-Nunca digas una palabra de esto –susurró, la voz tan amenazante que la pequeña contuvo la respiración, mientras dos lagrimones corrían por sus mejillas -. Nunca.

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Capítulo 1. El trato

Richard Castle era un hombre de vastos conocimientos. Sabía qué echar sobre una herida cuando ésta estaba infectada. Cómo tratar a una mujer para que sus días malos fueran más soportables y pudiera continuar labrando u ocupándose de las tareas de su casa. Había tratado con huesos rotos, narices sangrantes, pústulas, miembros gangrenados y demás cosas que como cirujano barbero debía conocer y tratar. Así se ganaba la vida y le iba bien.

Además de inteligente, era listo. Sus años de aldea en aldea; de pueblo en pueblo; de ciudad en ciudad le habían otorgado un don para engatusar a hombres y mujeres y venderles humo. El humo en cuestión se trataba de pequeños frascos de medicina, un simple remedio a base de alcohol y hierbas que más que curar adormecía al paciente y le libraba de sus dolores, durante al menos un rato. Y después, cuando el dolor volvía, sólo tomaba otro frasco y volvía a curarse. Por eso el barbero había aprendido que era más práctico establecer una ruta fija y larga, en la que sus pacientes no pudieran reclamar una vez subiera a su carromato y marchase a otro lugar, para no volver hasta probablemente, un año después.

No podía decirse que fuera un hombre extremadamente guapo, pero era atractivo, o eso pensaban las mujeres al verlo. Muy alto y de buen porte, su pelo era negro como el carbón y sus ojos de un hermoso azul. A sus veinticinco años conservaba todos los dientes, aunque algo amarillentos y, gracias a su buen juicio, no tenía ninguna cicatriz. No le gustaban las peleas y sólo visitaba las tabernas para proveerse o para disfrutar de una mujer a cambio de unas pocas de monedas. No es que fuese abstemio, pero sabía beber. Viviendo solo en el carromato no podía permitirse emborracharse, nadie se ocuparía de él y tras años de oficio bien sabía los estragos que el alcohol podía ocasionar.

No gozaba de más compañía que la que Altanero le ofrecía. Se trataba de un caballo viejo y perezoso que hacía las marchas lentas y tediosas, pero que se creía corcel de un gran noble y levantaba la cabeza en cuanto entraban en una ciudad. En esos días Richard adornaba sus crines con cintas de colores y el caballo movía la cabeza y relinchaba, orgulloso. La gente se paraba a verlo y los niños corrían, algunos incluso se atrevían a acariciarlo y el zalamero se dejaba hacer. Mientras, el amo mostraba su mejor sonrisa y gritaba que un gran espectáculo comenzaría en la plaza de la iglesia. Sí, nada atraía mejor a aquellas gentes que la promesa de un poco de diversión y si esta llegaba de manos de un carromato de vivos colores y un caballo orgulloso, mejor.

No podría decirse que pasara necesidades, pero sus ganancias nunca le permitirían mantener a una familia. Quizás era por ello por lo que había aceptado la soledad y por lo que se negaba a quedarse demasiado tiempo en un lugar fijo, salvo cuando el invierno amenazaba con ser crudo, cosa bastante frecuente en Inglaterra. Incluso en aquellas ocasiones el cirujano lo pensaba dos veces antes de establecerse en un alojamiento a pasar los meses fríos; no era la primera vez que había tenido que salir en mitad de una tormenta de nieve con un padre deshonrado persiguiéndole con un cuchillo. A veces se preguntaba con humor si habría por ahí algún pequeño niño de ojos azules y pelo negro fruto de esos amoríos, pero lo dudaba. Solía derramarse fuera o instaba a la afortunada a lavar sus partes con vinagre tras el acto. Uno de tantos remedios que conocía, pensaba con satisfacción.

Sí, la vida le iba bien al joven Richard. Y no tenía mucha intención de cambiarla. Pero no sabía que el destino decidiría por él.

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-Aquí es, por favor, daos prisa –suplicó.

Richard siguió al muchacho hasta una sucia casucha en la que se hacinaban cuatro personas, seis con los recién llegados. En el centro de la mal ventilada estancia, rodeado de tres muchachas, un hombre joven yacía tendido sobre una robusta mesa de madera, apretando los dientes, mordiendo una cuchara de palo. El cirujano se acercó en silencio y examinó al paciente. Tenía los calzones ya de por sí desgastados hechos jirones y entre una maraña de sangre y tela se dejaba ver lo que sin duda era una mordedura de algún animal. Con desagrado ante el aspecto de la herida, preguntó con la mirada al chico que lo había guiado hasta allí:

-Un lobo.

-¿Cuándo fue?

-Ayer. Padre quiso que Katherine lo cosiera, pero ella no sabe.

No sabía quién de las jóvenes allí presentes era Katherine ni le importaba, sólo le interesaba el hombre que esperaba, con los ojos vidriosos. Pidió a una de las muchachas que pusiera agua a calentar y al chico que pusiera el extremo de un leño al fuego. Después se sentó en un taburete demasiado pequeño que difícilmente podría soportar su peso y se concentró en el herido. Con un trapo limpio que había hecho bien en traer del carromato limpió la sangre, no sin antes librarse de los calzones y tirarlos a un lado, dejando al hombre desnudo de cintura para abajo. Haciendo caso omiso de las risitas y las mejillas ruborizadas de las que supuso eran sus hermanas tomó la madera ardiente y luego habló a nadie en particular:

-Sujetadlo.

El joven que lo había ayudado se colocó en la cabecera de la mesa y lo sujetó por los hombros. A su vez, fue necesaria la ayuda de las tres jóvenes para inmovilizar sus piernas. Richard miró a los ojos al herido y murmuró un lo siento antes de apretar el madero contra la herida. El olor a carne quemada impregnó toda la habitación y el hombre soltó un alarido, su espalda se arqueó y Richard creyó que iba a tirar al suelo al joven cuando se desmayó y su cuerpo quedó inerte sobre la mesa. Unas de las niñas, apenas tendría nueve años, se llevó las manos a la boca:

-¡Lo has matado!

Richard apretó los labios, tratando de no reír y negó: -Se pondrá bien, necesita descansar.

-¿Quién sois vos?

El barbero se volvió ante la brusca voz. Un hombre mucho mayor, de ojos avellana y desdentado se acercó, cojeando. Echó una larga mirada por toda la casa, centrándose primero en el hombre desmayado sobre la mesa y después en el cirujano. Puso mala cara.

-Mi nombre es Richard Castle, señor y he salvado la vida a este hombre –señaló al infeliz que ajeno de todo seguía inconsciente.

-Es mi hijo –obtuvo como respuesta –.Todos lo son.

-En eso caso os alegrará saber que se pondrá bien.

-¡Mentira! –La niña que lo había acusado gritó y corrió hacia su padre –Lo ha matado, está muerto, miradlo Padre, no se mueve.

-No está muerto –Richard no se molestó ante las palabras de la pequeña; ella no era culpable de su ignorancia -. Sólo se ha desmayado.

-Os agradezco vuestra labor –dijo él, acercándose a su hijo -. Por favor, quedaos a comer. Traigo conejos –y alzó el brazo dejando ver como de su cinturón colgaban tres gordas piezas –Mi Katherine los cocinará para nosotros. También os puedo ofrecer vino.

-No es… necesario –Richard no quería quedarse más tiempo en aquella casa que ahora olía a una mezcla de excrementos y piel quemada -. Si sois tan amable de pagarme, me iré ahora mismo.

-Por favor, quedaos –insistió -. No probaréis un guiso como este. Quedaos y después os pagaré.

El barbero se abstuvo de comentar que él mismo era un gran cocinero y que conocía mil maneras de condimentar una buena carne. Suspirando, y a regañadientes aceptó la oferta y se vio obligado a ayudar al hijo menor a llevar al herido hasta un catre de paja situado junto al fuego. Cuando se volvió la mayor de las hijas estaba detrás de él, ofreciéndole una jarrita de barro. Richard supuso que sería la tal Katherine. Tomó la jarra y dio un sorbo, haciendo un gran esfuerzo por no escupirlo. El vino estaba agrio. Incluso podría usarlo para limpiar heridas. –Gracias –dijo, tosiendo. Ella sonrió y tomando los conejos que su padre había traído, salió fuera, a despellejarlos.

El hombre había bebido ya tres jarras y Richard aún iba por la primera cuando la joven regresó, con los animales despellejados y cortados en trozos. La que le seguía en edad iba con ella, una niña de cabello rizado y ojos verdes que portaba un cesto con zanahorias, cebollas y ajos. La otra pequeña estaba fuera, junto a su hermano, que cortaba más leña.

-¡Katherine, más vino!

Sin decir ni una palabra dejó la carne en una fuente de barrio y se acercó a ellos, sirviendo a su padre. Luego trató de hacer lo mismo con él, pero se negó. Ella se encogió de hombros y volvió a ocuparse del guiso.

-Así que cirujano-barbero –comentó el otro, achispado. Richard asintió-. ¿Y podríais afeitarme? Ya no tengo el pulso que tenía antes y mis hijas son unas mulas torpes.

Iba a decirle que no pero lo pensó mejor. Así podría cobrarle más. Con reticencia por tocar a aquel hombre de desagradable aspecto fue a por sus útiles de afeitado y empezó a trabajar, logrando un perfecto acabado. Después lo dejó dando cuenta de su jarra y se acercó al herido, que ahora dormía, tranquilo.

Katherine estaba sentada junto a él y a cada momento volvía el rostro para asegurarse de que seguía respirando. Luego, satisfecha echaba los trozos de conejo uno a uno en una sartén honda con grasa de animal y los dejaba dorarse. Su hermana vertió también las verduras y unas hojas de laurel. –Huele muy bien –comentó, recibiendo una mirada agradecida por parte de ambas. La más pequeña se apartó, tímida y los dejó solos junto al enfermo. Richard, una vez comprobado que estaba bien, se permitió observar a la joven.

No tendría más de diecisiete años y aunque demasiado delgada, podía decir que era deliciosa. Tenía el cabello largo, castaño que caía suavemente por su espalda haciendo ondas y los ojos de un hermoso avellana que podían confundirse con el verde. Los labios rosados y muy femeninos escondían unos dientes blancos, algo bastante inusual para una campesina. Además bajo su vestido de lana podían adivinarse unas nalgas prietas y unos pechos que aunque pequeños se notaban firmes. Richard sintió como una erección empezaba a adivinarse bajo sus calzones e incómodo volvió a la mesa junto al hombre.

La comida, tal como le habían asegurado, estuvo deliciosa. La carne estaba muy tierna y bien condimentada y además la acompañaron con pan casero y queso. Después la menor de la familia llegó con un puñado de almendras, ya peladas y las dispuso en el centro. Las comieron con más queso, hasta quedar ahítos. Todos hablaban animados, salvo Katherine que como el barbero pudo comprobar, no había dicho ni una palabra desde que había llegado allí. Richard suspiró, al final no sido tan mala opción quedarse. Pero se hacía tarde y debía marchar ya. Se puso en pie y recogiendo sus cosas se volvió hacia el padre de familia.

-Debo irme ya, pagadme, por favor.

Richard notó como las niñas habían desaparecido y también el hijo menor. Allí sólo quedaban ellos dos y la joven Katherine, que velaba a su hermano herido. El padre resopló y negó:

-Lo siento, pero no tengo con que pagaros.

-¿Cómo… decís? –preguntó lentamente.

-No tengo monedas –dijo.

-¡He atendido a vuestro hijo! ¡Y a vos! –clamó, furioso. En la esquina Katherine hizo un ruidito, pero él la ignoró. Se acercó despacio al viejo borracho y lo tomó del cuello de lana que sus buenas hijas habrían hecho para él. –Me habéis engañado. Pagadme o lo lamentaréis.

-¡Soltadme! –gritó -. Ya os he dicho que no puedo pagaros.

-Muy bien –contestó, tirándolo al suelo -. En ese caso me llevaré algunas gallinas.

Desde la única ventana de la casa había podido ver a varias gallinas, un cerdo y un par de ovejas. El otro protestó.

-No podéis hacer eso, las necesito.

-Eso es cosa vuestra replicó –Para amedrentarlo sacó una pequeña daga que había comprado años atrás, con el propósito de defenderse de asaltantes de caminos y la alzó.

-¡No!, no esperad, esperad, podemos llegar a un acuerdo.

-Cogeré un par de gallinas, ese es el acuerdo –replicó.

-Os lo ruego –suplicó -. Llevaos… llevaos a mi hija –lo sorprendió.

Richard abrió los ojos de par en par. El viejo se acercó al rincón y tiró de su hija mayor, a la que acercó al barbero, sujetándola por la barbilla. –Miradla –dijo, con voz entusiasta -. Es joven y sana. Sabe cocinar, como habéis comprobado y es silenciosa como un ratón, no habla. Nunca. No os dará ningún problema y cuidará de vos. De vuestra casa.

-No me interesa –respondió tratando de contener la calma. ¿Aquella bestia quería vender a su hija como si fuera un animal? ¿Permitiría que se la llevase a cambio de conservar a las gallinas? Sintiendo una profunda rabia miró a la muchacha, que había empalidecido.

-Miradla –insistió -. Es muy hermosa, ya tiene cuerpo de mujer, una beldad al igual que su madre. Miradla –repitió y tiró del vestido, dejándole ver sus pechos, firmes como él había supuesto y con unos pequeños pezones rosados. Katherine se debatió, con fuerza y trató de taparse, pero su padre le dio un fuerte bofetón que la tiró al suelo. Desde la sucia tierra la joven alzó la mirada, su labio sangrante y en sus ojos una mezcla de dolor e ira.

-Sois despreciable –masculló, volviéndose. Pero él lo sujetó y rogó, su voz ahora convertida en una súplica. Richard sintió como se le retorcían las tripas del asco. –Os calentará la cama sin pediros nada a cambio. No os arrepentiréis, por favor. Lleváosla a ella. Pero no os llevéis a los animales.

-Soltadme –le espetó, pero él insistió -. Quizás queráis a una más joven. ¡Mary, Anne!

-¡NO! ¿Qué clase de hombre sois? ¿Venderíais a todas vuestras hijas al primer malnacido que se acercara a vos? –gritó. El otro se echó hacia atrás, asustado pero antes de que pudiera decir algo más Katherine se acercó y se plantó delante del barbero. Sus ojos le dirigieron una súplica que parecía decir por favor, ya basta.

Richard respiró hondo y tras pensarlo varias veces se volvió ante el campesino. Bien podría hacerle un favor a aquella muchacha y librarla de aquel cabrón que tenía por padre. Tomando una decisión, habló, lentamente: -Me llevaré a vuestra hija y una gallina.

-Acepto el trato. Tomad también un par de quesos si queréis –dijo, animado. El barbero hizo un gran esfuerzo por no estrellar su puño contra la horrible cara de aquel hombre. Se volvió hacia la muchacha, que seguía muy pálida y cuyo labio aún sangraba.

-Recoge tus cosas.

-Eso no forma parte del trato –protestó el padre -. Sus cosas me pertenecen.

-Estamos prácticamente en invierno. ¿Esperáis que viaje conmigo sólo con ese vestido? –preguntó, en voz baja. El otro se cruzó de brazos, obstinado.

-Es vuestra ahora, vestidla vos.

-Maldito seáis –masculló, escupiéndole a los pies. Tomó a la joven de la mano y tiró de ella, sacándola de aquella casa. Afuera permanecían los tres hermanos; las niñas lloraban y él miraba al suelo, apretando el puño. Katherine besó en la frente a este último y abrazó a las niñas, tratando de sonreír. Richard la dejó despedirse mientras iba a por una gallina. Cuando regresó, los cuatro hermanos lloraban. Ella en completo silencio. Se le revolvió el estómago, pero se obligó a dirigirse hacia el varón: -Mantén el vendaje de tu hermano limpio, todos los días.

Él tenía los labios fuertemente apretados y parecía más que dispuesto a golpearlo por llevarse a su hermana, pero al final se limitó a asentir. Richard sintió pena por él antes de volverse hacia Katherine. –Vamos.

La joven miró a su amada familia una última vez y después echó a andar, subiendo al carromato con torpeza. El barbero, tras meter a la gallina en una pequeña jaula, la sujetó por los brazos y la ayudó a sentarse a su lado. Cerró los ojos, incapaz de ver sus lágrimas. Luego obligó a Altanero a andar. Ella seguía llorando cuando perdieron la casucha de vista.


En el próximo capítulo:

-He tomado una decisión. Hay un convento a tres días de camino, te dejaré en él. Serás más feliz que viviendo conmigo y allí nadie podrá venderte otra vez.