TROIS

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—Háblame de ti —le pidió en un susurro el Arconte de Leo, estaban en el interior del thòlos de Acuario, en ese mundo que parecía de fantasía, como un ecosistema aparte, de cristal, de hielo… y a pesar de todo, no se percibía frío alguno.

Mon ami… ya lo sabes todo: soy Camus y soy Acuario, soy Acuario y soy Camus —ironizó el galo, bromeando un poco.

—Hablo en serio, me preguntas muchas cosas, pero no hablas de ti.

—¿Qué quieres saber? Recién llego de Siberia, entrené a un discípulo que probablemente no sirva para ser un guerrero de hielo… ¿Qué más? —Soltó indignado, volviendo por aquellos años en el Norte de Siberia, frustrado, en donde el niño que entrenó era más corazón que otra cosa.

—Eso también ya lo sé, quiero decir, que entrenaste a un niño.

—Justo eso, Aioria, a un niño.

Pensó que no había mejor descripción para Hyoga: un niño. Bufó sin darse cuenta de ello, dejó escapar el aire pesado de sus pulmones hasta que unos brazos a su espalda le rodearon.

Los brazos fuertes, musculosos, los brazos que destilaban calor por sí mismos, aunque su dueño pareciera hecho de hierro, y su rostro la mayor parte del tiempo luciera tan severo, él sabía muy bien que a solas, su gesto se suavizaba…

—En todos estos años es poco o nada lo que sé de ti, dime algo que no sepa —susurró en su oído, haciéndole cosquillas con la barba rubia que crecía por su barbilla y subía por la mandíbula, cortada con esmero.

No lo había visto en un buen tiempo y ahora… tal parecía que Aioria se había comprado un aspecto más maduro dejando crecer esa barba, que además le confería un aspecto sumamente seductor.

—Te dejaste la barba.

—Sí, la barba… deja de cambiarme de tema —le ordenó displicente, así como lo tenía, abrazado por la espalda, pasó el brazo por delante hasta tomar uno de los mechones de su cabello, uno de aquellos que llevaban las tiras de piel en color, entretejidas en el cabello y las cuentas que pendían decorando aquel complicado peinado. —¿Por qué estas cosas…? ¿Por qué nunca te las quitas?

—Aioria —susurró. El galo dio la vuelta para quedar de frente, sin esperar mucho más, acarició su rostro, la piel morena, como bronce fundido, los dedos se perdieron en su cuello, en la clavícula, en el pecho. —Son un recuento de los días con mi gente, es una crónica de mi pueblo, eso significan...

—Eres galo… ¿te refieres a los… celtas?

La sonrisa de Camus se ensanchó, no le dijo nada, ni sí, ni no.

—Así es.

—Pero… me estás hablando de un pueblo ancestral que hoy ya no existe —objetó.

—Eso creen, o eso les han hecho creer, eso dicen los libros, ¿no es así? No es del todo cierto, yo soy uno de los últimos de ese linaje ancestral, ¿ya estás contento?

—No todavía —le provocó abrazando su cuerpo estilizado, un largo abrazo sensual, que presagiaba oleadas de placer aturdidoras, buscando con su boca intrépida y con dedos audaces el contacto piel a piel.

Camus lo empujó hasta que cayó en la cama, hasta que su peso rebotó en los muelles del colchón, que inevitablemente acabarían haciendo crujir bajo su peso, en el embate pasional, muriendo de amor; lo mordisqueó, lo besó, lo lamió, se regodeo un buen rato en el vello blondo de su pecho, en los patrones ligeros que se dibujaban por su cuerpo, aquel vello que le parecía tan masculino, tan brutalmente viril, en comparación con su cuerpo lampiño, la textura de su piel conjugada con la suya… le podía volver loco.

Se entretuvo un momento besando y recorriendo, lamiendo, tocando, para buscar lentamente el emblema más brutal de su pasión… entre las piernas del griego, su aire amenazador y brutal le lanzaba al delirio… loco… tenía que estar loco por estar ahí tan fresco, como si nada, cuando bien sabía que una próxima guerra se avecinaba.

Ya no importaba, sólo importaba prolongar infinitamente las oleadas de placer… Camus tan irreverente y tan entregado al placer, los nervios se le estremecían cuando la mano o la boca se acercaban al pináculo de su pasión exacerbada.

Era un descarado, un cínico, lo sabía. De todo el condenado Santuario, podía calificarse a sí mismo como un lascivo, dominado por sus pasiones, por dos personas que le habían mostrado sin más el camino: Miro… con esa salvaje personalidad, con la libertad inaudita que sólo puede poseer una mujer guerrera… y Aioria, tan exuberante que era irresistible, destilaba peligro, arrebato, su felina presencia sólo podía significar algo… éxtasis.

Si ambos supieran cuanto se parecían…

Aunque entre ellos hablan poco o casi nada; Aioria la evitaba, porque sabía bien qué tipo de relación tenía con él, con el francés, y Miro… lo consideraba un sujeto puro músculo, nada interesante, presentía que eran los celos los que no le dejaban confiar del todo, más allá de la situación de su hermano traidor. Eran tan parecidos ambos…

Las sábanas estaban revueltas, impregnadas de sudor, de semen, de perfume viciado entre los humores de sus cuerpos desnudos.

Aioria jugueteaba con su ombligo, tamborileando por su abdomen con los dedos, Camus jalaba con los dientes la pieza metálica del labio inferior, y sus falanges se divertían jugueteando con aquel camino de vello que bajaba por el vientre y coronaba su sexo.

—Si sigues así…

—¿Qué…? ¿Qué va a pasar, Aioria? —Preguntó lisonjero.

—Ya sabes.

—Ya sé…

—Regálame algo, algo tuyo —fue la buena ocurrencia del Arconte de Leo.

Por toda respuesta el galo arqueó una ceja, se quedó pensativo, lo observó de nueva cuenta, y luego se observó a sí mismo, desnudo, sin nada que ofrecerle. Hasta que levantó el dedo índice, entonces concentró un poco de su aire congelado, apenas una ráfaga que giraba en círculos y que lentamente iba formando una placa perfecta, azulea y brillante, como una gema, parecía incluso destellar desde dentro, no era más que una formación de hielo, una perfecta pieza redonda y plana, de hielo. Sólo que aquella pequeña pieza no se derretiría jamás… un hielo perpetuo que asemejaba una joya.

Días después Camus engarzó esa pieza, la puso en una cadena y se la dio a su amante felino.

Aioria la colgó a su cuello, no se la quitó, ni ese día, ni nunca, tenía la clara impresión de que si se quitaba el collar, cuando Camus ya no estuviera, no podría recordarlo, no podría rememorar esa aparente frialdad que se entibiaba contra él… era una bonita ironía el hielo contra su pecho… aquel que había latido con tanta fuerza por un hombre a quien compartía… pero eso no importaba, lo importante era no olvidar… así como el hielo perpetuo no se derretiría jamás…

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FIN