Capítulo seis

"Pastelería"

«Por más de que haya piedras en tu camino no renuncies a seguir intentándolo, a seguir peleando por lo que queremos ser.

Transmitir lo que siento es difícil cuando es a través de palabras, pero algún día, cuando nos veamos de nuevo, te lo demostraré mediante un gesto.

H»

I

Feliciano abrió sus ojos y la luz cegadora de la mañana invadió su visión, provocando que sus párpados volviesen a apretarse nuevamente. Lanzó un muy suave gruñido de disgusto. Adormilado, se cubrió los ojos con el antebrazo, pues la luz que entraba por la ventana era fuerte; o al menos lo era para él, que acababa de regresar desde la oscura ensoñación.

Con mucho pesar, no obstante, logró levantarse y dirigirse al baño como era habitual en su rutina. Minutos más tarde, hizo su aparición en la sala, con el cabello húmedo, más despierto y vestido pulcramente. Saludó a su hermano que, como si se tratase de su hábitat natural, se encontraba echado en el sillón, mirando la TV y con el cuaderno de bocetos en su regazo. Pudo distinguir en la pantalla una pasarela, con las modelos yendo y viniendo, vistiendo prendas que le resultaban exageradamente extravagantes. Lovino no despegó su mirada de la pantalla, luciendo concentrado. Su voz sonó robótica:

—Hay café caliente en la cocina.

Giraba en sus dedos el lápiz negro con el cual solía trabajar. Y como si Feliciano estuviese esperando aquella acción, se volvió sobre sus pasos cuando su hermano mordisqueó la parte trasera del útil.

Aquella mañana transcurría particularmente silenciosa. En la cocina, recordó la conversación que había tenido por la noche con Ludwig. Sintió su cara arder y llevó sus palmas frías a sus mejillas en un intento de apaciguar el calor, moviendo su cabeza hacia los lados y apretando sus párpados para apartar el pensamiento de su cabeza. Sentía una emoción de culpa expandiéndose por su cuerpo. Una fugaz oleada de imágenes se había disparado como una flecha a su memoria, escenas de un sueño en el que ambos eran amantes, al igual que los protagonistas del célebre libro. Pero, curiosamente, no había una frontera que le dividiera. Al contrario, le sentía muy, muy cerca.

—Eres un idiota —murmuró para sí mismo, rindiéndose ante aquella idea de borrar las imágenes de su cabeza. Era suficiente con todas las preguntas que pronto empezaban a abrirse paso por su mente, inundándolo todo a su paso.

«El hecho de que piense tanto en él… ¿significa que Ludwig me gusta? Desde el primer momento me pareció atractivo, pero no ha de tratarse de nada más que eso», pensó.

Vertió el café en la taza y lo endulzó sin cuidado alguno. No dejaría que nada arruinase su día, -se dijo-, ni siquiera un pensamiento reflexivo sobre ese extraño acontecimiento; -sosteniendo la taza de cerámica artesanal y atendiendo la mensajería de su celular con su otra mano-. No tardó en dar con la conversación de alemán e, inconsciente, una sonrisa asomó en su rostro: «¿Te parece si nos encontramos mañana en la plaza de por aquí?», había sido el último mensaje del alemán, y por supuesto, allí debajo, estaba su entusiasta respuesta afirmativa.

Ludwig tenía mucho para ver y él le ayudaría a no perderse de nada, por supuesto. Estaba convencido de que le daría una buena historia para contar. Quería ayudarle a buscar a su musa… y si no lo hacía, se encargaría de buscar inspiración a su lado. ¿Por qué? No había pensado razones. Sencillamente, tenía el presentimiento de que algo iba a pasar si lo hacía. Era probable que se tratase de algo particularmente bueno, si sus instintos no fallaban. Feliciano se guiaba por sus emociones, ni más ni menos.

El café caliente acarició su paladar y le reconfortó. Entre tanto, terminaba de arreglar con su buen amigo francés el momento del encuentro. Se sentía sumamente ilusionado. Pronto, podría volver a ver al escritor y escuchar una bonita historia.

II

De no ser porque su abrigo era, al igual que sus botas, algo muy pesado y protector, Ludwig probablemente se hubiese congelado de tanto esperar. Llevaba unos quince minutos -si su percepción no fallaba- apoyado en un poste de luz, esperando la prometida aparición del fotógrafo. Pensó que, posiblemente, no aparecería por allí pues se trataba de una broma; sin embargo, en su interior, algo le gritaba que aguardara un poco más. Ludwig no estaba seguro de la razón por la cual había aceptado aquella oferta tan ridícula. No obstante, lo poco que conocía al muchacho le bastaba para denominarle dentro del término: «honesto».

Acomodó sus manos dentro de los bolsillos de su abrigo para conservar el calor y se dedicó a observar la calle desde su esquina. No había mucha gente para ser domingo, pensó. El día había amanecido brillante y había ido opacándose con el pasar de la mañana. Lo agradeció, en cierta forma: el frío le recordaba a su hogar.

Era extraño la manera en que había acabado allí. Su falta de empatía probablemente hubiese alejado al muchacho italiano desde un principio, pero, de alguna forma (desconocía cuál), no había sido así. No era alguien que tuviese muchos amigos. De hecho, no recordaba tener un mejor amigo siquiera. Pero esta vez era diferente.

Expulsó el aire por la boca, creando una pequeña nube de vapor que desapareció lentamente. Un segundo después, al alzar su mirada, su atención se centró en un peatón que cruzaba la calle descuidadamente, a trote. Y se acercaba en su dirección.

— ¡Ludwig! Siento la tardanza…

Llevaba envuelta, en su cuello, una bufanda colorada. La exhalación temblorosa que profirió el joven bastó para comprobar su pensamiento: había corrido hasta allí. Feliciano esperaba un saludo de su parte. Le tendió la mano y el muchacho le dio un apretón con la suya, enguantada en una tela de color naranja y verde. En ese momento pensó que no le agradaba demasiado aquella combinación de colores tan alegres.

—Está bien, llegué hace un momento. No hay de qué preocuparse —mintió cortésmente, eliminando el contacto entre sus manos. Podría haber dicho la verdad, pero no tenía intenciones de indagar demasiado en ese detalle.

— ¡Me alivia oír eso! —No tardó en adoptar una postura jovial y confianzuda. Sostuvo la única correa de su mochila que se aferraba a su hombro y tomó aire, como preparándose para hablar—. Pensé que te había hecho esperar… hubiese llegado aquí antes de no ser porque… tuve un embrollo con un vecino. Dijo que mi gato le rompió una maceta y tuve que disculparme y pagarla, hm… Estuvo a punto de arrojarme a Gino por la cabeza, ¡pobre! —Una risa escapó, sin dar indicios de querer contenerla—. ¡Pero yendo al grano! El primer lugar que visitaremos no está lejos. Ya arreglé los detalles. ¿Te parece bien si andamos ya?

—…Por supuesto —aceptó, esperando recuperar un poco el silencio y la serenidad que ahora se habían desvanecido.

Para su desgracia, Feliciano habló durante todo el recorrido.

[…]

— ¿Sabías? Nací en Venecia, ¡pero nos mudamos cuando Lovino tenía diez años…! Oh, por cierto, me disculpo por lo del otro día… Él suele ser así, un tanto… gruñón, pero es bueno. ¡De verdad! Solamente tiene un odio extraño hacia los alemanes… Y, oh, ¿en qué estaba? Ah, sí. ¡Venecia! Es gracioso, de hecho, no recuerdo mucho y todavía no he tenido oportunidad de visitarla nuevamente. Aunque claro, está en mis planes y… —Hizo una pausa cuando un suspiro hastiado llegó a sus oídos. Llevaba, por lo menos, gran parte del camino hablando sobre sí mismo y no se había percatado de ello hasta aquel momento—. ¿Te estoy molestando, verdad…? Sí, lo hago… ¡Lo siento, en verdad no era mi intención! Perdón… —se disculpó rápidamente, juntando sus cejas inconscientemente. Ahora, Ludwig le observaba con una mueca en la que logró leer una ligera irritación. Fue un golpe bajo.

—No es eso… Es que hablas demasiado —admitió, masajeándose las sienes—, y es un poco fastidioso. Pero… en realidad lo admiro, no has trastabillado ni una sola vez —señaló, volviendo su mirada hacia el frente—. Hace años tomé clases sobre 'cómo dar un discurso' y, a pesar de todo, sigo trabándome al hablar. Quisiera… la receta para eso —se aclaró la garganta, llevándose un puño a los labios. Podría decirse que no acostumbraba a hablar sobre sí mismo con tanta soltura.

En ese momento, Feliciano sintió cómo su alma volvía a su cuerpo y le hacía vibrar con emoción y felicidad; Ludwig no estaba molesto con él, o al menos no demasiado. Una gran sonrisa se expandió por su rostro de inmediato.

—Lo único que hago es confiar en mí mismo —dijo—. Aunque sepa que las posibilidades de fallar sean grandes, ¿no es eso algo común? Equivocarse no es sinónimo de humillación… —musitó, volviéndose hacia el rubio, que le observaba con sus ojos celestes llenos de sorpresa y desconcierto. Al parecer, tenían un pensamiento recíproco.

III

Su camino terminó frente una llamativa pastelería unos minutos después. Las paredes pintadas de un rosa pastel no eran lo único que atraía la atención de cualquiera. Se abría paso en el frente, un cartel pintado a mano que dictaba en letra cursiva el nombre del establecimiento: «La mélodie du violoncelle» [*2]. En la vidriera se exponían los típicos postres franceses apetitosos, entre otros clásicos.

Feliciano entró, empujando la puerta de vidrio y haciendo sonar el llamador de ángeles que colgaba en el interior, cercano a la entrada. Ludwig entró detrás de él. El lugar tenía un aspecto cálido y sumamente agradable. No era muy grande pero a pesar de eso, cerca de los exhibidores había un par de mesas para los clientes. En las paredes yacían diferentes fotos antiguas. Llamó su atención la más grande -una ampliación-; en ella se veía un antiguo edificio que llevaba el mismo nombre de la pastelería. En frente, posaban dos personas: una delgada mujer rubia, muy elegante, que era abrazada por un hombre. Sonreían a la cámara con una naturalidad que Ludwig envidió momentáneamente.

— ¡Feliciano! ¡Al fin llegas, mon petit! Y traes contigo a la prometida compañía... Bonjour.

Un hombre de rubia melena y barba rasurada se acercó a ellos desde el interior del establecimiento. Besó al italiano en las dos mejillas y a Ludwig le estrechó la mano. No había duda de que era francés. Se presentaron tras una aclaración del italiano y Francis, como supo que se llamaba, les invitó a sentarse en una de sus mesas, mientras uno de los empleados preparaba café para los tres.

» ¿Qué tal está todo por casa, mon petit? —preguntó—. ¿Has visto a Arthur? —el franco se inclinó hacia atrás en la silla, dirigiéndose al italiano. Se frotaba las manos en un gesto nervioso. Tenía harina bajo las uñas.

—Bien, gracias. Lovino está refunfuñón como siempre… al igual que Arthur. ¿Acaso siguen peleados?

Mon petit —habló con dulzura, esbozando una divertida sonrisa—, nosotros siempre estamos peleados.

Feliciano soltó una débil risilla: era cierto. Pero también sabía que se preocupaban mucho uno por el otro; eran muy contradictorios, lo cual resultaba confuso para quienes no eran cercanos a los dos muchachos. El italiano se sentía evidentemente privilegiado por conocer la verdad tras aquella fachada de riña y recelo que tenían el sajón y el franco.

» Y Ludwig… escritor de un best-seller romántico, alemán, codiciado por las señoritas… ¡con su justa razón! —Siguió Francis, extasiado. Aún sostenía una débil pero impávida sonrisa en su rostro—. También soy amigo de Eli, y crítico de sus entrevistas —Eso justificaba toda la información. Feliciano suspiró aliviado por la aclaración: no quería que el alemán pensase que andaba admirándolo frente a sus amigos… aunque en realidad lo hiciese—. Me ha dicho este pequeñín que estás recolectando historias para… ¿conseguir inspiración? Déjame adivinar: te lo propuso Feliciano, ¿o no es así?

—Sí, así es —Ludwig habló, Feliciano sintió su piel erizarse sin motivo racional. El rubio comenzó a jugar con sus dedos pulgares por encima de la mesa. Tenía la atención de sus dos acompañantes y estaba al tanto de ello. Intentó mantener la compostura, a pesar de sentirse ligeramente cohibido—. Lo agradezco bastante, sinceramente. Estoy trabajando en un nuevo libro y no puedo ir más allá de… sencilleces. Estaré honrado de escuchar la historia que tiene para contarme, Francis.

— ¡Tan formal! —el franco exhaló una risita melódica, mostrando sus aperlados dientes. Uno de los empleados se acercó a dejar las bebidas calientes y una porción de pastel para cada uno. Feliciano atacó, tetado por las delicias.

» Bien… en todo caso, estaré feliz de contarles a ambos la historia de mis padres. —El de la melena rubia se acomodó en su asiento, preparándose para narrar. Tomó aire por la nariz y exhaló con autosuficiencia—. Cuando ellos se conocieron, estaban en sus veintes… ¡Hace ya 41 años! En el año 1975, en Lyon, Francia. Fue una época casi mágica… por supuesto, uso las palabras de mi padre al describirlo. No tengo forma alguna de comprobarlo, honhon

» Las calles lionesas tienen su encanto que perdura en el tiempo, verán. Especialmente cuando se comparte una historia de amor… —habló con dulzura casi actuada en su voz, deslizándose hacia la anécdota profundamente—. Mi madre, en esa época, trabajaba como camarera en un restaurant. Era una mujer de una gracia espléndida y una belleza indudable. Rizos rubios, figura digna de una dama, ¡preciosa! ¿Cómo no? …En cuanto a mi padre, no podría decirse a lo mismo. Jamás sabré lo que le vio, honestamente… ¡Pero el amor! El amor es así, oui? Imparable, imperturbable… y para nada conveniente… Te hace sentir vulnerable y te lastima, pero hay que ser valientes, amigos míos. ¡Porque cuando uno lo afronta, se da cuenta de lo maravilloso que es tener a alguien a tu lado…!

Tanto Feliciano como Ludwig se miraron mutuamente, por encima de la mesa, con la evidente complicidad en sus ojos. Ludwig pareció preguntar, tan solo con su expresión: ¿Se había vuelto loco? Feliciano se encogió de hombros y sonrió, como siempre; y habló con un gesto: «Así es Francis».

» En fin… ¿En qué estaba…? ¡Ah, sí!, cierto. Mi padre tocaba el violoncelo. Un instrumento que había pasado de generación en generación, ¡de bisabuelo a abuelo, de abuelo a padre, de padre a hijo! Él ocupaba una mínima porción de la calle para interpretar melodías románticas… dulces, tanto como melancólicas. No es que hubiese ganado mucho dinero haciendo eso, por supuesto. Pero incluso así, era algo que amaba. Todos apreciaban aquel regalo que él les brindaba a diario. Mi madre lo supo en el primer momento, quien tocase así debía ser un apasionado por la música. Un enamorado... Lo que no sabía era que se trataba sino de un «solitario». Uh, por supuesto, esa mujer siempre se trató de una curiosa por naturaleza. ¡Siempre metiendo sus narices en donde menos le convenía!

Estaba segura, sí. Convencida. Debía acercarme a él, al músico. ¡Por supuesto! Se trataba de un hombre maduro y sensible. Cada una de sus melodías jamás dejaba de resonar en mi cabeza por semanas, desde que comenzó a tocar cerca del restaurante. Mi primera opción fue hacerlo después del trabajo, pero cuando estaba a punto de dar el paso, me di cuenta de que no tenía ninguna excusa para acercarme y estando demasiado asustada me marché. Al segundo día regresé, pero con algo entre manos. ¿Quién podía resistirse a unos deliciosos macarons?

» Se acercó a él con una tonta excusa. "¿Le gustaría probar mi receta?", por supuesto que… no aceptó. ¿Quién lo diría, eh? Por supuesto, mi madre se impacientó e insistió, hasta acabar confesando que lo único que quería era entablar una conversación con él. Y lo hicieron. ¡Y como es natural, los días se hicieron semanas, y las semanas meses! Se hicieron cercanos amigos, a pesar de no ser bien vistos. Pero lo que verdaderamente ocurrió fue a partir del despido de mi madre.

«—Estás fuera. Despedida. ¡Los clientes no ven bien que te andes revolcando con ese vago! No paran de cotorrear… No soporto esto en mi establecimiento, ¡creí que te lo había dejado claro!»

Las discusiones acabaron por hartarme hasta alcanzar la impaciencia. Dando por hecho que allí acababa todo, me marché hecha una furia, pero igual de desanimada. La única persona que podía consolarme me esperaba en su banqueta de siempre, guardando su instrumento en el estuche. Aquel hombre que me consentía y escuchaba mis congojas. ¿Cómo podía no quererlo, ajena a lo que los demás pensaban? Me acerqué. Le conté. Me desahogué. Me invitó a que caminásemos juntos mientras hablábamos y accedí. Estuve al borde de las lágrimas pero no era una mujer de llantos.

No podré seguir ahorrando para abrirla… a pesar de que estaba tan cerca de pagar la última cuota en su último vencimiento... Todo mi esfuerzo fue en vano.

Un angustioso gesto marcó el rostro del hombre, sin intentar evitarlo. La muchacha se encontraba cabizbaja.

Siempre hay una solución, Celline. No decaigas…

» Al parecer, en ese momento, mi padre había tomado una decisión… incluso si fuese impensada. Mi madre soñaba con una pastelería desde niña y había trabajado con todo su esfuerzo para conseguir el alquiler de un viejo edificio. En sus más anhelados sueños lo transformaría en una hermosa y elegante pastelería. —Sus palabras, gradualmente, fueron perdiendo el volumen hasta instaurar una pequeña pausa. ¿Dónde estaba el raciocino en el actuar de una persona que, de forma irrevocable, había caído en esa trampa tan engañosa como lo era el amor?— Jamás podré comprender cómo las emociones nos mueven en todo lo que hacemos… Es curioso. Hasta el más frío y prudente tiene una razón insensata.

» El mismo día, mi padre empeñó su violoncelo, que tenía un gran valor sentimental para él, claramente. Por supuesto, fue una decisión dolorosa; pero se las apañó para entregarle al dinero a mi madre y que ella pagase la última cuota de la compra sin enterarse. Cuando le contó cómo lo había conseguido, no se vio tan contenta como lo había estado antes. —En esa instancia de la historia, el francés se permitió un lejano y lento suspiro, como queriendo hundirse de lleno en el pasado de sus progenitores. Habían sido incontables veces las que su padre le había relatado, con sus emociones a flor de piel, todo lo que su madre le había hecho sentir alguna vez. Pero era casi imposible poder ponerlo en palabras—. Díganme, ¿alguna vez se han enamorado? —soltó, mirando imperturbable un sitio indefinido, porque no encontraba otra manera de seguir desde aquel punto.

El primero en reaccionar fue el castaño, tensándose evidentemente al instante, pero volviendo a relajarse al esbozar una amena sonrisa. Sabía cómo era Francis: a pesar de que muchas veces quisiera mostrar una faceta frívola, rodeándose de amantes superfluos, en su interior había muchas emociones sinceras. El amor le movía.

—No me he enamorado, pero… Muchos dicen que es algo destructivo, al igual que maravilloso. Es verdad que no sé realmente qué se siente, ¡pero ha de ser una emoción bastante bonita! Si es así, entonces también quisiera sentirlo. —Anunció con entusiasmo, observando a sus dos acompañantes de modo expectante, en busca de alguna reacción. Ludwig no había emitido palabra, sino que se encontraba pensativo

—En efecto… —Habló el francés, saliendo de su ensoñación—. Inefable, porque no tiene un porqué. Inmarcesible, porque es para siempre. Ineludible, porque no se puede evitar, de ninguna forma. Si tuviese que definirlo… sería así. Sin embargo, nadie tiene un significado exacto. Después de todo, son estereotipos. No hay persona que lo sienta de igual forma. Y aunque use cualquier palabra para intentar explicarles lo que dos enamorados sienten… si no lo han experimentado… entonces es en vano. No hay más que la experiencia para saber cómo.

El silencio reinó por los segundos restantes en los que, Ludwig sintió que podía palpar una tediosa tensión en el aire. Pero, respecto a lo que había dicho el francés… Si lo pensaba a fondo, tenía lógica: uno no logra conocer completamente algo, sino hasta que experimenta. ¿Podía ser lo mismo con una emoción como tal? Era posible.

—Cuando mis padres se dieron cuenta de que estaban enamorados, no hubo palabras. Esta es una parte de la historia complicada de contar… Difícilmente podrán imaginárselo. No puedo decirles más que eso: qué mi madre logró abrir la pastelería de sus sueños. Una de las más conocidas de Lyon, he de decir. Qué mis padres lograron descifrar el indiscutible lazo que los había atado desde un principio… Y que, sobre todo, fueron felices. Pero como todo lo que empieza, acaba. Y a veces los finales no son como los esperamos, incluso si la introducción es de color rosa.

» La pérdida de un ser querido, amado, duele de una manera irrevocable. No obstante, jamás he de olvidar lo que me dijo mi padre cuando mi madre falleció. No lo olvido porque a los siete años, uno no conoce realmente el significado profundo de las cosas; «Nadie permanece por siempre, pero a nuestro lado queda siempre el buen recuerdo. Y hay que conservarlo». Al menos hasta ahora…

—Es cierto… —la voz del castaño fue un susurro casi nostálgico, o al menos así lo era la triste sonrisa que de pronto se pinceló en su rostro.

—Sé que me entiendes bien, mon petit —el francés colocó su palma en el hombro del italiano, y alzó la otra para señalar a su alrededor—. Esto es lo que me queda de ellos, de su amor… al menos físicamente. Por eso prometí que haría de la pastelería algo que todos sientan placer, y los haga felices, por sobretodo. Quizás lo heredé de mi madre —se encogió de hombros, adoptando nuevamente sus aires coquetos. Acto seguido, se puso de pie—. Eso es todo por ahora. Ludwig, espero que esta pequeña historia reflexiva te sirva de ayuda… Y, Feli, se ves a Arthur dile que se olvidó un libro en mi apartamento y que tendrá que volver por él —le guiñó un ojo con sutileza y se volvió sobre sus pies, despidiéndose y regresando a la cocina tras un doble agradecimiento por parte de sus invitados.


No puedo pedir más que disculpas por la tardanza. Poco a poco estoy empezando a alejarme del fandom y por eso se me hace tedioso a la hora de actualizar. Sin embargo, no está entre mis opciones abandonar el fic. Espero que me entiendan y disculpen eso, además de por el excesivo uso de la narración enmarcada xD

Nos leemos la próxima, y agradezco a quienes apoyan incondicionalmente este fic uvu