Disclamer: La historia no nos pertenece, los personajes son de S Meyer, y la trama de LyricalKris, sólo nos adjudicamos la traducción.


My Biggest Mistake, My Greatest Salvation

By: LyricalKris

Traducción: Sarai GN

Beta: Zaida Gutiérrez Verdad

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Capítulo 1: Encuentro inesperado

No por primera vez se le ocurrió a Edward Cullen que tenía un notable gusto por el masoquismo.

¿Qué otra cosa podría explicar el hecho de que todavía estaba allí, sentado solo, mientras trataba de ignorar el lugar vacío frente a él y los restos de una bebida, trozos de hielo derritiéndose en el líquido anaranjado de lo que quedaba de un té helado Long Island? Se distrajo mirando cómo las gotas de agua resbalaban por el vaso y hacían un pequeño charco en la mesa de uno de los montones de pequeños restaurantes dentro del Hotel y Casino Monte Carlo, en Las Vegas. A su lado, su propia copa permanecía intacta. Ella había comprado la bebida, la llevó a su mesa mientras se sentaba frente a él. Y él, con mucho tacto, ignoró la acción, como lo venía haciendo desde que tuvo la edad legal para beber hacía ya once años.

¿Qué otra cosa, además de una naturaleza masoquista, podría explicar por qué pretendía revisar las notas de la presentación que tenía que dar mañana, cuando en realidad estaba mirando fijamente la llave de la habitación que ella había dejado en la mesa?

Edward se pasó la mano por los ojos, restregándoselos con cansancio, deseando ser otra persona.

El ruido de carcajadas resonó en toda la habitación y Edward echó un vistazo, casi gruñendo en voz alta cuando vio que Tanya Ivanova, quien había dejado su mesa para irse al área del bar del restaurante, se encontraba sentada en un taburete en la barra, con la cabeza echada hacia atrás en evidente diversión, mientras otro de sus colegas se sentaba junto a ella, mirándola con una sonrisa lasciva.

De repente sediento, Edward tomó el vaso de whisky con Coca Cola que ya se estaba aguando y se lo bebió en tres tragos, haciendo una mueca mientras bebía.

Tratando de ignorar el agradable sonido de su risa, Edward volvió a mirar la llave de la habitación, tomándola y girándola entre sus largos dedos.

La culpa se agitaba en el fondo de su vientre y deseó como el infierno no sentirse tan tentado como lo hacía.

De nuevo Tanya rio, y Edward miró a pesar de sus esfuerzos por no hacerlo.

¿Cómo no sentirse tentado? Conocía a Tanya desde hacía cuatro años, los mismos que llevaban asistiendo a las reuniones de accionistas que se celebran dos veces al año. Ella era inteligente e ingeniosa. Era, sin duda, una de las mujeres más hermosas que había visto jamás, escultural, con el pelo rubio rojizo, piernas de infarto, un cuerpo perfecto y una sonrisa sexy.

Y también estaba casada.

Edward entendía el porqué de su oferta. No habría complicaciones. Mañana, después de la última conferencia, la suya incluida, se iría a casa a Chicago y ella a su vida en la ciudad de Nueva York, a su marido, a quien Edward nunca tendría que conocer. No habría tórrido romance, ni cartas de amor, ni ningún tipo de drama si él decidía usar esa llave y entrar en su cuarto esta noche. Siempre habían sido compatibles, disfrutando de la compañía del otro. Lo que ella le estaba ofreciendo era una noche de placer, nada más.

—¿Le sirvo otra bebida, señor? —preguntó la camarera con una sonrisa en su rostro mientras recogía su vaso vacío y el de Tanya.

—Sí —dijo Edward con voz ronca. Mientras ella se alejaba, él cerró los ojos.

Detrás de sus párpados, los ojos verdes y penetrantes de su abuelo le perseguían y su mirada mostraba desaprobación. Edward no tenía que tratar de imaginar lo que su abuelo diría sobre la lujuria.

No era lo correcto. Ningún hombre decente se plantearía algo así.

La camarera volvió y dejó otra bebida frente a él con un golpe, el hielo tintineando al mismo tiempo. Edward abrió los ojos y miró hacia abajo al líquido oscuro por un momento antes de bebérselo de un trago. Apretó los ojos, conteniendo la respiración mientras la sensación de ardor se extendía por su garganta, antes de sentir una calidez que comenzó en la boca del estómago y se extendió hacia el exterior.

A veces Edward se sentía harto de ser tan condenadamente decente.

Incluso el hombre más piadoso no estaba exento del pecado, pensó con petulancia. ¿No estaba eso en el libro que el abuelo veneraba tan apasionadamente?

Y Edward sabía que él era un buen hombre, un hombre decente. ¿Era tan imperdonable pensar que merecía un respiro? ¿Era tan horrible que, por una vez, quisiera dormir al lado de alguien? ¿Que tal vez un poco de intimidad física sería agradable? Esta era la Ciudad del Pecado. Después de todo, lo que pasaba en Las Vegas…

Edward se frotó la nuca, sintiéndose claramente mareado. Para la mayoría de hombres de su edad, pensó, dos vasos de whisky con Coca Cola no eran suficientes para emborracharse, pero Edward sabía que tenía poca tolerancia al alcohol. Eso también debido a la influencia de su abuelo. Podía contar con las dos manos las veces que se había permitido tomar una copa y todavía le quedarían dedos suficientes para sujetar su…

De cualquier manera.

Un resentimiento que no tenía nada que ver con el gusto amargo que el alcohol dejaba en la boca se coló sigilosamente en la mente de Edward.

Sus dos hermanos menores habían podido probar el alcohol antes de cumplir los dieciocho, en la seguridad de su propia casa, bajo la supervisión de sus padres. Sus padres creían en dejar que sus hijos pusieran a prueba sus límites en un ambiente seguro.

Pero Edward no había sido criado por sus padres de mentalidad moderna. Él había sido criado por su estricto abuelo, de mente cerrada, y la culpa, tanto por sus pensamientos adúlteros como por su indulgencia al permitirse un par de tragos, empezó a consumirle con la ferocidad de un león hambriento.

Rápidamente Edward se levantó, guardando la carpeta y el ordenador en su bolsa. Se tambaleó, pero consiguió mantenerse derecho mientras arrojaba el dinero suficiente para pagar la cuenta y una generosa propina, y se encaminó hacia la salida. Sólo se detuvo en el mostrador de la recepción, murmurando que alguien había olvidado su llave de la habitación, antes de aventurarse en la noche de Las Vegas.

Una vez afuera se sintió un poco mejor. Al menos no se sentía tan sofocado como lo había estado en los confines del restaurante. El aire a su alrededor todavía era pesado debido al sofocante calor del desierto. No había anochecido lo suficiente como para refrescar el ambiente.

Edward se unió al tumulto de personas que caminaba por la calle, con las manos dentro de los bolsillos y la bolsa del ordenador portátil rebotando contra su muslo. Levantó la vista brevemente cuando oyó un suspiro colectivo que provenía de la multitud y apreció mentalmente la belleza del espectáculo de fuentes de agua frente al Bellagio, pero continuó caminando hasta que llegó al Treasure Island.

Allí se detuvo, mirando fijamente primero al agua y luego al volcán que entraba en erupción cada quince minutos. Esto se adaptaba mucho más a su estado de ánimo, pensó sombríamente. Fuego, lava y un estruendo como el de un trueno.

Se frotó los ojos otra vez, riéndose de sí mismo. Definitivamente estaba sintiendo los efectos del alcohol. Al parecer sería un borracho con muy mal genio.

Durante unos minutos permaneció inmóvil, observando el agua que se mecía al pie del volcán, intentando no pensar mucho en nada en particular, lo que descubrió rápidamente, era más fácil de lo que habría pensado gracias al whisky en su sistema.

Le tomó mucho tiempo identificar un sonido extraño que no encajaba con el parloteo y el ruido que había alrededor de él.

Un sollozo.

Alguien estaba llorando.

Curioso y un poco nervioso, Edward miró alrededor. El sonido era intermitente, así que a su aturdida mente le llevó unos pocos minutos conectar la acción con el sonido.

No muy lejos de donde él estaba apoyado contra una barandilla, una mujer, una joven en realidad, estaba sentada sola en un banco. Era obvio que estaba tratando de no llorar y fracasando con creces. Cada vez que ella se secaba las lágrimas, éstas empezaban de nuevo.

El corazón de Edward se encogió cuando la miró. Tenía los hombros encorvados hacia adelante y su largo y bonito pelo marrón caía como una cortina delante de su cara cuando agachaba la cabeza, cediendo ante sus lágrimas.

Entristecido por su tristeza, Edward se encontró a sí mismo caminando, o medio tropezando, hacia su lado.

—Hola —dijo complacido de que la palabra no fuera ilegible—. ¿Puedo sentarme?

Ella levantó la cabeza bruscamente, sus ojos marrones estaban muy abiertos y mostraban sorpresa y un poco de miedo. Se encogió ligeramente, pero se mordió el labio y asintió con la cabeza, corriéndose hasta la otra esquina del banco.

—No soy dueña de la banca. Es un país libre —murmuró con voz temblorosa.

Continuó secándose los ojos y respirando profundamente para calmarse.

—¿Estás bien? —preguntó él, e inmediatamente quiso poner los ojos en blanco. Qué pregunta tan estúpida. Obviamente la chica no estaba bien.

Ella respondió que estaba bien.

—No es cierto —contradijo en voz baja, cruzando las manos en su regazo para evitar ayudarla a secarse las lágrimas.

Un matiz de irritación pasó por sus ojos.

—¿A ti qué más te da, de todas formas?

—Es un país libre —le recordó amablemente—. Puedo estar preocupado si quiero.

En ese momento ella pareció encogerse más.

—Sí, lo siento. Sé que debo parecer una loca.

—Has perdido mucho dinero en la mesa de los dados, ¿eh?

Ante eso, ella esbozó una pequeña sonrisa, pero desapareció rápidamente.

—No —respondió vacilante.

Él no estaba seguro de qué más decir entonces, y ella tampoco parecía tener prisa por agregar algo.

Antes de que el silencio se volviera incómodo, el estómago de ella sonó lo suficientemente alto para que él pudiera oírlo a pesar de todo el bullicio que había a su alrededor. Ella envolvió los brazos alrededor de su abdomen, sonrojándose por la vergüenza.

—Yo también tengo hambre —mintió él—. ¿Qué te parece si me acompañas a cenar? Un poco de compañía me vendría bien.

Ella lo miró, sorprendida y dudosa. Rápidamente él levantó sus manos.

—No estoy intentando ser un pervertido. Tienes hambre. Yo tengo hambre. Hay comida… y mucha gente, alrededor de nosotros. Eso es todo, nada más.

Por un segundo pareció que iba a negarse, pero entonces su estómago sonó otra vez.

—Está bien —dijo finalmente.

Que aceptara le hizo sentirse irracionalmente feliz.

—Soy Edward, por cierto. Edward Cullen.

—Bella Swan —respondió ella sin ofrecerle la mano ni levantar la mirada para ver que él le había ofrecido la suya.

Caminaron en silencio hasta Treasure Island. Él señaló al restaurante más cercano y ella solamente asintió. En el momento en que se sentaron uno frente al otro, ella todavía no había dicho ni una palabra.

Así que Edward se limitó a observarla, preguntándose qué estaba haciendo él con esta triste y silenciosa desconocida. La manera en que mantenía su postura le ponía nervioso. Parecía que estaba lista para salir corriendo y sus movimientos, incluso cuando estaba sentaba leyendo el menú, eran asustadizos y nerviosos.

Al mirar hacia el menú, una profunda uve apareció entre sus cejas y se mordió el labio.

—Yo invito —ofreció Edward cuando se dio cuenta de que estaba mirando los precios.

Por fin levantó la mirada, sacudiendo la cabeza con vehemencia.

—No. Gracias, pero no.

—Yo te arrastré aquí después de todo —razonó él—. Es lo menos que puedo hacer para darte las gracias por hacerme compañía.

Al principio estaba seguro de que iba a negarse, pero su estómago sonó con insistencia y ella se encogió otra vez, y parecía tan terriblemente derrotada que tuvo la urgencia de retirar lo que había dicho.

—Está bien. Gracias, lo agradezco —dijo en voz baja, sonando avergonzada.

El camarero llegó y ordenaron. Edward se dio cuenta de que ella pidió lo más barato que había en el menú.

—Deberías dejar que te invite a una copa —comentó sin pensar antes de hablar—. Parece que te vendría bien un trago.

—No puedo beber —dijo ella, su voz nada más que un suspiro.

Estaba a punto de preguntarle si era lo suficientemente mayor para beber cuando, inexplicablemente, su labio inferior empezó a temblar y se echó hacia adelante con la cabeza entre sus manos.

—Estoy embarazada —admitió con la voz flaqueando tanto que Edward pensó por un momento que debía haber entendido mal.

Sin saber qué más hacer, Edward se volvió al camarero, quien parecía tan desconcertado como él.

—¿Puede traer un whisky con Coca Cola para mí?

. . . . . . . . . .

Edward gruñó cuando recobró el conocimiento.

Se sentía terrible.

En primer lugar, estaba seguro de que un ratón, o cualquier otra criatura con pelo, había muerto y estaba descomponiéndose en su boca.

En segundo lugar, a pesar de que sus ojos estaban cerrados, la luz que le estaba dando era demasiado brillante, haciendo que una punzada de dolor agudo se extendiera por su cabeza.

En tercer lugar… en el nombre de todos los santos, ¿qué era ese ruido?

Le tomó un minuto recordar cómo abrir los ojos, y cuando lo hizo, le tomó otro minuto comprender que no estaba soñando.

La noche anterior había deseado fervientemente no tener que volver solo a su habitación a pasar otra larga y solitaria noche.

Deseo concedido, él definitivamente no estaba solo.

Sentada en el sofá al otro lado de la habitación, con las piernas dobladas bajo su barbilla, estaba la llorona desconocida a la que se le había acercado la noche anterior. ¿Cuál era su nombre? Bella.

Estaba llorando otra vez.

Edward se estrujó el cerebro, horrorizado, pero por más que lo intentó, no podía recordar cómo había acabado con la triste, asustada y embarazada desconocida en su habitación del hotel.