Capítulo 1:

—¿Puedo pasar?

El pequeño lemuriano respondió afirmativamente y una alta mujer entró a su habitación cargando entre sus manos un largo trozo de tela de color guinda.

—¿Estás listo, Mü? —nuevamente el niño respondió que sí y la mujer sonrió, hincándose hasta ponerse a su nivel—. ¿Estás bien?

Al no recibir respuesta, la mujer pasó sus delgados dedos a través del cabello del niño, gesto que fue insuficiente para borrar el serio rostro del pequeño.

—Estarás bien —aseguró más para sí que para el niño—. Mira, te trajimos esto.

Extendió la tela, y le instó a que la tocara. El pequeño repasó descuidadamente las yemas de sus dedos sobre la suave superficie. Al terminar la inspección tornó sus verdes ojos hacia la mujer en búsqueda de una explicación.

—Esta estola me pertenecía, la hilaron para el día de mi… —se interrumpió a sí misma y carraspeó un par de veces—. Realmente no importa para qué la hilaron. Nos gustaría que la llevaras contigo. Aunque parece que pasarán muchos años antes de que puedas usarla.

El niño, menudo incluso para sus cuatro años, asintió y reclamó con sus brazos el amplio trozo de tela. La dobló del mejor modo que pudo y con esfuerzos la colocó sobre el morral en donde ya se encontraban todas sus pertenencias.

—Quiero que te la lleves para recordarnos. Recuerda que aquí siempre tendrás a tu familia.

Aquella mujer era la madre de Mü, sin embargo, cuando pronunció la palabra familia no se había referido específicamente a ella o a su esposo. Al ser miembros de la menguante raza de Lemuria, vivían en una comunidad extremadamente unida. Los nacimientos eran una bendición tan grande que un hijo se convertía al instante en el hijo de todo el pueblo, por lo que los sustantivos padre y madre cayeron en desuso mientras que la palabra hermano se propagó a todos los hogares sin importar el número de descendientes.

La suya era una raza orgullosa y la mujer temía que la pronta partida de Mü ocasionara un rápido olvido de Lemuria y de todo lo que representaba. Confiaba en que esa estola fuese una cadena que lo uniera al legado que aún era demasiado joven para comprender y apreciar.

—Escucha los consejos del Maestro y estudia mucho. Tu destino como Santo de Atena es grande y es nuestro deseo que cumplas tu deber como uno de los Doce.

El niño exhaló lentamente y la mujer supo que el muchacho estaba más que cansado de escuchar aquella cantata. Desde muy pequeño Mü demostró tener un talento especial para la telequinesis; sus habilidades superaron no sólo a la de los más jóvenes, sino que también a los más experimentados y la gente no tardó en señalarlo como el próximo aprendiz que habría de ser enviado al Santuario. Tras conocerlo, el Patriarca mostró gran interés en el niño y su insistencia en tomarlo bajo su tutela auguraba que Mü aspiraría por una de las Armaduras de mayor rango.

Los lemurianos habían apoyado a la Diosa con la fabricación y reparación de mantos durante muchas generaciones. El que uno de ellos reclamara la Armadura de Aries era, más que un orgullo, algo previsto, y la mujer estaba convencida de que Mü no tardaría en convertirse en un Carnero Dorado que guiaría con sabiduría y fortaleza al resto de sus compañeros.

—Azha —la mujer se incorporó tras escuchar su nombre—. El Maestro está aquí.

Ella asintió ante las palabras de su esposo, le ofreció la mano a Mü y salió con él al recibidor. Como esperaba, el Patriarca estaba de pie frente a ellos, tan solemne y sereno como siempre.

—Pequeño Mü —dijo el anciano mientras posaba su arrugada mano sobre la amplia frente del niño—. ¿Estás listo?

Azha sonrió con terneza al ver al pequeño bajar su abochornado rostro. Mü era un niño silencioso y reservado, mas nunca su actitud llegó a confundirse con timidez. Muy al contrario, sus ojos fríos y severos parecían juzgarlo todo en silencio y nunca se amedrentaban ante nadie.

A excepción del Patriarca, por supuesto. Azha sospechaba que se debía al poderosísimo cosmo que aún emanaba del cuerpo del Maestro. No podía imaginar por qué otro motivo el niño parecía temeroso del hombre que les visitaba.

—Cuidaremos bien de él —dijo el anciano—. Su poder es asombroso para alguien de su edad, estoy seguro de que pronto nos dará mucho más de qué hablar.

—Recuerda nuestros consejos, Mü —aunque las palabras de su esposo no carecían de firmeza, Azha reconoció la tristeza en su voz—. Lleva siempre contigo el nombre de tu pueblo y enaltécelo. Toda nuestra confianza yace en ti.

Al ver la inexistente reacción de Mü, el Patriarca supo que no había nada más que hacer en ese lugar. Agradeció la hospitalidad de Azha y su esposo, y salió junto con el niño rumbo al Santuario.

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Shion nunca se había considerado una persona paciente. Incluso desde antes de convertirse en un Santo de Atena había estado acostumbrado a salirse con la suya y a que la gente le siguiera. Era un líder nato que tuvo la buena suerte de ocupar el puesto más cercano a los dioses. A su avanzada edad había conocido a cientos de jóvenes, cada uno de ellos con sus propios sueños e ilusiones. El tener que lidiar con gente con personalidades tan diferentes le obligó a mitigar su terquedad, enseñándole empatía y tolerancia.

Tantos hombres y mujeres habían pasado frente a sus ojos que en ocasiones pensaba que ya nada podría sorprenderle. No obstante, tarde o temprano llegaba a su vida alguien capaz de desconcertarlo. El ejemplo más reciente era Mü, su nuevo aprendiz. Le había elegido tanto por su talento telequinético como por su apariencia —se parecía tanto al que cedió su Armadura después de la Guerra Santa—, pero a las pocas semanas de haber llevado al niño al Santuario sospechó que había cometido un error.

El niño no era especialmente problemático; era tranquilo, callado y obediente. O al menos eso era lo que aparentaba, puesto que su obediencia era siempre reticente. Shion reconocía con claridad su arrogancia. A veces estaba oculta tras un incómodo silencio y otras, más descaradas, se manifestaban como un par de ojos entrecerrados.

Al principio pensó que su extraña actitud se debía al miedo y al nerviosismo, mas no tardó en darse cuenta de que si bien el niño le temía, tampoco parecía tener mucho interés en cambiar la situación. Prefería evadir su mirada y cortar secamente sus conversaciones. Mü seguía siempre sus instrucciones de mala gana y Shion sospechaba que el único motivo por el que fingía prestarle atención era porque el niño desconocía que tenía otras opciones.

¡Y eso no era lo peor! Lo que más le irritaba era la grosera actitud que tenía para con Arles, el Santo de Altar, aquel con quien compartía tanto responsabilidades como linaje. Mü respetaba a Shion únicamente porque le temía y ese respeto era mejor que ninguno. Arles, por el contrario, era constante víctima de los descarados mohines del niño y de su prejuiciosa mirada. Si Altar hubiese respondido a los desaires con su severidad acostumbrada, Shion no se habría preocupado tanto. Desgraciadamente, optó por callar su molestia, insistiéndole que no era su lugar entrometerse en la educación del muchacho.

Shion sabía que si bien Arles era un hombre seco e inflexible, también era inteligente y leal. Se había convertido en su consejero más valioso y, para bien o para mal, muchos de sus deberes como Patriarca comenzaban a yacer en él. Durante los últimos años —aquellos en los que comenzaba a sentirse tan cansado—, Arles se había convertido en uno de sus mejores amigos. Aunque doscientos años separaban sus lazos de sangre, a ninguna otra persona podía llamar hermano con tanta sinceridad y cariño. A Shion le entristecía que alguien tan querido recibiese el desdén de su alumno. Comenzaba a perder su poca paciencia y, de no ser por el indiscutible talento del niño, habría optado por regresarlo a Jamir hacía meses.

De seguir así, el Patriarca se habría vuelto loco. Por fortuna, un día las cosas comenzaron a cambiar para bien. Aquella noche los tres lemurianos cenaban como se había hecho costumbre desde que Mü llegó al Santuario: en sumo silencio. El pequeño era extremadamente reservado y parecía contagiar a los demás de su condición. El resto de la velada prometía ser tan aburrida como siempre hasta que la mirada de Arles se desvió a varios centímetros de su plato. El hombre se levantó de golpe al reconocer algo extraño en la manga del Patriarca.

—Santidad —exclamó—, su muñeca.

Shion alzó ambas manos y no tardó en descubrir una pequeña mancha rojiza en una manga de su túnica.

—Parece ser que no me vendé adecuadamente —murmuró—. Descuida, lo revisaré después de cenar.

—¡No sea ridículo! Lo atenderé ahora mismo.

Salió inmediatamente del comedor y regresó en menos de un minuto con vendas nuevas y una botella de antiséptico. Mientras Arles se ocupaba en curar su herida, Shion pensó que él era una de las dos únicas personas que se atreverían a llamarle ridículo —por razón que tuvieran.

—Le he pedido muchas veces que deje de utilizar su sangre para las Armaduras. Ya no está en condiciones para hacerlo.

—Orión no estaba tan dañada, sólo utilicé un poco.

—¡Poco o mucho! Su vida es demasiado valiosa como para arriesgarla de esta forma. Ya ha otorgado su sangre a muchos mantos; es tiempo para que ceda esa labor a alguien más. Muchos estaríamos dispuestos a aceptar tal responsabilidad.

Shion negó lentamente con la cabeza.

—Lo siento, hermano, ésta es una cuestión en la que no cederé. Aunque dar mi sangre sea poco práctico, creo que es mi deber hacerlo. Es lo menos que puedo hacer por Ellas y por sus antiguos portadores.

Arles susurró el nombre de Shion mientras terminaba de envolver la nueva venda de su brazo.

—De cualquier forma no dejaré de insistirle. Su salud es más importante que las Armaduras. ¡Aunque le cueste aceptarlo!

Shion rio gravemente y con un gesto de su mano derecha le pidió a Arles que reanudara la cena. Recordó entonces que no habían estado solos en la habitación. Alzó su mirada hacia Mü y, a diferencia de lo que esperaba, no lo encontró ensimismado en su comida, sino que le miraba con interés y sorpresa. Shion quiso aprovecharse de la situación y decidió que aquél era un buen momento para una lección.

—Las Armaduras no están hechas únicamente de oricalco, gammanium y polvo estelar —explicó—, poseen también su propio cosmo. Éste les ha permitido fortalecerse a lo largo de las generaciones. Recuerdan a cada uno de sus portadores, son capaces de llorar y de alegrarse, hablan entre ellas y, si prestas atención, tú también podrás entenderlas. Ellas están tan vivas como nosotros y como nosotros también pueden sufrir heridas. Usualmente pueden curarse a sí mismas con el debido tiempo y cuidados. Sin embargo, al igual que nosotros, hay veces en las que los daños son demasiado severos. Cuando esto ocurre no basta con utilizar metales y herramientas, sino que se requiere un sacrificio.

Shion alzó brazo izquierdo para remarcar sus palabras.

—Nuestro pueblo creó los mantos sagrados y es nuestro deber mantenerlos en óptimas condiciones —continuó—. Fuimos elegidos por la Diosa para esta misión y, aunque ardua, te aseguro que es una que está llena de satisfacciones. Un día no muy lejano tú me ayudarás a repararlas. Aprende bien el arte, puesto que el día en el que yo deje este mundo será tu obligación el continuar el legado de nuestra gente.

Increíblemente, el niño pareció prestar atención a cada una de sus palabras. Sus ojos brillaban con curiosidad y su boca se había quedado a medio cerrar. Era como si Mü acabara de despertar de un largo sueño y apenas se percatara del lugar y la posición en la que se encontraba.

El repentino cambio descolocó a Shion, quien se quedó sin más que decir.

—¿Su Santidad? —preguntó Arles—. ¿Puedo hacer una sugerencia?

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Al día siguiente Arles y Mü visitaron el despacho del Patriarca. Ésa fue la primera ocasión en la que el niño entró al cuarto al que Arles estaba más que acostumbrado. Solía sentarse ante su escritorio, consultar sus libros e incluso descansar en su amplio asiento tras un largo día de trabajo. Conocía los contenidos de cada cajón, la ubicación de cada hoja de papel e incluso lo que se ocultaba detrás de la ancha puerta de madera en el muro norte.

La habitación contigua había sido acondicionada como taller hacía decenas de años y era el lugar en el que Shion resguardaba y reparaba las Armaduras. Arles conocía casi nada de ese lugar. Había entrado a ella sólo un par de veces y únicamente para realizar rápidas consultas. El Santo de Altar sabía que no era prudente interrumpir al Patriarca en medio de una reparación y prefería esperar con paciencia al otro lado de la puerta.

Ese día era diferente; era el día en el que Mü conocería la Armadura de Aries. Hasta entonces Shion había evitado llevar a su aprendiz al taller. Temía que su indiferencia corrompiera algo sumamente valioso para él. El interés que el niño mostró la noche anterior les hizo creer que finalmente habían encontrado un tema que despertaría su pasión.

El Patriarca abrió la puerta del taller y dejó pasar primero al niño, quien sin chistar caminó hacia la Armadura de Orión que aún descansaba en medio de la habitación. El aprendiz rodeó la figura un par de veces y terminó su examen colocando su pequeña mano sobre el peto. El contacto duró sólo unos segundos, tras los cuales retiró la mano de golpe, como si la Armadura le hubiese quemado. Instintivamente, el niño tornó su rostro hacia Shion quien, sonriente, le tomó del brazo y le invitó a que nuevamente posara su mano en la Armadura.

En esa ocasión Mü mantuvo el contacto y por su emocionado gesto, Arles intuyó lo que ocurría.

—Al perder a su portador luchan con más determinación —le dijo Shion alguna vez—, viven tanto por sus dueños anteriores como por los futuros.

Arles únicamente era capaz de reconocer las emociones de Altar y, aun así, esa conexión era totalmente diferente a la que parecía tener Shion con todos los mantos. Al igual que el Patriarca, el niño parecía entender perfectamente el idioma de las Armaduras y por vez primera Arles deseó tener la capacidad de escucharlas. Mü lucía tan concentrado, tan cautivo, que era claro que lo que escuchaba era extremadamente interesante.

El niño sonrió una vez que se separó de la Armadura.

Incluso con ese pequeño gesto Arles se hubiera dado por bien servido. El niño les había demostrado no solo la calidad de su corazón, sino también que era la persona indicada para aprender el arte de la restauración. Shion, por su parte, no estaba conforme con esto y con una pequeña palmadita en la espalda condujo al niño hacia una esquina de la habitación.

—Suelo dejarla aquí cuando no hay quien la porte —dijo el anciano—. Le gusta acompañar a sus hermanas heridas, les ofrece su fortaleza y les ayuda a no sentirse tan solas.

Caminaron juntos hasta llegar a la Caja de Pandora que guardaba a Aries. Desplegó la cubierta y mostró la Armadura a la que tanto se había encariñado el Patriarca.

Apenas Mü posó su mano sobre la dorada superficie, ésta comenzó a tintinear. El escenario fue tan magnífico y extraño que Arles dio varios pasos al frente.

—¡Está feliz! —exclamó el pequeño.

—Está emocionada, hacía tiempo que no hablaba con nadie a excepción de mí.

Mü asintió y cerró los ojos para poder escuchar con mayor claridad todo lo que la Armadura tenía para contarle. Se mantuvo así por un par de minutos y, cuando decidió que había escuchado lo suficiente, dirigió una intensa mirada a Shion.

Arles quedó gratamente sorprendido al ver que la desconfianza del niño había sido completamente reemplazada por admiración. Sus ojos lo decían todo.

—¿Es cierto? —decía su mirada—. ¿Es cierto todo lo que cuenta esta Armadura de usted?

El orgulloso aprendiz apenas se percataba de lo poco que sabía del mundo en el que se adentraba. Aún había mucho por aprender, mucho por descubrir y, por fortuna, contaba con el mejor maestro de todo el Santuario.

La mañana fue todo un éxito. En sólo unos minutos el Patriarca ganó todo el respeto que se merecía y Mü descubrió algo que le apasionaría por el resto de su vida.

A pesar de que la Guerra Santa estaba cada día más cerca, Arles sonrió aliviado. Hasta ese momento las estrellas les habían guiado acertadamente y, así como Mü, pronto llegarían más aspirantes dignos al rango más elevado.

Era sólo cuestión de tiempo para que las Armaduras Doradas pelearan juntas nuevamente.

Comentario de la Autora: ¡Uff! Después de mucho tiempo finalmente pude empezar a publicar este proyecto. Como se imaginarán, este fic irá contando parte de la infancia de nuestros queridos Goldies (uno por cada capie). Al ser fan de Lost Canvas, su universo será parte del mío, por lo que de cuando en cuando habrá algunas referencias a él. Sobre todo en este capítulo en el que Shion estuvo tan presente.

Mü es un personaje que no me llama mucho la atención. Creo que aunque puede ser muy tierno una vez que te conoce, antes de eso puede ser inflexible y seco. De cierto modo, se parece mucho a Arles (personaje tomado tanto del anime como del sidestory de Excálibur). Quizá por eso se desagradaron mutuamente. Espero que, a pesar de que quise denotar la arrogancia del pequeño Mü, también haya podido demostrar su lado gentil. También espero que me aguanten mis OCs, ya que habrá varios en esta historia y si bien no serán muy activos, no dejarán de estar presentes por el simple hecho de que me son necesarios.

El título del fic se traduce más bien como el "Punto de Origen", pero me pareció demasiado largo. Jeje

En realidad, esta serie de fics son parte del universo que creé para Milo/Nóstoi. No los agregué al fanfic de Logos (donde publico los sidestories) por dos motivos. El primero es porque será un fic relativamente largo que merece su lugar aparte y el segundo es para retarme a mí misma para hacerlos lo más independientes posibles. Es decir, hacerlos del modo en el que no sea necesario leer 'Milo' para disfrutarlos. Espero haber empezado bien. A lo largo de esa saga me centré mucho en ciertos personajes, dejando de lado a otros que merecían más atención. Éste es mi intento para contar su historia a través de mis ojos y llenar los vacíos que quedaron en la historia original. Espero no la odien.

Y espero que se me ocurra algo para hacer en el episodio de Milo, porque la verdad que siento que ya no puedo contar mucho más de él. XD Tchus! Nos vemos en el capie de Alde!