Capítulo 17

A James Bothwell la mañana se le hizo interminable. La congregación estaba encantada de verlo, sobre todo después de haber faltado el domingo anterior para viajar a Ripon. Intuitivamente, supo que se había corrido la voz de su inminente partida a un velocidad que dejaba al servicio de correo a la altura del betún.

Y no quedaba más remedio que sonreír y charlar con los vecinos por lo menos media hora más, cuando lo único que quería hacer era comer e ir a ver a Ali Brandon. La tarea había adquirido tintes urgentes desde su regreso de Ripon y sabía, sin duda, que a ella también le gustaría dejar zanjado el tema.

Se comió un sándwich frío de pie en la cocina, porque su ama de llaves tenía libre el día. Normalmente, disfrutaba de la soledad los domingos por la tarde, pero ese día, el paso de los minutos en el reloj del vestíbulo lo estaba poniendo nervioso.

Sensación que se correspondía con el disgusto sufrido durante su paseo matinal, concluyó.

Tenía que volver a Cumbria cuanto antes. Atravesó el sendero cubierto de nieve que conducía a casa de Ali de mucho mejor humor. Tres de las chimeneas daban fe de que había vida dentro y, al respladeciente sol invernal y rodeada de nieve, la casita tenía un aspecto limpio, ordenado y acogedor.

Llamó a la puerta, preguntándose si la joven se mostraría igual de acogedora. Tuvo que llamar una segunda vez antes de que le abriera y, aunque le sonrió y le invitó a entrar, percibió en seguida que estaba preocupada.

—Buenos días, Ali —Sonrió, mientras se quitaba el sombrero, los guantes y la bufanda—. Te he echado de menos en la iglesia, como siempre.

—A mí, sin embargo, no me ha costado mucho convencerme de que salir con este frío sería engorroso. ¿Te importa que tomemos el té en la cocina? Hace más calor que en el salón y la tetera está más cerca.

—No me importa.

Los dos sabían que no debería estar solo con ella, pero cuando un hombre y una mujer hablaban de matrimonio, ni siquiera las normas del decoro ponían inconvenientes a que lo hicieran con un poco de intimidad.

Lo condujo a la cocina y sirvió una taza de la tetera que estaba sobre los fogones.

—Parece ser que tuviste un día muy intenso con la señorita Bronwyn ayer —dijo Bothwell, apoyándose en la repisa de madera de la chimenea.

—¿Cómo te has enterado tan rápido? —preguntó ella sin volverse.

—Stevens fue a tomarse una pinta para celebrarlo cuando lord Ed anunció que la habían encontrado —respondió él, pensando que incluso en la cocina, o especialmente en ella, Ali Brandon era elegante y atractiva. Sería una esposa reconfortante, callada, competente, cariñosa...

»¿Vas a empezar a hornear mañana? —se interesó, esperando a que Ali se sentara.

—Sí —respondió ella, dejando a un lado un montón de papeles que había en la mesa—. Siéntate, James. No hace falta que te andes con formalidades de ninguna clase conmigo.

—Eso es lo que me gusta de ti —confesó él, sentándose en el banco a su lado—. Me gustan muchas cosas, en realidad.

—A mí también me gustas tú —dijo Ali, pero su tono y su sonrisa eran de tristeza, no de alegría y expectación, como correspondería a una mujer que está pensando en el matrimonio con el hombre que adora.

A Bothwell el alma se le cayó a los pies, pero aceptó galantemente el té que le ofrecía. Cuando sus dedos se rozaron, ella no hizo ademán de haberlo notado.

—Tienes las manos frías, Ali, pero en tu cocina se está bien.

—Tengo los pies fríos también —respondió, con una sonrisa contrita además de triste—. Lee esto —añadió, rebuscando entre los papeles y entregándole lo que parecía una carta escrita por una mujer.

Para Esme, su excelencia, la duquesa de Moreland:

El médico muestra la alegría forzada de quien teme que mi sufrimiento esté llegando a su fin, pero yo no comparto sus dudas ni sus temores. Sé que pronto partiré de este mundo y me reencontraré con mi Hacedor. Sé también que tendrá compasión de mí, porque he visto en usted, querida señora, la bondad y la generosidad de espíritu que existe en este lado del paraíso, por lo que no puedo temer lo que me aguarda en el futuro.

Sí sufro, sin embargo, por lo que sucedió en el pasado. He pecado, claro que sí, y por eso puedo y he buscado el perdón. También he cometido graves errores y sé que me queda poco tiempo para repararlos, humildemente imploro que me haga un favor más, a mí y al jovencito que ha acogido en el seno de su familia y amado como a sus propios hijos.

Hace siete años, cuando Jasper tenía cinco, elegí aceptar su generoso ofrecimiento de que tomara parte la familia del duque. Me dije que sería lo mejor para él, una buena decisión. Jasper se ha beneficiado de conocer a sus hermanos por parte de padre y de conocerlos a usted y a su excelencia el duque. El chico está comenzando a adquirir la educación de un caballero, la forma de hablar de un caballero, los modales y el porte. A ojos de cualquiera, sabrá valerse bien en la vida.

Pero yo no soy cualquiera. Soy su madre, la única familia que tuvo hasta los cinco años y lo he observado atentamente desde mi carruaje cerrado, en esos momentos en que usted lo llevaba al parque para que yo lo viera. Se está haciendo muy alto y es obvio que está en buena forma, pero incluso desde lejos veo en sus ojos el reflejo de mi error, el más grave y doloroso.

Jasper no es tanto hermano de sus hermanos pequeños como su guardaespaldas. No se ríe con la espontaneidad de un adolescente.

Observa cuidadosamente para hacer siempre lo que se espera de él y se apresura a hacerlo antes de que se lo ordenen. No habla con el estilo desenfadado de un joven. Tartamudea y le cuesta expresarse y con frecuencia guarda silencio porque teme el ridículo y, lo que es peor, poner en ridículo a su ducal familia.

Veo en sus ojos la inseguridad que yo misma puse ahí el día que me aparté de su vida. Veo su desconfianza de todo lo que parece bueno, valioso, permanente. Veo el dolor y la confusión de un niño pequeño que se culpará siempre por la pérdida de su amorosa madre, por muy competente y exitoso que llegue a ser cuando sea un hombre.

Me equivoqué de pleno al permitir que se apartara de mí. Aunque doy gracias a Dios todas las noches por su generosidad y bondad, también rezo todas las noches por que mi hijo sepa algún día que viví y morí arrepentida de haber hecho la elección equivocada. Tenía opciones, excelencia. Podría haber aceptado la asignación que me ofreció. Podría haberle pedido que me dejara vivir unos años más con mi hijo. Podría haberle permitido que me buscara un hombre decente que aceptara tomarme por esposa, si bien manchada y arrepentida, con hijo incluido. Usted me ofreció todas esas posibilidades y mostró la comprensión de la madre que pronto iba a ser.

Pero yo pensé que estaba haciendo lo mejor y, que Dios ayude a mi pequeño, pero lo cierto es que me equivoqué. En aquel momento, creí que la sinceridad de mi amor por Jasper justificaría las consecuencias si tomaba la decisión equivocada. No obstante, para un niño pequeño el amor no es amor cuando se escabulle furtivamente en plena noche para siempre. Ahora lo sé, ahora que ya es demasiado tarde, por eso le pido que, algún día, cuando lo considere oportuno, le haga saber de mis sentimientos, de mi amor infinito y del orgullo que siento por todo lo que hace.

Con toda mi gratitud,

Kathleen Whitlock

Bothwell se quedó allí sentado, durante un buen rato, mirando sin ver la carta. Ali le dejó las demás y las leyó. Una era una efusiva misiva

de agradecimiento de Kathleen por el privilegio de ver a su hijo de cinco años jugando en el parque y una detallada descripción de sus adorables juegos.

—Escribe bien —señaló el vicario—, pero se nota que tiene el corazón destrozado, incluso en las líneas más felices.

Ali asintió y le entregó la tercera epístola, probablemente la primera que le escribió a la madrastra de Whitlock. Kathleen detallaba en ella las preferencias, los miedos, los pasatiempos, los logros, la ropa favorita, los hábitos a la hora de dormir o de comer de su hijo y le explicaba que todavía se chupaba el dedo cuando estaba cansado o disgustado.

—Le conocía bien —señaló Bothwell, dejando la carta a un lado.

—Pero no sabía lo que era lo mejor para él —replicó Ali, mirando su té frío—. Que fuera su madre no la convertía en infalible.

—Tengo el privilegio de trabajar para el único progenitor que es infalible —dijo él, dándole unas palmaditas en la mano.

Ella no sonrió. Bothwell apartó la mano.

—Ali, sabes que aceptaría a Heidi en nuestra casa. Su padrastro no será un duque, sino el heredero de un vizconde de una zona rural, pero haré lo que sea mejor para ella y para ti. En eso estoy de acuerdo con esta dama —dijo, señalando las cartas—. Cuando no haya razón de peso para lo contrario, los niños deberían permanecer con sus madres, sobre todo cuando es el único progenitor que tienen.

Ella asintió, pero no dijo nada. Dejó que el silencio se alargara.

—Ali. —Bothwell rodeó la mesa y se sentó a su lado. Le cogió la mano helada entre las suyas y continuó—: Necesito oírtelo decir, querida. Puedes rechazar a un hombre, pero tienes que decirlo. Conoces las palabras. Las pronunciaste bien la última vez: «James, me haces un gran honor...». ¿Te acuerdas?

—Está bien —convino ella, tomando una profunda bocanada de aire. James tuvo la sensación de que había estado tan preocupada por su proceso interno, que tenía que pensar antes de formular las frases—. No, James, o no, gracias. No soy capaz ya de decirlo con la elocuencia que tenía antes, pero te estoy agradecida. Tus intenciones son buenas y me haces un gran honor, pero no puedo ser tu vizcondesa.

—Es suficiente con eso —concluyó él con una tenue sonrisa—. Pero ¿qué vas a hacer ahora, Ali?

Ali descubrió con sorpresa que por el mero hecho de haberle sonreído así, por no haberle soltado la mano y por no haberse marchado con alguna pobre excusa, quería a James Bothwell, aunque sólo fuera un poco. Le estaba haciendo un gran honor al pedirle que se casara con él otra vez y al quedarse con ella un rato más aun después de que lo rechazara.

—Gracias —dijo besándole la mejilla. Se reclinó en el asiento, con sus manos entrelazadas—. No sé qué hacer, James. He dicho muchas mentiras, he traicionado la confianza de los demás y he sido una estúpida.

—¿Tan mal lo has hecho? ¿Y acaso no has amado y amado y amado?

—No —contestó, negando con la cabeza—. El amor es confianza.

—Heidi confía en ti —insistió él, pero Ali no lo miró, sin embargo, James era perspicaz y supo escuchar lo que no le estaba diciendo.

»Ah —dijo, soltándole la mano, pero dándole unas palmaditas para suavizar un poco el gesto—. Entonces, si el amor es confianza, debes mostrar un poco de ésta y darte la oportunidad de reparar ese daño que crees que le has causado a Whitlock. Es un buen hombre.

—Lo sé —reconoció Ali, levantándose para recoger las tazas. Bothwell no se levantó, un alivio para ella, porque necesitaba poner distancia con él y también con lo que acababa de admitir—. Es un hombre muy bueno, pero no me perdonará esto.

—No me parece que sea de los que critica a los demás ni que haga gala de superioridad moral, Ali.

—Eres un santo James y muy sincero.

—Un santo. Y que lo digas —respondió él con tono seco como el polvo, lo que sugería que también había un hombre debajo del alzacuellos.

—Le debo una explicación, pero creo que Heidi también se ha encariñado con él y, elija lo que elija, no quiero que ella sufra.

—No sabes aún cuáles son tus opciones —murmuró Bothwell con suavidad—. Yo no volveré a pedirte que te cases conmigo, porque hasta un humilde reverendo como yo tiene su orgullo, pero si necesitas ayuda, Ali, estoy más que dispuesto a dártela.

—Gracias —dijo ella, sentándose de nuevo junto a él, aunque antes se moriría de hambre que pedir ayuda.

—Lo diré de otro modo —añadió Bothwell, cogiéndole la mano otra vez—. Si no me dejas que os ayude a Heidi y a ti en caso de necesidad, me sentiré dolido, furioso y decepcionado, más aún de lo que lo estoy por tu rechazo.

—Lo entiendo. Aceptaré tu ayuda por Heidi, pero Whitlock dice que ella tiene un fideicomiso a su nombre y que yo soy la fideicomisaria.

—También eres su tutora —apuntó Bothwell, soltándole la mano—. Tienes que hablar con el conde, Ali. Se da cuenta de muchas cosas y probablemente sea más tolerante de lo que crees.

—¿Es consciente del aliado que ha encontrado en ti? —preguntó ella cuando ya salían a la puerta.

El vicario sonrió con ironía.

—Creo que sí, pero juega limpio, Ali, y él lo hará también contigo.

Lo ayudó a ponerse el pesado abrigo y le sacudió los hombros para alisarle las arrugas, igual que haría con el abrigo de Heidi. Bothwell se puso la bufanda y cogió el sombrero y los guantes que ella le tendía, pero los dejó un momento en la consola y la miró con el cejo fruncido.

—No espero verte en misa, pero también estoy ansioso por que llegue el día en que yo tampoco tenga que ir.

—Lo has hecho bien aquí, de todos modos. La gente confía en ti.

—Confían en mí, pero no me conocen. Me gusta maldecir, Ali, y galopar y jugar a las cartas. Me gusta el chocolate y los gatos y las mujeres traviesas, aunque no la profesión que ejercen, y detesto levantarme temprano los domingos para hablar sin parar de tópicos sobre la bondad toda la mañana y me encantaría...

—¿Qué? —preguntó, curiosa. ¿Mujeres traviesas?

—Me encantaría tomar parte en una buena pelea de taberna —admitió—. Ya está. ¿Lo ves? No eres la única que dice mentiras, pero al menos tú no te has convencido para ser algo que ni siquiera reconoces, que no te apetece lo más mínimo hacer.

—¿Los vizcondes se meten en peleas de taberna?

—Es uno de los privilegios del rango.

—Entonces, el título te hará feliz —concluyó Ali, feliz de poder sonreír con sinceridad por algo.

—Eso espero —contestó, perplejo.

—Yo también lo espero —dijo ella, inclinándose sobre él para besarlo en los labios. Cuando fue a retirarse, James tenía las manos apoyadas en sus caderas y, por un momento, profundizó el beso, saboreando los recovecos de su boca, una despedida de los placeres que podrían haber compartido.

Justo cuando Ali iba a protestar, él se retiró, con una bonita sonrisa de hombre pícaro en los labios.

—No me niegues también esto, que bastante frío iba a ser ya el paseo de vuelta a casa aun sin que me hubieras rechazado. —La besó en la mejilla con la indiferencia propia de un vicario ahora—. Y no te lo pienses mucho, Ali. Whitlock tiene que saber qué vas a hacer con la niña.

Ella asintió, demasiado atónita con el beso que le había dado para hablar. Bothwell salió y se alejó caminando; era la imagen de un hombre feliz, un reverendo bárbaro. ¿Quién lo habría dicho?

Ali tardó una semana en recuperarse del resfriado, hacer acopio de valor y pensar qué iba a hornear. Al final, fue fácil: tartaletas de manzana, por supuesto. La receta de Jasper con algún toque propio. Esperó casi todo el día, confiando en que la mano de Dios descendiera del cielo cubierto y la aliviara de los problemas que pesaban sobre sus hombros, pero la mano era tan invisible como siempre, así que se puso dos capas, las botas más fuertes que tenía y se dirigió hacia el bosque con una cesta llena de tartaletas aún calientes.

Cuanto más se acercaba a Rosecroft, más le parecía sentir la presión del paisaje invernal. Quedaban restos de la última nevada en las hojas de los setos y las cercas y todo a su alrededor estaba dominado por una grisura que se adecuaba perfectamente a su estado de ánimo. Hablar con Whitlock iba a ser difícil, pero lo que quería, estar con Heidi, no era ni más ni menos que lo que Jasper le había repetido una y otra vez. Y en cuanto a lo de estar con él, en eso nada había cambiado. Seguía siendo una panadera de baja cuna y él el primogénito de un duque, con título propio y héroe de guerra condecorado, alguien bastante fuera de su alcance.

Además, le había mentido. No se podía olvidar de ese pequeño detalle.

Llegó a la entrada trasera de la mansión, se sacudió el barro de las botas lo mejor que pudo y levantó la mano para llamar. Luego la bajó muy despacio, con el corazón desbocado.

—Ali Brandon, eres boba —se regañó con severidad—. Whitlock no es un bárbaro.

Excepto que, en cierta forma, sí lo era. Miró los copos de nieve caer del cielo color peltre y todavía estaba intentando armarse de valor, cuando la puerta se abrió y el bárbaro en persona apareció al otro lado, con el cejo fruncido.

—¿Vas a entrar? —preguntó, haciéndose a un lado—. ¿O tenemos que hablar en los escalones con este frío?

Allí estaba alto, ceñudo y ligeramente desarreglado delante de ella, con la camisa remangada, sin pañuelo en el cuello y con la palma de la mano manchada de tinta... Cuando Ali se quedó mirándolo sin decir nada, él le cogió la cesta y a ella por la muñeca y la arrastró al calor de dentro.

—Llevaré esto a la cocina —informó, levantando la cesta un poco para oler el contenido.

—No puedo quedarme mucho rato —dijo Ali, pero él siguió caminando como si no hubiera oído nada.

Ella aguardó allí, en la entrada, como una tonta hasta que se dio cuenta de que tenía que quitarse dos capas. Whitlock estaba llenando la tetera cuando llegó a la puerta de la cocina, dubitativa pero llena de determinación.

—¿Cómo está Heidi? —se interesó, levantando un poco la barbilla.

Whitlock no estaba obligado a decírselo, pero, legalmente, seguía siendo la tutora de Heidi, o eso esperaba.

—Tirando —contestó él, poniendo la tetera en el fogón—. Prepararé el té y después hablaremos si tienes tiempo.

«Está bien», pensó Ali, que sea en la cocina.

—¿Podemos echarles un vistazo a estas tartaletas? —preguntó con voz neutra—. ¿O son para el postre de esta noche?

—¿Qué tal si compartimos una? —Al menos, no rechazaba sus dulces.

Prepararon la bandeja con el té y la tartaleta y se sentaron el uno frente al otro.

—¿Dices que Heidi va tirando?

—Sí —afirmó él, frunciendo de nuevo el cejo—. No es por ofender, Ali, pero ¿sirves tú o yo?

—Tú —dijo ella, obligándose a tener paciencia—. Tú sabes cómo te gusta el té y es posible que yo no te lo ponga exactamente como a ti te gusta. Jasper hizo los honores y le pasó la taza.

—Nunca me quejé del té que me preparabas, Ali.

Ella dejó que saboreara el primer sorbo y se dispuso a preguntar otra vez, pero él se le adelantó mientras Ali aún estaba removiendo el té.

—¿Y tú cómo estás? —inquirió con expresión inescrutable—. Se te ve pálida y no tienes muy buena cara.

—He pasado un resfriado —le informó. Decir la verdad no le haría daño—. Y estaba cansada. Ahora estoy mejor. ¿Y tú? —Se dio cuenta de que la pregunta era sincera. Estaba preocupada por él y quería que fuera feliz. Whitlock tampoco tenía muy buena cara, sino que parecía más bien cansado y algo desmadejado.

—Como Heidi —contestó, sin sonreír de verdad—. Tirando.

—Quería hablar contigo de Heidi —le anunció Ali, haciendo más ruido al posar la taza de lo que había pretendido.

—¿Qué quieres decirme? —preguntó él, mirando la taza.

—La echo de menos. Mucho.

—Ella a ti también.

—Si la oferta de ocuparme de criarla sigue en pie, me gustaría hablar de ello —dijo Ali con el corazón de repente desbocado.

—Sigue en pie, pero con condiciones.

—¿Qué condiciones?

—¿Las negociamos con un trozo de tartaleta?

—No me va a saber a nada —admitió Ali con pesar.

—¿Cómo dices? —Whitlock cogió un cuchillo y partió el humeante dulce en dos.

—Espero que estén buenas —comentó ella por decir algo, pero Whitlock parecía concentrado en servir un trozo en cada plato y acercarle un tenedor.

—Ali —habló, reclinándose, con expresión de que la había oído perfectamente—, no estés nerviosa. —Miró a su alrededor como buscando las palabras adecuadas en el especiero situado sobre la chimenea—. No tengo intención de apartarte de tu hija.

Ella no sabría definir las emociones que le produjeron esas palabras, no lo intentó siquiera, pero el dolor y el alivio eran evidentes.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Aún no puedo decir que lo sepa —replicó él, estudiándola detenidamente—. Saqué algunas conclusiones cuando averigüé más cosas sobre tu tía. Ni ella ni Biers se parecen a Heidi, pero tú sí. Estabas aquí y, de repente, desapareciste, lo que podría muy bien ser una excusa para ocultar el embarazo, pero no conozco los detalles. Por alguna razón, tu tía quería que tú criaras a la niña en vez del viejo conde, eso también me pareció extraño. Pero lo que más me convenció, Ali, fue ver en ti la misma desesperación que percibí en mi madre cuando me echó con los duques a los cinco años.

—¡Ella no te echó! —exclamó ella horrorizada—. ¿Es que no has leído sus cartas?

—Te las puedo recitar palabra por palabra —contestó él sin levantar la voz—, aunque no sabía que existían hasta mi última visita a Surrey, en otoño. Ojalá las hubiera leído antes.

Ali lo miró y vio una especie de aceptación cansada o tal vez alivio por haber sacado a relucir la verdad por fin.

Las palabras empezaron a fluir de ella motu proprio, su alivio teñido por la tristeza que siente uno al tener que admitir una mentira.

—Tenía dieciséis años cuando conocí a Biers. Lo había visto por aquí antes, pero yo sólo estaba en casa cuando tenía vacaciones en el colegio, unas semanas sueltas por aquí y por allá. Aquel verano, Biers se interesó en mí, probablemente porque sabía que eso molestaría a su padre. Mi tía vio lo que estaba sucediendo y, antes de que Biers pudiera provocar un daño irreparable, me llevó a pasar el resto del verano con unos amigos, a Escocia.

Hizo una pausa y miró a su alrededor, antes de posar de nuevo los ojos en los de Whitlock. En los de éste no se veía emoción alguna, más allá de una especie de triste aceptación, pero alargó la mano por encima de la mesa y le apretó cariñosamente los dedos antes de coger su taza.

Fortalecida por ese sorprendente gesto, Ali continuó:

—Al verano siguiente, tenía un año más y estaba decidida a llevar la contraria a mis mayores. También era un año más tonta y testaruda.

Biers era también un año más mayor y menos decoroso y me dejé seducir. Iba a casarse conmigo, claro, en cuanto tuviera edad para ello, mandaríamos al conde a otra de sus propiedades y nosotros reinaríamos en Rosecroft. Yo era una niña egoísta y estúpida, sin sentido de la posición que ocupaba ni del agradecimiento que les debía a mi tía, el conde y su esposa, y Biers era un hombre egoísta y sin principios.

—¿Tú querías... hacerlo? —preguntó él con voz queda.

—Quería hacer lo que fuera para demostrarle a mi tía que se equivocaba, demostrarle que era capaz de tomar mis propias decisiones.

Biers no fue desconsiderado del todo, pero no había tratado con demasiadas vírgenes, creo.

—Lo siento —se lamentó Whitlock. Sólo eso, pero Ali sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se las tragó y comprobó lo bueno que era contar con alguien que te escuchara, quería explicarle toda su historia. Creía que había quedado enterrada para siempre cuando su tía falleció, pero en esos momentos, años después, era hora de darle voz.

—Yo también lo sentí. Después de la primera vez comencé a dudar, a evitarlo, a desencantarme y a buscar una salida. Todo había sido un juego para él, claro. La persecución era más interesante que la captura. Y lo había hecho para darles en las narices a nuestros mayores. Yo sólo fui una herramienta para lograr su objetivo. Cuando llegó el momento de regresar al colegio, le confesé a mi tía que estaba deseando irme y por qué. Ella me hizo algunas preguntas muy específicas y retrasó mi marcha una semana más para poder hablar con el viejo conde.

Ali hizo otra pausa, recordando los detalles de aquel año tan difícil, detalles que hasta ese momento habían permanecido dentro de ella.

Lo pasó muy mal. Por Biers, por ella, por los cambios en su cuerpo, pensando en su futuro...

—Me enviaron de nuevo con los amigos de Escocia —prosiguió con voz queda—. No tenía ni idea de lo que planeaba mi tía, pero en aquellos meses debió de tener alguna especie de aventura con Biers y le hizo saber que no descartaba que estuviera embarazada. Después de las vacaciones, supe que tenía intención de viajar a Escocia para pasar conmigo el último semestre de colegio. Heidi nació a principios de febrero, pero era muy pequeña. Cuando mi tía y yo volvimos de Escocia, la ocultamos a los curiosos y, en cualquier caso, Biers no habría sabido diferenciar entre un recién nacido y un bebé de seis meses. Jamás cuestionó la historia de mi tía de que Heidi era la hija bastarda que había tenido con él y yo apenas estuve en casa después de aquello. Pasé seis meses con mi hija...

Apartó la vista. El dolor de ese recuerdo amenazaba con romperle el corazón otra vez.

—Puedes vivir el resto de tu vida con ella —murmuró Jasper con suavidad.

—¿Y si Heidi no me acepta? —preguntó Ali con un hilo de voz—. ¿Y si no lo entiende? Tiene seis años, Whitlock. He dejado que crea que no tenía madre y estaba decidida a darle la espalda por completo.

Él le cubrió la mano con la suya y esta vez no se limitó a darle unas palmaditas.

—Intentabas hacer lo mejor en unas circunstancias que no eran las ideales. Querías lo mejor para ella y al final lo comprenderá. Ya lo verás.

Todo irá bien.

—Sólo puedo confiar en que así sea y sólo puedo seguir intentando hacer lo mejor.

—Heidi es razonablemente tolerante con su nueva institutriz —dijo él, reclinándose en el asiento—. Si quieres dejarla aquí, tienes que saber que será amada y cuidada, y podrá ir a Cumbria cuando te hayas instalado con Bothwell.

—¿Cómo dices? —Ali parpadeó y se enderezó.

—El hermano de Bothwell no está bien y he pensado que te gustaría que Heidi pasara aquí unos meses más, porque se está adaptando muy bien. También he pensado...

—¿Sí?

—Que la voy a echar de menos —confesó, aparentemente incómodo.

—¿De veras?

—Me observa cuando monto y tiene muy buen ojo. Le ha enseñado a ese perro suyo prácticamente todo lo que puede hacer un perro, excepto a no apestar. Le escribe a Rose unas cartas deliciosas y me avisa de todas las trastadas que planea. Ed la adora y dice que es un prodigio con la música. Es muy lista para su edad, ¿sabes? Y yo... ¿qué?

—Te has encariñado con ella —dijo Ali con dulzura, dejando que el calor aflorara dentro de su pecho.

—Pues claro que me he encariñado con ella. Cualquiera lo haría. No puedo imaginar viajar a Londres y no llevarla conmigo para que conozca a su nuevo primo en primavera, no oírla reír con Rose sobre algún secreto de niñas, no volver a verla arrastrar a Douglas para que trepe con ella a un árbol...

—Oh, Jasper, lo siento. Sé que Heidi debería tener todas esas cosas, pero no voy a irme a Cumbria.

—¿Bothwell está dispuesto a cargar con tu pequeña? —Whitlock frunció el cejo—. Lo había tomado por un santo, no por un mártir.

—No sé lo que va a hacer y, aparte de desearle todo lo mejor, no me importa demasiado.

—Te vas a casar con Bothwell, ¿verdad? —preguntó él mirándola muy serio.

Le costaba discernir el significado de las palabras de Ali de tan fascinado como estaba simplemente contemplándola, escuchando el sonido de su voz, oliendo su aroma. Estaba allí, en su cocina, contándole sus secretos y admitiendo que había cometido un error con Heidi.

Debería alegrarse, pero tenía que preguntarle algo antes: «Te vas a casar con Bothwell, ¿verdad?».

Ali no quería mirarlo a los ojos y, dentro de él, el corazón empezó a latirle con más fuerza.

Entonces ella lo miró por fin con una vacilante sonrisa.

—No voy a casarme con él. Me he dado cuenta de que sabía que Heidi era mi hija.

—Ya. —Whitlock había llegado a la misma conclusión, pero seguía costándole entender la decisión de Ali de no aceptar al reverendo—.

Supongo que tu tía se lo dijo cuando cayó enferma.

—Puede ser. James me propuso que me casara con él hace un par de años, en parte para protegerme de Biers. Éste sabía que yo era pobre y que carecía de poder, por eso no se interpuso en mis intentos de relacionarme con Heidi. No podía haber nada malo en que el heredero de un vizcondado me mirara con buenos ojos.

—No me parecería tan raro en Bothwell —admitió él, asintiendo. Quería ser generoso, al ver que Ali había rechazado al hombre y su título por segunda vez. El vicario, con quien no iba a casarse, era un hombre decente y perspicaz.

—Yo no habría arrastrado a James al ámbito de influencia de Biers —afirmó ella con una mueca de asco—. Biers tenía habilidad para convertir en escoria y decepción todo lo que tocaba.

—Ya no está, Ali.

—Gracias a ti. —Se echó repentinamente hacia adelante y Jasper vio el escalofrío que la recorrió—. No tienes idea... De todos los hombres que podría haber elegido para que fuera el padre de mi hija fue el peor imaginable.

—El peor no —replicó él. Se le partía el alma al pensar en la carga que había llevado sobre la conciencia—. Hay hombres que venden a sus hijas en las esquinas de Londres, Ali. Hombres que se gastan en bebida los fondos destinados a alimentar a sus hijos. Hombres que los azotan cuando lloran porque tienen frío o hambre o porque aún les duele el cuerpo de la última paliza. Te acostaste con un miserable, pero en lo que concierne a Heidi, no fue malvado con ella, simplemente le daba igual.

—Supongo —contestó ella, no muy convencida—. Heidi es lo que importa.

—Sí —convino él, pero la parte de su mente que procesaba la información táctica, incluso cuando estaba enfrentándose a un enemigo en la batalla, seguía registrando que Ali había rechazado a Bothwell dos veces y que no estaba comprometida con nadie.

¿Y ahora qué? ¿Una vida de té y tartaletas mientras hablaban de la niña? ¿Se lo permitiría ella? Porque estaba dispuesto a ganarse su afecto como fuera...

Pero ella no lo quería, aunque hubiera disfrutado con él en varias ocasiones. Ninguna mujer querría atarse a un hombre que se agitaba cuando había truenos, tenía pesadillas de las que no podía ni hablar, pasaba más tiempo con sus caballos que con la gente y no le importaba un pimiento la alta sociedad.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ali, evitando mirarlo—. Heidi está cómoda aquí, pero yo soy su madre y su tutora, ¿no?

—Sí y también controlas sus fondos.

—Pero éste se ha convertido en su hogar —señaló ella—. Tú, lord Ed, los animales. Lleva viviendo aquí los últimos cinco años, pero tú lo has convertido en un hogar.

—También deberías saber que intenté convencerla para que se fuera a Cumbria con Bothwell y contigo. No quiso ni oír hablar de ello.

—¿Te dijo por qué? —preguntó ella, cuadrando los hombros.

—Dijo que yo era un soldado y que no huiría y que, en cambio, si se iba contigo a Cumbria, harías lo imposible porque aquello funcionara, aunque no fueras feliz. De alguna manera, piensa que casada y vizcondesa o no, siempre podrías regresar a mi casa si no eras feliz.

—¿Por qué pensaría algo así?

—Porque... —Jasper sonrió, una sonrisa ladeada, desesperada y burlona—, porque yo te habría acogido con los brazos abiertos.

Silencio.

«Vaya», pensó. Estaba siendo sincero y ridículo, pero su dignidad no le parecía un alto precio si con ello hacía que Ali comprendiera lo que sentía. Si quería tener alguna posibilidad de estar con ella, tenía que hacerle entender que no podía seguir atormentándolo, flirteando, dudando.

Su corazón no lo resistiría una vez más.

—¿Cómo dices? —preguntó ella muy despacio—. ¿Me habrías ofrecido refugio si a Bothwell y a mí no nos hubiese ido bien?

—Te habría ofrecido refugio —confirmó él, pero no se detuvo ahí, no quería ocultar nada—. Te habría ofrecido mi cama adúltera, mi dinero, mi casa, todo lo que tengo, Ali. Ahora lo sé.

Otro silencio. Jasper pensó que, tal vez, aquello fuera perder demasiado la dignidad, porque ella parecía más confusa que excitada ante sus revelaciones.

—No lo entiendo, Whitlock. Te he mentido a ti y le he mentido a mi hija. He aceptado vivir bajo tu techo bajo falsas apariencias. Me he aprovechado de tu generosidad y casi te endilgo a Heidi escudándome en mis mentiras. ¿Por qué ibas a querer tener nada que ver conmigo?

—¿Recuerdas que una vez te dije que te quería? —preguntó él, levantándose y apoyándose en la encimera, con las manos en los bolsillos.

—Me acuerdo —respondió ella, mirándose las manos—. No eran las circunstancias más apropiadas para hacer semejante declaración con la cabeza fría.

—Ahora estamos en la cocina, Ali —dijo Jasper—. Es por la tarde, estamos tomando el té y me siento bien, mental y físicamente, aunque un poco cansado. Estoy vestido del todo, cosa que no creas que no lamento, y tú también: te quiero.

Se dio cuenta de que aquello no le rebajaba. Era un ejercicio de verdad, honestidad y recuperación de la dignidad. Tal vez para los dos. Sin embargo, como declaración de amor no podía decirse que fuera muy impresionante.

—Ya veo. —Ali se levantó y se frotó los brazos como si tuviera frío, aunque la temperatura de la cocina era la más agradable de toda la casa.

— No me crees —repuso él sin más—. O más bien no puedes creerme.

—Yo... —Ella le buscó los ojos brevemente—. No confío en mí misma demasiado últimamente, Whitlock. No quiero que creas que te estoy atribuyendo mi propia capacidad para la mentira.

—Sé cómo funciona tu mente —afirmó Jasper avanzando hacia ella—. Crees que es una lástima que crea que estoy enamorado de ti, pero no puedes evitar comprender también que, en ciertos aspectos, hacemos buena pareja y que eso nos permitiría a ambos tener a Heidi en nuestras vidas. Pero eso no es suficiente, Ali Brandon.

Estaba siendo muy severo con ella y, a pesar del caos reinante en su interior, Ali no podía concentrarse en las palabras de Whitlock. La amaba. Él la amaba y ella lo estaba rechazando.

—¿Que no es suficiente? —repitió, abrazándose la cintura.

—Ni de lejos —contestó él, acercándose—. Sé lo que soy. Perdí la mayor parte de mi cordura en campos de batalla de toda Francia y

España. Soy un bastardo, independientemente de quién sea mi padre, y estaré mejor llevando una existencia sencilla aquí, en los confines de la alta sociedad, donde pueda apestar a caballo y pasarme la mayor parte del día al aire libre. Sufro recaídas, como tú bien las llamas. Nunca sé cuándo un ruido o una palabra o un recuerdo me hará caer de la silla. A veces bebo demasiado y, con frecuencia, quiero beber demasiado. Pero soy humano, Ali. No me ataré a una mujer que sólo sienta lástima, gratitud y una afectuosa tolerancia por mí. No lo haré.

—Entonces, ¿qué quieres de mí? —le preguntó atónita.

Él soltó una amarga risa.

—Un cuento de hadas. Querría un maldito cuento de hadas, en el que me amaras y tuviéramos a Heidi con nosotros y muchos más niños que corretearan por los campos con sus ponis, y una mesa llena de risas y bromas y que la casa siempre oliera divinamente, porque tú eras mi esposa y el genio de nuestra cocina. Cuando tuviera una noche mal, estarías ahí para amarme y dejar que te amara y las noches malas irían desapareciendo gradualmente. Querría...

—¿Qué? —Preguntó Ali con un nudo de dolor en la garganta—. Dímelo, Jasper.

—Sólo eso —contestó él, cansado—. Quiero una vida sencilla, natural y bucólica. Una esposa, hijos, amor y una existencia compartida aquí, en Rosecroft. Eso es lo que convierte en valiosa una vida en paz. No se puede construir sobre la lástima o la comodidad o el simple afecto, Ali.

Conmigo no. Te hartarás de mí en menos de dos años, pero para entonces ya tendremos un hijo y entonces te quedarás y, cuando quieras darte cuenta, dormiremos en habitaciones separadas y el decantador del brandy no durará mucho lleno. No quiero vivir así y no pienso dejar que te ocurra a ti o a nuestros hijos.

Otro silencio mientras ella se devanaba los sesos buscando qué decir.

—Pero yo sí te quiero.

—Claro que me quieres. —Whitlock levantó la vista al techo buscando un último resquicio de paciencia. Ali sintió miedo de pronto, miedo de que si no lo convencía en ese momento de lo que sentía, los decantadores del brandy no durarían en efecto mucho tiempo llenos y que nunca llegaría a tener un hijo al que amar, ni podría dar significado a la paz que tanto se esforzaba por encontrar—. Me quieres porque te doy un techo y estoy encariñado con tu hija. No es suficiente para mí, Ali, pero gracias por el gesto.

Se dio la vuelta para irse y a sus ojos asomó la sorpresa cuando ella lo detuvo.

—No —dijo, agarrándolo por la pechera de la camisa. Lo zarandeó un poco para dar énfasis a sus palabras mientras lo fulminaba con la mirada—. No —repitió—. No pensarás que puedes abrirme así tu corazón y después largarte sin darme un minuto siquiera para que me recupere. Te vas a quedar en esta cocina y a escucharme, Jasper Whitlock. Ya lo creo.

Él asintió con recelo, y entonces ella le soltó la camisa y se la alisó, dándole unas palmaditas al terminar, un gesto del todo incongruente.

—Gracias —susurró luego.

¿Qué demonios podía decirle para hacer que la creyera?

—Te quiero —empezó muy despacio, acariciándole el pecho— porque sudas construyendo un muro de piedra en vez de ir a emborracharte.

Te quiero porque te tomas en serio mis recetas y me diste la tuya de las tartaletas de manzana sin pedirme nada a cambio. Te quiero porque te importa cuando lloro y cuando Heidi tiene miedo o se porta mal o se siente perdida. Te quiero porque rezas por caballos muertos y compraste ese horrible y apestoso perro para que Heidi no estuviera tan sola. Fuiste a ver a Rose, has perdonado a tu madre y has peleado y peleado y peleado...

Se acercó a él, rodeándole la cintura con los brazos, pero los de Jasper seguían caídos a lo largo de sus costados.

—Has peleado por Heidi —continuó, quebrándosele la voz—. Te has resistido a mis estúpidos y testarudos planes por ella, para que mi hija no tuviera que sufrir lo que tú sufriste, para que yo no muriera con un hondo pesar en el corazón, como le pasó a tu madre. Te quiero porque has peleado tanto... Me rindo, Jasper Whitlock. Te quiero y te ofrezco mi rendición para siempre.

Lloró contra su pecho y no se dio ni cuenta de cuando él la rodeó con sus brazos y apoyó la barbilla en su sien.

—¿Te rindes? —murmuró con voz queda, trazándole pequeños círculos en la espalda, muy despacio—. ¿Incondicionalmente?

—No, incondicionalmente no —respondió Ali entre lágrimas—. Quiero que me hagas prisionera.

—Será un placer —admitió Jasper—. Pero una cosa, Ali. Yo también me rindo.

Y de esa forma, por primera vez en la historia, en aquella guerra ganaron los dos bandos, aun siendo capturados por sus oponentes para siempre.

Fin