Parte 1: La niña.

Pocos en el Santuario sabían que Milo de Escorpio no siempre se había llamado así. Tampoco había sido huérfana desde el principio: durante su primera hora de vida, tuvo un padre y una madre que sin duda habían decidido para ella un nombre más femenino. Si no hubiesen muerto en aquel aparatoso accidente, podría haberse llamado Berenice, o Alicia, o Alejandra, o a saber cómo.

Pocos sabían también que la amazona nació sietemesina a causa de aquel accidente y de las lesiones sufridas por su madre, que habían obligado a los médicos a adelantar el parto si querían salvar a la pequeña bebé.

Casi nadie sabía que tenía una marca de nacimiento en la espalda con la forma de la isla de Milos y que por eso y por la confusión de una enfermera de pediatría ligeramente borracha le habían puesto tal nombre de niño.

Pero todos sabían demasiado bien cómo había llegado al Santuario.

Ocurrió mucho antes de que Atenea apareciera en las tierras sagradas, mucho antes de que los portadores de las doce armaduras de oro fuesen los que hoy conocemos. Por aquel entonces Saga de Géminis acababa de recibir su armadura y todavía ni siquiera soñaba con dominar el Santuario, Aioros de Sagitario no tenía perilla y Aioria de Leo apenas era un niño incapaz de articular una frase completa sin patinar con alguna sílaba. Los caballeros de oro empezaban a envejecer y la necesidad de encontrar sucesores se hacía cada vez más apremiante, así que el Patriarca empezó a enviar partidas de caballeros de plata y bronce a la Tierra para buscar niños con potencial para despertar el cosmos y el séptimo sentido.

Una de aquellas partidas volvió con una cría pelirroja que acunaba con cariño un pequeño escorpión entre sus diminutas manos. Milo, que por entonces tenía cuatro años, el pelo largo y la cara llena de pecas, llegó al Santuario cuando era noche cerrada, medio escondiéndose detrás de la pierna de un caballero de bronce que la dejó al cuidado de un par de doncellas mientras llegaba su futuro maestro. Las sirvientas le peinaron el cabello en trenzas (pero sólo después de que la niña las convenciera de que el escorpión era inofensivo y no les haría nada si se acercaban) y la vistieron con una túnica blanca muy bonita, hablando sin parar de lo mucho que les alegraba tener a una niña en el Santuario, ya que normalmente sólo llegaban chicos.

El caballero de Escorpio iba a ser su maestro y no tardó demasiado en llegar. Era un hombre que ya pasaba de los cincuenta años de edad, tenía el pelo corto grisáceo y una barba rala y canosa. Le faltaban el ojo derecho y algunas uñas de la mano izquierda. Cuando se presentó ante Milo, ésta no pudo evitar encogerse de miedo, sobre todo cuando el hombre se agachó frente a ella y gruñó.

-No me gusta esa ropa. Ni esas trenzas- fue lo primero que dijo-. No son propios de un guerrero.

-Lo... Lo siento- murmuró Milo. Escorpio gruñó de nuevo.

-Pues no lo sientas tanto. No me gusta nada tener críos a mi cargo, mucho menos a una mocosa como tú, así que más te vale ser buena o te devuelvo a la Tierra de una patada. ¿Estamos?

Milo asintió y retrocedió, apretando contra su pecho con cuidado al alacrán, asustada. El gesto no pasó inadvertido para el caballero de oro.

-¿Qué escondes ahí?

La pequeña negó con la cabeza y cerró los ojos con fuerza, pero no tuvo más remedio que descubrir a su curiosa mascota cuando el de oro la agarró por una muñeca de un brusco tirón. Al ver al arácnido, el escorpiano alzó una ceja.

-¿Y esto? ¿Qué es, una especie de regalo?- se burló. Milo murmuró algo entre dientes-. No te he oído, mocosa.

-Lo salvé- volvió a murmurar, esta vez de forma que sí se le entendiera-. Unos niños mayores del orfanato lo encontraron e intentaron aplastarlo. Lo salvé y desde entonces me ha estado siguiendo.

El caballero de Escorpio torció la boca en un gesto extraño y le soltó la muñeca. Se incorporó y se irguió en su metro ochenta de estatura sobre la niña, como una siniestra torre de oro llena de formas afiladas y punzantes.

-¿Cómo lo salvaste exactamente?

-Lo escondí en mi mano. Y le di un puñetazo al niño que iba a aplastarlo- susurró Milo, bajando la mirada-. Me dio una patada... y yo le di otra, y se cayó, y se desmayó. Creo.

El de Escorpio la observó unos momentos, poniendo los brazos en jarras. El caballero de bronce que la había encontrado sí que había mencionado algo sobre una pelea en la que se había visto envuelta la niña, ahora que lo pensaba.

-No está mal para una mocosa- dijo al fin-. En fin, al menos no eres una llorona y sabes pelear. Y proteger. Supongo que tendré que apañarme contigo de momento.

Giró sobre sus talones y echó a andar alejándose de ella. Las doncellas se habían ido hacía un buen rato, y viendo que se quedaba sola, Milo se apresuró a correr detrás de aquel hombre que tanto miedo le daba.

-¡Espere, señor! ¿Cómo se llama?- se atrevió a preguntar.

-Para ti, "maestro"- respondió él sin girarse ni aminorar el paso.

Acostumbrarse a su nuevo hogar, el Templo de Escorpio, no fue demasiado difícil para Milo. Acostumbrarse a su nuevo maestro... ya era otro cantar.

Durante los primeros meses estuvo confinada en el templo y además de entrenar hacía prácticamente de criada del caballero de Escorpio, que en ningún momento llegó a decirle su nombre. Tampoco le preguntó por el suyo; siempre la llamaba "niña", "maldita cría" o "mocosa". Al que sí insistió en poner nombre fue al escorpión, que Milo acabó bautizando como Wei, una de las estrellas de su futura constelación protectora. Meses pasaron con la única compañía de Wei, su maestro y alguna doncella ocasional que iba a llevarles comida y provisiones o a ocuparse de la ropa sucia de ambos. Por eso, cuando al medio año de estar encerrada el maestro le dio permiso a Milo para salir a los campos de entrenamiento comunitarios a jugar con los demás aprendices de su edad, Milo no lo dudó y salió corriendo con el pequeño alacrán enganchado a una trenza y una sonrisa enorme pintada en la cara.

Los campos comunitarios eran el espacio abierto más amplio de todo el Santuario; aun así, había tanta gente que no resultaba difícil desorientarse y perderse entre la multitud. Caballeros de plata, oro y bronce de todas las edades entrenaban allí, aunque no lo hacían juntos: normalmente solían agruparse según rangos y edades, intentando no molestar a sus superiores de al lado. Los aprendices solían quedarse con los rincones que nadie quería.

En uno de esos rincones encontró Milo a unos cuantos niños de su edad con ropa de entrenamiento. Se los quedó mirando a distancia, maravillada: eran totalmente distintos unos de otros, con facciones que delataban procedencias de diferentes puntos del globo terráqueo. Practicaban movimientos que ella misma conocía ya gracias a su maestro, y no tardó en acercarse para ver si podía unirse, entusiasmada. Uno de ellos la oyó llegar antes que el resto y levantó la cabeza. Tenía el pelo de punta revuelto y oscuro y unos taimados ojillos grises como el acero.

-Anda, ¿y ezto? ¿Ahoda traen niñaz al Zantuadio?- comentó, mirándola de arriba a abajo. Milo se detuvo de golpe, alerta. El tono que estaba usando ese chico era el mismo que ponían los mayores del orfanato antes de meterse con uno de los más pequeños.

-Eso parece- respondió otro niño, uno con el pelo largo hasta los hombros y de color azul cielo. Tenía un lunar debajo del ojo derecho y los iris de un color extraño, como un violeta con un cerco ambarino rodeando la pupila-. A lo mejor es una criada nueva... aunque si lo es, la han vestido fatal, parece un aprendiz más.

-Es que soy un aprendiz- replicó Milo, molesta. Los niños se rieron escandalosamente y se le acercaron con sonrisas muy poco amistosas.

-¿Qué dice ézta? ¿Cómo vaz a zed un aprendiz, trencitaz? Todo el mundo zabe que los caballedoz zon hombrez, y tú no lo edez- escupió el niño de pelo oscuro.

-Pues me está entrenando el caballero de Escorpio- replicó Milo de nuevo, sin darse por vencida. El niño de pelo azul puso los ojos en blanco.

-Anda, Angelo, démosle una lección a esta niñata, que se lo tiene muy crecidito- dijo, señalándola con la cabeza. El otro niño se crujió los dedos y soltó una risilla siniestra.

Milo retrocedió y se puso en guardia. Wei, presintiendo el peligro, se escondió debajo de su camiseta mientras la pequeña alzaba los puños y se colocaba como su maestro le había enseñado. Los niños, confiados, se lanzaron a por ella a gritos.

Hacer que los de su edad mordiesen el polvo fue fácil. Pero vérselas con los más mayores que se unieron después no lo fue tanto, y Milo acabó volviendo a los doce templos con un ojo morado y un labio partido; y con el único consuelo de Wei, que se acurrucó contra su cuello y le pellizcó cariñosamente la piel con las pinzas. Mientras subía las escaleras flotantes de las doce casas zodiacales, sin embargo, se topó con algo que no esperaba.

Acababa de salir del Templo de Cáncer y no le vio, seguramente por las lágrimas que intentaba reprimir y que velaban sus ojos carmesíes. Por eso se chocó con su espalda con tal fuerza que casi cayó al suelo.

-L-lo siento- murmuró, sin mirar siquiera con quién se había golpeado.

-No pasa nada, no te preocupes. ¿Estás bien?- preguntó la otra persona. Su voz sonaba como la de un niño de su edad. Milo levantó la mirada y se esforzó por enfocar la vista. Era, en efecto, un niño de unos cuatro o cinco años que vestía como todos los aprendices de caballero, de pelo corto y verde claro y ojos del mismo color. Llevaba una trenza cortísima saliendo de debajo de la sien, y enganchada en ella, una fina cinta roja.

-Sí, estoy bien- respondió Milo. El niño alzó una ceja.

-No parece que estés bien- objetó. La pequeña hizo un mohín.

-¿Y entonces para qué preguntas?

Él sonrió y soltó una risilla. Sus ojos adquirieron un brillo dorado y alzó una mano, colocándola sobre el ojo morado de Milo, que retrocedió.

-Tranquila. Voy a hacer que no duela, ¿vale?- sonrió el niño, volviendo a acercarle la mano. Esta vez Milo cerró el ojo y se dejó hacer.

La mano del otro niño estaba fría como el hielo y le alivió enseguida el dolor, bajándole también la inflamación. La pequeña suspiró y la mano helada del niño se trasladó a su labio roto. Después, los ojos del aprendiz volvieron a ser verdes y retiró la mano.

-Eso ha sido genial, ¿cómo lo has hecho?- preguntó Milo, sorprendida.

-Soy el aprendiz de Acuario- se explicó él-. El cosmos de los de mi signo es siempre de hielo. De momento no consigo hacer mucho más que eso, pero...

-¡Es genial!

-¿En serio?

-¡Sí!

El aprendiz de Acuario se rio alegremente y siguieron subiendo juntos los templos, hasta que llegaron al de Escorpio y el chico siguió su camino. Milo lo observó irse con una sonrisa, pero en cuanto su maestro se acercó, el gesto cambió a uno de miedo. Seguro que se había enterado de lo que había ocurrido en los campos de entrenamiento.

Efectivamente, se había enterado. Él y medio Santuario, pero al contrario de lo que esperaba, Milo no recibió una paliza. Su maestro simplemente le preguntó por qué se había metido en semejante pelea.

-Porque me dijeron que una chica no podía ser caballero- respondió Milo-. Además, empezaron ellos, yo sólo me defendí.

El escorpiano se encogió de hombros.

-La verdad es que estoy de acuerdo con ellos. Si te estoy entrenando es porque aún no he encontrado nada mejor- se limitó a contestar. Aquello le dolió a Milo mucho más que cualquiera de los golpes que se había llevado.

Esa noche, al irse a la cama, se acordó del niño de pelo verde con el cosmos de hielo y cayó en la cuenta de que no le había preguntado su nombre.

Pasaron dos semanas hasta que la pequeña volvió a salir del templo, y cuando lo hizo, iba casi escondiéndose por los rincones. Le daba miedo volver a meterse en un lío, pero ahora que había probado la libertad no podía aguantar más encerrada en la Casa del Escorpión Celeste. Esta vez, sin embargo, los demás niños no se metieron con ella cuando bajó a los campos comunes. Los de su edad se acordaban de la paliza y los mayores estaban entretenidos entrenando entre ellos. El único que se acercó a ella fue el peliverde de la trenza, que estaba leyendo un libro a la sombra de una columna pero se levantó en cuanto Milo pasó por su lado.

-¡Hola! ¿Qué tal tu ojo?- saludó. Milo pegó un bote y Wei se asomó por su hombro, curioso.

-Bien, gracias. Se me curó, pero el labio me duele a veces... Oye, ¿cómo te llamas?

El niño la miró, desconcertado.

-¿No te lo dije?

-No, se me olvidó preguntar.

-Bueno, y a mí decírtelo. Soy Camus- sonrió él.

-Y yo Milo- se presentó ella, devolviéndole la sonrisa. Camus alzó un dedo y lo posó sobre la herida ya casi cerrada de su labio. Encendió su cosmos, haciendo que los iris le cambiasen a dorado una vez más, y Milo cerró los ojos para disfrutar de la sensación del frío anestesiando la zona aún dolorida.

-Las heridas de los labios se abren con nada. Ten cuidado o te quedará cicatriz- advirtió el aprendiz de Acuario. Milo asintió-. Bueno, ¿quieres que entrenemos? Por alguna razón los demás parece como que se apartan de ti.

Milo bajó la mirada.

-Creen que no soy lo bastante buena. Que una chica no puede ser caballero- murmuró.

-Pues claro que no puede. El femenino de "caballero" es "amazona", tú vas a ser la amazona de Escorpio, no el caballero- razonó Camus-. Y no creo que piensen que no eres buena, en realidad creo que te tienen miedo.

Milo levantó la cabeza de golpe.

-¿De verdad?

-Sí. He oído lo que pasó hace un par de semanas- admitió Camus-. Después de darles esa paliza, es normal que te lo tengan.

-Pero tú no tienes miedo- observó Milo. Camus retrocedió y alzó los puños, adoptando una posición defensiva.

-Pues claro que no. No me has dado motivos para tenerlo... aún.

-¿Eso es un reto?- sonrió Milo. Camus, por toda respuesta, le devolvió una sonrisa desafiante, y tres segundos más tarde ya estaban intercambiando golpes a toda velocidad. Los ojos de Camus brillaban, dorados, y la temperatura parecía descender cerca de su piel poco a poco. Milo era rápida como el rayo y sus iris granates no tardaron en adquirir un brillo escarlata al utilizar su cosmos también.

Entrenaron hasta caer al suelo reventados del agotamiento, sin darse cuenta de que la gente que tenían alrededor se había ido deteniendo a observarles. Entre ellos, sobre todo, los chicos mayores que le habían dejado el ojo morado y el labio partido a Milo hacía unas semanas, y que ahora aprovechaban que los dos aprendices estaban exhaustos para acercarse con taimadas sonrisas. Cuando la pequeña se quiso dar cuenta, ya los tenían encima.

-Espero que vayáis a felicitarles por el arrojo que acaban de mostrar- comentó una voz áspera de repente haciéndose oír por encima de las cabezas de los aprendices, que se giraron casi al unísono. Milo se asomó entre las piernas de éstos intentando ver al propietario de aquella voz, que claramente era alguien mayor que los chicos que les rodeaban, pero sólo logró vislumbrar un par de pies enfundados en botas metálicas. La derecha era oscura; la izquierda, dorada. Un murmullo recorrió a los aprendices, que se removieron, inseguros-. Ah, ¿que no ibais a felicitarles? Pues entonces no veo qué razón tenéis para rodear a un par de aprendices que en el futuro pertenecerán a la élite de los caballeros de Atenea.

Algunos de los chavales interpretaron sus palabras como una invitación para irse. Otros no fueron tan listos.

-¡Que os larguéis y les dejéis en paz, maldita sea! Por todos los dioses del Olimpo, ¡mira que sois retrasados!- rugió de pronto la voz. Los aprendices se dispersaron al instante, dejando a Camus y Milo por fin ver quién era su salvador.

Se trataba de un caballero de oro, aunque la mitad derecha de su armadura fuese de metal negro. Llevaba una capa corta partida en dos mitades (una negra y la otra blanca) colgando de las hombreras de la completa armadura, y el casco lo tenía replegado al interior de ésta de forma que su larga melena negra como el azabache ondeaba libre al viento. Tenía flequillo, y a decir verdad su cabello y sus facciones serias eran lo único simétrico en él; hasta sus ojos eran heterocromos, amarillo el derecho y gris acero el izquierdo. No poseía la elegancia del maestro de Milo al moverse, sino que tenía el andar desgarbado de quien todavía no se acostumbra a una armadura nueva. Sería por lo menos diez años mayor que Milo, seguramente alguno más.

-Gracias, señor Saga- susurró Camus. El caballero negó con la cabeza y se detuvo a pocos metros de ellos.

-No me las des a mí, el pesado de Aioros insistió en que os ayudara- resopló, señalando con el pulgar a alguien detrás de sí. Ese alguien resultó ser otro aprendiz de la misma edad que el tal Saga, pero rubio y con el pelo igual de largo recogido en una despeluznada trenza. Vestía ropa de entrenamiento y a diferencia de Saga sonreía ampliamente y tenía ambos ojos del mismo color azul cielo-. Si tantas ganas tenías de cuidar de almas descarriadas, podrías haberlo hecho tú.

-Es que no es lo mismo que les eche la bronca un aprendiz a que se la eche un caballero de oro- replicó Aioros animadamente, dándole unos golpecitos con el puño en el pecho enfundado en metal a Saga, que puso los ojos en blanco. El rubio se acercó después a Milo y Camus-. Anda, hola, pequeña. A ti no te conozco.

-Soy Milo- murmuró ella. Aioros le dedicó una cálida sonrisa.

-Yo Aioros, el futuro caballero de Sagitario. Y el gruñón de mi amigo es Saga, caballero de oro de Géminis.

-E-Encantada...

-Aioros, ¿me has sacado del templo sólo para salvar aprendices de las garras de la crueldad humana, o querías entrenar?- bufó Saga cruzándose de brazos. El rubio soltó una carcajada y se incorporó tras revolverle el pelo a Milo.

-Ya voy, ya voy. Nos vemos, Milo- se despidió, guiñándole un ojo-. Camus, sigue así.

-¡Sí, señor Aioros!- sonrió el peliverde. Saga soltó otro gruñido de impaciencia, pero cuando Aioros le adelantó, el geminiano dobló un brazo a la espalda y alzó el pulgar en señal de aprobación. Milo se lo quedó mirando, sorprendida, hasta que Camus se levantó y le ofreció una mano para hacer lo mismo.

-Venga, ¿seguimos?- propuso el niño. Milo asintió, esbozó una tímida sonrisa y aceptó su mano para levantarse.

Desde aquel día entrenaron juntos casi todas las tardes, y ningún otro aprendiz volvió a molestarles.

Pronto la pelirroja descubrió, sin embargo, que una vez al año iba a quedarse sin compañero de entrenamientos.

El caballero de Acuario se llevaba a Camus en la época más calurosa del verano a la Tierra, a Siberia, para entrenar allí. El primer año fue solamente un mes, y cuando maestro y aprendiz volvieron, éste último casi no podía respirar a causa de una pulmonía. El segundo año estuvieron fuera dos meses y Camus ya no volvió enfermo. El tercero se fueron el verano entero.

Cuando se quedaba sola, Milo apenas salía a los campos a entrenar. No tenía sentido, ya que para correr y darle patadas y puñetazos al aire ya tenía el templo de Escorpio y sus alrededores, así que se quedaba allí hasta que Camus regresase de Siberia. Tras sus estancias allí, no obstante, pronto empezó a notar que el futuro acuariano cambiaba. Cuando volvía de las heladas tierras del norte parecía que le costaba más sonreír, como si el frío le hubiese congelado la cara. También estaba más distante y a Milo le costaba varias semanas que las conversaciones volviesen a fluir entre ellos con soltura. Eso le preocupaba bastante; su maestro se había encargado de aislarla del resto de aprendices de su edad, si Camus dejaba de hablar con ella no tendría ningún amigo en el Santuario.

Milo tenía ya nueve primaveras cuando el aprendiz de Acuario se marchó durante dos años enteros. Para entonces, el trato despectivo y el duro entrenamiento a los que la sometía su maestro habían curtido a la niña más de lo que correspondería a alguien de su edad. Se había vuelto cada vez más reservada, su tolerancia al dolor era sorprendentemente alta incluso para una aprendiza y apenas salía del templo si Camus no bajaba a buscarla. Durante una pelea era rápida como una centella y leía los movimientos de su adversario de forma casi instintiva. También había aprendido a ser sigilosa al andar por el templo, ya que su maestro con cada año que pasaba se volvía más irritable con los ruidos... o con cualquier cosa que Milo hiciera, en general.

Cuando tenía diez años y Camus ya llevaba uno fuera, Milo encontró un nuevo compañero de juegos, no obstante.

Se llamaba Shura, aspiraba a la armadura de Capricornio y le sacaba cinco años. Se conocieron por casualidad cuando Milo subía las escaleras hasta la Casa de Sagitario corriendo como forma de entrenar su resistencia. La niña subía y bajaba a toda velocidad, una y otra vez, hasta que en una de sus carreras se tropezó con un cuerpo que antes no estaba ahí.

-¡Eh! ¡Que me pisas, mira por dónde vas!- protestó el otro aprendiz. Milo, que no había corregido a tiempo su trayectoria, lo miró desde el suelo, enfurruñada.

-La que se ha caído soy yo, no me eches la bronca- gruñó, levantándose y sacudiéndose el polvo de la ropa. El otro aprendiz se la quedó mirando y ella le devolvió el escrutinio, ceñuda.

Era un niño de su misma altura, pero no tan delgado como ella. Tenía el pelo muy corto y negro y los ojos color café. Caminaba muy erguido, como si le hubieran ordenado estar firme todo el tiempo, cosa que le sacó una sonrisilla sarcástica a Milo.

-¿Eres la aprendiza de Escorpio?- preguntó.

-Sí. Me llamo Milo- asintió ella-. Pero tú no eres el de Sagitario, lo conozco y es rubio. Y mayor que tú. ¿Quién eres?

-Shura, aprendiz de Capricornio- se presentó él, tendiéndole una mano que Milo no aceptó-. Aioros es amigo mío. ¿Por qué corrías?

-Estaba entrenando- respondió ella secamente.

-Nunca se me habría ocurrido subir y bajar las escaleras para entrenar. ¿Puedo ir contigo?

-Si me puedes seguir el ritmo...- replicó ella, dándole la espalda. Respiró hondo y se agachó ligeramente, notando a Wei engancharse a su camiseta para no caerse de su hombro...

… y Shura salió corriendo escaleras abajo por delante de ella. Milo soltó el aire en un bufido.

-¡Eh! ¡Creía que ibas a ir conmigo!- gritó.

-¡Sólo si me puedes seguir el ritmo!- exclamó Shura a modo de respuesta, riendo a carcajadas. Milo soltó un gruñido y echó a correr tras él, no tardando nada en alcanzarle y adelantarle.

Se rebasaron el uno al otro varias veces hasta que Shura se tropezó con un escalón y se fue al suelo de morros. Milo se dejó caer a su lado, los dos agotados. Wei se subió a la cabeza de la niña y observó a su inesperado competidor con curiosidad, chasqueando las pinzas de vez en cuando.

-Eres... Eres muy buena- jadeó Shura-. ¿Cómo diablos... eres tan rápida... y aguantas... tanto rato?

Milo soltó la primera carcajada en meses, aunque no fue del todo alegre. No tenía nada mejor que hacer que entrenar... y cuanto más rápida fuera, más le costaría a su maestro alcanzarla para darle una paliza si hacía algo mal.

-Oye, Shura... ¿Mañana por la tarde bajas a los campos?

-Sí. ¿Por qué?

Milo sonrió.

-Avísame cuando pases por Escorpio, bajo contigo.