Ya estoy de vuelta. Sí, después de una eternidad. Mi vida ha sido un caos y la pandemia no ha ayudado nada al volumen de trabajo, que ha sido inhumano. Espero que todos estéis bien.

También espero poder usar estas vacaciones para acelerar la traducción del siguiente.

Como mencioné en el capítulo 10, el título de este capítulo va ligado al del anterior, ya que pertenecen al mismo verso de la canción All This and Heaven too de Florence & The Machine (It cries out in the darknest night and breaks in the morning light: (El corazón) Grita en la noche más oscura y se rompe al despuntar el alba).

Y como podréis leer en la nota de Ayezur, en este capítulo se hace referencia a ciertos abusos, aunque no se entra en profundidad en ellos ni la historia va a tomar esos derroteros, sólo se mencionan. Ahora podremos entender mejor las palabras que Megumi le dijo a Sano cuando él le preguntó «¿por qué?».

Apenas quedan 4 capítulos más para llegar al final y espero poder sortear el peor con más gloria que pena. Ruego perdonéis mi tardanza, pero comprended que son muuuuy largos y que el lenguaje que emplea la autora es complejo. Todo ello, sumado a que dudo mucho a la hora de traducir una frase de tal o cual forma y al poco tiempo que la vida me deja, hace que las publicaciones de los capítulos disten tanto las unas de las otras.

Muchas gracias por vuestros reviews, favoritos y suscripciones.

Allá va.


Comentarios de Ayezur sobre el capítulo:

ESTE CAPÍTULO REQUIERE UNA ADVERTENCIA

La parte del segundo punto de vista de Megumi incluye cosas que pueden perturbar a personas que hayan sufrido abusos. No hay nada específico —no hay ninguna violación ni ninguna paliza—, pero la doctora reflexiona sobre lo que se siente al estar en una relación abusiva, lo cual puede ser desagradable para algunos lectores.

En esa parte no hay información relativa al argumento ni que se vaya a repetir en ningún otro lugar de la historia, así que no os preocupéis por si os saltáis algo importante si decidís obviar esa sección.

La sección en cuestión empieza tras el corte de la quinta escena y termina después de la séptima.

Aparte de eso, disfrutad. Si es que podéis.


RK y sus personajes son originales del mangaka Nobuhiro Watsuki. Y esta historia, Invictus, es original de Ayezur.


CAPÍTULO 11: Se Rompe al Despuntar el Alba (It breaks in the morning light - All This and Heaven too)

Por primera vez en mucho tiempo, Megumi se despertó con lentitud. No abrió los ojos de golpe, no saltó de alguna pegajosa pesadilla al radiante alivio de su pequeña habitación en la clínica del doctor Oguni, con sus nietas despatarradas de forma despreocupada a su lado. Se dejó llevar desde una paz sin sueños a una somnolienta calidez, anidando más profundamente en los fuertes brazos que la abrazaban mientras abría los ojos, sin prisa, disfrutando de una inusual sensación de seguridad.

Los recuerdos se filtraron en su mente poco a poco, casi traspasando los límites de su confort: dedos callosos agarrándose de forma ruda a su piel, manos dulces y cariñosos susurros y una envolvente fuerza que la acunaba, que la atesoraba mientras ella trazaba siluetas de deseo en la piel del luchador, con su anhelante cuerpo apretado contra el de él. No había habido nada complicado ni vergonzoso entre ellos, ni jueguecitos con ella como ficha del tablero. Cuando ella le había dicho «sí, más», él le había dado más libremente, y cuando le había apartado las manos o la boca de algún punto que se estuviese volviendo más sensible, él tan sólo había encontrado otro lugar que tocar o besar...

El calor le punzó en el rabillo de los ojos cuando alzó la cabeza para mirarlo. Sano aún dormía, con su brazo libre plegado bajo la cabeza y el cabello rebelde cayéndole desigual sobre la piel. Su cinta del pelo yacía desechada en algún lugar de la pila de ropa que había desparramada por la habitación, sin duda al lado de su bata o ropa interior. Lo hacía parecer más joven, menos serio, con los ojos más grandes y el rostro más suave.

La luz del sol se abría camino sobre los tejados y se adentraba en la habitación. Pronto llegaría la mañana propiamente dicha y sería demasiado tarde. Era el momento de marcharse, antes de que él se despertase. Antes de que tuviera que dar explicaciones.

Era cruel, lo sabía. Cruel venir hasta Sano como lo había hecho la pasada noche, para hallar consuelo en el amor que sabía que él le profesaba sin aclararle que esto era el final y no un comienzo. No habría más comienzos para ella. Debería haberle dicho lo que en realidad era: alivio para una mujer moribunda, una última comida para el condenado. Salvo que, si él lo hubiese sabido, habría intentado detenerla. Y si hubiese intentado detenerla, quizás lo habría conseguido. Y eso era algo que no se podía permitir. Había demasiado en juego.

Era cruel. Pero aún más cruel era arriesgarlo todo por un sueño infantil.

Egoísta hasta el final, se inclinó para besarlo una última vez. Sano se medio despertó cuando lo hizo, moviendo sus agrietados labios contra los de la doctora mientras sus brazos la apretaban a lo ancho de su espalda, entregándole su boca.

—¿Megumi? —masculló, entreabriendo los ojos. Ella presionó las puntas de los dedos contra sus labios, mandándole callar con suavidad.

—Shh. No pasa nada —mintió—. Vuélvete a dormir. No tardaré mucho.

Otro beso, más pequeño —la mera presión de la boca de la mujer contra la del hombre mientras el brazo de él desaparecía, liberándola—, y se apartó. Él se giró hacia el calor que el cuerpo de Megumi había dejado en la cama, acurrucándose alrededor de su ausencia. Ella lo observó durante un buen rato, con el corazón rompiéndosele en mil pedazos.

Entonces se vistió y se marchó.


Shinomori la estaba esperando al final de los adosados, alto y frío en su abrigo blanco de cuero. La prenda escondía su delgadez y le daba más presencia de la que en verdad tenía; sin ella se volvía una delgada mancha de tinta en las sombras, con ojos verde botella entrecerrados tras sus mechones de pelo.

No le hizo una reverencia cuando se acercó. Ella agradeció el gesto.

—¿Te has despedido?

—No —dijo Megumi, negándose a mirar tras ella—. Pero me he marchado.

Se escuchó un débil suspiro cuando el espía la alcanzó, igualando el ritmo de su paso.

—Eso dificultará las cosas.

Se le ocurrieron varias respuestas y no dijo ninguna. En favor de Shinomori había que decir que no insistió.

Caminaron en silencio mientras el sol ascendía en el horizonte, calentando la atmósfera. Las gotas de lluvia se elevaban de la hierba y del suelo en una agradable neblina. Megumi cerró los ojos mientras la inspiraba, alzando el rostro hacia el sol naciente. Sentía un dolor sordo en la cabeza, un recordatorio de la noche anterior; su boca rebosaba del regusto amargo del sake.

El mundo se estaba despertando: los más madrugadores ya estaban en pie, preparándose para el día. En la clínica, la esposa del doctor Oguni estaría caminando lentamente por el pasillo que conducía a la cocina, intentando sacudirse el sueño de los ojos y preguntándose dónde estaba Megumi. Normalmente estaba levantada a esta hora, sacando agua del pozo para preparar el arroz de la mañana.

La señora Oguni probablemente tendría que despertar a una de las chicas para que la ayudara. Ayame, lo más seguro. Era lo bastante mayor para ser de ayuda y la señora Oguni tenía la espalda mal.

Kenshin también estaría despierto en el dojo1. Quizá incluso Kaoru. Si no ahora mismo, muy pronto; le molestaba quedarse en la cama mientras él hacía sus tareas. Ese mal, por lo menos, había vivido para verlo corregido. No había sido capaz de salvarlo —no había tenido el valor o la inteligencia para llevarlo con ella esa noche frenética en la que había ganado finalmente su libertad—. Lo había dejado para que sufriera y se había salvado a sí misma, como la egoísta despreciable que era.

Pero al final él había encontrado su camino hacia la salvación y ella había jugado una pequeña parte en ello. Era extraño que esa única vida pudiera significar tanto para Megumi, cuando había tantísimos a los que había condenado al infierno. Y, sin embargo, lo hacía, e iba a aceptar todo el consuelo que pudiese encontrar aquí, al final de todo.

Kaoru... Kaoru cuidaría de él. Había fuerza en la joven, más de la que ella había imaginado. Más de la que la misma Kaoru era consciente. Se mantendría firme durante la tormenta y llevaría a su gente a puerto a salvo.

Megumi respiró hondo de nuevo, tratando de memorizar el aroma a tierra húmeda y la luz del sol, las gotas de rocío, la neblina y la tierra volviendo lentamente a la vida tras su frío letargo. Pronto sólo tendría aire que apestaría a rosas.

—Gracias —le dijo a Shinomori cuando hubo pasado un rato. Él se removió a su lado y no dijo nada: no era necesario decir nada. No entre ellos. No eran amigos y nunca lo serían, pero se comprendían mutuamente, comprendían lo que era tener fantasmas y remordimientos pisándote los talones. Sentirte impulsado por tus pecados, por todos los juramentos que yacían rotos en el polvo del camino tras de ti, por todas las obligaciones dejadas sin cumplir.

—No te espera. —Shinomori pareció suspirar cuando lo dijo—. No hay prisa.

—No tengo otra cosa que hacer. —El sol abandonaría el horizonte pronto, trazando un arco por el cielo en un gran salto hacia la noche. El aire era cálido y puro. Haría un buen día.

No había razón para demorarse, salvo la cobardía. Salvo el egoísmo. Y ella ya había sido suficientemente egoísta. La pasada noche. Esta mañana.

Ya no más.

—Vamos.

Conocía el camino como conocía las líneas de sus huesos. La finca la llamaba a gritos —como la Estrella Polar llama a su magnetita—, aguardándola agazapada inexorablemente frente a su destino, frente a cada camino que pudiera haber tomado. Eso la hacía preguntarse a veces qué era lo que Kanryu y ella habían hecho y sido en vidas anteriores para estar ligados el uno al otro de una forma tan concienzuda y enfermiza en ésta. Esperaba que lo hubieran pasado bien.

Y era lo apropiado, de veras. Kanryu la necesitaba. Siempre la había necesitado. No sólo como médico: ella lo definía de algún modo desgarrador, completaba los contornos de su extraño y roto ser. Por tanto, hacer esto era lo correcto, no sólo necesario. Por todo lo que él le había arrebatado. Por todo lo que ella había significado para él.

El trayecto se le hizo más corto de lo que se había imaginado o quizá sólo sintió que el tiempo se movía más rápido, derramándose en cascada sin control montaña abajo ahora que la decisión estaba tomada y no podía volverse atrás. Pensó que así debía de ser como se habían sentido sus ancestros en los siglos anteriores a la paz Tokugawa2, cuando se habían puesto su armadura y cabalgado para encontrarse con cualquier enemigo contra el que su señor les hubiera ordenado luchar. Se preguntó si habían tenido miedo alguna vez.

Ella no lo tenía.

Así que cuando las puertas se cernieron ante ella como mandíbulas de metal bajo la primera luz de la mañana, cuando los guardias las abrieron ante el gesto de Shinomori y ella tomó ese paso final bajo el brillante sol de la mañana, fue la cosa más fácil del mundo.


Kaoru se despertó con facilidad, pero no se levantó durante un buen rato tras haber abierto los ojos. En vez de eso se quedó en la cama, mirando al techo, y supo que debía levantarse. Debía ir a la cocina para ver cómo estaba Kenshin y empezar sus tareas de la mañana. Debía... hacer tantas cosas.

Pero era duro y no quería hacerlo.

Y eso nunca la había detenido antes; no supo decir por qué lo hacía ahora. Quería pensar que era porque no era sólo duro, no era sólo que no quisiera. Que era a causa de algún tipo de cansancio que se había introducido en lo más profundo de sus huesos, envenenando el tuétano. Pero eso sería melodramático y autocompasivo, ¿y qué derecho tenía ella?

Yahiko y Kenshin la necesitaban. Sería fuerte, por ellos. Se levantaría de la cama y se ocuparía de sus tareas y mantendría una sonrisa en el rostro así la matase —a veces pensaba que quizá lo haría—, porque ellos confiaban en ella. Porque la espada que protege no puede permitirse flaquear, no puede permitirse fallar.

Con ese pensamiento repicando en su mente, salió de la cama y comenzó con su día.

Primero fue a lavarse; la noche anterior se había ido a la cama sin darse un baño y se sentía terriblemente sucia. No tenía sentido darse un remojo relajante antes de haber entrenado, pero sentía la necesidad de limpiarse el sudor de la noche de su piel. La pasada noche había tenido más pesadillas, menos coherentes que la noche anterior: había estado buscando a alguien, o algo, tropezándose a través de un largo y laberinto de piedra oscura y gritando a la absorbente oscuridad. Necesitando encontrar algo que se había perdido, salvo que no podía recordar lo que era...

Kaoru sacudió la cabeza con firmeza y giró el cubo sobre su cabeza, dejando que el agua fría conmocionara su sistema. Sólo eran sueños. Cualquiera tendría pesadillas después de los últimos días.

Al final ayer había acabado quedándose en casa, para descansar y vigilar a Kenshin. Había parecido estar bien: había acabado la colada sin ningún problema y después se había ido a trabajar en el pequeño jardín que había comenzado el día anterior. Yahiko se le había unido una vez que hubo comido. Había pensado en ofrecer su ayuda, pero entonces lo había pensado mejor. El jardín era algo que Kenshin había decidido hacer él mismo. Si ella se involucraba... había muchas maneras en las que esto se pudiese convertir en algo concerniente a ella, concerniente a su señora y no en algo que él estaba haciendo porque quería. Al menos esperaba que fuese porque él quería hacerlo, en el fondo, aun cuando hubiese encontrado alguna forma de justificarlo con las órdenes de la joven.

Y había cierta paz en observarlos. Casi podía imaginar que las cosas eran diferentes a como eran: que los tres eran una familia pasando un día ocioso y nada más.

A media tarde Yahiko había desaparecido en el interior de su habitación y emergido asiendo su shinai3 con las manos sucias del jardín y portando una mirada expectante en su rostro. Las tensas vendas alrededor de su corazón se habían aflojado un poco y se había apresurado a responder a su pregunta tácita. No habían hablado desde la noche anterior y no lo habían necesitado; todo lo que necesitaba ser dicho se dijo esa tarde, en la feroz determinación e interminable insolencia de él, en la cuidada dirección a la vez que incisivo sarcasmo de ella.

No habían vuelto a la normalidad. Pero sí en lo que importaba.

La cena había sido silenciosa, aunque de forma amable; el silencio los había envuelto como una cálida manta en una noche de invierno, protector y reconfortante, y, a pesar de que Kenshin había comido en la cocina como siempre hacía, ella había sentido, de alguna forma, que él estaba con ellos. Se había ido a la cama temprano, confiando en que Yahiko cerraría la casa y comprobaría el recinto una última vez, y se encontró con su futón4 ya desplegado y girado cuando regresó de su baño. Kenshin había estado arrodillado tras su pantalla.

Ella se lo había agradecido, de forma queda, y se había hecho un ovillo bajo las mantas con un suspiro, contando los latidos de su corazón al tiempo que la respiración de él. Y el sueño había venido, al final; pesado y espeso como sirope dulce, arrastrándola hacia las profundidades de las pesadillas. Pero su cuerpo había descansado; eso había bastado.

Se secó con la toalla y se vistió, suspirando mientras se recogía el pelo en una coleta suelta como siempre hacía. Parecía que iba a ser un bonito día, el mejor del año hasta entonces: el sol brillaba cálido y fuerte, proyectando al mundo colores más ricos.

Cuando volvió a entrar en la casa Yahiko ya estaba levantado, restregándose los ojos mientras recorría de forma cansada el pasillo que partía de la cocina. Dio un gran bostezó y se desperezó.

—Buenos días —dijo con voz ronca y pastosa del sueño.

—Buenos días. ¿Has dormido bien?

—Sí, supongo. ¿Dónde está Kenshin?

Kaoru se quedó sin respiración.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con cautela, intentando obligar a su corazón a estabilizarse cuando quiso salírsele del pecho.

—No está en la cocina. —Yahiko apuntó con su pulgar en dirección al pozo—. No lo vi cuando fui al pozo. Venía a preguntarte…

—No lo he… —Trató de tragar a través del entumecimiento de su garganta, levantando la mano hacia los labios—. No lo he visto esta mañana. De todas formas, se suele despertar un poco antes que yo, así que pensé que simplemente estaba haciendo el desayuno, y después me fui al baño…

Los ojos de Yahiko se agrandaron mientras la joven hablaba —balbuceaba, en realidad— y ella supo que la preocupación que había en los ojos de su alumno se reflejaba en los suyos. Parecía irreal. Kenshin siempre estaba ahí, siempre estaba haciendo algo, no se largaba sin más. No podía hacerlo.

—Bueno, tiene que estar aquí. —Yahiko se pasó la mano por el pelo, rascándose de forma ansiosa el cuero cabelludo—. Quiero decir, no es como si se fuera a largar, ¿verdad?

—No... no creo... —Bajó la mano para aferrarse al cuello de la prenda que le envolvía el torso. No lo creía, no, salvo que ya se había marchado una vez por su propia voluntad, justo el otro día. Siguiéndola, siguiendo a Yahiko... pero los pequeños pasos llevan a otros más grandes, cualquier maestro sabía eso.

—Miraré por fuera —dijo Yahiko subiendo al porche. Sus ojos estaban muy oscuros—. Tú mira en el interior de la casa, ¿vale? No es como si esto fuese muy grande; tiene que estar aquí, en algún sitio.

—De acuerdo. —Ella asintió con contundencia, intentando infundirle a su voz una confianza que no sentía—. ¡No te olvides comprobar el almacén! —le gritó la joven. Yahiko le respondió agitando la mano hacia ella mientras se apresuraba hacia la sala de entrenamiento llamando a Kenshin.

No llevó mucho registrar la casa y el resto de la propiedad. Kenshin había desaparecido de verdad; no estaba en ninguno de los edificios ni bajo ellos. —Se le había ocurrido a Yahiko, señalando que, si algo lo había asustado o molestado, podría haber intentado esconderse de ello. Así que había gateado bajo cada edificio con hueco suficiente en los cimientos, comprobándolo y no encontrando nada. Había otros escondites pequeños, añadió Yahiko, pero ya había mirado allí y todos estaban vacíos.

A la joven no le hizo falta preguntar por qué conocía tan bien todos los lugares en los que una persona podía esconderse en su propiedad. Yahiko tampoco había confiado en ella cuando comenzó a estar a su cargo.

—Así que ha desaparecido... —murmuró ella, apenas capaz de escucharlo ella misma sobre todo el zumbido que resonaba en sus oídos. Yahiko volvió la cabeza de forma brusca, la mandíbula tensa, y se sacudió la suciedad que se le adhería a la ropa.

—Podríamos denunciarlo a la policía... —Había recelo en su voz.

—¡No! —Eso no. Aunque denunciaran que lo habían robado en vez de que se había escapado, seguiría significando que oficiales armados lo traerían a casa, hombres que lo verían como una propiedad, a quienes les daría igual si estaba herido o asustado. ¿Y si no se lo habían llevado?

—Si... si ha huido... es su elección. Sólo quiero saber que está a salvo... —Kaoru presionó una mano contra el esternón, como si de esa forma pudiera calmar físicamente a su desbocado corazón—. Deberíamos... Yahiko, ve a la clínica y díselo a Megumi. Yo encontraré a Sano. Pueden ayudarnos a buscar.

La joven se apresuró hacia el portón con Yahiko sólo un paso por detrás. Sano y Megumi podrían hacer correr la voz al resto de la red. Si Kenshin se encontraba aún en Edo, alguien lo vería. Si había huido, con suerte se cruzaría con los rebeldes en algún momento y podrían avisarla. Había cientos de personas por todo el país que ayudaban a los esclavos a escapar a campamentos seguros en provincias libres y después fuera del país, los cuales se mantenían ojo avizor para el esclavo ocasional que conseguía escapar por su cuenta. Seguro que alguien lo encontraría, tarde o temprano.

La razón por la que había desaparecido no importaba. Siempre que supiese que estaba a salvo, que no se lo habían llevado o se había perdido, que no estaba herido...

—Kaoru, deberías ir tú a la clínica —Comenzó a replicar Yahiko mientras ella abría el portón—. Probablemente Sano haya regresado al adosado...

El señor Hiko estaba esperando en medio de la calle, sentado bajo el cornejo que crecía entre las casas de los vecinos de la joven y observando el dojo con toda la calma de un gato al acecho. El sol resplandecía tanto y estaba tan alto como para que el árbol lo envolviese en sombras, difuminando su silueta.

Kaoru se detuvo en seco, con la ira vibrándole rápida en las venas.

—¿Qué es lo que ha hecho? —escupió.

El señor Hiko se puso en pie. Sus ojos eran distantes y su rostro estaba completamente inmóvil.

La joven cruzó la calle antes de comprender que se estaba moviendo, con los dedos tornados en garras —no tenía un arma, ¿por qué no tenía un arma? — mientras agradecía a su padre el que incorporase el combate cuerpo a cuerpo en el Kasshin, así al menos no estaba totalmente indefensa...

¿Qué es lo que ha hecho?

—Nada. —El hombre abrió las manos, manteniéndolas alejadas de su espada, y el gesto (no estoy aquí para pelear) la obligó a detenerse—. Te lo juro, chica; fue decisión suya.

—Explíquese. —En verdad era absurdo darle órdenes como a un estudiante desobediente, pero en estos momentos le importaba poco lo que se consideraba apropiado. Sintió a Yahiko avanzar tras ella, su postura algo más relajada de lo que debiera, y se aseguró de permanecer entre él y este... este intruso, quien había venido a su casa y la había acusado de cosas repugnantes y herido a alguien que se hallaba bajo su protección.

—Él vino a mí. —El señor Hiko habló con cuidado, sin apartar la vista de la de ella—. A mí, ¿comprendes? Pidió el vial. Dejé que se lo llevara. No lo obligué a hacer nada, Kamiya.

—¿Por qué debería creerle? —exigió la joven, a pesar de que algo en los ojos del hombre la hizo creer que le estaba diciendo la verdad.

—Lo juro por mi espada —dijo él simplemente. La luz del sol desnudó su rostro de las sombras.

Kaoru le mantuvo la mirada un poco más, buscando y no encontrando mentira alguna.

—Ha desaparecido... —dijo ella por fin—-. No estaba en mi habitación cuando desperté y ninguno de nosotros lo ha visto desde anoche.

El señor Hiko frunció el ceño, con las cejas cerniéndose sobre sus ojos como nubes de tormenta.

—¿Sabes dónde podría estar?

Kaoru negó con la cabeza.

—No conoce muchos sitios de por aquí... En verdad sólo la clínica y el mercado. Iba a empezar por ahí...

—Yo puedo buscar en el mercado si me lo permites. Aunque no creo que esté allí. —El señor Hiko posó una mano sobre la empuñadura de su espada, con el desasosiego chispeándole en los ojos. Y una cierta impotencia, pensó la joven: esa mirada le era muy familiar, en estos días—. ¿Hay algún lugar en el que ocurriese algo importante, en el que él pueda sentirse a salvo?

—Megumi vive en la clínica... —Kaoru se mordió el nudillo, insegura—. Él la conoce, de... de cuando Kanryu lo tenía. Y ella le trató las heridas después de que yo lo encontrase.

—¿Dónde lo encontraste?

—Cerca del río, a una milla o dos de aquí. —Los ojos se le abrieron de par en par—. ¿No creerá...?

Pero tenía una especie de horrible lógica: era a donde había ido antes, cuando había estado herido más allá de lo que era soportable, y era donde ella lo había encontrado. Si Kenshin tenía alguna fe en ella siquiera, entonces quizá...

—Vale la pena comprobarlo —dijo él de forma abrupta—. Tú, jovencito...

—Yahiko Myojin. —Yahiko había cruzado los brazos y fulminaba con la mirada al señor Hiko—. Primer discípulo del estilo Kamiya Kasshin5.

—Quédate aquí por si vuelve.

—No acepto órdenes de usted...

—Tiene razón, Yahiko. —Yahiko pareció a punto de protestar; se detuvo cuando Kaoru lo miró con dureza—. La clínica está de camino —continuó la joven—. Miraré allí después. Usted compruebe el mercado, señor Hiko. Si no está... si no puedo encontrarlo, traeré a Sano. Quizá pueda ayudarnos.

—Muy bien. —Él señor Hiko se volvió en dirección al mercado—. Volveré —gritó por encima de su hombro mientras se alejaba caminando.

—Yahiko, tú espera aquí. —Kaoru miró al rostro a su estudiante, sin sorprenderse lo más mínimo ante la negra furia que crecía en sus ojos.

—¿Vas a confiar en él y no en mí? —escupió él y ella negó con la cabeza.

—No creo que Kenshin esté siquiera cerca del mercado y tampoco el señor Hiko —dijo ella agachándose hasta que sus ojos estuvieron al mismo nivel—. Es sólo que necesita hacer algo. Y si es que Kenshin regresase, debería encontrar esperando a alguien que conoce y en quien confía. ¿Lo entiendes?

Yahiko apartó la mirada, con la mandíbula apretada, dura como una roca.

—Sí. Esperaré aquí. Pero date prisa, ¿vale?

—Lo haré. —Kaoru le dio un apretón en el hombro con rapidez y echó a correr.


Sano se despertó porque tenía frío. Todavía estaba cansado —alegre y maravillosamente cansado de abrazar a Megumi toda la noche, de descubrir su piel y sus suspiros—, pero tenía un montón, la hostia, de frío. La persistente e insidiosa sensación de gelidez sumada a la de que algo iba mal lo azuzaron sin descanso hasta despertarlo, impidiéndole volver a sumergirse en su sueño por mucho que lo intentase.

Así que abrió los ojos.

Megumi había desaparecido.

Se incorporó de un golpe y miró alrededor de su diminuta habitación, sin saber muy bien por qué. No era como si hubiese algún lugar en el que esconderse. Ella no estaba, como tampoco estaba su ropa. Si no hubiese sido por el rastro residual de su aroma —a adormidera y medicamento fuerte— y la débil calidez que perduraba en el lugar en el que ella había yacido junto a él, quizá habría pensado que la pasado noche sólo había sido un sueño.

Pero no lo había sido. Además, había otras señales. Su propia falta de ropa, por ejemplo, y el agradable letargo que se había filtrado en sus huesos hasta que había abierto los ojos y descubierto que ella ya no estaba. El débil entumecimiento que tenía en los brazos por yacer con la cabeza de la doctora sobre su bíceps toda la noche y el vago dolor sordo en donde había retorcido su larguirucha estructura para hacerle un hueco en la pequeñez de la habitación.

Había pasado y ella había disfrutado —al menos, eso es lo que él recordaba—. Y anoche ella había estado bebiendo, no él. Y ahora se había ido.

No pasa nada. Vuélvete a dormir. No tardaré mucho.

Las palabras vagaron por su memoria, todo seda negra y aguas profundas y él presionó el pulpejo de su mano contra la frente, furioso consigo mismo. Por supuesto. Por supuesto que se había largado. ¿Por qué había pensado siquiera por un instante que actuaría diferente, con lo recelosa que era? Debería haberse dado cuenta. Obviamente, pretendería que no había pasado nada.

Bueno, pues ni de coña iba a seguirle el juego, no esta vez. Ella había venido a él: tenía que saber que no quería enjaularla ni domarla. No había sido un sueño y no permitiría que fuese un rollo de una noche, porque la conocía, mejor de lo que nadie creía, mejor de lo que ella misma quería admitir que lo hacía. No había sido cosa de una sola vez, a pesar de lo que fuese que ella se hubiese dicho así misma cuando se marchó. No se habría confiado a él si hubiera querido eso.

Probablemente, estaría en la clínica. Era un día de trabajo y, si algo era ella, era responsable. Así que iría a la clínica y... y hablaría, maldita sea, hablaría de verdad. Con ella. Sobre las cosas que había querido decir y no había dicho la pasada noche, abrumado por la sensación de sentirla, por el perfume de su pelo y la cálida y misteriosa oscuridad. Y la convencería —de algún modo—, porque no tenía nada que temer y lo sabía, en el fondo, o nunca habría acudido a él en primer lugar. Sólo necesitaba que la persuadieran un poco para que saliera de los arbustos.

Exhalando una gran bocanada de aire y con mirada decida, se irguió y se fue en busca de Megumi.


Sano paseaba solo mientras el vecindario cambiaba de agreste a refinado (nunca era una transición abrupta, sino que siempre era un suave declive desde un estado al otro, tan sutil que no eras capaz de ver lo que había pasado hasta que el límite entre los dos estaba bien lejos tras de ti), con las manos en los bolsillos, disfrutando del sol. En lo que llevaban de año había sido el primer día de verdadero verano, despejado, cálido y radiante, e incluso el aire de la atestada ciudad olía de alguna forma más puro por ello. No era un mal día con el que empezar.

Estaba casi a las puertas de la clínica cuando Shinomori emergió de alguna esquina cercana y se puso a caminar junto a él, tan silencioso como la nieve en invierno. Sano disminuyó el ritmo de su paso para igualar el del espía, deslizando los ojos en su dirección para sopesar al hombre sin llegar a mirarlo directamente.

—No la vas a encontrar ahí.

Sano se detuvo.

—¿Qué quieres decir? —Una lenta ansiedad se le extendió por las tripas.

Shinomori se detuvo con él y se giró para mirarlo de frente, con lo que ambos permanecieron de pie formando un ángulo recto. Sano lo imitó, haciendo que sus posiciones fuesen paralelas. Había algo que casi se asemejaba a la pena en las líneas en exceso delicadas del rostro de Shinomori. La nuca de Sano se estremeció.

—La señorita Takani ha... —Exhaló un profundo suspiro, como la ráfaga de aire que procede de una tumba recién abierta—. Recibió órdenes de Kioto hace dos días.

—No me lo dijo. —Ahora era la piel de Sano la que sentía escalofríos, tensa y ansiosa en el aire demasiado cálido mientras intentaba mantener la calma y no sacar ninguna conclusión precipitada. No tenía por qué significar nada.

Shinomori inclinó la cabeza apenas un milímetro.

—No. No lo hizo.

—¿Cuáles eran las órdenes?

—Las negociaciones han llegado a su fin —dijo Shinomori con calma—. El plan está de nuevo en marcha, aunque con ciertos ajustes. Takani operará desde el interior; a la hora señalada, debilitará las defensas de la finca para facilitar la entrada a nuestras fuerzas.

Sano no pensó; no podía, no podía permitirse el tiempo y el dolor que pensar le produciría. Agarró a Shinomori por el cuello de la camisa y lo estampó contra el muro que rodeaba la clínica, clavando los puños contra la clavícula de Shinomori.

—¡Ése nunca fue el jodido plan!

—La aparición de nueva información hizo que se necesitase un cambio de estrategia —dijo Shinomori, estampando la rodilla en el estómago de Sano. El luchador lo soltó y echó hacia atrás el puño; el espía lo esquivó, deslizándose hasta dejar de estar entre la pared y Sano. Los nudillos de éste se clavaron en la piedra y el demoledor raspón de la desmoronada roca clavándosele en la piel forzó en él una espantosa claridad. Siseó, girando la cabeza hacia Shinomori.

¿Qué nueva información?

Shinomori se echó hacia atrás, poniéndose fuera del alcance de Sano y éste se obligó a no perseguirlo.

—Kanryu ha comenzado un nuevo proyecto. —Sus ojos penetraron en los de Sano, todo cristal helado y frío glacial—. A un nivel como jamás haya intentado nadie antes. La señorita Takani era el único recurso disponible capaz de asegurar tanto el éxito de nuestra misión como el fracaso de este nuevo proyecto.

«Ella no es un jodido recurso», quiso escupir Sano, pero en vez de eso tragó con fuerza.

—No me han informado sobre ningún maldito proyecto —gruñó. Shinomori hizo otro leve e insignificante gesto de asentimiento con la cabeza.

—Ella insistió en que no lo hiciésemos.

—¿Y quién cojones está al mando aquí, eh? —exigió Sano, con la furia prendiendo en sus huesos y formando remolinos, creciendo tras sus ojos en una terrible ola—. ¿Desde cuándo coño me ocultas información?

—No eres capaz de ser objetivo en lo que respecta a la seguridad de Takani. —Las manos de Shinomori se tensaron—. Era un factor conocido por todos. Lo subsanamos.

La ola se rompió y todo era tan simple aquí, donde su ira le dominaba.

—Subsana esto... —rugió y embistió a Shinomori. El espía era demasiado grácil para caer al suelo sin oponer resistencia; agarró la camisa de Sano y los volteó a ambos a medio camino, aterrizando con el antebrazo contra la garganta de Sano. El luchador se arqueó hacia arriba, sacándoselo de encima, y se levantó de un salto, agazapándose. Shinomori se deslizó hacia atrás y se alejó, volviendo a ponerse fuera de su alcance.

—Estás demostrando la exactitud de nuestra valoración —dijo, y su voz poseía un tono verdaderamente incisivo, irradiando más enfado de lo que Sano había oído jamás provenir de él. Lo suficiente como para hacerlo vacilar.

Sano aspiró una bocanada de aire, temblando de ira, y se obligó a recordar que estaban en el mismo bando: que Shinomori podía ser que fuera un antipático y demasiado práctico para su propio bien, pero quería que el veneno de Kanryu desapareciese tanto como cualquiera de ellos, quizá más.

—Entonces háblame sobre ese jodido proyecto —ladró entre dientes apretados.

Y Shinomori lo hizo. Lo explicó como él hacía todo lo demás: con palabras breves y frías, racional y analítico como le habían enseñado a ser, y de una forma tan calmada que a Sano le llevó un momento comprender lo que estaba diciendo en realidad, lo que Kanryu estaba haciendo. Lo que Megumi estaba arriesgando para detenerlo.

Durante un buen rato después de que Shinomori hubo terminado, Sano se quedó con la mirada fija, sin poder hacer nada más.

—Pero... él no puede hacer eso, joder. —Sacudió la cabeza, con el corazón latiéndole a mil por hora—. Es imposible.

—Ya no. —Los ojos de Shinomori no habían abandonado los del luchador en ningún momento; ahora, sin embargo, huyeron hacia otro lugar—. Ella es la única persona capaz de detenerle ahora.

Las palabras apenas lograron atravesar el velo de ira y el dolor con sabor a saladas lágrimas que le impregnaba la parte posterior de la lengua. Sano apretó los puños con fuerza, a medias consciente del chasquido cuando las uñas le traspasaron la piel. La sangre le brotó de entre los dedos.

—Hay otra forma. Debe haber otra forma.

—No hay otra...

Pero Sano ya había dado media vuelta y empezado a dirigirse con paso airado hacia el dojo y el único aliado que le quedaba, con la impotencia resonando como una tormenta entre sus orejas.


Kanryu la tuvo esperando durante dos horas. Megumi pasó el tiempo tratando de no pensar, obligándose a recitar las fórmulas químicas y los procesos diagnósticos en vez de preguntarse cuándo vendría a por ella, qué había planeado, cuánto la destruiría. No se permitió recordar la pasada noche, recrearse en las fuertes manos de Sano y en su voz ronca jadeando admiración de forma incoherente entre gruñidos de placer o en los recuerdos de sus propios nervios cantando, de la suave boca de él contra sus pechos. No le haría ningún bien recordarlo.

Así que recitó las enseñanzas para sí misma hasta que su mente estuvo clara, porque ése era el truco para sobrevivir a Kanryu. Podía pasar cualquier cosa, así que no debías suponer nada, no debías sentir nada. Poco a poco dejó que su cuerpo se alejase hasta convertirse en una espectadora que observaba tras una piel frágil. Escondida en los arbustos, donde el cazador no pudiera verla.

A Kanryu le habría convenido recibirla inmediatamente, en lugar de darle tiempo para recluirse en sí misma. ¿Era algo deliberado o era que ella había cambiado lo bastante como para escapar de sus manipulaciones? Y de ser así, ¿podría hacer uso de ello? El orgullo había sido siempre la debilidad de Kanryu y, si todavía creyese que era capaz de controlarla aun cuando ella ya había dejado atrás la antigua dinámica que había existido entre ellos, entonces quizá podría volverlo en su contra...

Y quizá le había dado todo este tiempo para hacerla creer precisamente eso. No tiene sentido robarle a alguien que ya no tiene nada que perder.

Tomó una gran bocanada de aire, haciendo que sus pulmones absorbiesen el hedor a rosas.

No importaba: no podía permitir que importase. No había pasado ni futuro en las garras de Kanryu, sólo el terrible y cambiante presente. Sólo el ahora. Lo que fuera a ocurrir, ocurriría y ella lo soportaría, escondida y a salvo dentro de la madriguera que había tras sus ojos.

Al fin la puerta que conducía a la pequeña sala giró sobre su eje, abriéndose. El esclavo doméstico la había acompañado hasta una de las habitaciones más privadas, realizada en tonos de verde con acabados de azul intenso como las sombras en el suelo del bosque. Él siempre había tenido un gusto exquisito.

Ella se puso de pie mientras la puerta se abría, echándose hacia atrás un mechón de pelo que le había caído sobre los ojos, y mantuvo su mirada al mismo nivel cuando sus ojos se encontraron con los de él. Kanryu sonrió de forma cálida.

—Siento haberte hecho esperar, querida doctora —dijo él, devorando el espacio entre ellos con zancadas largas y elegantes—. Te lo compensaré.

El hombre tomó sus manos y la besó con fuerza y profundidad, ella respondió. Para Kanryu era importante que Megumi lo desease: ¿cuántas veces le había susurrado él de forma apasionada que el cuerpo de ella nunca mentía? Así que cerró los ojos, arqueándose hacia su caricia, y no pensó en Sano cuando las manos de Kanryu se enredaron en su pelo.

—Ahí tienes —murmuró él mientras se separaban—. Mereció la pena la espera, ¿no?

Ella se estremeció, helada ante la cruda lujuria que había en su voz, y apoyó la cabeza en su hombro en la esperanza de poder disfrazarlo de deseo. Kanryu soltó una carcajada y curvó un dedo bajo la barbilla de la joven, haciendo que levantase la mirada hasta encontrarse con la suya. Los ojos del hombre buscaron en el rostro de la doctora, oscuros y entrecerrados.

—Bueno, dime la verdad. ¿Tus amiguitos tienen algo planeado? Ya sé que les has cogido cariño y no me importa tenerlos a mano para entretenerte, pero de verdad que ahora mismo nada puede interferir con mis asuntos, es un momento crítico.

—No. No vendrán por mí. —Una disciplina forjada durante años evitó se le quebrase la voz. El hombre le sonrió de forma benevolente, acariciándose los dedos a través del pelo de la doctora.

—Y no me estás mintiendo, ¿verdad, cariño mío? —Él apretó la frente contra la de ella, sonriendo con amplitud—. Lo descubriré, ¿sabes?

—Lo sé. —Era duro, muy duro, hacer que las palabras sonasen suaves cuando el miedo le atenazaba la garganta. Sabía que su voz había temblado un poco al decirlo. También sabía que él disfrutaba de ello. Como disfrutaría esta noche cuando hiciera todo lo posible para arrancarle la verdad de detrás de sus gemidos, sollozos y súplicas desesperadas.

—Bueno. —Su sonrisa se hizo más pronunciada—. ¿Supongo que nuestro perro fiel entregó mi carta?

—Sí. —Megumi tragó—. Necesitas reponer tus existencias. —En consecuencia, él había curvado su dedo índice para que volviera, convencido que ella vendría corriendo, seguro de su irrompible control sobre ella. Así lo había dicho en la carta que Aoshi había incluido en el informe que la había puesto en este camino: que a él le había encantado permitirle estar a su antojo, feliz de que ella fuese feliz con sus «obras de caridad», pero que el tiempo de jugar se había acabado y que se la necesitaba. Con la peligrosidad y la amenaza alrededor de cada sílaba, en las preguntas formuladas de forma tan amable por la salud del doctor Oguni y de su familia...

La joven había estado al tanto de que Kanryu era plenamente consciente de dónde estaba y de lo que estaba haciendo. Era sólo que él no consideraba a los rebeldes una amenaza, sin saber que su espía en el bando enemigo se había vuelto contra él y lo estaba atiborrando de mentiras para tenerlo felizmente satisfecho. Eso no lo hacía para nada menos terrorífico. Shinomori tenía que decirle cosas que eran verdad para asegurarse de que se tragaba las mentiras, por lo que Kanryu conocía cada punto débil, cada nombre que sacar a colación para dejar claro su mensaje. Vuelve conmigo o los destruiré a todos ellos...

—¿Y te dijo por qué? —Los ojos del hombre tenían un brillo febril, su rostro todavía permanecía demasiado cerca de ella. No, no podía pensar de ese modo, ya no. Desde bien pronto había aprendido que no tenía derecho a tenerlo a una distancia segura; no se le permitía que hubiera un demasiado-cerca en lo que concernía a Kanryu. Su cuerpo le pertenecía y haría con él lo que le placiese.

—Un proyecto nuevo —murmuró ella, negándose a sentir nada cuando el brazo del hombre se le enroscó por detrás de la cintura, cuando le pasó la mano con rudeza por el hueso de la cadera, a un paso de magullarla—. No dijo cuál.

—Mmmm... —aprobó Kanryu desde lo más profundo de su pecho, girándose y liberándola de su agarre. Ella rodeó el brazo del hombre con el suyo, comprendiendo la señal, y lo dejó conducirla fuera de la sala.

» Acompáñame a tu taller y observa las mejoras que he hecho. Te lo explicaré de camino.


Kanryu mantuvo preso el brazo de la doctora mientras caminaban por el exterior, apretándola con fuerza contra él. Las rosas brillaban bajo el claro luz del sol de verano y su perfume era ineludible, esa putrefacción dulce que la perseguía incluso en sus sueños más apacibles. Le habló del proyecto mientras paseaban, recorriéndole con el pulgar la piel en el lugar donde su mano cubría la de la joven. Era molesto; él aún no se había quitado guantes. Hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, con las fibras de tejido enganchándosele en la piel.

—Desde luego sabes que he admirado durante mucho tiempo la eficiencia de la industria occidental —fue como comenzó—. Son bárbaros, por supuesto, sin apenas una auténtica cultura que digamos, pero son tremendamente buenos fabricando cosas. Recordarás que hace unos años envié a varios oficiales subalternos al extranjero para estudiar sus métodos, ¿no?

Megumi asintió, manteniendo los ojos fijos en los suyos con gran atención. No se atrevió a desviar la vista; salirse del papel que le habían asignado era llamar al desastre. La forma en la que él buscaba su aprobación para cada iniciativa era casi infantil —salvo que, si no respondía, lo alentaba y lo apoyaba o si palidecía de horror y le rogaba que lo reconsiderara, entonces su feliz sonrisa se retorcería como la leña en el fuego y la haría reaccionar. De una forma u otra.

—En fin, entre lo que han aprendido en Europa y mis grandes aptitudes, he descubierto numerosas formas de mejorar el actual proceso de condicionamiento. Hasta el punto de que estoy convencido de poder doblar la producción cada año desde el momento en que se implemente el sistema nuevo. En una década debería ser capaz de abastecer de esclavos a todo el país. ¡Imagínate! —Kanryu extendió el brazo de forma ostentosa, como para abarcar con él a la nación entera—. Todos los esclavos condicionados y entrenados según mis métodos. Escapar y rebelarse serán cosa del pasado. Sin mencionar que tendré un monopolio total sobre toda la industria. Seré capaz de fabricarlos por tan poco que nadie querrá arriesgarse a comprar un esclavo sin condicionar, no cuando los míos son tan asequibles. Entonces podré comprar las pocas familias que aún se oponen a mí por menos que nada.

El hombre rio y Megumi se estremeció, tragando bilis. Ella ya sabía de sus planes; estaban en el informe, frío, detallado y terriblemente preciso, todos los números y datos concretos. Pero era diferente oírlo en voz alta. Verle el júbilo en los ojos y escuchar el orgullo en su voz mientras ensalzaba las virtudes de su método —de un país repleto de autómatas de ojos sin vida, hombres y mujeres atrapados para siempre en un infierno que no se habían buscado, incapaces de concebir siquiera la idea de escapar.

—Que es, por supuesto, por lo que necesito que mi querida doctora vuelva conmigo —dijo, acercándola aún más a él, lo que la obligó a dejarlo sujetarla mientras bajaban las escaleras hacia las jaulas y su laboratorio—. Pronto necesitaré más drogas y tienes que encontrar una manera cumplir con el ritmo de la demanda. Tienes algo de tiempo para hallarlo y te daré los informes de Europa. Pero ya no podemos seguir haciéndolo por una tanda casera cada vez. Ni tampoco quiero que nadie más aprenda cómo se hace. Así que necesitaré que dividas las cosas en sus componentes, como si fuera... Hay un concepto al que creo que deberías echarle un vistazo primero, me gusta llamarlo "línea de montaje"...

El resto fue muy borroso. La llevó al laboratorio, el cual había sido remodelado, y le enseñó los informes. La ayudó a entenderlos. Le explicó en detalle el nuevo método. Ella escuchó sin poder sentir nada, asintiendo y repitiendo sus ideas, dejando que su entrenada máscara atrajese la atención del hombre mientras ella lloraba sin derramar una sola lágrima.


Kaoru supo por la tensión que sentía en las piernas y por cómo le resollaba el aliento al salirle de los pulmones que estaba corriendo lo más rápido que podía, y aun así parecía que no lo hacía lo bastante. Era como en una pesadilla: sus piernas eran dos pesas de plomo y el suelo era un mullido fango que la engullía sin importar lo mucho que luchase contra ello, ya que parecía que la distancia que intentaba cubrir nunca se reducía. Pasó por delante de sus vecinos como una exhalación, sabiendo que debía tener un aspecto horrible —el pelo azotando en el aire, la cara enrojecida por el sobreesfuerzo, los ojos abiertos de par en par e irradiando pánico—, pero no osó a pararse para hablar con ninguno de ellos a pesar de que la llamaron desde la distancia, preocupados. El pulso le martilleaba en la cabeza, tras las costillas, latiéndole como una herida abierta.

El camino que había recorrido ese día para volver a casa desde el Maekawa6 era uno pequeño, uno que rara vez se usaba, salvo para coger agua o lavar ropa. Se extendía entre el río y los altos muros de piedra de las casas que se encontraban en el límite externo de su vecindario, y donde docenas de pequeños muelles se asomaban recelosos, adentrándose en el agua torrencial que provenía de la orilla del río. Aunque sólo unos pocos de ellos tenían tierra debajo, y en el que había encontrado a Kenshin había tenido un joven cornejo a su lado, con las raíces introduciéndose en el lugar en el que los tablones de madera se encontraban con la tierra. El propio muelle había sido viejo y estaba retorcido por las inclemencias del tiempo y el desuso, con la madera agrietada y medio podrida en su totalidad.

Aminoró un poco su paso cuando iba por la orilla del río buscando el cornejo. Si no era capaz de encontrarlo —si lo había recordado mal—, entonces tendría que empezar de cero otra vez y comprobar bajo cada muelle entre aquí y el dojo Maekawa...

Ahí. Un árbol joven, no un cornejo, sino de alguna otra clase, pero era el único muelle que tenía un árbol a su lado que pudiese ver. Y el muelle era viejo, como recordaba que era, extendiendo los brazos con dedos artríticos sobre un terreno de tierra lodosa.

—Kenshin... —susurró, y gateó por el bajo muro de piedra que evitaba que el río inundase el camino. La primera vez había tenido cuidado. Esta vez cayó de rodillas sin pensar por un instante en que el barro le manchase la ropa. Porque ese día no había sabido lo que iba a encontrar y ahora sí; él era más importante que su kimono.

Miró bajo el muelle, parpadeando mientras sus ojos intentaban ajustarse a las frías sombras tras la brillante luz del sol.

Estaba allí. Esta vez pudo verlo con claridad, hecho un pequeño ovillo y con el cuerpo pegado contra la pared de piedra, tenso y quieto como un gato acorralado.

—¡Kenshin!

Los hombros del pelirrojo se arquearon, una vez; hizo un sonido parecido a cuando contienes un sollozo. Ella gateó bajo el muelle, acercándose a él, y comenzó a extender la mano.

—Kenshin, soy yo... —La mano de la joven le tocó el hombro con suavidad.

Un momento borroso de ropa color marrón y pelo rojo y acto seguido él estaba sobre ella, aferrándose a la joven mientras aullaba de forma incoherente en su hombro, llorando. Ella lo rodeó con sus brazos por puro instinto, abrazándolo fuerte contra ella mientras las manos de Kenshin se cerraban sobre la tela que le cubría los omóplatos, mientras su boca se movía sin emitir ninguna palabra contra su clavícula y sus lágrimas le caían cálidas contra la piel. El joven intentó esconderse dentro de la kendoka7 y ella lo sostuvo, sin poder hacer otra cosa, mientras él sollozaba.

Lo peor de la tormenta se apoderó de él durante unos instantes. Entonces se calmó, acurrucándose en su regazo y estremeciéndose cuando su respiración lo sacudía como las olas al embestir contra la costa. En ningún momento aflojó su agarre en las ropas de la joven; si acaso, apretó las manos con más fuerza con cada fiera explosión de emoción, hasta que ella sintió que sus costillas se partirían si la sujetaba más fuerte.

Ella le pasó las manos por la columna, murmurando tonterías mientras lloraba, y apoyó la mejilla contra la coronilla de su cabeza que estaba enterrada en la curva de su cuello. Estaba temblando, estremeciéndose contra ella como una hoja casi a punto de caerse y ella se aferró a él con todas sus fuerzas, intentando protegerlo del viento. El tiempo dejó de tener importancia: era como si siempre hubiesen estado allí, bajo ese viejo muelle en este camino apenas transitado, aferrándose el uno al otro como niños en el frío fango. Como si nunca hubiesen abandonado este lugar.

Sin embargo, que ella ya no fuese consciente del paso del tiempo, no significaba que se hubiese detenido, y finalmente su temblor fue cediendo a una inquietante calma. El ojo del huracán, pensó ella vagamente, y dio una profunda bocanada de aire cuando el férreo agarre que Kenshin tenía sobre ella se aflojó. Las costillas le chirriaron con la respiración; la había agarrado tan fuerte que había tenido que inhalar el aire en cortos jadeos.

Él murmuró algo —palabras esta vez, pero tan bajo que apenas pudo oírlas— y ella inclinó la cabeza hacia la del pelirrojo para poder escucharlas.

—Sabía... señorita Kaoru... encontrarm... encontrar a este... encontrar...

—Sí —dijo ella, doliéndole el corazón al verlo luchar para encontrar las palabras—. Siempre. Siempre.

Y era algo estúpido que prometer, algo estúpido y egoísta que pensar —que él era suyo y que ella siempre lo encontraría, sin importar lo que pasase, sin dejar nunca de buscar hasta que lo hiciese. Porque él no era suyo. No podía serlo. Él no había estado de acuerdo en esto, en nada de esto. No había escogido unirse a su familia ni a su vida. Lo habían obligado a todo, incluso a sus propias buenas intenciones y no iba a pretender que el fin justificaba los medios.

Pero aquí, en este extraño silencio, con la luz del sol descendiendo como lanzas a través de los paneles de madera que había sobre sus cabezas, nada de eso parecía importar. Todo lo que le preocupaba era el hombre que tenía entre sus brazos, el hombre que confiaba en ella como un niño («porque él no puede elegir, gimió algo en su interior, no más que cualquier niño»), que había creído que él lo encontraría y lo llevaría a casa.

Ella cerró los ojos con fuerza contra las lágrimas que se formaban en ellos y lo abrazó con fuerza.

—Señorita Kaoru. —Su voz sonaba irregular y débil, aunque de algún modo más segura de lo que nunca lo había hecho: una bandera que se había blanqueado por completo, con su dibujo totalmente desteñido, y sin embargo aún manteniéndose firme contra la tormenta. Aún autoproclamándose ante el mundo.

—¿Sí, Kenshin?

—Este ser ind... uno... recuerda. Yo. Lo recuerdo. Todo.

—De acuerdo —murmuró ella, con la mano firme sobre su espalda cuando él se inclinó hacia su hombro—. De acuerdo.

—Contar. Quiero... contarlo. Por favor...

—Y puedes —prometió con garganta seca. A Kenshin lo hería hablar de este modo, sin protocolo y guiones programados que lo guiasen; podía verlo en las tensas líneas de su rostro, sentirlo en la rigidez que presentaban los músculos que tenía entre los omóplatos—. Puedes contárnoslo todo. Y nosotros escucharemos. Lo prometo.

El suspiró entonces, como una puerta que se cierra.

—¿A casa?

—Sí. — Demasiados sentimientos: se le había formado un nudo en la garganta con todos ellos, desperdigados e incoherentes, cambiando de forma antes de que ella pudiera captarlos en su totalidad—. Vámonos a casa.

Salieron gateando de debajo del muelle juntos como unas crías recién nacidas de su madriguera, embadurnados de barro y lágrimas, parpadeando bajo la brillante luz del sol. Kenshin se balanceó sobre las rodillas durante un instante cuando ella se puso en pie, como si algún peso terrible hubiese descendido sobre él al salir. Ella extendió su mano, con la palma hacia arriba.

—No podemos quedarnos aquí para siempre, ¿sabes? —La hizo recordar: le había dicho lo mismo casi hacía dos meses, cuando él había sido sólo un esclavo inerte sin nombre, herido, sangrando y necesitando su ayuda—. Es hora de irse.

Kenshin alzó la vista hacia ella, con los ojos bien abiertos y brillantes como flores. El corazón de la joven latió despacio y de forma entrecortada.

Entonces él tomó su mano y se puso en pie.


GLOSARIO:

1. Dojo: significa literalmente «lugar donde se practica la Vía» o «lugar del despertar» y se refiere a la búsqueda de la perfección física, moral, mental y espiritual. Espacio destinado a la práctica y enseñanza de la meditación y/o las artes marciales tradicionales modernas. Tradicionalmente supervisado por el sensei o maestro.

2. Tokugawa: nombre del clan que ostentó el poder de los últimos shogunatos (regímenes de orden dictatorial militar) y época feudal en Japón. Sus shogunatos comprendieron desde el año 1603 al 1868, finalizando tras el Bakumatsu y dando paso entonces a la nueva época Meiji. Aunque en este fic estamos en la era Meiji, la Restauración y el Bakumatsu nunca ocurrieron.

3. Shinai: espada compuesta por cuatro cañas de bambú unidas en sus extremos por dos piezas de piel y que se utiliza en los entrenamientos del kendo. Esas cuatro láminas restan fuerza a los golpes.

4. Futón: colchón fino plegable con un cobertor que suele ser la típica cama japonesa. Se puede doblar y almacenar, cosa que suelen hacer una vez que se han levantado, dejando libre el espacio de la habitación en la que lo han desplegado.

5. Kamiya Kasshin: estilo de lucha que creó Kamiya Koshijiro, padre de Kaoru, que se fundamenta en el «Katsujin-ken». Éste defiende que la espada es un instrumento para salvar vidas y no para quitarlas.

6. Maekawa: se refiere al dojo Maekawa, al que Kaoru va de vez en cuando a impartir clases y a entrenar.

7. Kendoka: persona que practica el kendo, esgrima japonesa.