para dormir—. Debería darte las gracias por preocuparte.

—Me alegra serte de ayuda. Y, por cierto, no te dejes convencer por algún absurdo practicante para que te sangren.

—¿Estás seguro?

—Del todo. Ni sanguijuelas, ni ampollas, ni manipulación; es decir, ningún tipo de panacea extraña. Trátala como tratarías cualquier otra inflamación.

—¿Y eso qué significa? —se obligó a preguntar. Pero qué más daba. Recuperaría el uso de la mano en un año, ¿y cuánta destreza habría perdido para entonces? Adoraba a su amante, su musa, pero ésta era celosa y rencorosa.

—Descansa —dijo David con severidad a medida que se acercaban a la casa—. Paños fríos, infusiones de corteza de sauce en grandes cantidades y evita el láudano a toda costa. Si das con una postura en la que estés cómodo, considera la posibilidad de entablillarte la mano para dormir. Date masajes si los aguantas.

—Como si fuera un anciano. ¿Estás seguro de lo del láudano? Es lo único que me permite seguir tocando.

—El láudano lo empeora —le espetó David—. Enmascara el dolor, no cura nada y puede ser adictivo.

Se produjo un breve silencio.

Ed asintió una vez, era lo único que podía hacer.

—¡Oh, no! —David se detuvo y lo miró frente a frente—. ¿Cuánto tiempo hace que lo tomas?

—Meses, aunque no todos los días. Me permite seguir tocando, pero cuando lo tomo no puedo concentrarme y me resulta imposible crear. El dolor desaparece, aunque también la capacidad manual y mental. Y la mano sigue hinchada y con muy mal color.

—Aléjate del opio. Hay casos en que es recomendable pero no en el tuyo.

—Lo entiendo.

—Sé que sientes que se te rompe el corazón, pero todavía conservas la mano, Edward, y puedes hacer muchas cosas con ella. Si la cuidas, tal vez puedas volver a componer en el futuro.

—¿Hay algo más que no me estés contando? —preguntó Ed, sin expresión.

—Bueno, sí —respondió David, mientras se acercaban a la terraza trasera de la mansión—. Con los síntomas que presentas, cabría otra posibilidad.

—¿Más buenas noticias?

—Quizá. —David lo miró a los ojos, lo que nunca dejaba de desconcertarlo. Y no porque el vizconde de Fairly fuera alto, guapo y muy rubio, sino porque tenía un ojo azul y el otro verde—. En una situación como ésta, sin que haya habido ningún golpe ni enfermedad previa, no está de más tener en cuenta otros aspectos de la persona.

—Podrías hablar más claro, por favor. —Si David seguía hablando como un dichoso matasanos, le iba a romper la botella de láudano en la cabeza.

—Las enfermedades pueden tener su origen en las emociones —explicó su amigo en voz baja—. Cuando hablamos de un corazón roto, podemos estar diciéndolo de un modo literal. Me dijiste que los síntomas habían empezado a manifestarse justo después de que enterraras a tu hermano Victor.

—De que lo enterráramos —lo corrigió Edward, tratando de no pensar en el dolor que sintió cuando cogió un puñado de tierra fría y lo arrojó sobre el ataúd de Victor—. ¿Y qué demonios tiene eso que ver con que ya no pueda aporrear el piano para tocar la última sonata de Herr Beethoven?

—Creo que el único que puede encontrar la respuesta a esa pregunta eres tú mismo. Y tiempo para buscarla no te va a faltar.

—No, me temo que no.

David le pasó el brazo por los hombros y él no hizo nada por apartarlo, aunque lo último que deseaba era que le tuvieran lástima. Al parecer, la falta de sensibilidad en la mano se le estaba extendiendo al resto del cuerpo. Por desgracia, no lo estaba haciendo con la suficiente rapidez.

—Parece que te has adaptado bien, prima.

—Sí, estoy muy a gusto aquí. —Isabella Black sonrió a Mike Swan, barón de Roxbury, con convicción. Lo último que haría sería mostrarse vulnerable ante él, y menos admitir que tenía algún tipo de influencia en su vida. Apartándose el pelo de la cara le dedicó una mirada franca al barón, que además de su invitado era su enemigo y —no debía olvidarlo— su casero.

—Hum. —Mike miró a su alrededor con satisfacción. Aquella acogedora casita de campo era una prueba palpable de la caída en desgracia de Isabella—. No se puede comparar con Roxbury House, ¿verdad? Por no hablar de Roxbury Hall.

—Pero es muy adecuada para una viuda con pocos recursos. ¿Te apetece un poco más de té?

—Me temo que no puedo quedarme —respondió Mike, levantándose. A los veintidós años, aún no tenía el aspecto de un hombre. A pesar de la ropa cara y de los rizos oscuros, seguía pareciendo un muchacho con las piernas y los brazos demasiado largos. Isabella sabía que se consideraba un Corintio, uno de esos jóvenes atléticos y elegantes que vestían de manera impecable, practicaban el boxeo en Jackson's, la esgrima en Alberto's y que aceptaban todas las apuestas en las que se viera envuelto algún vehículo.

Pero para ella siempre sería el adolescente desgarbado y torpe cuya maldad había subestimado. Aunque sólo se llevaban cinco años, se sentía mucho mayor que él, en edad, en dolor y en arrepentimiento.

—Quería que supieras —dijo Mike, con la mano en el pomo de la puerta— que voy a vender la finca. Tengo muchos gastos, y no hay manera de que los procuradores suelten ni un penique de los fondos de Roxbury.

—Gracias por avisarme —replicó ella, negándose a mostrar algún tipo de emoción. Sabía que si Mike vendía la finca, quizá acabaría en la calle, porque su casa formaba parte de la propiedad de los Swan y el nuevo amo no tenía por qué permitirle quedarse. Las tierras que la rodeaban le daban lo suficiente para vivir, pero no tenía ningún contrato firmado. Y aunque lo tuviera, sabía que Mike no se detendría ante algo tan insignificante como un papel si decidía echarla. No tenía más remedio que prepararse para lo que pudiera venir.

—Era lo menos que podía hacer. —Mike abrió la puerta y miró al carruaje que lo esperaba. Un mozo sujetaba las riendas de los caballos. Isabella se preguntó cómo habría logrado controlar a unos animales tan inquietos por el estrecho camino que llevaba hasta su puerta—. Vaya, casi me olvido —añadió, con una sonrisa alegre—. Te he traído algo de Roxbury Hall.

Una sensación de pánico se adueñó de ella. El estómago se le encogió y le costó respirar. Un regalo de Mike sólo podía traer consigo maldad, o algo peor.

—Ya que eres la jardinera de la familia —dijo, sacando una maceta del interior del carruaje—, pensé que te gustaría tener un esqueje de Roxbury. No hace falta que me des las gracias.

—Muy amable de tu parte —replicó Isabella con una sonrisa fría, mientras él le entregaba la maceta y subía al coche—. Buen viaje de vuelta, Mike.

Él esperó a que ella bajara la vista hasta la planta, pero al ver que no lo hacía, desistió y con un grito ordenó al mozo que soltara los caballos. El chico aún no había acabado de hacerlo cuando Mike hizo chasquear el látigo, y caballos y carruaje salieron disparados. A duras penas, el mozo logró subir en la parte trasera del asiento antes de que desaparecieran.

¡Gracias a Dios! Cómo se alegraba de perderlo de vista. Por fin miró la planta. Puso los ojos en blanco al ver lo que era y se dirigió al montón de abono para tirarla allí, con maceta y todo.

Qué propio de Mike darle una planta medicinal con propiedades estomacales después de decirle que iba a dejarla sin un techo. No le venía de nuevo. Llevaba varios años amenazándola, explicándole que sus inviernos en Portugal, sus otoños en Melton y una larga temporada en Londres cada primavera no le iban a permitir conservar la propiedad de una finca decrépita por mucho tiempo. Sobre todo teniendo tantos amigos como él tenía.

En realidad, Isabella debería dar gracias por haber podido pasar allí cinco años. Durante ese tiempo había superado su duelo en paz y curado las heridas. Había hecho unos cuantos amigos en el pueblo, Little Weldon, le quedaban algunos buenos recuerdos y la satisfacción de dejar la pequeña granja en mejor estado que cuando llegó allí.

Pero ahora todo lo que había conseguido se lo iban a arrebatar.

Se sirvió una taza de té y fue a tomársela al porche trasero para disfrutar de la vista de los parterres cuajados de flores. Eran su sustento, pero también su alegría, su consuelo y su bien más preciado. Además de vender flores para ramos y especias para cocinar en el mercado, hacía también jabones y bolsitas para perfumar los armarios. Penique a penique, iba ganando lo suficiente para vivir. Lo que sacaba con la venta de frutas y verduras, tanto frescas como en conserva o en pasteles, lo iba ahorrando.

—Si tenemos que volver a mudarnos —le dijo al gato cabezón de pelaje anaranjado que subía la escalera del porche—, al menos esta vez tenemos algo ahorrado, Marmalade.

Su majestad el gato apretó los ojos en un despliegue de hermetismo felino que Isabella tomó como una muestra de apoyo. Los dueños de la casa señorial lo habían abandonado en el bosque y el gato había estado encantado de cambiar la dieta a base de ratones por el ocasional plato de leche que Isabella le dejaba en el porche.

Sin embargo, tener a un gato como única compañía no la ayudó a librarse de la sensación de soledad y melancolía que le habían provocado la visita y las amenazas de Mike. Mientras bebía el té a la luz del atardecer, trató de animarse pensando en cosas más agradables. No solía hacerlo a menudo. Lo reservaba para momentos de desánimo. Entonces se envolvía en sus recuerdos como si fueran un chal muy querido, aquel que cuando te lo pones hace que te sientas guapa y especial.

Pensó en su primer poni, en el día que encontró a Marmalade, sentado en una rama cerca de la granja como si fuera un rey contemplando su reino, y le pareció un personaje de cuento de hadas dándole la bienvenida. Pensó en los arreglos florales que le habían encargado para todas las bodas del pueblo y luego en las flores de su propia boda. Y también pensó en el encuentro casual que había tenido con su guapo vecino, el señor Cullen, aunque no habían sido más que unos instantes y había pasado ya más de un año desde entonces.

Mientras el balancín se movía, Isabella se aferró con más fuerza a sus recuerdos hasta apartar completamente de su mente cualquier rastro de Mike, de pobreza o de soledad.

Al haber pasado la vida dedicado al arte, Edward no apreciaba en absoluto la inactividad. Ya había hecho todos los recados que se le habían ocurrido, había ido a ver a su amigo Nicholas Haddonfield y había hecho visitas de compromiso a algunos parientes. Éstas habían sido las más difíciles, ya que la familia vivía dispersa por los alrededores de Londres. También se había ocupado del negocio y había dirigido la orquesta de la Sociedad Filarmónica varias veces, porque se había comprometido a hacerlo con su amigo Nell Kirkland, pero había sido una experiencia dolorosa.

Y mientras hacía todas estas cosas, la música no dejaba de sonar en su cabeza. El Réquiem de Mozart ocupaba un lugar preferente, pero cada vez que veía un teclado, sentía un deseo casi irrefrenable de tocar cualquier cosa, aunque fuera una cancioncilla infantil.

Era el propietario de dos talleres que fabricaban, por supuesto, pianos. En uno hacían pianos de cola; en el otro, pequeños pianos de pared. El negocio no iba nada mal, sobre todo gracias a los estadounidenses, que consideraban que para que un producto tuviera clase tenía que venir de Inglaterra. Así pues, muchos de sus pianos de cola acababan cruzando el Atlántico a un precio considerable.

Se había acostumbrado a probar personalmente cada instrumento antes de enviarlo a su dueño. La tentación de sentarse y juguetear un rato con las teclas era enorme.

Podía pasarse días enteros jugando con las teclas. Por supuesto, paraba para atender a sus necesidades básicas —comer, dormir y cualquier otra llamada de la naturaleza—, pero cuando una melodía se le metía en la cabeza, esos asuntos no eran más que interrupciones. Su auténtica vida era un concierto sin fin.

«Había sido un concierto sin fin.»

Por primera vez en su vida, Edward se preguntó a qué dedicaban el tiempo los hijos menores de la nobleza inglesa. Podían emborracharse, ir de putas, batirse en duelo y... ¿algo más? El corso había quedado fuera de combate en Waterloo, así que lo único que se le ocurría era jugar a las cartas.

Era una distracción, sin duda, pero no podía pasarse la vida jugando.

Echó un vistazo a los naipes que acababan de repartirle y sintió una punzada de desesperación. Allí estaba, sentado entre el poder y la abundancia de la aristocracia, a punto de ponerse a gritar de frustración, mientras la melodía de la canción infantil Hot Cross Buns no dejaba de martillearle la cabeza.

—Tu turno, Cullen —dijo Darius Lindsey. No sabía cómo había acabado siendo el compañero de juergas de Lindsey, aunque tenía sus sospechas—. A no ser que prefieras retirarte.

Edward echó una nueva ojeada a las cartas, sintiendo la ironía del universo sobre sus hombros. Hacía dos semanas que había dejado de tocar el piano y desde ese momento su suerte había mejorado bastante en todos los juegos de azar. La pila de fichas no hacía más que crecer ante sus ojos, igual que la de su compañero.

Todo lo contrario que la de su vecino de mesa, el joven barón Roxbury. El hombre estaba demasiado concentrado, sudando a la luz de las velas.

—No puede retirarse ahora —protestó Roxbury, con la voz teñida de desesperación—. No sería justo. Tiene que darme la oportunidad de recuperarme.

—Diría que no le quedan fichas, Roxbury —señaló Lindsey—. ¿Por qué no nos retiramos y lo dejamos para otro día? Creo que lo verá todo más claro por la mañana.

—Estoy de acuerdo —convino Ed, que no tenía ningún interés en pasarse toda la noche viendo cómo Roxbury se endeudaba cada vez más—. Tengo los ojos cansados. Hay mucho humo.

—La última partida. —Roxbury lo agarró por la muñeca, impidiéndole recoger las fichas—. Sólo necesito una última mano.

—Querido Roxbury —dijo Lindsey en voz baja—. No creo que pueda asumir ni la apuesta inicial.

—Puedo —replicó el barón, alzando la barbilla—. Con esto. —Se sacó un papel del bolsillo de la chaqueta y lo lanzó sobre la mesa. Parecía un documento oficial, con sus sellos y todo.

—Yo me retiro. —Darius se levantó—. Roxbury, si necesita un préstamo para cubrir sus pérdidas, podemos esperar a otro día. Ed, ¿vienes?

—No puede —respondió Roxbury por él mientras los otros dos jugadores se levantaban de la mesa—. Me debe una mano.

—No le debe nada —repuso Lindsey—. Está borracho y la suerte no le acompaña esta noche. Hágase un favor y váyase a dormir, Roxbury.

—Sólo una mano —insistió el joven barón, sin apartar los ojos de Edward mientras éste se preguntaba qué sería menos cruel, hacer lo que Roxbury le pedía o marcharse para que dejara de acumular pérdidas.

«Una mano.» La ironía de la situación no le había pasado desapercibida.

—De acuerdo. Una mano —concedió Edward, sin hacer caso de la mirada exasperada de Lindsey—, pero ve pidiendo que traigan los guantes y los sombreros, Dare.

Lindsey aprovechó la excusa para marcharse, pero antes les dijo algo a los dos hombres que bebían junto a la puerta. Cuando Edward vio que éstos se acababan la copa y se acercaban discretamente, se dio cuenta de que estaban allí como testigos de lo que pudiera pasar. Desde luego, Lindsey estaba mucho mejor adaptado que él a la jungla del ocio entre caballeros.

—Será mejor que dejemos las cosas claras —dijo Edward—. ¿Se puede saber qué es lo que acaba de apostar?

—Una finca —respondió Roxbury, cortando la baraja y sonriendo al ver que le había tocado la jota de diamantes—. Una propiedad pequeña pero en buen estado a un día de distancia de Londres, en el condado de Oxford. Forma parte del patrimonio familiar, pero a nadie le importa.

—¿Por qué? —preguntó Edward, alzando una ceja mientras cortaba la baraja por la reina de corazones. Por supuesto. Suspiró para sus adentros mientras la melodía formada por las notas mi-re-do de Hot Cross Buns seguía sonando—. Yo reparto.

Roxbury se encogió de hombros, tratando de aparentar indiferencia.

—No es la mansión familiar. No voy nunca a dormir allí, así que no me sirve para nada, pero sigue valiendo sus buenos peniques.

—¿De cuántas hectáreas estamos hablando? —preguntó Ed, repartiendo. Con la mano derecha.

—Varios miles —respondió, volviendo a encogerse de hombros mientras recogía las últimas cartas—. Una casa, algunas granjas habitadas, un poco de bosque, vacas, pastos... esas cosas. —Roxbury examinó sus cartas y sólo con ver la expresión de su cara Edward supo con certeza que lo que debía de ser una casita ruinosa y descuidada era suya.

A menos que renunciara a ella.

Hot cross buns, hot cross buns.

One ha' Penny, two ha' Penny,

Hot cross buns.1

Dichosa canción. No se la podía quitar de la cabeza, casi como si quisiera decirle algo.

Exacto. No iba a tirar las cartas. La propiedad podía serle útil a algún familiar. O podría usarla como refugio, para huir de amigos y parientes bienintencionados. Y si estaba en ruinas, mucho mejor. Así tendría algo con lo que ocuparse. Si se quedaba todo el verano en Londres acabaría por volverse loco.

Había un piano en cada esquina.

Edward miró las cartas que le habían tocado y tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le escapara una sonrisa. Full de reinas y jotas. Qué adecuado.

—Esto me trae recuerdos —comentó Darius desde lo alto de su castrado moteado.

—Los viajes a la universidad —replicó Edward, montado en su caballo castaño. El tiempo les había acompañado durante todo el trayecto. Cuanto más se acercaban a su nueva propiedad, más familiar les resultaba—. ¡Por todos los demonios del infierno bailando el cancán!

—Original —reconoció Darius—. ¿Qué pasa?

Ed sacó el documento de propiedad del bolsillo y le echó un vistazo.

—Me temo que conozco este lugar.

—¿La casa o el pueblo?

—Los dos —respondió, con una sonrisa—. Y si es la casa que creo, se encontraba en un estado lamentable. El tejado estaba a punto de hundirse y los campos se hallaban tan descuidados que hacían daño a la vista.

—Genial. Entonces, ¿por qué sonríes?

—Porque la casa necesita que alguien la rescate. La construcción es sólida y el entorno es bonito. Además, está a la distancia perfecta de Londres para que los amigos y parientes no se pasen el día visitándome. Hay una taberna decente en Little Weldon, y un mercado. Y la gente es agradable, siempre y cuando no pretendas proteger tu intimidad. —Guardando el documento, espoleó a su caballo para llegar cuanto antes.

Darius le dio unos golpecitos en el cuello al suyo para que se pusiera a la altura del de su amigo.

—¿Me estás diciendo que vamos a tener que acampar en una casa en ruinas entre un montón de viejos desdentados y viejas beatas y entrometidas?

—Tonterías —dijo Edward, sonriendo de oreja a oreja—. Tanto Rafe como Tilden conservan algún diente. Además, sólo tendremos que acampar hasta que arreglemos alguna habitación.

—Ah, bueno. En ese caso...

—Lindsey. —Edward se volvió para mirar a su amigo—. ¿Nunca habías acampado en el bosque de Wilton con tu hermano? ¿No jugabais a los indios, asando algún conejo al espetón? ¿Y no os bañabais desnudos a la luz de la luna?

—Vaya, veo que estoy en compañía de un salvaje. —Darius acarició las cuidadas crines de su caballo—. Pues no, para tu información te diré que a Trent y a mí nunca nos dejaron hacer esas cosas. Y aunque nos lo hubieran permitido, nunca lo habríamos hecho. ¿Por quién me tomas?

—¿Nunca te has sentado en un árbol a leer Robinson Crusoe?

—Nunca.

—¿Nunca has robado nada de la cocina para hacer un pícnic? —insistió Ed, frunciendo el cejo—. ¿No te has llevado a escondidas el Kama Sutra de tu padre para mirar los grabados en la intimidad del pajar?

—Mi padre no tenía esas cosas en la biblioteca.

—¿Nunca te colaste por la noche en su despacho y te pusiste ciego con el brandy?

Darius alzó las cejas.

—Por el amor de Dios, Cullen. ¿La duquesa no tenía ninguna influencia sobre vosotros?

—Claro que sí. Gracias a ella bailo muy bien. Puedo mantener una conversación educada. Sé qué ropa ponerme y cómo coquetear con todo tipo de mujeres.

—Uno esperaría un poco más de dignidad en la casa de un duque. ¿Tu padre no tenía nada que decir ante vuestras travesuras?

—Oh, sí, por supuesto, nunca descuidaba sus responsabilidades. Gracias a él aprendimos a disfrutar de todas las cosas que te he contado sin que nadie nos descubriera.

Darius lo observó con escepticismo.

—Y yo que pensaba que recitabas fragmentos de la biblia del rey Jacobo en el vientre de tu madre, que te sabías de memoria la lista de los reyes de Inglaterra antes de que te quitaran los pañales y que andabas por ahí con un monóculo en el ojo a los siete años.

—Esa descripción se acerca más a mi hermano Emmett. Aunque Rosalie ha hecho maravillas con él, sigue siendo demasiado serio.

—¿Y tú no? —preguntó Darius, contemplando los terrenos que los rodeaban.

—Yo soy la frivolidad personificada —respondió Edward, muy solemne—, sobre todo si me comparas con los hermanos que aún me quedan. Eso me hace pensar que, por estas tierras, la gente me conoce como señor Cullen, o sólo «señor», o «el tipo aquel que viene de Sodoma, la capital del Támesis».

—¿Sodoma, la capital del Támesis? —Darius frunció el cejo—. Esto va a ser muy distinto de unas vacaciones en la mansión familiar, ¿no?

—Eso espero. —Edward se estremecía sólo de pensarlo—. Sin mujeres que te arrastran de una casa a otra sólo para comprobar de primera mano lo decrépitos que están sus ocupantes. Sin tener que soportar las miradas apasionadas de las hijas de la pequeña aristocracia rural, que son unas auténticas terneritas sin cerebro, ni los sermones del párroco tratando de apaciguar los excesos de la familia.

—Ah, entonces, ¿no todo son indios, brandy y libros eróticos?

—No, últimamente ya no. Pero a lo que me refería es que no quiero que la gente de la zona me vea como al cachorro de Moreland.

—Eres un cachorro crecidito, pero sigues siendo el benjamín de la familia.

—Y lo seguiré siendo aunque crezca tanto como tu cuñado, Nick Haddonfield —admitió Edward, sin poder ocultar la exasperación que le provocaba el asunto—. Y no sólo ante los carcamales de la Cámara de los Lores. Ni te imaginas lo que es ser el benjamín de cinco hermanos varones y llamarte Edward. Es agotador.

Darius no replicó, así que cuando alcanzaron por fin la propiedad de Swan con la última luz del día, lo hicieron en silencio. Edward habría apostado que, al menos por parte de Darius, no se trataba de un silencio nacido del respeto.

Durante los cinco años que llevaba en Little Weldon, Isabella había llegado a la conclusión de que el atardecer era el momento más dulce del día, pero también el más duro. A esa hora, los recuerdos la asaltaban con más fuerza, y hasta el mejor de ellos tenía un componente de pérdida, ya que no era más que eso, el recuerdo de algo pasado.

Si de algo entendía Isabella era de pérdida. Si hubiera sabido lo breve que iba a ser su matrimonio, se habría esforzado en ser mejor esposa. La idea era un poco absurda, porque no había sido una mala esposa, al menos hasta el final, pero habría pasado menos tiempo deseando estar enamorada de su esposo y más tiempo amándolo.

Mientras las sombras se alargaban sobre el patio trasero, vio a Marmalade recorriendo los jardines con la cautela que lo caracterizaba. Era un gato grande, y parecía aún mayor a causa del pelaje largo y exuberante que Isabella se encargaba de que estuviera siempre cuidado. La idea de que un animal tan grande —y de color naranja brillante, para empeorar las cosas— tratara de pasar desapercibido no dejaba de tener gracia. Isabella vio cómo golpeaba algo entre las margaritas y luego volvía a golpear, pero inmediatamente se sentó y empezó a lamerse, con esa súbita necesidad de lavarse que sentían los gatos siempre que su dignidad estaba en peligro.

«Soy igual que ese gato. No encajo entre mis semejantes, pero todavía me preocupa mi dignidad.»

Ese tipo de pensamientos requerían una buena infusión para evitar que uno cayera en la tristeza puntual o, lo que era peor, en la melancolía. Mientras rellenaba el hervidor y avivaba el fuego, Isabella se acordó de que esa mañana le había venido el período. Nunca dejaba de entristecerse, aunque no tanto como cuando estaba casada. Sólo que entonces hacerlo tenía más sentido, ya que cada menstruación era la prueba de que había vuelto a fracasar en darle un heredero a Jacob.

Tras verter el agua en la tetera de porcelana y colocar el colador en su sitio, se preparó una cena a base de fresas, tostadas y mantequilla y lo llevó todo al porche trasero en una bandeja. Marmalade se había instalado en el escalón más bajo para aprovechar el calor de la madera. Mientras se balanceaba y se tomaba una infusión de manzanilla, Isabella trató de no dejarse arrastrar por los recuerdos. No era fácil. El atardecer era bonito y tranquilo, pero se sentía muy sola.

Pensó que antes de dormir sería buena idea dar un paseo por el bosque. Tal vez encontraría hierbas aromáticas, y si tenía mucha suerte, un poco de paz.

—Pues sí, hacen falta algunas reparaciones —comentó Darius, mirando a su alrededor. La vegetación estaba tan descuidada que había cubierto buena parte del camino, lo que sin duda dificultaría mucho la llegada de carruajes. La verja metálica de Swan, adornada con grifos rampantes, daba un toque siniestro a la entrada.

—Bastantes —reconoció Edward—, pero si no se puede llegar en carruaje, no tendré que preocuparme por visitas inesperadas.

—¿Estás planeando convertirte en un ermitaño? —preguntó Darius, guiando a su caballo para evitar un bache en el camino—. ¿Dejarás que la vegetación siga creciendo y te cubra por completo como las zarzas del castillo de la Bella Durmiente?

—Ya se verá. La verdad es que no me disgustan los rododendros.

—A mí tampoco, dentro de unos límites —protestó Darius, mirando los árboles con desconfianza—. Éstos han perdido todo sentido de la mesura.

A lado y lado del camino, una hilera de robles creaba una bóveda de densa vegetación. La parte inferior del bosque había sido reclamada por los rododendros, que estaban en flor como correspondía a la época. A la escasa luz del atardecer, el rosa, el lila y el blanco de las flores destacaba sobre el oscuro follaje.

Edward siguió cabalgando en silencio hasta que llegaron a la casa.

—¡Santo cielo! —murmuró Darius—. Y me quedo corto.

La casa estaba orientada en dirección norte-sur, por lo que el sol al retirarse iluminaba la totalidad de la fachada. El ala sur y la sección central se encontraban en muy mal estado. Los postigos colgaban torcidos de las ventanas, muchas de las cuales tenían los cristales rotos. Algunos ladrillos del porche se habían caído y estaban tirados sobre la hierba.

El ala norte, sin embargo, estaba mucho peor. El tejado se había abombado e inclinado en un extremo; tres de las chimeneas no tardarían mucho en convertirse en un montón de arena y el porche que daba al norte se estaba escorando hacia estribor. Mientras observaban, empezaron a salir murciélagos volando por las ventanas sin cristales del desván.

—Bueno, vamos. —Edward desmontó del caballo—. La luz no durará eternamente y me gustaría echar un vistazo.

Sentía un placer difícil de explicar al mirar la casa. El año anterior, cuando había ido hasta allí buscando una propiedad, le había hecho falta una llave para entrar. Este año, cualquiera de las ventanas rotas le permitía ese acceso. Al parecer, los chicos de la zona se habían divertido afinando la puntería contra sus cristales sin pensar en el coste de repararlas. Pero mientras contemplaba la ruina que el destino había puesto en sus manos, Edward no pensaba en el dinero que iba a gastarse reparándola. Su único pensamiento había sido: «Me estaba esperando».

A la tenue luz del atardecer, la casa se aferraba a una cierta dignidad, a pesar del abandono y la falta de cuidados. La piedra de la zona con la que estaba construida creaba un conjunto armonioso con la vegetación que la rodeaba. Las flores silvestres que crecían por doquier rompían la sobriedad del conjunto. Empezaban a nacer arbolitos en las rendijas, pero con un poco de imaginación uno podía hacerse a la idea de cómo debía de haber sido el lugar en sus buenos tiempos.

—Los establos están mejor de lo que esperaba —dijo Darius, reuniéndose con Edward en la parte trasera de la casa.

—Seguro que los caballos lo apreciarán. —Ed miró los edificios que rodeaban la edificación—. La fresquera parece grande y sólida, igual que la cochera.

—¿Dónde están las granjas?

—Por allí. Supongo que pronto conoceremos a los granjeros.

—Es una suerte que las paredes sean de piedra —comentó Darius mirando a su alrededor—. Costará un poco repararlas pero tienes el material a mano y seguro que tus arrendatarios saben de cantería.

—El caso es que aprendí a hacerlo mientras disfrutaba de la hospitalidad de mi hermano en Yorkshire. Lo más importante es llevar guantes. Después ya es cuestión de maldecir mucho y saber que no podrás moverte en un par de días.

—Suena bien. ¿Cómo resistirse a algo así? —bromeó Darius—. ¿Entramos?

—No, esta noche no. —La brillante luz de la mañana les iría mucho mejor para inspeccionar los daños. De momento, ya sabían que la casa se mantenía en pie. Edward no necesitaba saber más.

Lo que no sabía era por qué eso le parecía tan importante.

—Echemos un vistazo a la cochera —sugirió Ed—. Tal vez tenga alguna habitación que podamos usar. Además, lo más urgente será conseguir un carro fuerte para transportar materiales.

—Entonces, ¿te quedas?

—Piensa en las ventajas. La privacidad —añadió Edward, sonriendo ante la expresión de incredulidad de su amigo—, los tés insípidos que nos vamos a ahorrar, los bailes a los que no tendremos que acudir, las jovencitas manipuladoras de las que no tendremos que huir cuando pasemos cerca de una pérgola. Y el hedor de Londres en verano. Eso es lo que menos voy a echar de menos.

«Si no cuento los pianos que no puedo tocar.»

—Claro. Es mucho mejor una espalda tan dolorida que no te permita andar —replicó Darius mientras caminaban— o los cotilleos en la taberna local... Por no hablar del placer de la charla a la salida de la iglesia el domingo por la mañana, donde es imposible huir de los interrogatorios.

—¿No me dirás que tienes miedo, Lindsey? —lo provocó Edward.

Mientras Darius pensaba alguna respuesta adecuada, él abrió la puerta de la cochera. Se notaba que los carruajes eran caros y que de su buen estado de conservación dependía la vida de las personas, porque era un edificio sólido y construido sobre una ligera elevación del terreno, para protegerlo de las inundaciones. El interior estaba polvoriento, pero seco y sorprendentemente ordenado.

—Esto pinta bien.

Darius lo siguió al interior.

—¿Servirá de algo que te aconseje que no subas al piso de arriba, Cullen? Podría atacarte una bandada de murciélagos o de duendecillos con ballestas.

—Venga ya, ¿qué quieres que se esconda en una vieja cochera?

Isabella había pensado ir a dar un paseo por el bosque que separaba la granja de la casa en ruinas, pero la infusión de manzanilla debía de haberle dado sueño. Cuando se despertó, Marmalade estaba sentado en su regazo, arañándole la pierna a través de la ropa.

—Largo de aquí, señor —le dijo, dejándolo con cuidado en el suelo del porche. Por el ángulo del sol vio que sólo había dormido unos minutos. Mientras se levantaba del balancín, un ruido le llamó la atención. En el silencio del atardecer los sonidos llegaban con mucha claridad.

»Dichosos gamberros —murmuró, alejándose del porche con decisión. Ya no les bastaba con espiarla e ir contando por ahí que era una bruja. Tenían que ir a la vieja casa a fumar a escondidas, a emborracharse con las peras al brandy que preparaban sus madres y a practicar la puntería con las ventanas.

»Salvajes. —Isabella se acercó al cobertizo de las herramientas y cogió una hoz. Nunca había tenido problemas graves para ahuyentar a los gamberros antes, pero uno de ellos —el hijo menor de Mary Bragdoll— había crecido mucho. Estaba ya casi tan alto como su padre y sus hermanos. Además era un fanfarrón y le empezaba a dar miedo.

Se abrió camino entre las ramas y saltó por encima de unos troncos para llegar antes a la casa. Le dolía menos verla desde la parte trasera, el deterioro no era tan evidente.

Antes de que Jacob muriera, la propiedad era vieja pero estaba cuidada. Pero durante los últimos años se había deteriorado con rapidez. Isabella no podía librarse de la sensación de que la decrepitud de la casa era un reflejo del estado de su alma.

El tiempo estaba acabando con su fuerza de voluntad. Cada vez le resultaba más difícil encontrar motivos para seguir adelante y resistir los impulsos de echarse a llorar, a gritar y a tirarse del pelo.

—Te ha venido la menstruación, recuerda. Dentro de unos días dejarás de verlo todo negro, ya verás.

Volvió a oír voces. Venían de la cochera. Isabella frunció el cejo. Hasta ese momento, los vándalos la habían dejado en paz. Comprobar que ya no respetaban ni ese modesto edificio la enfureció. Se acercó a la puerta a grandes zancadas y la abrió de golpe haciéndola chocar contra la pared.

—Ya estáis sacando vuestros culos de aquí, gamberros del demonio, o informaré a vuestros padres de que habéis entrado en una propiedad privada —anunció levantando la voz—. ¡Y a vuestras madres!

—¡Santo cielo! —dijo una voz masculina, educada y muy adulta a su lado—. Estamos a punto de que nos ataquen. Prepárate para defender tus dominios, amigo, porque la Bella Durmiente acaba de despertarse... de muy mal humor.

Isabella miró hacia el lugar en sombras de donde provenía la voz. Un hombre alto y moreno la miraba divertido. El brillo travieso de sus ojos no dejaba entrever ninguna amenaza. Además, iba vestido como un caballero. Isabella no tuvo tiempo de fijarse en más detalles porque el sonido de unas botas le indicó que alguien bajaba por la escalera.

Quienquiera que fuera, no tenía ninguna prisa y, desde luego, no era ningún niño. Lo primero que apareció fueron unas piernas muy largas y musculosas, de esas piernas esbeltas y elegantes que se consiguen al pasar muchas horas encima de un caballo. Las botas de montar y el traje hecho a medida confirmaron sus sospechas. El torso no desmerecía el conjunto. Era un torso plano y musculoso seguido de unos hombros muy anchos.

Santo Dios, era más alto que el tipo del rincón, y eso que el primer hombre ya la superaba bastante en estatura. Tragando saliva, Isabella sujetó la hoz con más fuerza.

—Ten cuidado —advirtió el hombre de las sombras—, va armada y está lista para la batalla.

Cuando las botas alcanzaron el suelo, Isabella miró al recién llegado a la cara. Estaba preparada para recibir una mirada burlona como la de su amigo, para un comentario educado o enfadado, pero no para la sonrisa sincera que le derritió las entrañas.

—Señora Black. —Edward Cullen hizo una correcta reverencia desde la cintura—. Cuánto tiempo sin verla. Discúlpenos, por favor, por haberla asustado. Lindsey, yo ya he tenido el placer de presentarme, así que saca a relucir tus modales.

—¿Señor Cullen? —Isabella bajó la hoz, sintiéndose ridícula y, lo que era mucho más grave, feliz.

Inoportunamente feliz.

1 Panecillos calientes. Por medio penique, por un penique, te vendo panecillos calientes. (N. de la t.)