He aquí el tercer capítulo, como dije anteriormente habrá más y es que todavía falta algo importante que abordar.
Sin más, espero sinceramente que disfruten de la lectura.
Era la época en que el sol duraba más en lo alto del cielo, calentando con sus tenues rayos la superficie del hielo siberiano. El frío mermaba un poco por esos días, tan sólo un poco...
—¡Ya, mamá! ¡No es justo!
El hielo debajo del joven se quebró por el impacto. El cuerpo estaba cubierto de sudor y pequeños moretones, producto de haber estado durante horas entrenando. Milo sonrió orgullosa, y es que por más que se quejara, sabía que al niño tendido aún en el suelo, la pequeña derrota sólo lo motivaba más. A superarse y convertirse en el Santo que, sabía, sería.
—No te quejes, Isaac. Sabes que los entrenamientos con Camus son mucho más rigurosos.—dijo la pelirroja con una pequeña sonrisa.
—Sí, el maestro es muy estricto.
Milo caminó los pocos metros que lo separaban ayudando al niño a incorporarse. Cuánto había crecido... Ante ella ya no estaba el pequeño niño de mirada desconfiada y actitud arisca, si bien Isaac conservaba mucho de ese carácter austero y reservado, había aprendido a ser un joven feliz, dedicado y fuerte. Y gran parte de ese cambio se debía a ella.
Ese día era especial para Milo, y para los que, obligadamente vivían en la gran estepa rusa. Hacía siete años que Camus partiera hacia Siberia con la obligación de entrenar a unos niños en el camino a las huestes de Athena. Hacía siete años que Milo conoció lo que era tener una familia de verdad.
A Camus se le había asignado no sólo el entrenar a dos niños que competirían entre sí para obtener la Armadura de Cisne. No, también—y más importante—; criarlos. Venían de dos hogares distintos, uno sin siquiera conocer a sus padres y el otro, con la reciente muerte de su madre aún torturándolo. Milo recordaría siempre el día en que los conoció:
Se había quedado de pie, inmóvil apenas ingresó a la modesta cabaña donde Camus convivía con sus alumnos. Sabía por el francés que los niños no hablaban mucho, incluso a Camus le costó hacerse de la confianza de esos dos pequeños. Tan sólo tenían cinco años, pero sus ojos reflejaban tanto dolor que, si no supiera controlar sus emociones, estaba segura que rompería a llorar ahí mismo.
Eran pequeños, demasiado, tan delgados que la piel sólo parecía una fina capa cubriendo sus huesos, sintió su propio vientre hacerse jirones imaginando sus aspectos cuando Camus los recogió. Desconfiados, silenciosos, estaban uno a cada lado del galo, sosteniéndose de sus piernas, observándola, Milo sabía que estaban estudiándola. Dio unos pasos, cuando Camus le indicó que se acercase, él hizo lo propio, dejando a los pequeños, para poder abrazarla. En verdad que Milo necesitaba de ese abrazo, y tal parecía que Camus se había dado cuenta; —Todo está bien, bienvenida—le susurró para tranquilizarla.
Asintió al tiempo que recibía un beso de su novio, los pares de ojos curiosos, unos tan verdes como la esmeralda y los otros tan celestes con el cielo, no dejaban de observarla, pero la pelirroja sintió que ya no estaban tensos, a fin y al cabo, Camus debió hablarles de ella.
Verlos le trajo irremediablemente los recuerdos de su niñez. Uno tan vivo que sentía muchas veces renacer el dolor en el estómago; el dolor del hambre. Milo recordaba vagamente a una señora escuálida que le alimentaba, que solía prepararle caldos para engañar al estómago y coser de telas viejas ropa para ella. La mujer solía irse antes del alba y llegaba cuando las estrellas ya cubrían en totalidad el cielo. Hasta que un día ya no regresó, y su lugar fue tomado por quien sería su maestro, el hombre que la llevó más allá de los limites de resistencia para un ser humano.
La supervivencia de una niña en la isla pesquera de Milos no era una historia de la cual Milo hablara mucho, no le gustaba recordar el frío, el hambre o el sol quemando su piel cuando vagaba por la costa en busca de comida, después de todo, cada uno de sus compañeros tenía historias similares, todos huérfanos, todos tratando de sobrevivir.
Tal vez y aquello era simplemente su primer entrenamiento como Santos; sobrevivir.
Pero ahora ese recuerdo le estaba picando el corazón, tanto que lo sentía contraerse de dolor. Y no supo en ese momento qué fue, pero Milo sintió un calor desde su vientre esparciéndose por su cuerpo, aflorándose más en su pecho, un calor que le instaba a protegerlos, un calor que le gritaba que se quedara a su lado y los educara. Un calor que rugía que los amara. Y los instintos tomaron parte de ella, esos niños eran especiales, podía verlos en sus ojos, tan profundos, tan cargados de penas y recuerdos, como los que alguna vez ella misma padeció.
Tan frágiles... sus niños.
A partir de ese día, Milo repartió sus obligaciones entre el Santuario y Siberia. Solicitó ante el Patriarca el deber de enseñarles a los alumnos de su compañero el idioma natal de los Santos. Y a pesar de que Camus sabía perfectamente el griego, incluso más que algunos de los que nacieran en las tierras de los Dioses, el Patriarca le otorgó el permiso, por lo que Milo durante un año entero convivió con Camus y los niños. Sólo ausentándose cuando se requería de la presencia de los Santos Dorados en el Santuario.
Una parte de ella sabía que no debía crear lazos afectivos con los niños, que no debía tratarlos más que como lo que eran: dos jóvenes que lucharían por una Armadura, pero los sentimientos que forjaron en ella crecieron hasta convertirse en un amor puro. Incluso Camus se había preocupado por la manera en que Milo se había arraigado a sus alumnos, pero sobre todo la dependencia que los niños formaron para con su pareja. Uno más que el otro.
Los años junto a Milo, no habían podido borrar de la mente de Hyoga el recuerdo de su madre. No pudieron robarle el fin último de su vida: el rescatarla de las profundidades del mar y volverla a ver. A pesar de estimarla y quererla no podía llegar a gestar en su corazón ese amor que sí tenía Isaac por la pelirroja.
La quería ¡claro que la quería! Pero no podía arrancarse de su memoria a su madre, y le dolía ver como Milo ablandaba su mirada y disimulaba ese pinchazo de dolor cuando Isaac la abrazaba y le llamaba mamá y él no podía hacerlo. Como la esperanza en sus irises se perdía con el correr de los años. Sobretodo porque Milo jamás le forzó a hacerlo, a ninguno, nunca le obligó a llamarla de esa manera, pero verla iluminarse cada vez que lo escuchaba era devastador. No podía hacerlo.
Y Milo lo entendía. Por más que en su fuero interno, el anhelo de que algún día Hyoga la llame mamá seguía latiendo con fervor, comprendía y respetaba los sentimientos del pequeño rubio...
—¡Hey!—Milo dio un respingo al verse sorprendida por la voz del menor.—¿En qué pensabas?
—Sólo recordaba... hoy se cumplen siete años de que llegaran aquí, en un año más, deberán prepararse realmente para competir por la Armadura.
—Sí—Isaac observó donde Hyoga había partido hacía varias horas, ese día había decidido entrenar solo—.Sólo espero que Hyoga esté preparado para ello...
—Ambos han progresado increíblemente estos años, Camus ha hecho un excelente trabajo.
—Tú también mamá, nos has enseñado bien.—El joven de cabellos y mirada verde la abrazó.
Isaac había forjado durante su crecimiento y entrenamiento un carácter duro y estricto, semejante al de Camus. Convencido que un guerrero jamás debe mostrar debilidad hacia nadie. Tal era el respeto y admiración que el nacido en las tierras de Finlandia mantenía por su maestro, que luchó siempre con el objetivo de convertirse en un digno sucesor, en mantener vivo y en lo más alto el nombre de Camus, su legado. Lo consideraba un padre, pero por el carácter de ambos, mantenía el respeto llamándolo "maestro".
Pero con Milo, Isaac era distinto. Con Milo era un niño, un joven más que adoraba a su madre y no se privaba de demostrárselo. Madre es quien cría, quien educa, quien brinda confianza, independencia y amor. Y para Isaac, Milo era todo eso, y más.
—Vamos, es suficiente por hoy.
—Quiero que me prometas algo—dijo de repente. La griega lo observó curiosa, dando pie a que continúe—; Si llego a obtener la Armadura de Cisne pelearás conmigo, sin limites de poder ni sentimientos de por medio—dijo con seriedad, la misma que adoptó Milo en su rostro—quiero que seas tú quien me apruebe como un Santo.
—¿Aun con Antares?
—Sí, quiero que utilices todo tu poder, si puedo llevarte al limite de utilizar Antares, no lo dudes, o jamás te lo perdonaré.
—Nunca dudo con mis oponentes, Isaac, tenlo por seguro.
—Gracias.—El rostro del joven se relajó, mostrando una sonrisa que sólo ella conocía—¡Vamos! El último en llegar prepara la cena.
No esperó y se echó a correr. Milo no lo siguió de inmediato, mientras la risa y la figura del peli verde se perdía entre los blancos paisajes.
—Te has convertido en todo un hombre, tan parecido a Camus...
El pedido de su hijo le había perturbado bastante, cuestionarse algo que hasta ahora no se había planteado, o había preferido ignorar; ¿tendría el valor de enfrentarlo? ¿De luchar contra Isaac o Hyoga? Un frío le recorrió el espinazo, esperaba que ese día no llegara, en ese momento deseó con fuerzas que el día de enfrentarlo no llegará jamás...
••
Observó por la pequeña ventana de la habitación, todavía no amanecía. Se había despertado inquieta, una molestia en el pecho, una sensación. Un presentimiento.
Camus había abandonado la cama ya, en unas horas partirían hacia el Santuario. Últimamente en los dominios de Athena las cosas no estaban de la mejor manera, muchas dudas y sospechas se levantaban sobre el Patriarca. No eran pocos los opositores que cada vez más se revelaban ante la máxima autoridad y la Athena que hasta ese momento nadie había visto.
Constantemente eran llamados para ratificar la lealtad hacia el Santuario. La traición de Aioros de Sagitario y la muerte de Saga de Géminis, todavía seguían resonando entre todos, como un claro recordatorio de que los traidores deben morir aun si perecieran al asesinarlos. Limpiar el Santuario y el buen nombre de Athena era lo primordial, morir no era más que un honor.
Milo creía fervientemente en ello, por eso odiaba a Aioros, a quien supo respetar y admirar enormemente. Pero Camus mantenía una actitud neutral, siendo fiel a Athena, pero conservando escepticismo sobre las actitudes que el Patriarca estaba teniendo.
Conforme el tiempo se terminaba y su partida era inminente, Milo sentía crecer ese presentimiento que le oprimía el pecho y no le dejaba estar en paz.
—¿Sucede algo?—Camus llevaba algunos minutos de pie en la entrada a la habitación.
—Estoy algo preocupada, eso es todo—dijo incorporándose de la cama para comenzar a vestirse. Camus enarcó una ceja.
—¿Te preocupa ir al Santuario?
—No... me preocupa dejar a los chicos solos.
Ahora sí Camus estaba extrañado. Dejar a sus alumnos solos nunca había preocupado a Milo, más que en los comienzos cuando eran unos niños. Ahora Isaac y Hyoga contaban con casi trece años, no veía el inconveniente en dejarlos.
—No comprendo, ¿acaso debes permanecer en el Santuario?—Milo observó en silencio a su pareja. Ella tampoco comprendía muy bien su extraña aprehensión.
—Creo que estoy exagerando un poco, no me hagas caso, quizá es sólo que no quería partir justamente hoy.
El francés se acercó hasta la pelirroja para abrazarla y darle unos cuantos besos, sabía que Milo no olvidaría su malestar, pero creyó conveniente dejar el asunto, después de todo no iban a estar en Grecia más de dos días. Su novia sólo era una madre preocupada...
—Sí, ya son siete años, pero podemos festejar cuando regresemos.
—Está bien—sonrió. Camus dio un suspiro y Milo lo observó con cierta curiosidad y diversión. Creía saber el porqué de aquel suspiro.
—Ya van siete años...
—Ellos te quieren demasiado, pero eres tú quien no les permites llamarte papá—dijo adivinando efectivamente lo que pensaba su pareja.
—No soy padre.
—Si lo eres, eres la figura que ellos tienen y quieren como padre, deberías dejar de ser tan estricto de vez en cuando.
—Lo pensaré—Camus se permitió sonreír mientras era abrazado por la pelirroja.
Aún eran jóvenes y su destino era tan incierto como la de todos aquellos hombres que alguna vez vistieron Armaduras y juraron lealtad a Athena. Ser un guerrero era su propósito en la vida, su orgullo, pero en los años que transcurrieron viviendo como una familia, criando a dos niños, habían terminado por cambiar ciertos valores y creencias. Ahora no veían mal planear un futuro, cumplir con sus deberes de Santos al tiempo que formaban una familia estable: tener hijos, darles a Isaac y Hyoga hermanos.
Un gran estruendo se escuchó desde la cocina, ambos se observaron para salir momentos después corriendo para ver que había ocurrido. La escena que encontraron era muy distinta a lo que se imaginaron.
Isaac y Hyoga se hallaban en el suelo, golpeándose y maldiciendo, la cocina por completo era un desastre y la explosión que habían sentido , efectivamente era un gran hueco sobre la pared por donde caían pedazos de madera astillada y restos de lo que alguna vez fue una ventana. Milo se llevó las manos a la boca incrédula, Camus por el contrario corrió para separar a los dos jóvenes que no daban tregua en repartirse golpes.
¿Qué había ocurrido?
—¡Ya deténganse!
—¡Dile Hyoga! ¡Dile lo que acabas de decirme idiota! ¡Diles, si tienes las pelotas para hablar!
—¡Cállate! ¡No hables de lo que no entiendes!
—¡He dicho que se callen!
Una ráfaga de viento helado mando a ambos jóvenes a estrellarse una a cada lado de la habitación. O lo que quedaba de ella. El viento ingresaba por el hueco hecho por el poder de alguno de los dos y se intensificaba por el helado cosmos que Camus tenía rodeándolo en ese momento. Tanto Isaac como Hyoga tragaron grueso, no era nada bueno ver a su maestro tan enojado. El de cabellos verdes suspiró mientras volvía a estabilizar su cosmos y se cruzaba de brazos observándolos con una mirada que congelaría el mismísimo infierno.
Milo caminó para ubicarse a su lado, su mirada no era muy distinta a la de Camus, pero ella si reflejaba preocupación. Odiaba verlos pelear, si no era por entrenamiento, lo odiaba.
—Me dirán ahora mismo porqué destruyeron la cocina, porqué estaban peleándose como dos animales enajenados... quiero explicaciones.
Los jóvenes se observaron, Isaac parecía irradiar fuego desde sus pupilas encolerizadas. Hyoga agachó su cabeza, sabía que estaba a punto de herir a Milo. Pero no aguantaba más, necesitaba ver a su madre.
—Ya habla idiota.
—Isaac no insultes a tu hermano.—Milo se adelantó unos pasos suavizando su mirada, deseaba saber el motivo de la pelea, pero no quería ver rencores entre sus hijos.
—Habla Hyoga, dimos porqué peleaban hijo...
—No me llames así...—susurró descompuesto. Los puños se crisparon temblando por los sentimientos que embargaban su corazón.
—¿Qué...?
—¡Que no me llames así! ¡Ya no lo hagas!—gritó.
Esta vez fue el puño de Camus quien se estrelló contra el rostro del ruso. Hyoga cerró sus ojos ofuscado mientras observaba a su maestro contemplarlo con el ceño fruncido y una expresión que nunca antes le había visto. Realmente estaba molesto, y él se sentía igual, irritado con la situación. Por no poder ponerle un freno a sus emociones.
—Gritarle y faltarle el respeto a un Santo de mayor jerarquía es imperdonable—el francés relajó sus músculos, pero la severidad no abandonó su mirada—pasaran los siguientes días arreglando la casa. Para cuando regresemos debe estar reparada ¡es una orden!
Milo no dijo más nada, dando media vuelta hacia la salida de la cabaña, no podían retrasar su partida hacia el Santuario, pero lo que realmente necesitaba era estar lejos, lejos de la mirada envilecida de Hyoga para así poder llorar con amargura. Camus no gesticuló ni pareció perturbado por el severo comportamiento de su pareja, la conocía demasiado bien para saber que en su interior Milo estaba desmoronada, pero ellos eran Santos, y sabían manejar perfectamente sus emociones. Isaac corrió detras de los mayores, para cuando los alcanzó ya se encontraban afuera de la casa.
—Mamá...
—Hyoga tiene razón—el rostro de Milo pareció endurecerse. No volteó a verlo—, no soy madre, de ninguno...
—Hyoga es un idiota.
Camus ya había desaparecido de la vista del peli verde y Milo sin decir más, no tardó en desaparecer también. Los ojos del menor se abrieron inmensamente, pasmado y dolido por el comportamiento de quien hasta hacia unas horas, le sonreía y le llamaba hijo. Apretó sus puños con rabia. Volvió a ingresar a la cabaña. Al parecer, Hyoga también había desaparecido.
••
Hubo dolores en la vida de Milo, que los llevó tatuados en el cuerpo por mucho tiempo. Marcas que cicatrizaron en su piel. Dejando un cuerpo en apariencia frágil, pero letal. Ella lo era. Un arma letal que comió su propio odio para escupirselo en la cara a quienes se lo merecían, a quienes la juzgaron débil por ser mujer, a quienes insultaron su honor y fuerza.
Hubo dolores que le permitieron convertirse en guerrera. Pero también existió en ella un dolor mucho más profundo que cualquiera experimentado antes, un dolor que brotó de su corazón sangrante, el cual terminó por formar una catarata indomable que cayó acerba y no se detuvo...
Manchando de muerte la blancura perenne en la llanura helada.
Caminó con el corazón en la garganta, sintiéndose incapaz de mantener la compostura, sintiéndose, con cada paso dado, un poco más chica, un poco más débil... menos mujer... menos madre.
Llegó al borde de un gran hoyo negro, como la garganta del mismo Diablo, donde dentro se arremolinaban las aguas y llevaba lejos su esperanza. Corrió al verlo, arrojándose para ser apresada por los jóvenes y temblorosos brazos del ruso. Sus lágrimas se escaparon al sentirlo temblar en su pecho, llorando como un niño perdido y asustado.
Ambos se sentían así.
—Perdóname mamá... no fue... no quise...—las palabras se ahogaban en su llanto, desesperando aún más a su acongojado corazón.
—Lo hallaremos, no te preocupes.
Lloró de dolor y alegría. Ese mismo día había perdido un hijo... ese mismo día Hyoga le llamó "mamá" por primera vez.
El siguiente capítulo también será un tanto triste, ya saben que es lo siguiente que se viene... u.u
Espero que hayan disfrutado de la lectura. Será hasta el próximo capítulo. Gracias por leer.