Parte Uno: El infame Kido.
Handa Seishou era un chico que había crecido en la ciudad. Acostumbrado como estaba a las comodidades que la vida moderna (y una familia acomodada) podían brindarle, jamás esperó que al llegar a aquella pequeña casa, que parecía a punto de derrumbarse, pudiera realmente acostumbrarse.
Su padre lo había mandado ahí luego de protagonizar un escándalo al rechazar a la hija mayor de un socio comercial con la que se estaba llegando a un acuerdo de matrimonio. Y ahora, pese a ser el heredero de una de las clínicas más prestigiosas de Tokio, ahora estaba obligado a vivir en un pueblo rural en el que la mayor diversión de sus habitantes eran actividades mundanas como pescar o caminar en el bosque.
El baño no contaba con un calentador de agua que él supiera usar y el sanitario era más parecido a una letrina de esas que sólo había visto en los dramas de época que a algo que él hubiese visto con anterioridad.
Sin embargo tenía agua corriente, electricidad, y sus vecinos eran personas amables que siempre se mostraban prestos a ayudarlo.
Aunque en un principio lamentó su exilio, pronto se encontró disfrutando de la tranquilidad del lugar y al final se adecuó a la sosegada vida de la localidad.
Todavía dependía mucho de los cuidados que le brindaban los otros pobladores, como el que los niños lo acompañaran casi todos los días (aunque más bien se dedicaba a jugar con ellos) cuando se sentía solo, o que las dos alocadas adolescentes que solían visitarlo le mostraran todo aquello que se perdió siendo más joven, todo en pos de aprender pronto el manejo del hospital.
También dependía mucho de la familia del alcalde del pueblo, pues el hombre se dedicaba a ayudarle en aquellas cosas que un padre haría y su mujer continuaba cocinándole.
Todos le miraban con cariño y paciencia, le enseñaban cosas que necesitaba para sobrevivir, como recolectar leña, sacar insectos de su casa, hacer una limpieza adecuada, cuidar el jardín… incluso había aprendido a disfrutar de los atardeceres, de las caminatas, de las mañanas en la costa, pescando en el pequeño río o sobre el rompeolas.
Y sobre todo eso, había aprendido a apreciar las visitas diarias de Hiroshi Kido.
Hiro era un joven unos cuantos años menor que él, sin embargo, pese a que la mayoría en el pueblo lo calificaban de ser algo mediocre, tenía sus puntos buenos y era lo suficientemente maduro como para congeniar con él.
Tenía el cabello teñido de rubio, era mucho más alto que él y tenía un cuerpo atlético, producto quizá, de todas las actividades que realizaba al aire libre.
Podía consultar casi cualquier cosa con él, por las tardes le llevaba la comida y en ocasiones se pasaba el día con él conversando.
Después de un par de meses comenzó a enseñarle a cocinar, aunque era prácticamente un caso perdido, seguía intentándolo y Hiro enseñándole con paciencia (y comiendo sus pobres intentos de cocina, que además siempre tenían mal sabor).
Iban a pescar.
Conversaban sobre cualquier cosa.
Le ayudaba a estudiar.
Dormían detrás del alféizar, con la puerta corrediza abierta, disfrutando de la fresca brisa de la tarde.
Y pasaban días y días juntos.
Hasta que un día, uno de esos en los que estaban recostados con los pies colgando por el bordillo hacía el piso, sintió como los últimos rayos del sol se ocultaban y se extrañó de que el cambio de luz hubiese sido tan rápido.
Abrió sus ojos, encontrándose con los claros ojos castaños de Hiro, ahora oscurecidos por la posición, sus brazos estaban apoyados en ambos lados de su cabeza y su cuerpo casi encima del suyo.
Se escuchó a sí mismo llamar a su joven amigo y después sintió los labios de Hiro sobre los suyos.