Notas de Autor: [1] Esto nace de la viñeta que escribí bajo el mismo nombre en mi colección Floriléges, con treinta excusas de porque Yamato y Mimi fallaron en el amor. Incluso entonces había imaginado escribir una viñeta corta para cada excusa, y pues aquí estoy.
[2] El título viene de la canción "Caro Padre" de Deaf Havana. Se me había ocurrido escribir algo inspirada en ella, pero lo dejaré para otra ocasión.
Los hombres en mi familia tenemos una maldición; no sabemos amar bien.
El lugar estaba casi en silencio, los restos de su partida de gritos permanecían en el aire. Su respiración era ligera, blanda mientras inhalaba el veneno en sus cigarrillos como si quisiera que lo matara allí mismo. La suya, por el contrario, era desigual, interrumpida constantemente por sollozos entrecortados.
—No puedo seguir con esto —murmuró, con la cara entre las manos. Yamato volvió la cara, liberando un flujo constante de humo y negándose a mirarla a los ojos.
—Lo intenté —dijo con voz ronca—, no sabes cuánto...
Mimi miró hacia arriba. Había rastros de lágrimas por sus mejillas y su rímel la había traicionado hacía ya mucho tiempo. Su labio inferior temblaba, pálido, mientras hablaba.
—No debería haber sido tan difícil —le dijo ella, arrugando su falda entre sus puños—. Siempre lo hiciste sonar como si fuera un gran esfuerzo amarme —sus ojos quemaban su nuca, podía sentirlos—; como si debería agradecer que siquiera lo intentaras.
Su mirada se deslizó hacia ella, frío y resentido. Sólo estaba tratando de hacerle daño ahora, estaba seguro de ello. Hubo un momento, antes de hablar, donde imaginó a Mimi más rubia, mayor y llevando a un niño pequeño – y se preguntó si esto era lo que había sentido Hiroaki cuando Natsuko le rompió el corazón.
—No fue así. Pensé que lo sabías.
—Nunca fui lo suficientemente importante —continuó como si no lo hubiera oído. Hacía mucho que él ya no intentaba que lo escuchara. Tal vez aquello había sido parte del problema.
—Tú me importas, Mimi —murmuró, pero el tono hueco en su voz ni siquiera lo convencía a él.
Se detuvo cerca de la puerta, mirándolo por encima del hombro.
—Eso no es suficiente, Yamato. Tú más que nadie debería saberlo.
Una vez, su padre le había dicho que no se enamorara de ella. Me recuerda demasiado a tu madre, le dijo.
Yamato la vio salir. El cigarrillo se agotó entre sus dedos; tomó una última calada antes de tirarlo por encima de la barandilla, sabiendo en su corazón que no podría haber terminado de otra manera.
Estábamos condenados desde el principio.