¡Hola chicos! Gracias a toda la gente paciente que espera las actualizaciones. Valen una tonelada de oro puro.

También a todas las demás que siguen mis historias en proceso de publicación.

Como punto de análisis, los invito a leer de nuevo las advertencias que están justo al inicio del primer capítulo, que sobre todo va para aquellas personas que siguen teniendo dudas acerca del contenido de este fic. No puedo evitar los comentarios asesinos, pero vamos, no es ni será la primera historia con incesto. Y eso se los aseguro. Los invito a investigar la literatura universal o, incluso, la latinoamericana. No armen tanta guerra por algo ficticio :). Tenemos temas más serios por atender en esta vida.

Supongo que cada quien con su (doble) moral.


Capítulo 11

Corazón congelado

El silencio se hizo denso, apenas cortado con dificultad por los ruidos de los cubiertos chocando con los platos de la cena. Elsa se llevó a la boca un poco del arroz blanco que estaba sin tocar hasta ese momento y echó un vistazo rápido a Anna, quien le sonrió de medio lado al frente y se acomodó el flequillo; su cabello seguía húmedo por la ducha que había tomado antes de bajar a cenar, así que lucía de un tono más oscuro aun con la luz blanquecina y casi enfermiza que su padre había instalado en el comedor apenas una semana atrás. Elsa bajó la vista y se humedeció los labios con la lengua. Incluso con Anna ahí, las cenas no eran lo mejor del día.

—… Entonces me presentó a su hijo, bastante más alto que John, déjame decir —Agdar rio, contándole a Idun sobre un viejo amigo del colegio—. Y muy bien parecido. Seguro Nora está orgullosa de que su hijo sacara su nariz y no la de su padre. Es tan grande como el Himalaya.

Idun se limpió la comisura de la boca con su servilleta y negó con la cabeza un par de veces, sin que la sonrisa se le borrara del rostro. Elsa, quien se había perdido media charla, reaccionó ante el golpecito en el hombro que le dio su madre al darse cuenta que estaba separando los guisantes por color. Igual que cuando era niña.

—Quizá te interesaría hablar con él, Elsa —continuó Agdar, con un brillo en los ojos que hicieron que la joven rubia se tensara enseguida como un cachorro esperando la reprimenda—. Él trabaja en una editorial, es joven, quizá pueda guiarte un poco.

Levantó una ceja en confusión. ¿Desde cuándo Agdar sabía a qué se quería dedicar?

—Es… Eso estaría bien —dijo por lo bajo, cuando Anna y su madre la miraron esperando una respuesta que no quería salir de sus labios.

—Es apenas mayor que tú —Agdar se llevó la copa de vino a la boca y sorbió un poco, luego regresó su vista a la carne y la cortó con destreza mientras medía sus palabras—. Quizá por fin puedas pensar en un futuro más cierto. Un guía joven y con ideales puestos en la tierra te ayudará; sin fantasías en la cabeza o aires libertinos. Creo que es lo suficiente ahora en el mercado laboral. ¿Qué dices? Te arreglaré una cita con él, ¿no sería fabuloso? Compartir… ideas.

"¿Retrógradas?", pensó Elsa, con la espalda recta y mirando un punto perdido entre la ensalada y las especias que su madre había dejado en el medio de la mesa rectangular. Sintió que nada de lo que saliera de su padre sería bueno a partir de ese momento. Aún era demasiado pronto para él tratar de olvidar lo de Jane; el beso. Anna miró al hombre y luego a ella, luego se levantó de un salto.

—¿Alguien quiere más ensalada? —preguntó, demasiado alto. Todos negaron—. Me serviré doble entonces. Elsa, ¿estás segura que no quieres?

—Su nombre es Charles —apuntó Agdar antes de que contestara, metiéndose a la boca un trozo de carne. Elsa lo miró a los ojos, con las manos sujetando fuertemente los cubiertos mientras su padre masticaba y tragaba—. Le hablé de ti, un poco. Espero que no te moleste. Es decir… ¿por qué te molestaría, no? Sólo es un chico. ¿Alguna vez pensaste en… no sé, salir con uno?

—Papá…

—¿Sí, Anna?

—Papá, ya déjalo.

Elsa parpadeó, siendo consciente que si no hacía algo en ese instante empezaría a llorar de la impotencia. Soltó los cubiertos, con la marca roja de ellos en sus manos. Idun se mantuvo impávida con la barbilla al frente.

—¿Dejar? —Agdar gozó, de buen humor—. Pero estoy hablando con tu hermana seriamente, aún recuerdo cuando hace unos meses me dijo que la dejara decidir sobre su futuro. Lo hice. Me dijo que la ayudara y no la perjudicara, ¿acaso no eso estoy haciendo ahora, querida? Charles es un buen chico con un trabajo estable. Las buenas oportunidades no se desaprovechan.

—Estoy segura que a Charles no le gustaría sentirse como una compra más en el mercado negro —Anna rugió, y por dos segundos la boca de Agdar colgó en su sitio mientras Elsa pensaba qué es lo que había pasado.

—Anna, ¿qué estás diciendo? —Idun arrugó las cejas y rio con nerviosismo mal disimulado—. Por dios, querida, tus bromas son tan raras en ocasiones.

Anna tembló en su lugar, con las manos en el regazo. Elsa la examinó y se sintió miserable al saber que estaba dejando que su guerra se la llevara. Este dolor no tenía que ser de su hermana también. Nadie más tenía que lidiar con Agdar. Carraspeó, con un gesto de seguridad muy raro en esos días.

—En realidad me gustaría hablar con Charles, mucho, diría yo —dijo, Anna volvió la cabeza rápidamente a ella y le pidió una explicación con los ojos—. Tienes razón, quizá pueda ayudarme. Hay mucho que no sé del campo laboral en el que quiero estar más adelante —hizo una inclinación de cabeza y pensó en una forma para distraer a Agdar, al menos por esa noche.

—Así se habla —Agdar animó—. Me cuesta imaginar que no puedas sacar provecho de un hombre como él. Estará encantado de llevarte a su lugar de trabajo.

Se contrajo y respiró profundo. Ya no tenía apetito, pero al menos todo había acabado. Su plato brilló pálidamente con todos los guisantes acomodados por color y tamaño. El silencio se hizo presente de nuevo, como una capa de polvo que se iba superponiendo con cada día de amargura y palabras que se habían atorado en el pozo de su garganta. ¿Cuándo tendría las suficientes fuerzas para dejarlo todo?

()()()()()()()

Alguien tocó; tres suaves golpes que se perdían junto con el "tic-tac" del reloj de pared que estaba encima del marco de la puerta. Elsa bajó el libro que estaba leyendo y, por un momento, pensó en no abrir. En fingir que estaba dormida. Se acomodó las gafas de lectura y esperó entre la luz amarillenta de su lámpara y la oscuridad que invadía los rincones de su habitación, ponderando cuándo es que por fin cedería al llamado. De nuevo los tres golpes que ya conocía. Suspiró y dejó el libro en su mesita de noche. Los dedos de sus pies se encogieron cuando tocaron el frío piso; sus piernas apenas se pudieron arrastrar hacia la puerta.

—Anna… —dijo, con un resoplido bajo—. Ya es tarde.

—Ni siquiera es media noche —ella sonrió de medio lado—. Estamos a tiempo.

—¿A tiempo? —preguntó, cruzándose de brazos para luego recargarse en el marco de la puerta cuando la pelirroja echó un vistazo hacia dentro.

—¿Puedo entrar?

—Dudoso.

—No seas tonta, mi vida corre peligro aquí… —susurró—. Y la tuya también.

—¿Y por qué exactamente?

—¿En serio? —Bufó, abriendo el saco largo que llevaba para enseñar bajo él su ropa de salir y no los pijamas. Elsa no recordaba haberla visto con una falda desde hace mucho.

—¿Viniste a enseñarme tu ropa nueva? —Levantó una ceja—. Cuando te vi creí que ibas a tomar una lupa e irte a buscar pistas, Sherlock.

—Ugh —Anna la empujó y se abrió paso por la habitación—. Eres insufrible.

Ella escondió media sonrisa mientras Anna cerraba la puerta, después de mirar por el pasillo y verificar que todas las luces seguían apagadas.

—Sé a qué viniste y mi respuesta es no —dijo enseguida.

—¿Qué? Pero…

—No, Anna.

—¡Pero pensé que querías ir! —ahogó en un susurro.

—No me voy a arriesgar. Viste a papá en la cena, si nos descubre me cortará la cabeza y la pondrá en su oficina como trofeo —Anna arrugó el ceño.

—Mañana no trabaja, sabes que se queda dormido hasta tarde los fines de semana. Ellos ni siquiera me hablan hasta el mediodía. Y tú desapareces desde temprano en muchas ocasiones, nadie notará la diferencia. No tardaremos… ¿sí? —Incluso con la mejor sonrisa de su hermana, Elsa negó.

—Es tarde, es peligroso; ve a dormir.

Anna no se movió ni un ápice cuando Elsa la haló hacia la puerta.

—Iré.

—¿Qué?

—Iré aunque tú no me acompañes.

—¿Estás loca? ¿Acaso nunca escuchas lo que te digo? Ni siquiera tienes en qué ir. A menos claro, que pienses cruzar media ciudad a pie mientras te congelas.

—Pediré un taxi —resolvió Anna con facilidad. Elsa le dio un gesto de incredulidad.

—Oh, claro, y vendrá hasta aquí sin despertar a nuestros padres. ¿Sabías que nuestros vecinos se enteran hasta de cuándo enciendo mi maldita lámpara para leer?

—No seas exagerada.

Anna le dio la espalda para mirar por su ventana, hacia el exterior, y ella dejó caer los hombros con una mancha de derrota, no quería más problemas. No quería que su hermana se involucrara más o que la quisiera ayudar con los conflictos con sus padres.

—Anna, por favor —susurró—. Sólo… esta noche no. Esta noche no…

La pelirroja volvió la cabeza hacia ella, despacio, con la luz amarilla de la mesita de noche haciendo que sus ojos parecieran de un tono verde. Elsa siempre pensó que el color de estos cambiaba según las estaciones; según los humores que desprendiera en sus alegrías y disgustos; si era un día azul o uno gris. ¿Qué significaba el color de los ojos de Anna esa noche?

—No puedes hacer siempre lo que él quiera —Anna le respondió entonces, bajando la mirada hacia la bailarina de ballet que una vez le había regalado cuando lo practicaba. Bailaba eternamente en la mesita atestada de libros. Anna acarició los bordes rotos que habían sido unidos de nueva cuenta. Elsa observó cuando su mirada se hizo opaca, como si supiera que la había arrojado al piso años atrás, el día que supo que la quería más de la cuenta; pero era imposible y se le hizo un nudo en la garganta porque se había sentido igual de rota que la figura—. Quiero que seas feliz por un momento, quiero que… dejes de mirar atrás. Que dejes de culparte por todo, por nada.

—¿Por qué… por qué haces todo esto? —inquirió por lo bajo.

—¿No puedes entenderlo aún, verdad? —Anna le sonrió con tristeza, Elsa en cambio sentía que sus extremidades jamás se podrían mover de nuevo—. No puedes entender lo importante que eres para mí. Sólo quiero que te lances sin miedo, esta noche y cualquier otra. Puedo ser tu paracaídas, ¿lo sabes? No soy tan débil.

Había algo de ironía en todo aquello. Anna no era un paracaídas como tal, a veces era algo más parecido a un hoyo negro que la desaparecía. También confesaba que lo entendía. Había entendido siempre que era importante para Anna porque es una cosa de hermanos; pero no era tan sencillo, no para Elsa. No lo era porque dolía, cada frase, cada mirada, roce, sonido. Le dolía amarla del mismo modo en el que le dolía saberse tan inútil en esa familia; sola y débil. Ahora no tenía ni a Henry, su abuelo, el único que podía hacerla sentir mejor después de noches como aquella.

—¿Sabes que si nos descubren mi castigo será peor que el tuyo? —cuestionó. Al frente, Anna apretó la mandíbula y asintió casi con derrota.

—Lo sé. Es injusto.

—Y aun así quieres seguir con esto.

—No tienes que seguirme.

—No van a estar felices —expresó con sencillez.

—¿En verdad crees que algún día lo estén? Aunque la tierra le dé un billón de vueltas al sol, el fin de la humanidad llegue y los ángeles del apocalipsis toquen a nuestra puerta con pastel y chocolate tibio, ellos nunca estarán conformes, Elsa. No importa el escenario. Así que tienes dos opciones ahora —Anna estaba muy seria—, regresar a la cama y tener un sábado normal, o mover tu trasero en este momento y acompañarme afuera. Sin padres, sin quejas, sin preocupaciones absurdas. Sólo tú y yo, como en los viejos tiempos.

Ella y Anna.

()()()()()()

Anna se desternilló de risa cuando Elsa pegó un brinquito al ver a una patrulla estacionada y el policía que comía una rosquilla dentro las saludó con media sonrisa. Bien, puede que estaba volviéndose paranoica y temía que todos se enteraran que ahora se escapaba a media noche como una adolescente problemática. Por Dios, tenía 21 años y aún le preocupaban esas cosas.

—Deja de reírte —masculló, cruzándose de brazos.

—Mira tu cara —Anna imitó su cara de terror—. Cielos, para ser tan mayor eres toda una gallina, Elsa. No es como si anduviéramos ebrias por las calles mientras les decimos obscenidades a los postes de luz.

—Aún estamos cerca de casa, ¿ya? Sólo… agh, olvídalo. Síguete burlando.

Anna le hizo caso. Se burló en todo el recorrido, hasta que Elsa admitió que había sido gracioso, levemente, y también la acompañó con una media sonrisa y luego algunas carcajadas que tuvieron que ahogar entre sus manos, porque recordaron la vez que Anna rompió los patines de Kitty, una de sus vecinas, y creyó que el padre de la niña —que era policía en ese entonces— la arrestaría y la haría pasar lo que le quedaba de vida tras las rejas. Anna no había querido salir de casa en una semana porque creía que en cualquier momento aparecerían diez patrullas para llevársela. Incluso le hizo prometer a Elsa que la fuera a visitar al menos una vez a la semana; después le había preguntado, con mucha gravedad, si tenía idea si en la cárcel había juguetes o al menos la dejarían pintar las paredes.

—¡Tenía cinco años!

—Y mucha imaginación —Elsa se mofó—. En verdad creías que te llevarían lejos, y no te enteraste que mamá había pagado los daños desde el primer día.

—Es porque son crueles e inhumanos. ¡Nadie me dijo nada! Sólo esperaron a que me consumiera en la desesperación.

—Creo que te querían dar una lección.

—¿Quién le hace eso a un niño? Si mi hijo rompe los patines de su vecina desagradable, prometo no traumarlo una semana entera. Unos minutos, no más.

Elsa sonrió ante el gesto de Anna y miró hacia el frente; la carretera estaba levemente mojada por el sereno de la noche.

—¿Has pensado en eso? ¿En tener… hijos? —la pregunta salió flotando sin poder evitarlo. ¿Qué pensaba Anna del futuro?

La chica se quedó callada por un momento, y Elsa supo enseguida por qué. Después del accidente, ambas habían salido muy heridas. Anna, con el golpe en la cabeza que la hizo casi morir; y ella, con todas las contusiones internas y la desesperanza de posiblemente haber quedado estéril. Había sido un tema que no habían tocado mucho, ni siquiera con los terapeutas. Era un tema que Elsa había decidido llevar al fondo de su cabeza porque se había quedado en posibles y, siendo sincera, ni siquiera estaba segura si quería traer a un hijo al mundo con toda la mierda que cargaba encima. Apenas podía consigo misma. Anna, sin embargo, se sentía culpable cuando se enteró en una de esas charlas grupales que ambas detestaban.

—No lo sé, es decir, no realmente —rio nerviosamente—. Quizá, en muchos años. Cuarenta, tal vez.

Elsa la empujó con el codo.

—Un androide lo tendrá por ti, entonces.

—Me ahorraré los dolores. He escuchado que no son nada agradables —Anna hizo una mueca—. Papá dice que mamá lo maldijo cien veces minutos antes de que yo naciera, y que le recordó a la abuela una docena más. Imagina todo el odio que una mujer carga antes de que su hijo nazca. Es como mítico y ensordecedor. Creo que nunca he escuchado a mamá decir una palabrota y mira, yo saqué su lado psicótico.

Ambas empezaron a reír, pero esta vez con menos entusiasmo. Elsa no recordaba que su madre hablara de su nacimiento con anterioridad, quizá nunca lo había hecho. Ni siquiera conservaban muchas fotos antes de que Anna naciera, era como si sólo hasta entonces su familia empezara a vivir.

Se quedaron en una parada de autobuses, aunque sabían que a esa hora ninguno pasaría. Las calles estaban desoladas y el cielo estaba negro, limpio de estrellas o la luna. Sin las luces artificiales, posiblemente habrían estado en completa oscuridad. Anna se abrazó a sí misma, buscando un poco de calor en su abrigo. No se habían dado cuenta de lo frío que estaba el ambiente hasta que ya era muy tarde para arrepentirse y regresar a la calidez de la casa.

—¿Entonces sólo salimos a tomar aire congelado? —Elsa se posicionó a su lado.

Anna sonrió y negó.

—El hombre del clima que mamá ama en secreto dijo que nevaría —ambas miraron hacia arriba, como para comprobar que las predicciones no eran erróneas. Suspiraron al mismo tiempo y el vapor de sus alientos se elevó hasta desintegrarse.

—Hace mucho que no nieva —Elsa hundió sus manos en los bolsillos y sintió el cuerpo de Anna más cerca.

—¿Unos meses y ya lo extrañas? —se estremeció cuando los dedos delgados de Anna se escabulleron en su muñeca; estaba congelada.

—En realidad la última vez estuve a punto de rendirme y dormir hasta que alguien me encontrara una década después, en mi habitación. Era el inicio de clases y no podía tener más congelado el trasero.

Anna echó una risotada y la abrazó con más fuerza, hundiendo la nariz en su hombro por dos segundos.

—Vámonos, quizá si caminamos entraremos un poco en calor.

—¿En serio sabes hacia dónde vamos? —preguntó Elsa sin confiar mucho en el sentido de la orientación de su hermana. Estaba muy segura que la casa de Mérida estaba al sur de la ciudad y no por el sentido contrario, ¿o habían dado una vuelta extraña antes?

—¡Por supuesto que sí!

No insistió y, al menos una media hora después, empezó a reconocer unas calles y, luego, unos comercios. Abrió los ojos y volvió la cabeza a Anna rápidamente, pidiendo una explicación de aquello, pero ésta sólo se encogió de hombros y le dedicó media sonrisa.

—¿Anna? ¿Qué es esto? —pararon de caminar.

—Tienes la nariz roja. Siempre se te queda así cuando tienes frío —dijo como si nada como respuesta. Elsa se empezó a exasperar.

—Anna, no sé qué intentas pero…

—Ven… —la haló con un movimiento rápido, Elsa casi se va de bruces al suelo, pero se recuperó enseguida y la siguió—. Necesitamos de tu sabiduría como chica mayor de edad; y puede que de tu identificación.

El pequeño mall brilló con sus luces blancas arriba de su puerta automática. Por supuesto que estaba haciendo esto, ¡Anna ni siquiera tenía planeado ir a la fiesta!

—Merezco una explicación —le dijo, antes de que entraran.

—¿Qué? Yo invito esta noche.

Anna entró y ella se quedó afuera, maldiciendo por lo bajo para luego seguirla justo por detrás. Había cámaras de seguridad en cuatro direcciones; el dependiente ni las miró por estar distraído con una revista sobre deportes mientras masticaba una goma de mascar. Además de ellos, no había nadie más. Anna se dirigió al pasillo de frituras y tomó al menos tres bolsas enormes que colocó sin mucha delicadeza en los brazos de Elsa. Por supuesto, ignoró su cara de incredulidad.

Siguieron caminando hasta encontrarse con varias marcas de chocolates comerciales. La pelirroja volvió a coger tres cajas pequeñas de los amargos, también tomó unas gomitas agridulces y las arrojó arriba de las bolsas de frituras; Elsa tuvo que sortear entre todo para que no se cayera nada. Se preguntó si Anna realmente se iba a comer todo eso o estaba preparando su propia fiesta y aún no le informaba.

—¿Trajiste monedas de oro para pagar todo esto y no me dijiste?

—Como 20 galeones, ¿conforme?

—Sí, Potter.

Anna le sacó la lengua y fueron hacia las neveras de bebidas. Estuvieron mirando un rato muy extenso, anonadadas; de pequeñas su madre les había prohibido beber sodas y, ahí, sentían que habían encontrado el tesoro escondido con las bebidas gaseosas de todos los sabores.

—¿Uno no hace mal, o sí? —Anna preguntó sin mirarla, ambas tenían la vista en el Dr. Pepper que casi parecía estar ahí para ellas—. No es como si fuera alcohol.

—Supongo que mamá no se tiene que enterar.

Ambas se miraron al mismo tiempo, entendiendo lo infantiles que se escuchaban. Estallaron en una carcajada y dos de las cajas de dulces cayeron al suelo con estruendo. El dependiente les echó un vistazo a la lejanía, con una ceja levantada. Anna recogió ambas y pidió disculpas demasiado alto, aún riéndose.

—Oh, Elsa, eres tan infantil. — La reprendió con exageración, abriendo el refrigerador para tomar dos latas de la bebida.

—Vámonos antes de que nos echen de aquí, pelirroja —Anna le dio una mirada extraña—. ¿Por qué no me gusta ese gesto?

—Porque crees que soy hermosa.

—Eso no tiene sentido.

—Estudio artes, claro que nada de lo que hago tiene mucho sentido hasta que está terminado.

Cerró la puerta del refrigerador con la cadera y caminó hacia otra y la abrió. Elsa miró hacia arriba para evitar mirar todos los movimientos. Luego entonces, Anna cogió una pequeña caja. Era cerveza.

Elsa inclinó la cabeza y leyó con dificultad.

—¿Robaste un banco e intentas gastar todo hoy? No, espera, ¿planeaste una fiesta? Tenía la ligera sospecha.

—No, idiota — la pelirroja la empujó con todo el contenido en sus manos—. Esto está congelando, camina, a pagar.

—Bueno, ya sabes, sería más fácil beber café.

—No te saqué de tu cueva para beber café.

—Oh, Dios, ¿en qué la has convertido? —se mofó—. Devuélveme a mi pequeña hermana que era noble, sincera y no se quería embriagar con… ¿Qué es eso? ¿Un litro de alcohol?

—Lo dice la que no aguanta ni una copa de vino. ¡Mueve el trasero, Elsa!

Llegaron a la caja entre empujones y risitas, con muchos chocolates y frituras dañadas que no podían cambiar. Elsa dejó caer todo el contenido que traía en los brazos y el muchacho, no mayor que ellas, la miró de arriba hacia abajo con una sonrisa. Ya no lucía tan agrio como hace un rato. Elsa elevó una ceja, reconociendo enseguida ese gesto.

—Su cabeza está al frente —Anna dijo al chico, le arrebató la cartera a Elsa y arrojó su identificación; luego sacó un par de billetes arrugados y los estiró sobre la mesa. Elsa estaba haciendo todo lo posible por no echarse a reír cuando la chica terminó de contar, le faltó y sacó un puñado de monedas de distintos tamaños; las dejó a un lado de los billetes. Todo el procedimiento con la cabeza digna. Parecía que alguien había roto el cerdito alcancía de su niñez esa noche.

—Tantos galeones —murmuró Elsa con diversión. Anna le dio un puntapié no muy amable que la hizo hacer una mueca, mientras el sujeto levantó la identificación para observarla detenidamente.

—¿Elsa Arendelle? —preguntó interesado.

—Es gay. Cobra, ya —apuntó Anna como si nada, quitándole la identificación casi al momento. El muchacho levantó las cejas y ahora las miró a ambas como si por fin entendiera algo.

Por un momento, Elsa se quedó inmóvil tratando de digerir lo que ocurrió. El dependiente sólo se aclaró la garganta y les entregó dos bolsas de papel con un repentino cambio de humor. Anna arrojó las compras dentro y la haló del brazo con suavidad para que salieran de ahí ya mismo; escucharon claramente cuando el chico las llamó "malditas lesbianas". La pelirroja reacciono casi al instante, volviendo medio cuerpo para levantar elegantemente el dedo corazón como despedida.

—No tenías que hacer eso —Elsa la regañó cuando estaban afuera; sentía una extraña acidez porque era la primera vez que le ocurría algo así—. No puedes andar hablando como si nada sobre eso. No es tu problema. No tenías que hacerlo.

—No dejaba de mirarte. Se llama acoso, ¿habrías preferido que siguiera?

—En dos minutos nos iríamos. Sólo dos minutos tenías que esperar. Decir que soy gay no cambia nada. ¿Crees que esa es mi tabla de "salvación"? —Anna dejó de caminar y la miró con indignación.

—Sólo intentaba protegerte.

—Pero si sigues de ese modo lograrás que todo termine peor. No estás ayudando. No sé si te has dado cuenta, pero la mitad de la población es tan homofóbica como nuestro padre. Quizá la próxima vez hagas que nos asesinen.

—A veces eres tan injusta —Anna arremetió, apresurando el paso.

—¿En verdad lo crees? —elevó la voz, siguiéndola por detrás—. Ahí adentro no sólo era yo, Anna. El chico pensó que tú eras…

—¿Qué era lesbiana? —rio con socarronería—. Bienvenida al siglo XXI, querida hermana, no es una enfermedad.

Anna era rápida y Elsa perdía el aliento. ¿Por qué era tan terca? Cuando al fin logró alcanzarla, Anna casi chocó de frente con ella.

—¡No entiendes! —ahogó—. Voy a pasar por esto, mil y una veces más hasta el cansancio. Toda mi vida. No, no es una enfermedad. No, no es algo que elegí. Pero hay gente que no va a aceptar nada, Anna. Van a odiarme sin razón, porque les enseñaron que tenía que ser así. ¿Crees que quiero que te agredan a ti por mi culpa? ¿Qué habría pasado si en esa tienda hubiera más gente, eh? ¿Qué pasa si salimos y nos esperan? ¿Sabes cuántas personas han muerto así, porque personas que no las toleran las asesinan a golpes? Tienes que pensar. Tienes que pensar en ti, joder. No puedes sacar estos temas de la manga sólo porque tú lo ves normal —suspiró cuando Anna se negó a mirarla y bajó la vista al suelo—. No todos son como tú… Y eres horriblemente terca e imprudente, ¿lo sabías? Tu temeridad puede traerte problemas más adelante, haces que me duela la cabeza y me altere… —sonrió derrotada cuando notó los hombros caídos de su hermana—. Y aun así… Gracias, Anna.

La aludida levantó la vista y parpadeó confusa.

—Espera, ¿qué?

Se aclaró la garganta; no todos los días hacía algo como aquello, después de todo.

—Gracias —repitió con transparencia—, por lo que hiciste ahí dentro. Por estar conmigo, por… Seguir aquí. —Anna se mordió el labio inferior con una repentina alegría—. Aunque fue estúpido e insensato, y puede que…

—¡Agh! —Blanqueó los ojos—. Mejor cállate, Elsa.

Elsa empezó a reír y le dio un empujoncito.

—Era broma. Sólo gracias. Promesa. Ya, me callo.

En respuesta, la más joven negó.

—Lo siento. Sí fue estúpido… pero no puedo soportar esto, que tengas que vivir con toda esa mierda sólo porque sujetos como él piensan de ese modo. Destesto que tengas que pasar por esto; lo odio de mil formas porque sólo quiero protegerte. Quiero que puedas ser feliz sin que esta última tenga que depender de otras personas, sin que tenga que ser efímera y luego tengas que bajar la cabeza, ¿ves? Justo como ahora.

Elsa sonrió de medio lado y levantó el rostro.

—Todo va a estar bien…

—Siempre dices eso —y Anna la abrazó como pudo, apretujando todo lo que habían comprado entre ellas—. Te quiero.

—… También te quiero.

()()()()()()()()

La puerta emitió un chirrido espantoso, como de película de terror. La risita de Anna no se hizo esperar.

—Me siento como una profanadora de tumbas —le dijo a la pelirroja, mientras entraban por la parte trasera del edificio, donde estaban las oficinas.

—Casi, Pabbie no sabe que estamos aquí.

Abrió los ojos y dio un paso atrás.

—¡Y me lo dices ahora!

—Ay, por favor, Elsa. Es el padre de Kristoff, él te ama. No se va a molestar porque tú y tu hermana usen un rato el lugar—respondió Anna, con un ademán de simplicidad.

—La última vez que vine fue hace… ¿qué, cuatro años? —Elsa fue hacia la izquierda y Anna a la derecha, ambas buscaban el interruptor de la luz. Chocaron varias veces con sillas o con estanterías, nadie sabía bien. Nunca habían estado en las oficinas antes.

Una brillante luz blanca iluminó el espacio cuando Anna al fin encontró lo que buscaban. A parte del desorden monumental en el escritorio, no había nada fantástico en la vieja oficina.

—Y se hizo la luz —apuntó Anna, yendo a abrir un cajón del escritorio para sacar una linterna. Elsa levantó las cejas como pidiendo explicaciones—. Kristoff me dijo dónde podía encontrarla. Ahora… Quédate aquí, iré a encender las luces de la pista.

—¿Puedo ir contigo? —bromeó.

—No seas una llorica. Ya regreso.

Anna salió haciéndose la valiente, aunque Elsa sabía que la oscuridad no era su mejor amiga. Se sentó a esperarla, mirando de reojo las paredes tapizadas de fotografías familiares; le sorprendió encontrar una de ella y Kristoff, no sabía que Pabbie la apreciara tanto. Se veían muy jóvenes, ambos, quizá tenían quince años para entonces. Había sido una época buena, y la nostalgia la invadió, sobre todo por el trago amargo de saber que ni siquiera se habían hablado en días. Sin embargo, él había concedido todo esto; darle a Anna las llaves de la pista de patinaje no era poca cosa. Pabbie era el dueño, claro, y quizá sí la quisiera un montón, pero si se enteraba que estaban aquí a estas horas… No sería lindo para el rubio.

Era un lugar pequeño, normalmente servía para las prácticas del equipo de hockey que manejaba Pabbie y uno de los hermanos de Kristoff, aunque los fines de semana, como aquel, también era abierto al público. Pero definitivamente no en estos horarios. Elsa lo conocía porque se había metido al equipo hace tiempo, pero fracasó tan rápido que ni siquiera debería contar más que para reírse un rato. Sabía patinar, claro, mucho; pero una cosa era el patinaje artístico que a ella le gustaba y otra el hockey. Después de asumir su derrota, se conformó con asistir esporádicamente a pistas de patinaje hasta que el gusto se evaporó, del mismo modo que lo hicieron otras tantas cosas como el ballet, el piano o cualquier otra cosa que su padre insistió que practicara.

Anna llegó minutos después, igual de pálida que un papel.

—Sólo para que sepas, casi muero.

—¿Con la sombra de una escoba?

—Claro que no, era… Bueno, sí, era una escoba, pero era una fea escoba.

Elsa curveó los labios y los apretó para no reírse.

—Bueno, ¿entonces qué tienes planeado?

—¿Comer?

—Sí, bueno, eso suponía con todas estas bolsas. ¿Aquí?

—No, ya están encendidas las luces. Vamos a las graderías.

Se sentaron en la penumbra de las tribunas, porque Anna sólo había encendido las de la pista que ahora les regalaba un poco de luz. Sacaron todo el contenido de las bolsas de papel y lo dejaron a la suerte de escoger qué sería lo primero. Por supuesto, terminaron abriendo casi todo para comer sin orden y preferencias de dulce o salado.

—Dios, esto es delicioso —dijo Anna, y Elsa miró el empaque de las papas fritas que comía y elevó las cejas.

—Y no quieres saber de todas las grasas… A esta hora, más los chocolates, las gomitas, la soda…

—¿Sabes que le quitas la diversión a este asunto, verdad? —Anna le dio un empujoncito, tomando lo último que le quedaba del Dr. Pepper—. Es un crimen lo que hizo mamá, prohibirnos todo esto… ¿No piensas que nos arrebató media niñez? —preguntó con fingido dolor.

—Y nos libró de la diabetes, el colesterol…

—¡Elsa!

—Ya, ya, está bien —rio—. Sigue comiendo, me sentiré menos mal cuando termine la soda y tú hayas terminado con todos esos paquetes de chocolates.

—Creí que te gustaban.

—Me gustan —aceptó, quitándole el envoltorio, sólo para notar que ya no quedaba nada—. Sí, bueno, pudieron haberme gustado…

A las golosinas le siguió el alcohol. Elsa lo miró un segundo antes de que Anna se atreviera a abrirlo.

—Creo… creo que deberíamos patinar antes de que eso entre en tu organismo… eres pésima patinando, no quiero imaginar lo que serías con eso encima.

Anna la miró con ofensa y se levantó.

—Si te traje aquí es porque he mejorado.

—Ah, ¿sí? —jugó—. ¿Entrenaste mucho?

—Cerca de una hora, por la mañana… Cuenta.

—Seguro, te caerás una vez menos.

—No si me sostienes. Anda, levanta ese trasero bonito.

Elsa suspiró, viéndola bajar para ir a ponerse los patines. Era una buena noche, no podía quejarse, pero tampoco podía evitar sentir que se hundía un poco más al tratar de no pensar en todo, sobre todo, en el porqué de las acciones de Anna. La siguió casi al momento y, después de ponerse los patines, salió a la pista con la misma confianza de hace unos años. Anna la miró con cara asesina cuando se tambaleó hacia ella.

—No me he reído.

—Tú, cosa maloliente —la picó con un dedo—. Ayúdame…

—Sólo tienes que…

—Sí, sí, deslizarme como si fuera lo más natural del mundo.

—Dame tu mano, ven.

—No te muevas tan rápido… ¡Elsa!

—Estoy yendo más despacio que el cerebro de Kristoff en un examen.

Para su sorpresa, Anna se rio ante el comentario, lo que la hizo dar un mal movimiento y casi irse de bruces antes de que la sostuviera con fuerza.

—¿Has visto cuando se queda viendo su almuerzo? —dijo, recomponiéndose—. Pienso seriamente que se puede comunicar con sus hamburguesas.

—Y con Sven, su perro. Entre otros. Pensé que lo sabías ya.

El ruido de las cuchillas al deslizarse por el hielo era lo único que se escuchaba. Elsa nunca había podido disfrutar de ese silencio antes, no en un lugar como aquel. Incluso casi había olvidado lo mucho que le gustaba hacer aquello, sólo darle vueltas a la pista hasta que se cansara; hasta que se olvidara de sus pensamientos.

—Jane… —susurró Anna con vacilación, volviendo a sujetarse con fuerza de sus brazos—. ¿Hace cosas extrañas?

—¿Cómo hablar con su comida? No lo creo.

—Sí, eso sonó raro… Uhm, creo que en realidad quería preguntar qué te atrae de ella. Es decir, es bonita e inteligente pero… No lo sé, ¿estoy preguntando de más? No sé cuál es su dinámica, es decir… —dejaron de patinar y se quedaron en el medio, frente a frente—. Ella y tú…

Arrugar el ceño no iba a servir cuando Anna se sonrojó.

—Ella y yo…

—No, estoy diciendo estupideces, y eso que no bebí. Nada, no es nada.

—Dilo. Termina.

—Me parece fuera de lugar. Incluso grosero.

—No has dicho nada aún.

—Lo sé, estoy escuchándome en mi cerebro y me doy cuenta que me urge un filtro. Uno grande y que pueda entender decenas de incoherencias por segundo; que funcione siempre, como ahora. Ya sabes, entonces, ¿por qué nunca hablamos de sexo? —Elsa hizo corto circuito. Y Anna lo supo enseguida cuando los colores de su cara se intensificaron—. Oh, Dios, lo que quería decir es que… A lo que me refiero es… Estaba pensando en la homosexualidad y los aspectos físicos como… ya sabes, ¿lo sabes? Yo creí que tú… ¡Diablos! Alguien necesita callarme.

—Sexo, homosexualidad, Dios y el diablo. Yo diría que más bien alguien debería darte un premio por juntar todo eso sin hacer explotar al mundo —Elsa fingió que no estaba tensa y atinó una sonrisa para luego mirar hacia un lado—. Aunque debo decir que no entendí tu punto.

Anna gimió.

—Creo que no había uno realmente. A veces siento que nuestra dinámica de hermandad es extraña y... No sé, ¿alguna vez te has preguntado cómo se comportan los hermanos en general?

"No enamorándose del otro", pensó, con un agujero en el estómago que empezaba a nacer, de nuevo. Le parecía extraño que Anna se preguntara tal cosa, creía que era algo que sólo ella consideró en varios puntos de su vida. El dilema era… ¿por qué?

—Creo que somos muy normales.

—Sí, lo sé, es decir… —la pelirroja suspiró, tratando de seguirla despacio—. Pero todo lo que ha pasado… a veces siento que…

—Que no me conoces —Elsa miró un punto perdido entre el hielo y se deslizó lejos. La voz de Anna empezó a decaer.

—No quiero sonar mal, no es la intención en lo absoluto, sólo… Por un día quiero saber lo que era sentirse así, tan… infinitamente poderosa a tu lado, como cuando éramos pequeñas; cuando nuestras cajas eran torres y unas sábanas eran nuestro hogar. Cuando podíamos mirarnos sin… Sin ver el pasado doloroso. Me gusta estar contigo, siempre adoré estar a tu lado y cuando te separabas, cuando te separaste… Sentí que moría. Y no sabía por qué.

Estaban de espaldas, pero casi podía escuchar la respiración de su hermana.

—Anna, no tienes que… —respiró profundo—. Ya hemos hablado de cierta forma sobre esto y...

—Hablamos del accidente. Pero antes… ¿Por qué te alejaste antes, Elsa?

Se volvió lentamente hacia Anna y se encontró con su espalda tensa. ¿Qué respuesta esperaba? ¿Qué debía decir? Como si contar la verdad fuera tan sencillo… Vio ahí, a la chica que había visto crecer; era su hermana, claro, una parte importante en cada pilar de lo que consideraba familia. Pero también era Anna, la chica que la había enamorado con y sin nada, por nada. Revisó el pasado, como solía hacerlo cada vez que tenía que encontrar respuestas de ese tipo, como si la enciclopedia de la vida se encontrara ahí… En los muros pintarrajeados y los caballos que eran escobas. Pensó en la niña que había cavado con ella, días enteros entre ropas y sábanas que se hicieron montañas, castillos y guaridas secretas. Pensó en las sonrisas infantiles, tiernas, felices… En la casa oscura que sólo era de ellas, hecha de mantas y frazadas en días de invierno. Donde Elsa podía mirar a Anna y amarla con cada pedacito de su alma aún completa de ese entonces, cuando reír con ella no significaba un dolor que tendría que olvidar cada vez que caía la noche. A veces… sólo quería volver a armar aquel lugar secreto, como si sólo de ese modo pudiera decirle lo mucho que la quería, lo horrible que estaba siendo toda esa pesadilla. Lo terrible que se sentía tener que olvidarla, aunque olvidarla fuera lo último que quisiera hacer estando viva.

La próxima vez que se deslizó, no fue para alejarse como siempre lo había hecho. Esta vez lo hizo despacio, hacia ella, hacia Anna que aún esperaba una respuesta que no podía ser contestada.

—… Odiaba, yo te odiaba —susurró, Anna no se volvió para mirarla y dios, cuánto había agradecido ese hecho—. Odiaba que pudieras hacer lo que quisieras mientras yo… —"Te estaba queriendo de las maneras más desastrosas"—. Mientras tenía que rendirles cuentas a todos, mientras papá te aplaudía cada caída y aborrecía cada maldito paso que yo daba. Odiaba que fueras tan perfecta en tu astuta imperfección… No quería mirarte, no quería enfrentarme al hecho de que nunca podría brillar como tú.

Tenía dos opciones, quedarse ahí y esperar algo… lo que sea, o abrazar a su hermana y hacerle entender, de alguna forma, que sentía lo injusta que estaba siendo.

La abrazó.

Anna se tensó al sentir sus brazos sobre su abdomen, y Elsa casi suspiró cuando hundió la cabeza en su nuca y sus labios temblaron sobre la piel expuesta de la pelirroja. Pudo sentir el leve aroma de su cabello y, quizá, el perfume simple natural de la chica. Nunca lo sabría, aunque le doliera aceptarlo.

Como respuesta, Anna posó sus manos sobre las de ella y acarició levemente, como si aún con todo lo dicho quisiera reconfortarla.

—Es… curioso. Irónico tal vez… para mí, tú siempre fuiste el concepto de perfección, Elsa. Sin importar qué. ¿Cómo podía perfilar en tus pensamientos que yo, este desastre humano, pudiera ser mejor y…?

—Cállate —dijo en voz baja—. No fue tu culpa… Nada ha sido tu culpa. Nadie es perfecto, eso lo entendí con los años.

Anna inclinó la cabeza y, si Elsa no fuera demasiado crítica en todo, casi le habría parecido una invitación el cuello expuesto y sentir el cuerpo caliente de Anna más cerca de ella. Un suspiro. ¿De quién? No sabía.

—Ya no importa… Estás aquí. Estamos aquí.

¿Pero por cuánto tiempo?

()()()()()()()

—¡Estoy perfectamente bien! —Anna regañó, cuando se tambaleó hacia la derecha y amenazó con caer al suelo; Elsa la había sostenido antes de que sucediera—. ¿Estás segura que no seguimos en la pista? —Elsa se rio de su comentario—. Era claramente una broma, por cierto. No estoy ebria.

—Por supuesto… Ven, dame tu mano. —Nevaba.

Las calles se habían tapizado por una delgada capa de nieve cuando al fin salieron del lugar. Elsa levantó el rostro al cielo y vio caer casi en cámara lenta los pequeños copos que se perdían por todas partes; adornaron en poco tiempo el cabello de su hermana y el suyo. Era ya muy, muy tarde y Anna había bebido absolutamente toda la cerveza cuando ella se había negado. Ahora decía cosas estúpidas cada minuto. No es que fuera malo, de hecho era muy gracioso verla en ese estado, pero Elsa temía que no pudieran llegar a tiempo para el amanecer si la ebriedad de Anna no cooperaba.

—¿Crees poder caminar de regreso? —preguntó cuando la pelirroja casi se durmió en su hombro—. No creo poder cargar una tonelada de Anna.

—No estoy tan mal, Elsa. Ni gorda.

—A mí me parece todo lo contrario —chinchó.

—Tonta. Quizá si alguien se hubiera tomado al menos la mitad de la cerveza…

—Y entonces tendríamos dos problemas muy graves. —Ni siquiera quería imaginar su gran bocota estando ebria.

—Creo que quiero vomitar…

—Te lo prohíbo. ¡Eh! Que es en serio.

—No puedes prohibirle tal cosa a mi estómago.

—Ni sueñes que te sostendré el cabello mientras dejas todo tu ADN por la ciudad hasta llegar a casa.

—Eres un ser horrible.

Vieron el amanecer. Nunca lo habían presenciado juntas. Pero lo vieron cuando se dieron cuenta que jamás llegarían a tiempo a casa y el sol salía casi apagado entre la nieve. A Elsa casi le pareció un nacimiento, no uno brillante y cálido, pero sí uno que venía con un tartamudeo de esperanza. Uno que descongelaba a su corazón; le daba una oportunidad. A su lado, Anna le dio un apretoncito en la mano e hizo silencio, completamente ajena a sus pensamientos. Las calles, los autos, las casas, fueron iluminándose para dejar atrás la penumbra. En un rato, su madre despertaría pero no bajaría a la cocina si no hasta las 8 de la mañana a beber café y preparar el desayuno. Tenían todo ese tiempo para llegar, pero ahora Elsa no sabía realmente si quería estar en casa. Aguantar. Sobrevivirle a ese mal clima.

Anna le siguió recordando, en todo el transcurso del camino que les quedaba, partes de su niñez que casi había olvidado. Al parecer, aún ebria, su hermana parecía tener una buena memoria cuando se trataba de ellas. Quiso resguardar cada parte, para que no volviera a perderlo por ahí, para no fallarle más. Y, cuando llegaron, se despidieron en silencio, confidentes. No habían dormido nada y quizá no despertarían en mucho rato, aunque su madre detonara dinamita para hacerlas levantarse. Ese día no. Ese día, Elsa quería que se quedara así, inamovible en su memoria.