Nota de la autora:

Escribo esta nota para intentar explicar las razones que me llevaron a idear esta historia, para que nadie se muera de un susto por mi culpa o algo parecido.

En primer lugar, debo señalar que Escaflowne fue uno de los animes que más me marcó cuando era pequeña. La historia de Van e Hitomi me encantó y estuvo junto a mi mientras crecía. Pero hace unos meses volví a verla y me decepcioné mucho, sobre todo con Hitomi. Alguien que se pasa más de 20 capítulos repitiendo como un mantra que está enamorada de Allen Schezar, se da cuenta (en el penúltimo episodio) que su gran amor es Van Fanel. Y no contenta con ello, le abandona al final del anime, a pesar de asegurarle que le ama y que nunca le olvidará. No, no y no.

Para mí, Hitomi desperdició la oportunidad que tenía de quedarse junto a Van. Así que se me ocurrió que otra persona ocupara su lugar. Y qué mejor que su hija. Igual que Peter Pan, en la película Retorno a Nunca Jamás, vuelve a buscar a Wendy pero se da cuenta de que ella ha crecido, se ha casado y tiene una hija (de nombre Jane para los más curiosos). Peter comprende que Wendy no puede regresar con él a Nunca Jamás porque es una adulta, pero Jane se ofrece voluntaria y la historia continúa. La siguiente generación toma el relevo.

En cuanto a que en la Tierra hayan transcurrido unos 30 años pero en Gaia sólo unos 5 o 6, tengo una justificación para ello (he pensado en todo. Risa diabólica). Os recuerdo que León Schezar, el padre de Allen, tuvo contacto con la abuela de Hitomi (a la que entregó el colgante atlante). En aquel entonces Allen sólo era un niño. Sin embargo, años más tarde, el hijo de León y la nieta adolescente de la mujer con la que León se relacionó, coinciden en Gaia. Ella tiene 15 años y él 25. ¿No os resulta extraño este hecho? En Gaia sólo ha transcurrido el tiempo suficiente para que Allen se haga un hombre, mientras que en la tierra la abuela de Hitomi tuvo hijos, nietos e incluso falleció. Un desfase de años que me da la oportunidad de traeros este relato.

Pues bien ésta es la explicación, el porqué de mi historia.

Si os gusta, si os llama la atención o, por el contrario, queréis aconsejarme que cambie de medicación (ironía) ya sabéis que hacer. Los reviews son bienvenidos. Aún no ha nacido un escritor (o un intento en mi caso) que no necesite el aplauso o una crítica para mejorar y continuar.

AVISOS:

Disclaimer: La historia de Van e Hitomi no me pertenece. Fue creada por Katsu Aki y producida por Sunrise. Yo sólo hago esto por diversión.

No autorizo a terceros a publicar en mi nombre. Fanfiction es el único lugar en el que encontrarás mis historias. Si te tropiezas con ellas en otro lugar, puede que se trate de un plagio y te ruego que me lo hagas saber.

Gracias por leer. From Ela with love.


BEGIN AGAIN

Prólogo.

April Ryan siempre se había considerado a sí misma una mujer fuerte e independiente. Creía firmemente que las circunstancias en que se desarrolló su vida habían contribuido a endurecer su carácter, haciéndola resistente. Pero no podía quejarse, en absoluto. Vivía, trabajaba y se movía en un mundo dominado por hombres y si quería triunfar, debía ser como ellos. Eficiente, precisa, firme. Porque un paso en falso en su mundo significaba perder terreno frente a la competencia, un terreno que le había costado mucho ganar.

A sus 23 años se había convertido en una de las mejores programadoras y analistas de sistemas del mundo, gracias a su esfuerzo y talento. Lo cierto es que la tecnología era el gran amor de su vida y diseñar cosas su pasatiempo favorito. Desde su más tierna infancia manifestó una habilidad innata para hackear cualquier aparato electrónico que estuviera a su alcance. Y aquello le encantaba. Tanto que había construido su vida alrededor de esa gran pasión, lo que le llevó a abandonar su Japón natal para vivir en Estados Unidos, donde obtuvo una plaza para estudiar ciencias de la computación en Stanford. Desde entonces su vida había sido un cúmulo de maratonianas sesiones de trabajo ante la pantalla de un ordenador, o dos. Pero a ella no le molestaba lo más mínimo. De hecho, podría decirse que era una adicta al trabajo y al café.

Por eso aquella fría mañana de mediados de diciembre, cuando a las seis en punto sonó el despertador en la amplia habitación de su loft del Upper West Side, en Manhattan, April Ryan sólo tuvo un pensamiento coherente. Necesitaba su dosis de cafeína. 35 minutos después se encontraba en su mesa de siempre en Joe's, donde servían el Latte Macchiato como en ningún otro lugar, acompañada de su inseparable portátil. El camarero se acercó a su mesa para dejarle el pedido y ella despegó la vista de la pantalla para sonreírle en agradecimiento. Cogió lentamente la taza de café y dejó que el líquido calentara sus manos heladas. April no sabía a ciencia cierta cuantos días llevaba aquella ola de frío castigando la ciudad de los rascacielos, pero esa mañana las bajas temperaturas estaban provocando que las salidas del sistema de calefacción bajo las calles de la ciudad expulsaran grandes nubes de vapor de agua, formando una niebla blanca que desdibujaba las aceras. Le dio un sorbo a su café.

Antes de salir de Joe's, April se aseguró de tres cosas: de que no se había dejado ninguna de sus pertenencias en la mesa, de que había pedido un macchiato para llevar y de abrigarse. Aquel día llevaba unos jeans negros ajustados, un jersey oversize beige, sus desgatadas botas negras y su equipamiento anti ola de frío, compuesto por bufanda, guantes, gorro y chupa de cuero. Sujetando con fuerza su mochila, salió de la cafetería en dirección a la calle 86, donde entró rápidamente en la boca de metro. A pesar de ganar lo suficiente como para hacer de ella una mujer feliz, April se había enamorado del metro de Nueva York la primera vez que pisó la ciudad y se negaba a cambiar el vaivén de los vagones por el estrés de conducir en hora punta. Subió en la línea 2, y después en la 5, cruzando Manhattan en dirección sur hasta bajarse en City Hall. Salió del metro y echó a andar por la calle Lafayette, hasta la plaza Federal. En el número 26 se encontraba el cuartel general del FBI en la ciudad de Nueva York. Y allí era donde April trabajaba desde que el gobierno la reclutó de la empresa de telecomunicaciones que la había contratado cuando se graduó en Stanford. Aunque gran parte de su trabajo consistía en velar por la seguridad del país, también colaboraba desarrollando programas y tecnología para el laboratorio de investigación naval de EEUU y, sobre todo, para la agencia de proyectos de investigación avanzados de defensa. Lo mejor de todo era que no tenía que vestirse con uno de esos trajes de ejecutivo para trabajar y que, en su oficina guión laboratorio, tenía acceso a la tecnología, diseños y programas que tardarían meses, quizás años, en estar disponibles para el gran público. Todo un lujo. Ventajas de ser muy buena en lo suyo, pensó mientras sacaba de su mochila un identificador y fichaba en la entrada.

A April Ryan le resultaba muy sencillo abstraerse mientras trabajaba. De hecho, cuando miraba el reloj, generalmente, se sorprendía al comprobar que su jornada laboral había terminado horas atrás. Pero no podía evitarlo. De todas formas, tampoco tenía a alguien esperando a que regresara del trabajo. Ni siquiera había considerado la posibilidad de tener una mascota por la cantidad de horas que se pasaba lejos de casa. Si no fuera porque tenía que fichar a la salida instalaría un sofá cama en la oficina y evitaría tener que regresar cada noche a su apartamento del Upper West Side. A través de las amplias ventanas de su despacho la nieve empezó a caer de nuevo. Suspiró cansadamente. Hora de ir a casa.

Sólo había una cosa en el mundo que April odiaba del frío. La capa de hielo que se formaba en las aceras cuando la nieve se compactaba y que se convertía en una trampa mortal para los peatones. Un trasero lastimado no era lo que se entiende como un broche perfecto para la jornada laboral. Con cuidado de no resbalar en el hielo y temiendo abrirse la cabeza a cada paso, April salió del metro en la parada de la calle 87 oeste y giró a la izquierda hacia Central Park West. Deshizo a pie la distancia hasta su apartamento, en la calle 88 oeste y con vistas a Central Park, otro lujo. La nieve caía copiosamente, por lo que aceleró el paso. Deseaba con todas sus fuerzas tomarse un buen baño caliente para relajarse y quizás pedir algo decente para cenar al indio de la esquina.

Justo cuando divisaba la silueta de su edificio sintió algo extraño. Al principio sólo fue la típica sensación incómoda de que alguien la observaba, hasta que escuchó unos pasos en la acera, justo tras ella. Se le hizo un nudo en el estómago. Rezando porque todo fueran imaginaciones suyas, después de todo el Upper West Side era uno de los barrios más seguros de Manhattan, aceleró el ritmo para llegar a la seguridad del vestíbulo de su edificio cuando antes. Entonces una sombra se cruzó en su campo de visión y April tuvo que apartarse para esquivarla. Cuando se percató de lo sucedido era demasiado tarde. Estaba rodeada. 3 hombres muy altos salieron de las sombras y se acercaron más de lo que a ella le habría gustado. Cuando la luz de la farola más próxima iluminó sus rostros, a April se le erizó el vello de la nuca. Sus ojos eran tan negros como una noche sin luna ni estrellas. Tan oscuros que no parecían humanos.

Llevaba más de dos años viviendo en Nueva York, tenía spray de pimienta en el bolsillo delantero de su mochila y años de clases de defensa personal a sus espaldas, pero tuvo el presentimiento de que no duraría mucho contra aquellos hombres. Si se le hacía otro nudo en el estómago acabaría teniendo un rosario de cuentas.

Uno de ellos sonrió maliciosamente. April pensó en gritar pidiendo ayuda, pero aquel hombre pareció leerle el pensamiento porque rompió el silencio con un susurro lento:

- Puedes gritar todo lo que quieras – su voz era áspera y cortante. Tan fría como el hielo que cubría la acera–. Nadie puede oírte ahora.

En aquel momento, April supo con certeza que iba a morir. Y aunque nunca en su vida había creído en toda esa basura sobrenatural que su madre defendía con uñas y dientes, se preguntó si ella sabría, a pesar de la distancia, que estaba a punto de perder a su única hija. Deseó que de poder saberlo, le importara.

El hombre situado a su izquierda se acercó aún más a ella, que retrocedió hasta toparse con la pared de uno de los bajos comerciales de la 88, cerrados a cal y canto a esas horas de la noche. El tipo alargó sus brazos con la intención de tocarla, la repulsión se abrió paso en su mente al ver sus manos de aspecto putrefacto. April actuó movida por el instinto de supervivencia. Se apartó de la trayectoria de sus manos, le agarró el brazo por encima de la ropa y le golpeó en la articulación del codo desde abajo. El hombre siseó de dolor y se apartó de ella. Contuvo un jadeo. Los otros dos la observaron atentamente y se dispusieron a atacar.

Y justo en el momento en el que April pensó que todo había acabado, que nunca podría reducir a dos atacantes de ese tamaño al mismo tiempo, sucedió. Una intensa luz iluminó la escena desde arriba, como si se tratara de un foco muy potente, cegándola a ella y también a sus asaltantes. La luz la envolvió completamente y la arrastró consigo. Impelida por una fuerza desconocida, se desplazó ingrávida y perdió la noción del tiempo mientras giraba en aquel torbellino. ¿Dónde estaba?, ¿qué era esa luz? Y tan súbitamente como había llegado, la luz se desvaneció. El vacío y la oscuridad se extendieron ante ella y fue consciente de que no había nada que pudiera detener su caída. El miedo burbujeó en su estómago y gritó presa del pánico. Nadie pudo oírla. Cerró los ojos fuertemente y esperó el fin. Pero éste nunca llegó.

April no supo cuánto tiempo permaneció en aquella posición. Cuando se atrevió a volver a respirar, notó que estaba tumbada bocabajo en una superficie dura. Aspiró rápidamente por la nariz y el olor a tierra mojada se abrió paso en sus fosas nasales con fuerza. Con los ojos aún cerrados trató de agudizar sus oídos para escuchar cualquier sonido a su alrededor. Después de vivir durante meses en Nueva York, estaba familiarizada con los sonidos de la ciudad. Pero fue precisamente la ausencia de los típicos ruidos de Manhattan lo que obligó a April a abrir los ojos.

Se encontraba tumbada en mitad de un frondoso bosque. A juzgar por el golpeteo que las gotas de lluvia producían contra las hojas de los árboles parecía estar lloviendo, pero la vegetación era tan densa que sólo unas cuantas gotitas conseguían colarse entre el follaje. Se incorporó lentamente y empezó a sacudir sus ropas, salpicadas de barro. Desistió de su pobre tentativa de arreglar aquel estropicio al comprender que sólo una lavadora podría con esas manchas. Genial, pensó con ironía, esos eran sus vaqueros favoritos. Bufó y el vaho de su respiración ascendió como el humo. La lluvia seguía cayendo y el frío calaba sus huesos, haciendo que se estremeciera. Girando sobre sí misma, en un vano intento de entrar en calor, April observó el paisaje que la rodeaba. Estaba segura de que eso no era Manhattan, así que, ¿dónde demonios estaba?

Un ruido a su derecha la hizo sobresaltarse de nuevo. Las hojas y las ramas secas que se amontonaban sobre el suelo crujían como si alguien estuviera pisándolas. Con el corazón martilleándole dolorosamente las costillas, April se lanzó de cabeza detrás de uno de los arbustos que la rodeaban. Si eran otra vez los tipos que habían intentado atacarla a unos pasos de su apartamento no quería ponérselo fácil.

Mientras contenía la respiración a la espera de que esos hombres aparecieran en su campo de visión, una voz femenina quebró el silencio de la noche.

- Majestad, ¿estáis completamente seguro de que éste es el lugar correcto?

Era evidente que alguien, aparte de ella, vagaba por el bosque bajo la persistente lluvia. Pero antes de que tuviera tiempo de analizar la situación en la que se encontraba, otra voz, masculina, se unió a la primera.

- Por supuesto que lo estoy, Merle – dijo –. Es justo aquí.

La voz era potente y varonil, tal vez de un hombre joven. April se preguntó qué demonios harían esos dos bajo la lluvia. Un aguacero no parecía el momento idóneo para ponerse a buscar setas, pensó con sarcasmo. Pero, de nuevo, la voz femenina interrumpió sus pensamientos.

- Quizás deberíamos llamarla majestad – sugirió la voz femenina–. Tal vez pueda oírnos.

- Tienes toda la razón – contestó el hombre con impaciencia para después comenzar a gritar un nombre que taladró el cerebro de April hasta dejarla al borde del colapso–. ¡HITOMI! ¡HITOMI!

Mientras gritaban, se movían de un lado a otro, rastreando entre los árboles. April se encogió aún más sobre sí misma. La voz femenina se unió a su compañero poco después, coreando al unísono el mismo nombre: ¡HITOMI! ¡HITOMI!

April no podía moverse, miles de preguntas se abrían paso en su cabeza como fuegos artificiales, sin orden ni concierto. ¿Qué estaba pasando?, ¿dónde había ido a parar?, ¿quiénes eran esas personas?, ¿qué es lo que querían?, ¿estaban en el bosque para buscarla a ella?

Tan abstraída estaba en sus pensamientos que no fue consciente de que la voz femenina había dejado de gritar ni de que su dueña se había ido acercando peligrosamente al arbusto que le servía de escondite. Entonces:

- ¡Te encontré! – Exclamó una mujer junto a April, que se sobresaltó y salió de la protección que le brindaba el sotobosque–. Está aquí, majestad. La he encontrado.

Intentando no sufrir un ataque de pánico, la mirada de April se detuvo por primera vez en la dueña de aquella voz femenina. Pelo rosa, ojos azules, indumentaria extravagante. Nada de eso resulta extraño para alguien que haya vivido en Nueva York alguna vez. Nada. Salvo el minúsculo detalle de las orejas y la cola. April tuvo que mirar dos veces para cerciorarse de lo que veía. Y después, abrió sus ojos verdes desmesuradamente. Imposible. Aquello tenía que ser producto de su imaginación. O un disfraz de Halloween muy bueno.

Un movimiento frente a ella cortó el hilo de sus pensamientos y la alertó de la aparición del dueño de la voz masculina. Le estudió detenidamente cuando constató aliviada que, por lo menos, él no tenía cola. Era un hombre joven, como April había supuesto, que también vestía un conjunto de ropa muy extraño, como recién salido de una película de samuráis, de hecho llevaba una espada colgando del cinturón que reposaba sobre sus caderas. Alto, de complexión fuerte, con el pelo corto y moreno y unos grandes ojos marrones que no dejaban de mirarla atentamente.

- ¿Hitomi? ¿Hitomi Kanzaki? – volvió a preguntar muy despacio aquel extraño, mientras extendía hacia ella una mano enguantada.

El corazón de April se detuvo al oír su voz de nuevo, la garganta se le secó y se le erizó el vello de la nuca. En mitad de aquel torbellino de sensaciones que estaba experimentando, respiró profundamente con la intención de calmarse y se las arregló para articular:

- No. Yo no soy Hitomi Kanzaki, soy April Ryan – Se enorgulleció de que, a pesar de las circunstancias, su voz sonara firme.

El joven y su acompañante, la chica del disfraz de gato, intercambiaron una mirada de desconcierto y, a continuación, la inspeccionaron con renovado interés. Los minutos pasaban mientras la lluvia repiqueteaba sobre las hojas de los árboles. Una gran duda taladraba el cerebro de April, suprimiendo cualquier otro pensamiento. Y como ninguna de aquellas extrañas personas parecía tener intenciones de volver a hablar o de atacarla, al menos en un futuro inmediato, reunió todo el coraje que pudo encontrar en sí misma para preguntar:

- ¿Quiénes sois vosotros? – April felicitó mentalmente a su cerebro por haber tenido el tacto de preguntar quiénes y no qué eran. No parecía buena idea ofender a alguien armado–. Y – prosiguió con más calma de la que en realidad sentía–. ¿Cómo es que conocéis a mi madre?