He descubierto recientemente el AkaFuri y... no me he podido resistir.

Lástima que no haya mucho fanfic en español de estos dos. Estuve buscando betas que hubieran escrito Akafuri y no encontré nada de nada. Pero en fin, ¡primer fanfic de KnB, allá voy!

Escribo esto entre exámenes como método desestresante. La historia continúa en mi cabeza, pero sólo la seguiré escribiendo si resulta que de verdad hay alguien por ahí a quien le ha interesado realmente, de lo que por otra parte no estoy muy segura. Publico también en Amor Yaoi con el mismo nombre y aunque me gustaría publicar en Archive of our Own (ao3), ¡no tengo invitación! (indirecta, ¿alguien?)

Por último, añadir que Akashi y Furihata estudian la típica carrera de Lenguas Modernas y sus Literaturas, aunque con sus variaciones.

Advertencias: Soy española así que leismo (¡pero sólo el admitido por la RAE!), un Akashi un poco creepy y metáforas de dudosa calidad. De momento, rated T, pero podría subir hasta M. El apelativo con el que Akashi se refiere a Furi, es una referencia a Pérez Galdós.


Efectivamente ganar era como una más de sus funciones vitales. Ganar iba pudorosamente grabado a martillo y cincel en su particular Piedra de Rosetta; y cualquier aventurado que tratara de entender los jeroglíficos que envolvían la totalidad de su existencia debía tomar como referencia este concepto.

Mirando atrás tampoco se podía decir que alguien hubiera tratado de entender seriamente a Akashi Seijuuro. Nadie excepto, en cierto modo, Tetsuya. O quizás no, viendo el modo en que el muchacho parecía tender naturalmente a «reformar» a cualquier pobre diablo que se le ponía por delante. «Pero a mí me llaman Mefistófeles», se decía Akashi, que en el fondo no era tan malo, aunque gustaba de ponerse del lado del villano en las películas de Disney y en las tramas hollywoodescas sobre superhéroes.

En cualquier caso, el que aquel mocoso de aspecto simplón de la fila de delante de su clase de Escritura Creativa le hubiera ganado al célebre piedra, papel o tijeras —en cuanto a la disputa por el reparto de temas para el trabajo de fin de curso— era absurdo, surrealista, es más, inconcebible. Podría pasarse siseando una retahíla interminable de adjetivos toda la hora; al fin y al cabo, había decidido que El insignificante y su pobre léxico no eran rival para su exquisito dominio del lenguaje. Así que allí estaba él, incubando un odio silencioso en su asiento, irracional, clavando dagas heterocromáticas en la espalda de su compañero y teniendo la consciencia de que sus tijeras se hallaban en el bolsillo interior izquierdo de su bandolera, a los pies de la mesa... ¡Pero es que no podía evitarlo!

Y en ese momento, El insignificante volvió la cabeza hacia atrás, quizás percatándose de la anormal concentración de radiaciones asesinas sobre su nuca, y echó una mirada de reojo a su vecino de la fila trasera. Akashi le dedicó una sonrisa disfrazada de conciliación, e incluso se permitió hacerle un gesto con la mano a modo de saludo que el aludido no pudo hacer más que devolver débilmente.

Furihata Kouki había despertado del letargo el legado latente de un emperador absoluto, terrible, competitivo, y con un mal perder de mil demonios. Y lo peor es que no tenía ni idea de cómo se las había apañado para hacerlo.


—Kouki.

Furihata dejó caer sonoramente su libro de Literatura Inglesa, sobresaltado ante la avasalladora presencia del dueño de aquella voz aterciopelada.

—¿Te... te refieres a mí? No, claro que no... ¡lo siento! Ya me iba, de verdad, de verdad que ya me...

—Kouki —repitió Seijuuro, satisfecho. Y El insignificante se vio repentinamente petrificado, como víctima de alguna frecuencia de onda hipnótica: «¿Cómo sabe mi nombre?».

—¿Sí...?

—Estaba pensando que todavía no habíamos tenido la ocasión de presentarnos. Especialmente después de haber compartido clase durante casi un año... —dijo Akashi, mientras se agachaba a recoger el libro que el pobre Furihata había dejado caer segundos antes. Se lo ofreció.

Furihata miró la mano extendida ante él como si fuera un ente del planeta Tangente al cuadrado, y como buen hombre de letras sintió como si su mente se vaciara por completo, en blanco cual tabula rasa.

Akashi Seijuuro era ligeramente más alto que él. Tenía un aire elegante y era capaz de sonreír cual cortesano de Luis XIV invitando a bailar a una dama. Poseía una postura excelente, erguida, y un andar silenciso. Su pelo era rojo fuego y brillaba con la fuerza de tres soles, lo mismo que la intensidad del aura de peligrosidad que nunca le abandonaba. En efecto, contemplarle era como mirar directamente hacia el Sol. Y Furihata no tenía la intención de quedarse ciego.

—Em... encantado —añadió en un hilo de voz muy agudo —Esto... Akashi-san, ¿verdad?

Cambió el peso a la pierna izquierda, se metió las manos en los bolsillos, las sacó.

—No hay necesidad de formalidades.

De pronto sintió las manos sudorosas. Cambió el peso a la pierna derecha y comenzó a frotarse el antebrazo.

—Bueno, pues resulta que, que tengo que irme porque, me llaman de... em, ¡...Hastaluegotengoprisa!

Recogió finalmente el libro con una mano temblorosa y se escabulló tras una fugaz sonrisa de disculpa. Sus piernas se agitaban como una choza prefabricada en medio de un terremoto de escala doce y sentía un miedo horroroso. ¿Infundado?, lo dudaba. Después de todo la clase entera procuraba guardar las distancias. Y luego estaba esa sonrisita espeluznante que ponía de vez en cuando si tenías la suerte de pronunciar las palabras correctas. Con todo, sus perfectos modales junto con la aparente buena voluntad de su presentación infundaron en su pecho una punzada de culpabilidad y mala conciencia, y de algún modo y tras dos noches de consenso con la almohada después, se decidió a cruzar con él un par de palabras amistosas; ¿Y si resultaba que debajo de esa imponente fachada se encontraba un hombre normal, quizás malinterpretado, incomprendido?

...Y así fue que, ese día, tomó asiento en clase junto a Akashi Seijuuro.

Comenzó con un intento de saludo matutino, al que El emperador respondió con un cordial asentimiento de cabeza para después devolver la atención al profesor, que hacía unos minutos que había comenzado con la lección.

—Para estudiar literatura universal no deberíais tener prejuicios —continuó el catedrático—, las vidas de los poetas románticos nunca han sido especialmente sosegadas: muertes prematuras, suicidios, relaciones tormentosas, poco convencionales...

Furihata, bolígrafo y apuntes en mano, lanzó una mirada furtiva hacia su compañero de mesa y se preguntó qué tipo de persona sería el muchacho: ¿Tendría él prejuicios, algún vicio inconfesable?, ¿tendría anécdotas vergonzosas? —pensaba mientras se sobaba la barbilla con sumo interés— ¿o sería todo lo correcto que su rectitud denotaba?

—Ya hemos hablado de Verlaine, el poeta francés, que dejando a un lado a su esposa quedó prendado de la arrolladora personalidad del jovencísimo también poeta Rimbaud, con el que inició una relación amorosa que concluiría con una persecución a tiros por las calles de París...

Pero ni el lóbrego relato sobre aquellos amantes despertó en el chico la más mínima reacción, y la clase transcurrió con tranquilidad.

Akashi se pasó las dos horas siguientes deleitándose de la cobardía de El insignificante, que llevaba desde primera hora irradiando la desesperada intención de dirigirle la palabra. La conversación de la semana anterior no había sido más que una primera jugada en una partida de shōgi. Le había mirado directamente a los ojos, como intentando plasmar en su incosciente un mandato que le hiciera acudir de nuevo a él, y como siempre, había conseguido su objetivo; sus palabras germinaron en el sujeto y ascendieron rápidamente a su psique como hiedra venenosa. Y es que lo único que necesitaba del pobre muchacho era algo sorprendentemente sencillo. Necesitaba una victoria, una venganza, necesitaba recoger su pobre orgullo herido por el impacto de la —absurda— derrota... De la derrota al piedra, papel o tijeras.

—Tienes unos apuntes muy ordenados. Y esa letra... ¿has ido alguna vez a clases de caligrafía? —comentó Kouki en algún momento de la última clase de la jornada, ya más tranquilo. Y a pesar de ser una línea ensayada, pensaba honestamente que así era.

—Lo que pasa es que no me gusta la mediocridad —repuso Seijuuro, ojos pegados al encerado—: Entre nosotros, confieso que siento una fuerte fijación por ser mejor que los demás en todo —concluyó en un tono misterioso.

Kouki observó su sonrisa formarse en su perfil de depredador astuto y tuvo la sensación de que ya no estaban hablando sobre sus apuntes.

Akashi le había lanzado toda una declaración de intenciones.


Los días siguientes Seijuuro sorprendió al muchacho con toda clase de proposiciones que implicaban, en mayor o menor medida, una competición entre ambos.

Al principio se trató de cosas inofensivas: La primera vez fue en los pasillos, Akashi le abordó mientras se dirigía a la cafetería en busca de algo poco nutritivo e industrial con lo que llenar su estómago, preferiblemente con mucho azúcar. Nunca olvidaría cómo, con el rostro totalmente serio, El emperador le propuso una pelea de pulgares que no pudo sino aceptar por aprecio a su vida. Y entonces se sorprendió a sí mismo pensando que su contrincante tenía unas manos fuertes, pero suaves al tacto. Increíblemente suaves... Así pasó que, demasiado concentrado en este aspecto, no anticipó cómo su dedo fue aplastado sin ningún miramiento alrededor de medio segundo después.

La segunda ocasión se dio en la biblioteca de la facultad de Filosofía y Letras —que era de tamaño pequeño pero disponía de material bastante útil—, mientras se documentaba para un ensayo. El otro chico se encontraba a dos mesas de su campo de visión, transcribiendo algo de algún libro de aspecto complicado, no había demasiada gente, y Kouki trataba de acurrucarse sobre el radiador adyacente en la mayor medida de lo posible cuando cometió el error de cruzar miradas con él.

Atardecía, y las franjas de luz y sombra parecían retratarle en claroscuro. Tenía la boca escondida detrás de las manos y los codos apoyados sobre el escritorio, le miraba fijamente... El desafío brillaba inconfundiblemente en sus ojos doblemente coloreados.

Durante los cuatro primeros segundos le aguantó la mirada muy resuelto, decidido a no dejarse amedrentar, pero cuando el otro reposó tranquilamente los brazos sobre la mesa, dejando al descubierto una sonrisa burlona y posiblemente... malévola, Kouki apartó la vista como si quemara, exactamente lo mismo que un animalillo asustado que se alejaba con el rabo entre las piernas —orejas metafóricas agachadas inclusive—.Y huyó del lugar como alma que lleva el diablo.

Pero pasadas dos semanas del confrontamiento inicial, y con la certeza de que a pesar de por un momento haber pensado lo contrario, Akashi, sí, era un lunático..., la cosa comenzó a ponerse más sería. O eso pensó cuando un día a la salida se encontró a Seijuuro plantado frente a su bicicleta, esperándole. «¿Qué es lo que quieres de mí?» formuló en su cabeza. Mas su boca dijo:

—Ho-hola de nuevo Akashi-kun. ¿Necesitabas... algo?

—¿Te gusta el baloncesto, Kouki?

Se encontraban a principios de febrero, por lo que todavía hacía bastante frío. Pero aquel día en el aparcamiento El insignificante, que tenía la nariz tan sonrosada como el pelo de Akashi (aunque dependiendo de la luz éste a veces parecía del color exacto del magenta), dejó de tiritar.

—Jugué al baloncesto en el instituto, aunque, bueno. Nunca fui demasiado bueno —admitió con una mezcla entre vergüenza y amargura.

—¿Qué te parece un uno a uno? Hoy. La cancha junto a la estación.

La parte «divertida», pensaba Kouki, era esa indescriptible sensación de ser coaccionado sin ser realmente coaccionado...

—¡C-Claro!

Para Akashi, en cambio, lo mejor era observar cómo el rostro del muchacho mudaba de blanco a verde, pasando por varias tonalidades de morado. Y es que había descubierto que no sólo disfrutaba aplastándole en cualquier campo, sino que desconcertarle también era divertido.

—Perfecto —sonrió el taimado pelirrojo—. A las siete.

Así que así fue cómo Seijuuro se encontró a sí mismo esperando por su compañero de clase durante la friolera de veinte minutos nada más y nada menos que en plena magnificencia del condenado invierno, que nunca fallaba en atravesarle los poros e incrustarse en sus huesos de manera implacable.

Aquel mocoso se había cargado hasta la más ínfima posibilidad de que le tomara lástima, y ahora no le quedaba otra que vengarse aparatosamente... como no podía ser de otra manera. Por eso corrió hasta la residencia de estudiantes a buen paso; en parte porque tenía frío, pero también porque la excitación de la ira bullía en su cuerpo y sentía imposible quedarse quieto. Lástima que Kouki no se alojara en la misma. Sin embargo no había de qué preocuparse, porque conservaba la lista de alumnos de la clase en la que se especificaba, sin ningún lugar a error, todas las direcciones y correos electrónicos de sus compañeros.

Cuando llegó a su habitación halló el valioso papel, y contemplándolo con infinito divertimento se lo guardó en el bolsillo... no sin poder evitar preguntarse, de nuevo, por qué sentía esa hambrienta necesidad de jugar con el pobre chico. Y más aún cuando bien podría estar invirtiendo su tiempo en leer, mejorar sus habilidades en shōgi o, en definitiva, algo más saludable y provechoso. Pero Kouki era como el nuevo foco de sus placeres culpables de esa parte de su mente en la que a veces distinguía retazos de obsesiones malsanas. Controlables, pero malsanas al fin y al cabo. Como esa vez en la que, de niños, Tetsuya se trajo a jugar al parque a aquel pelirrojo grandote con acento americano y actual novio, Kagami, al que no pudo evitar lanzar unas tijeras en el calor del momento.

Y pensando en esto agarró el móvil y salió pitando de su dormitorio con una capa más de abrigo con la que entró: última parada casa de El insignificante, que afortunadamente, se encontraba a quince minutos de la universidad. «No está mal», pensó Seijuuro cuando llegó al complejo de apartamentos, pequeño —se notaba que la mayor parte de los inquilinos vivían solos o bien eran estudiantes—, pero acogedor, un edificio nuevo, blanco y de dos plantas, con pasamanos metálicos en los balcones y parterres de flores a pequeña escala en el jardín de la entrada.

Inmediatamente saco su teléfono móvil, abrió la aplicación de mensajería e-mail, y escribió el siguiente mensaje:

De: Akashi Seijuuro (akashiseijuurorakuzan ...)

Para: Furihata Kouki (Furifuri412 ...)

Fecha: XX de febrero de 2015, 20:02

Asunto: Sin asunto

Quédate donde estás. Voy para allá.

Casi podía imaginar al muchacho entrando en pánico al leer el mensaje. Pero él mismo se lo había buscado, por cobarde, o quizás por demasiado atrevido. ¿Porque quién en sus sanas facultades osa darle plantón a Akashi Seijuuro y sobrevive en el intento? Desde luego que iba a vengarse, eso por descontado. Pero se tomaría su tiempo para dar con la forma más adecuada.

Se introdujo en la pequeña urbanización mientras se frotaba vigorosamente las manos; y no por expectación, aunque no podía negar que su corazón brincaba de impaciencia a cuatro tiempos, sino porque el frío era su peor enemigo. Lo. Odiaba. Y sus manos normalmente eran algo así como la cosa más fría del hemisferio norte. Mientras tanto llegó a la puerta indicada. Comprobó que el dueño no se había molestado en cerrar con llave y no se lo pensó dos veces cuando se deslizó hacia el interior como un muy mal augurio que serpentea hacia quien no se lo espera.

En la casa dominaba la oscuridad. Por un momento reparó en lo estúpido de la situación, de sus motivaciones, y al fin y al cabo del objetivo por el que se movía, pero después escuchó actividad proveniente de la sala de estar, probablemente de la televisión, y se dirigió hacia allí.

—Kouki —dijo en un tono cansino en el umbral de la puerta—. Te parecerá bonito hacerme venir a buscarte para nuestro uno a uno.

Pero no hubo respuesta. Así que Akashi encendió la luz y se aproximó hacia la gran protuberancia que temblaba violentamente sobre el sofá bajo una manta de pelo suave.

—Mira lo que has hecho, Kouki, está oscureciendo y ya no se puede jugar fuera... De verdad, si no te apetecía podrías haber dicho que no.

Seijuuro suspiró y apoyó una rodilla en el sofá, después la otra, cada una a un costado de la figura tumbada sobre la que se situó a horcajadas. Sostuvo la manta y tiró hacia abajo con suavidad, descubriendo la indeleble visión que quedaría impresa en su retina como ninguna otra lo había hecho antes: Era un rostro lacrimoso, lamentable en cierto modo, pero la forma en que el trazo de sus lagrimas perfilaba sus mejillas y perecía finalmente en sus labios... —temblorosos, mojados, frágiles—, la masa de calor humano bajo su cuerpo y ese latir tan efímero, animal... todo, en definitiva, le sacudió la existencia de manera tan electrizante que sus intenciones quedaron inmediatamente chamuscadas. Notó como toda voluntad escapaba de su ser, y apoyó las palmas de las manos, heladas como siempre, sobre las mejillas húmedas de Furihata, que permanecían cálidas, casi febriles.

Kouki le miraba aterrorizado mientras que Akashi, por primera vez sin palabras, titubeó. Y entonces dijo la frase más estúpida dicha en el peor momento posible:

—¿Y si echamos una partida de shōgi?