Han pasado 84 años…

Okno, pero sí unos cuantos meses. ¿Motivos? Los de siempre: la escuela y el trabajo. ¿Promesas? Las de siempre: mejores salarios y educación de calidad… ¡Ah, caray, perdón!, es que con tanto comercial político (? En fin, que les prometo que no abandonaré esto, así me tarde mucho en actualizar.

Apenas esta semana pude escribir de verdad, pero con una inspiración muy constante en los capítulos de Dragon Ball Super: TODOS CRITICAN A GOKU. Y como a mí me encanta ser rebelde con causas babosas, ahí les va mi opinión en un fic.

¡Je l'apprécie!


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El Corazón de un Malvado

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Por mera inercia de nerviosismo, Milk se acariciaba el entrecejo con el dedo índice, a misión de reprimirse fruncirlo tanto como lo había abusado la noche anterior. También, inhalaba una avorazada cantidad de la brisa que chocaba contra la velocidad de la nave a través de la ciudad, para exhalarla con el nulo disimulo que no paraba de inquietar a Gohan.

El pobrecito niño había sido despertado más temprano de lo que es piadoso para un sábado, sin considerar que él había sido injustamente desvelado por el alboroto de gritos con que su madre atacó a su padre de mañana a madrugada. Sin más, a las 7am ya estaba encomendado a acomodar en el asiento copiloto los libros suficientes para estudiar, mientras su madre hacía las compras que se le habían ocurrido para desestresarse.

—Tu padre es el que debería llevarnos al supermercado —se quejaba Milk, primero entre los pasillos de alimentos, luego al guardar las compras en la nave y ahora en el camino de vuelta a casa—. Yo no debería conducir, porque de eso se encargan los buenos maridos, y nosotras, las buenas esposas, de comprar. Cuando te cases, Gohan, recuerda bien eso o tu esposa sufrirá bastante, y por consecuencia también tú.

—Sí, mamá —era el par de palabras que Gohan había coreado toda la mañana, bien escondido tras los libros que ni siquiera esmeraba leer.

Al llegar a casa, el resentido designio de Milk procedió sin reparo compasivo: ignoró a Goku majestuosamente, sin hablarle ni mirarlo. Goku hizo lo propio, pero rehuía por temor a otro pleito y no por rencor. Gohan, a su vez, no resolvió estar con alguno de sus padres sin desamparar al otro, y por eso prefirió desentenderse en su habitación de la tanta agrura, con el robótico repaso de sus libros de física avanzada.

Como todos los fines de semana, un gran pez mero y un pino de esponjadas copas sufrieron el asalto de Goku, para volverse cada cual cena y leña. De vuelta a casa, dejó ambas comisiones con cautela sobre el lavadero del patio, cuidadoso de no toparse contra la palpitante irascibilidad conque Milk obstruía la cocina. Con tales acciones, Goku esperaba ser convidado del ingrediente que él mismo había provisto o, de otro modo, tener el pescado ya dispuesto si su esposa volvía a dejarlo sin cenar. Mucha y muy grata fue su sorpresa al llegar el ocaso, cuando un grito, si bien antipático, lo solicitó en la mesa para sentarse.

La espesura del oxígeno en el comedor se vio más conquistada por la hostilidad de Milk que por los apetecibles vapores del estofado. Nadie habló, nadie rio y nadie miró a la silla vecina; Goku y Gohan tenían hasta temor de parpadear sin la discreción suficiente. Milk, implacable, mantenía el ceño comprimido como estandarte de despótica intolerabilidad. Al terminar, padre e hijo permanecieron enraizados a sus sillas, sin valor para accionar movimiento alguno.

—Hora de dormir —decretó Milk, como acto redentor (no intencionado) de la incertidumbre.

Estaba claro que esa noche no se bañarían, porque Milk, tan pronto como aseó la bajilla, con el portazo de su habitación denotó que no tenía intención alguna de prepararles el fuego a Gohan y Goku para refrescarse juntos en el patio. Por la mente les pasó encender ellos mismos los leños, pero no dejaba de faltar el valor para ejecutar órdenes no dadas por la colérica matriarca.

—Papi, puedes dormir conmigo si quieres —susurró Gohan, bien quedito, antes de entrar a su cuarto.

Goku le aseguró con sus sonrisas que no le afectaba volver a dormir en la sala, le alborotó el cabello y le deseó buenas noches. Nuevamente, sorpresivo se tornó el aspecto de su mirada, ya que esa noche Milk le había dejado sobre el sofá una almohada y sábanas limpias, planchadas y dobladas. Primero se sonrió, mas luego el entrecejo se le arrugó con tanta rigidez como sólo Milk solía; pero el sentimiento de mujer y marido al expresarse con tales gestos era de distintísimo sentir.

El joven padre se recostó, pero, contrario a lo usual de su pasmoso noqueo nocturno, no triunfó en pegar los párpados.

Las fosforescentes intromisiones de los astros desvelados le brindaron un espectacular e índigo panorama, que vistoso brillaba a reflejo del impecable piso. Con el reflector lunar, relució también la bajilla recién lavada y la lustrosa mesa, desprovista de pizca alguna. Goku suspiró al recordar el pescado y, obligado a inhalar después, se holgó los pulmones de la lavanda con que el piso se fregó. Los estantes y cajones estaban cerrados, sin permiso para que tenedor o cuchara burlara su sitio, ni ya la sal o la pimienta quedaran a la intemperie. La alacena estaba rebosante de la despensa para la semana, el refrigerador mantenía frías las carnes y los yogures. En conclusión, el hogar sentíase acogedor e idóneo para descansar, para respirar su pulcritud y fiarse en que el sol, al aparecerse escoltado por la aurora, no ostentaría menos maravilla que la que la luna otorgaba al techo de la familia Son.

Abrigado en tal paz, Goku se removió en el sofá, pero como la comodidad de éste era insuficiente en comparación de las suavidades de su cama, no condescendía el sueño. El recelo de resignar su descanso a más noches en la sala le produjo una mueca y el deseo de que Milk se ablandara pronto.

No obstante, considerando cuán agresivamente había rabiado ella la noche anterior, en el día ella se había mostrado quieta. La limpieza la había atendido con el primor acostumbrado, la comida con la exquisitez de siempre y cada quehacer de la jornada había resultado puntal para apagar las luces a la hora precisa. Ello demostraba que ni el entrecejo resentido ni los gruñidos ocasionales competían contra el vigor de sus menesteres, mismos que encumbraban su virtud de esposa. Goku, en cambio, se había escabullido toda la tarde entre los riscos y la arboleda de Paoz.

—Milk es buena —masculló él.

El mueble rechinó y la puerta lo hizo un poco más al abrirse. El chirriar de algunos grillos y el ulular de lechuzas cercanas se coló al interior de la sala, mientras era Goku quien escapaba de la tibieza del techo, de la limpieza de la cocina y de la incomodidad del sofá.

—¡Nube voladora, ven!

(…)

El reformatorio arte de castigar al esposo era un empeño que sus damas de compañía le adiestraron antes de casarse. Milk, en sus poquitos años de matrimonio, se fiaba de dos escarmientos infalibles: dejarlo sin comer o echarlo de su habitación. Ambos servían para amedrentar las sandeces de Goku, asustarlo para remediarse, pero era Milk a quien los temores le incitaban masticarse las uñas, y por ello planeaba no darle pronto acceso de regreso a la habitación ni a su beneplácito.

Es que Goku no quería cambiar o, mejor dicho —por fin se condenó a aceptarlo—, no podía. Si bien ella siempre supo que su esposo no era el más lúcido ni avisado de los hombres, alguna mentecata ilusión de que la paternidad o el matrimonio lo ejercitarían le consintió la expectativa. Pero a verse, que ya pronto rebasarían el lustro de ser familia y pocos atisbos guardaban las espaldas de la esperanza. Lo peor no era su deficiencia como hombre de sociedad, sino aquella inconsciencia de hacer todo sin sopesar su comportamiento: ¿cómo no se daba cuenta que un hombre debía trabajar? ¿Por qué ignoraba que el diario vivir prescindía de artes marciales y enemigos? ¿De qué modo explicarle que el padre enseña al hijo a hacer la tarea y no a pelear?

Milk le dio descanso al mancillamiento de sus uñas, pues precisaba morder los cobertores para desahogar la disyuntiva del hombre que era Goku y el que ella deseaba que fuera. Con cada mascar de cobija se bombeaban aquellas arrinconadas dudas que oscilaban la pesadilla de su fe: «¿Y si no le interesamos en realidad?», pensaba, con la truculenta manivela abriéndole tubería a sus lágrimas.

Peor para sus cuitas fue escuchar que en la planta baja la puerta rechinaba al abrirse. Acalló los sollozos y contuvo el drenar de sus ojos para atender si alguien entraba o salía de la casa. La voz de Goku fue flecha hacia la diana de sus inquietudes, que apuntó con precisión en su llamado a la Nube Voladora.

—Está bien —se levantó Milk, con prisa tal, que las lágrimas se tornaron estalactitas en su mentón—. Nosotros nos iremos también esta vez. Mañana mismo estaremos en el reino de mi padre.

Goku era malo, egoísta hasta la médula, enemigo del sentido común y mancuerna de la desidia. Estaba claro que los años no lo habían cambiado, que era impermeable ante el empapo de la madurez, que dictaminada estaba su voluntad a ser la excepción de los buenos modos de un héroe.

Héroe… ¡Sí, cómo no! Ni el heroico acto de llenar una solicitud de empleo puede.

Le chismorreaba más frustraciones a los vestidos y ropa interior que empacaba, hasta que tuvo abultada su maleta y fue a la misión de empacar los suéteres más tibios en la habitación de su hijo.

El pequeñito se removió un poco entre las almohadas y veíase, con el favor de la vela que cautelaba a Milk, cierta sombra de cansancio bajo sus párpados. Sus ronquidos eran exhaustos y el aferramiento de las manitas a la manta era ademán de haber anhelado la quietud de una cama, que al día siguiente le costaría abandonar para otro madrugador viaje.

Las ocasiones de visitar La Montaña de Fuego reclamaban la gala de Gohan, así los súbditos aseveraban la vida ideal que Milk aspiraba a través del porte de su retoño. Solía prepararlo siempre guapo y recatado, con la por supuesta ternura intacta, pero entonces, dado el enojo, no seleccionaba con meticulosidad sus trajecitos.

Al volver a su habitación, divagó removerse en la cama o empeñar algún bordado, pero sólo algunas prendas de Goku estaban dispuestas a remendarse, y ella de él no quería saber tanto ya. La rueca de su paciencia se había enredado en sus hilos, exhausta de bordar linduras encima de telas rotas, cansadísima de excusar a Goku. No obstante, se vio pronto vencida contra su piedad, así que bajó al comedor para preparar algo de la comida con que Goku se limitaría el apetito hasta que Milk renovara su indulgencia.

Al pisar el primer escalón descendente, un ruidillo bufón retó al silencio. Milk suspiró, porque la madera del peldaño no podría imitar tan bien una risa, por lo que seguro su consciencia era el tono burlón que le subrayaba la poca voluntad para dejar con hambre a Goku unos cuantos días. Pero antes de suspirar nuevamente, otro ruido de color hilarante la advirtió, que venía de afuera y de una boca que ella conocía cual la suya propia. La ventana le invitó la averiguación de aquellas exhalaciones joviales y, al verlo, no sopesó sus sentimientos antes de tomar algo de la cocina y salir a enfrentarlo.

—¿Recuerdas los intentos fallidos de Krillin por montarte? —Goku conversaba a carcajadas con la Nube, y ésta, cual retroalimentación, se contraía gozosa—. ¡Qué divertidos días!

—¿Qué diablos estás haciendo? —Milk empuño las manos en las caderas, imponente y aguafiestas. Tanto la Nube Voladora como Goku reaccionaron con la paz que brindaría ser electrocutado por un rayo de un diluvio bíblico—. ¿Estás sordo o qué?

—Mi-Milk… Yo no… sólo yo… además la Nube…

—¡Habla bien, con un demonio!

—¡Sólo me estaba despidiendo de la Nube Voladora!

—¡Cómo te atreves a querer abandonarnos tan cínica…! —no obstante, antes de lograr terminar las altisonantes sentencias del infraganti, reparó que la declaración de Goku no era lo que ella planeaba castigar con la improvisada arma en sus manos—. Espera, ¿cómo que despidiéndote?

—Po… ¿podrías bajar ese sartén primero? —Milk obedeció con desgana, así la Nube y Goku se enderezaron a medias—. E-eso… Me estaba despidiendo de ella, porque probablemente tardaremos mucho en vernos de nuevo.

—¿Y se puede saber por qué?

—Es que ya no la puedo montar —mientras él se rascaba la cabeza con pena, la Nube hizo una contorsión que se asemejaba a suspirar.

Perduró un irresoluto silencio en todos, porque aun si la Nube supiese hablar, nada habría atinado decir. Milk tenía presos los labios por la centinela del orgullo, pero las llaves de la curiosidad le abrieron a medias la compasión para cuestionar.

—¿Por qué no puedes montarla ya?

—Pues soy malo, así no puedo.

—¿Cómo que malo?

—Es que tú me lo dijiste ayer… es lo que siempre me dices.

La indecisión de una respuesta la llevó a sólo reaccionar soltando el sartén.

—Yo no me refería a eso. Yo hablaba de… ¡Ay, olvídalo! ¡Eres imposible!

No atinó otra cosa más que girar sobre sus talones, con resolución de regresar a la cama y maldecirlo hasta dormirse. No obstante, tras dar el portazo en la sala de estar, la mirada dudosa de Goku surtió un contagioso efecto en ella, así que tuvo que sacudirse las ideas al pie de las escaleras.

Milk había dejado bien claros los motivos de una semana consecutiva de riñas: sus decadencias como esposo, padre y hombre de sociedad. ¿Cómo no lo había entendido? Sí, tal vez ella uso el adjetivo de malvado en términos no muy específicos, pero cualquiera lo habría entendido.

—Cualquiera, menos Goku —exhaló la desvelada.

Nunca tentó aludir la clase de malvado incapaz de subirse a la Nube Voladora, sino a aquel con flaquezas de oprobio, holgazanería, desfachatez e ignorancia… ¡Ignorancia! Esa condenada astilla contra los modales, contra las solicitudes de empleo y las licencias de conducir; ignorancia que lo hacía actuar cual desorbitado infante del amago civilizado, con las rodillas raspadas y la urbanidad un tanto más.

Afuera Goku había vuelto a reír, con procurado disimulo. Imitando esa discreción, Milk se asomó desde la cocina, esperando hallar la penosa efigie del cinismo, pero no hubo triza para acribillar. Vio, en su lugar, al incorregible e ignorante niño de siempre, sentado en loto, riendo en el círculo de sol. Irremediablemente, no advirtió al malvado que ella conjuró en días pasados, sino sólo a Goku.

Milk, al darse cuenta cuánto ciega el mirar con los ojos, enfocó la vista del corazón. Como antes, vio a un hombre antónimo de la maldad. Vio a aquél que amaba del modo más prolijo que su primitiva naturaleza le permitía. A ese que, lo mejor que tenía, lo daba, sin los oprimes de la obligación, con la ternura de la incondicionalidad. Las promesas que hacía, cumplidas estarían sin falta, aun con impuntualidad. Él era el hombre que no deseó ser Kami-Sama, sino sólo vivir; que no quería riquezas, sino un buen combate; que no quería un empleo prestigioso, sino una tarde de pesca. Se vio al hombre que, al permitirle a los demás aleccionarlo de su propia cotidianeidad, en un espacio para acompañarlos ya creaba un réquiem de cariño más grande que tenía.

Ahí no estaba el hombre que le enseñaba a Gohan las tablas de multiplicar, pero sí el que le hacía cosquillas, que lo tomaba naturalmente de la mano, que no dejaba de cargarlo, que lo dormía en su pecho y entre sus piernas, que jugaba con él y que lo amaba.

Ahí no estaba el marido que la llevaba de compras, pero sí el que la hacía reír con su torpeza, el que soportaba su irascibilidad, el que le daba besos torpísimos, el que la arropaba en las noches, el que, con una promesa, le había obsequiado toda la felicidad que ella no pensó jamás llegar a poseer; el que la amaba, muy a su burda manera.

Ahí no estaba el héroe prometido, el espejo del sacrificio, pero sí un extraordinario corazón valiente, que sin pretender galardones u odas, combatía la crueldad con la bendición de un poder que él mismo cultivó, sin pretensión maliciosa.

Ahí estaba un buen hombre.

¿Qué ignominia había visto Milk entonces? Tal vez el pecado de ser diferente, tal vez la abyecta ignorancia de no obrar de acuerdo a la habitualidad social; quizá tener un terrón de infante azúcar en el corazón, en vez del añejo vinagre mundial.

La ausencia de una capa en su cuello no lo hacía menos héroe, así como portar una corbata jamás lo haría más marido. La ignorancia no era atisbo de indiferencia, ni la seguridad sinónimo de soberbia. Lo tradicional no es benévolo, y menos es vil lo disímil.

—Goku…

El aludido y su esponjoso compañero atendieron con la mirada, para descubrir que Milk sorbía la nariz mientras se acercaba a varado paso.

—¿Qué tienes, Milk?

—Sí te puedes subir —sonrió ella, procurando que las mejillas no se le agacharan por la tensión del llanto—. Hazlo.

—Pero tú dijiste que yo era…

—…Bueno; eres un hombre bueno —al llegarse hasta el costado de su esposo, extendió la mano para que él se levantase—. No seas necio y obedéceme.

La Nube se agachó educadamente, con la fe restituida en descartar los planes de un adiós. Goku inhaló y, tras dar un salto, los pies descalzos se entibiaron con la cálida bruma del rubio ser.

—¡Fantástico! Tenías razón, Milk: ¡puedo subirme! Deberías montar también tú.

—No, yo no…

Sin embargo, Goku actuó delantero al pretexto y robó el espacio de su mano para atraerla a sí. Milk había apretado los párpados, temerosa de ser ella quien, debido a sus afrentas, tuviera enmohecido el corazón. No obstante, el primor de su caridad seguía vigente en el cuerpo de la mujer, tal como lo estuvo en la niña del ayer; tal como sería perpetuamente ese niño en cuerpo de hombre a su lado.

—Sostente, Milk. ¡Hay que dar un paseo!

Y como la niña de ayer le había heredado a la mujer del hoy el desequilibrio al volar, los bramidos de pánico de Milk fueron la alarma madrugadora de Gohan.

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Fin.

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¡Muchísimas gracias por leer!

Insisto: PERDÓN POR LA DEMORA. E insisto: LOS AMO.

¡Mucho cariño y bendiciones!


PD: Sus reviews son el rastrillo de mis pelos axilares.