Bueno, el último y el más largo. Aquí llega el final de este fanfiction que se me ocurrió por muchas razones diferentes y que llevé a cabo por dos: usarlo como una pequeña forma de alabar el genial trabajo de Jan y los actores, fue impresionante; y como homenaje a mi querido Lee. No es comparable con el capítulo pero, oye, algo es algo.
Así que os dejo con este capítulo escrito bajo la amenaza de mis Rizzleholics de que, o actualizaba, o mataban a un patito. Que sepáis, chicas, que he escrito esto con un brazo dormido, lo cuál ha sido, a partes iguales, divertido y complicado.
¡Espero que os guste!
PD: Empieza desde la POV de Maura y termina con la de Jane.
Capítulo 5 – Aceptación
La fuerte y brillante luz del sol se coló a través de las cortinas a medio bajar de mi habitación indicándome que ya podía abrir los ojos y dejar de fingir que estaba durmiendo. Rodé sobre mi espalda mientras estiraba todas mis articulaciones, un gemido de placer escapando de mis labios cuando las sentí crujir y desperezarse lentamente. Apenas había dormido en toda la noche, más bien había pasado las horas dando vueltas en la cama, destapándome solo para volver a taparme porque tenía frío, pensando muchas cosas y a la vez ninguna. En esos momentos, encontraba en mi pequeña rutina un poco de confort, familiaridad, calma.
Pero no duró mucho.
La realidad cayó sobre mí como un mazo que me dejó sin respiración al darme cuenta de qué día era hoy. Mejor dicho, qué ocurría hoy.
La posibilidad de fingir que estaba enferma y no ir al funeral pasó por mi cabeza, pero solo ese simple pensamiento hizo que mi pecho comenzara a picar ligeramente para recordarme que era incapaz de mentir. Tendría que levantarme, reunir mis pedazos, juntarlos con superglue. Tendría que sonreír falsamente para ocultar las lágrimas, sentarme en un duro banco de madera orientado al féretro en el que Frost descansaría. Tendría que quedarme de pie mientras le veía desaparecer dentro de una fosa profunda de tierra. Pero lo peor de todo sería soportar estoicamente el rastro que la devastadora tristeza había dejado en el rostro de todos los seres queridos del detective. Ya no solo era el tener que decirle a él adiós finalmente, sino mirar a mí alrededor y ver que la pena y la desolación que sentía yo también la sentían los demás.
No estaba segura de poder con eso…
Unos suaves golpes en la puerta de mi habitación me sacaron del bucle de autocompasión en el que me había sumido.
- Adelante – dije con la voz ronca, mi garganta rasposa todavía por las noches de llanto.
El manillar giró y la madera se abrió para dar paso a la cara llena de preocupación y cansancio de la detective.
- Jane… - susurré mientras me sentaba en el borde de la cama. Palmeé la franja de colchón que había a mi derecha y ella se acercó con paso vacilante.
- ¿Estás bien? – inquirió con la voz más grave de lo normal.
- No – contesté sinceramente. Una sombra de sorpresa cruzó rauda por su cara antes de volver a adquirir la misma expresión de derrota que antes. – Estaba considerando la posibilidad de quedarme aquí con la excusa de estar terriblemente enferma.
- ¿Y lidiar con la urticaria? No sé qué es peor, Maur – bromeó la detective.
Sonreí ligeramente antes de suspirar y apoyar la cabeza en su hombro. Jane buscó mi mano y entrelazó sus dedos con los míos con una suave caricia.
- ¿Y tú cómo lo llevas?
- Siento náuseas – confesó la morena sin moverse.
- Eso es normal, estás en el primer trimestre de un embarazo…
- No – me cortó. – Siento náuseas ante la idea de que dentro de una hora tendré que hablar frente a una masa de gente sobre Frost y no será para otorgarle una medalla al valor, sino para enterrarle.
No dije nada, tampoco podía. Mi garganta se había cerrado y apenas dejaba pasar el oxígeno a mis pulmones. Sabía que cualquier cosa que le contestara serían palabras vacías, llenas de aire, no la consolarían de ninguna manera. No había consuelo para estas situaciones… Siendo consciente de ello, apreté con fuerza su mano entre las mías y acomodé mejor mi cabeza sobre su hombro.
- Espera, ¿has dicho una hora? – salté mientras me incorporaba bruscamente. – Oh, dios mío, ¡no me va a dar tiempo!
Jane soltó una carcajada mientras me observaba ir corriendo de un lado para otro de la habitación, entrando y saliendo del baño, arreglándome en un tiempo récord. En algún momento abandonó la habitación para darme algo de privacidad y me quedé sola.
Cuando vi que todavía quedaba media hora para irnos y yo ya estaba lista, me calmé, la tristeza alcanzándome y enredando sus brazos alrededor de mi cuerpo. Había logrado dejarla atrás con mi frenesí por vestirme, la cabeza ocupada con la lista de cosas que tenía que dejar hechas antes de irnos, demasiado preocupada por la hora como para pensar en cualquier otra cosa. Pero ahora que ya no tenía prisa, volvió a ocupar su lugar y sentí que la energía que había poseído a mi cuerpo minutos atrás me abandonaba.
Me miré en el espejo, mis manos deslizándose sobre la suave tela del vestido negro, mis ojos recorriendo mi cansado rostro: las bolsas y las ojeras signo de mi falta de sueño; el verde avellana de mis ojos ya no brillaba con intensidad como hacía normalmente, estaba apagado, derrotado, cansado. Me recogí los rizos rubios en un moño, teniendo cuidado de dejarme algunos mechones sueltos para que suavizaran el peinado.
Otra vez llamaron a mi puerta, pero ésta ya estaba abierta, por lo que dejó ver a Jane parada bajo el marco. Pude apreciar que estaba preparada para irse, su pequeño bolso sujeto en una mano con fuerza como si dependiera de él para mantenerse en pie. No me giré para mirarla sino que nuestros ojos se encontraron a través de mi reflejo en el espejo. Lucía pálida y apunto de desmayarse. Respiré hondo para tratar de aliviar de algún modo la presión de mi pecho pero no dio resultado.
- ¿Vestido nuevo? – pregunté mientras dejaba que unas gotas de perfume cayeran por mi cuello. Me agarré al borde de la cómoda donde tenía los frascos colocados para que de esa manera no se notara tanto el temblor de mi cuerpo.
- Las circunstancias lo requerían – contestó gravemente, retorciendo con nervios los dedos.
- Estoy segura de que a Frost le encantaría.
- Él… - su voz se quebró y luchó consigo misma para poder volver a hablar. Ya calzada con los tacones, me acerqué a ella en un par de pasos inestables, agarrando sus manos entre las mías y obligándola a mirarme. –Barry le confesó a Tommy que había estado enamorado de mí bastante tiempo…
- Oh, Jane – susurré mientras la atraía hacia mí. Enredó sus brazos alrededor de mi cuerpo y me estrechó contra ella con fuerza. Temblaba violentamente pero ninguna lágrima cayó de sus ojos, lo que me hizo preguntarme por cuál etapa estaría.
Los minutos pasaron pero no hicimos ni un solo gesto de romper el abrazo. Angela nos llamó desde la cocina y ambas nos miramos a los ojos fijamente.
- ¿Estás preparada? – pregunté con suavidad.
- Nunca lo estaré – negó ella con un encogimiento de hombros.
Angela y yo fuimos hasta la iglesia en mi Toyota mientras Jane nos seguía en su coche. Mantuve siempre un ojo fijo en el espejo retrovisor para asegurarme de que iba bien, no me había gustado la idea de dejarla ir conduciendo sola pero se había mostrado rotunda y cabezota sobre aquello.
Mientras entraba en la iglesia, no pude evitar pararme un momento a apreciar la belleza de los rayos de sol colándose a través de las múltiples vidrieras que decoraban las paredes del edificio, proyectando un abanico de colores sobre los bancos y el suelo pero sin llegar a tocar el altillo en el que reposaba el ataúd de Frost. Él nos sonrió desde una foto colocada sobre la madera y sentí que mi corazón se saltaba un latido. Jane daba deliberadamente la espalda al féretro con la tapa abierta, sin querer o sin poder hacerle frente al cuerpo inerte del detective.
Yo, sin embargo, me sentí atraída hacia él. Paso a paso, casi de manera inconsciente, me acerqué y observé, maravillada, el gran trabajo que habían hecho los de la funeraria al tapar totalmente las heridas que había sufrido en la cara durante el accidente. Apenas conseguía respirar y los lagrimales me picaban, tenía la vista desenfocada; aun así, coloqué ambas manos sobre el borde del ataúd, reposando sobre la fría madera. Mis ojos recorrieron solos el cuerpo de Barry Frost, vestido un con un esmoquin negro que le hacía muy atractivo, las manos entrelazadas sobre el pecho inmóvil. Pero era su rostro lo que más me chocó.
La calma que reflejaba contrastaba tanto con nuestro dolor. Era como si estuviera plácidamente dormido…
Como si fuera una espectadora que se observa a sí misma desde fuera, totalmente inconsciente de mis acciones, alargué una mano y le acaricié suavemente la mejilla. Su súbita frialdad fue como una puñalada clavada directamente en mi estómago. Aquella era una sensación a la que estaba acostumbrada como forense, pero verla reflejada en alguien que, hasta hacía poco, estaba tan lleno de vida, cuyo abrazo siempre había sido cálido y reconfortante; fue una manera de abrirme los ojos.
Fue el golpe de realidad que siempre acompaña a la aceptación.
Preparada esta vez, volví a rozar su mejilla con el dorso de mis dedos.
- Descansa en paz, Barry Frost – susurré con inmenso cariño.
-R&I-
Pasé toda la ceremonia sumida en una especie de inconsciencia, una neblina que no me dejaba oír ni ver bien. Aunque huir del ataúd de Frost era una acción muy consciente y que me encontraba a mí misma haciendo automáticamente cada vez que me veía empujada hacia aquella zona, sentía que mi cuerpo era una persona totalmente diferente a mi mente. Yo estaba allí, sonreía, decía mi discurso, mostraba las fotos elegidas por Frankie; pero en realidad estaba a kilómetros de distancia, sobrevolando la iglesia, sumida en los recuerdos, en tiempos mejores, más felices.
La única que pareció darse cuenta de mi ausencia fue Maura, quien intentaba cubrirme siempre que podía. La había observado acercarse al féretro nada más llegar, aprovechando que habíamos estado solo nosotras tres en el edificio; había visto cómo había acariciado a Frost, cómo se había despedido de él, y no había podido evitar maravillarme ante la aparente tranquilidad que se apoderó de ella una vez lo hizo. Sí, había derramado una lágrima o dos durante mi discurso, pero ya no parecía estar sumida en la angustia, su rostro no denotaba la misma desolación que había visto reflejada esa mañana al entrar en su habitación y verla tumbada en la cama, inmóvil.
Yo también quería encontrar el alivio de la aceptación, pero me veía incapaz de afrontar lo que yacía sobre el altillo, mirar la pulida superficie de madera y a su habitante. Volví a mi asiento mientras la gente seguía pasando frente a mí, dando el pésame a quien se les pusiera por delante. Apoyé la cabeza entre las manos y sentí que como siguiera allí metida un segundo más, explotaría.
- Salgamos fuera – dijo una voz muy familiar mientras su mano se deslizaba de mi espalda a mi brazo, entrelazándolo con el suyo, guiándome a una puerta trasera que daba a un pequeño jardincito que mantenían los curas y las monjas.
Suspiré, aliviada, y llené mis pulmones de aire fresco. Maura no apartó su mirada de mí ni un segundo, podía sentirla sobre mi piel, su preocupación quemándome como hierro ardiendo. Nos sentamos en un banquito de piedra que estaba a la sombra de un árbol frutal y me quedé observando el cielo azul.
- Esto es irrealista – murmuré. Hice un gesto, señalando hacia el cielo y el edificio de piedra que se erguía, majestuoso, a nuestra espalda. – Se supone que cuando alguien muere tiene que caer la tormenta del siglo para que el tiempo refleje la tristeza que siente la gente – me quedé en silencio unos segundos y la forense no intentó interrumpirme. – No parece justo que haga un día tan bueno y él no pueda disfrutarlo.
- ¿Sigues evitando mencionar su nombre, Jane? – inquirió ella con preocupación.
- Frost – mascullé entre dientes. – Barry Frost.
- Yo no lo veo así – comentó Maura después de un rato de silencio. – Creo que a él le habría gustado que brillara bien fuerte el sol el día que le dijéramos adiós. No nos habría pedido que le llorásemos sino que nos alegrásemos por él.
No contesté porque sencillamente no sabía qué alegar contra aquello. Una vez más, la Doctora Isles había constatado algo de manera irrebatible.
- Me das envidia, ¿sabes? – confesé de pronto, sorprendiéndome a mí misma.
- ¿Perdón? – su rostro mostró la misma sorpresa.
- Me refiero a que… Fuiste capaz de decirle adiós y dejarle ir, cosa que yo no sé cuándo podré hacer.
- Jane, tú tenías una relación más estrecha con él; claramente, vas a necesitar más tiempo para curar la herida que su repentina ausencia provocó. De todos modos, aceptar su muerte no significa que deje de doler, solo suaviza el golpe.
- Ni siquiera he sido capaz de llorar, Maura.
Ella pasó un brazo sobre mis hombros y me atrajo hacia su cuerpo. Hundí la cabeza en el hueco de su cuello, aspirando su aroma, y sentí que me calmaba ligeramente.
- No te presiones ni busques provocarlo. Las lágrimas llegan cuando menos te lo esperas y cuando más lo necesitas. – Depositó un beso sobre mi pelo y me acarició la espalda. - ¿Por qué no te vas a casa?
Asentí, separándome de ella con cierta reticencia. Dándole las gracias con una sonrisa, me alejé por un caminito de grava que rodeaba el edificio y daba al otro lado. Entré en mi coche y recorrí el corto trayecto que separaba la iglesia de mi apartamento.
Con el bolso agarrado bajo el brazo, subí las escaleras hasta mi piso y, justo cuando estaba metiendo la llave en la cerradura, mi móvil comenzó a vibrar violentamente. Una sonrisa cariñosa se extendió por mi rostro cuando vi quién me llamaba.
- Hola – contesté.
- ¿Llegaste ya? – preguntó Maura suavemente.
- Justo ahora.
- ¿Estarás bien?
- Sí, sí, Maura, estaré bien – notaba su silencio poco convencido al otro lado de la línea. – No te preocupes.
Comenzó a darme instrucciones y yo asentí sin hacer mucho caso, teniendo que reprimir algún que otro comentario guasón.
- No, no, en serio, me voy directa a la cama – decliné su oferta de ir a su casa mientras cerraba la puerta de la calle con llave y me dirigía a la encimera para dejar el correo. – Sé que vendrías conmigo y te quedarías conmigo, sí – contesté ante su insistencia. Una sonrisa de puro amor se extendió por mi rostro sin que yo diera una orden concreta – Sabes que eres una buena amiga, ¿verdad? – pregunté ignorando lo que fuera que me estuviera diciendo.
Su risa fue como un bálsamo calmante.
- Vale, te veo mañana – nos despedimos mutuamente y colgué el móvil sintiéndome una pizca menos triste.
Mi mirada se deslizó por las cartas desparramadas que acababa de tirar sobre el granito de la cocina y pasé una mano por los sobres para ver si había algo importante o interesante. Los colores anaranjados de una postal captaron mi atención y aparté las cartas que la tapaban, mis dedos curvándose sobre la superficie de cartón y mi cerebro procesando lentamente la imagen de una puesta de sol y las letras curvadas que rezaban "San Diego" en la parte inferior. Me quedé unos segundos quieta, tratando de pensar quién había ido últimamente a San Diego que yo conociera.
Y cuando un nombre se abrió paso entre los restos de la confusión que me tenían atontada, me quedé sin aire. Temblorosa, giré la postal entre mis dedos y leí la familiar letra apiñada de la parte de atrás, la que me había acostumbrado a descifrar después de numerosos informes compartidos con mi compañero de enfrente.
"No podría estar mejor aquí, pero te echo de menos de todas formas. Barry".
Una carcajada murió en mi garganta ante la broma del detective, pero pronto la tristeza se sobrepuso a ese fugaz instante de felicidad. Sentí que todo el llanto acumulado venía sobre mí como un río al que hubiera estado conteniendo una presa y que, de golpe, ya no hubiera muro que le frenara. Me incliné hacia delante ante las intensas emociones que se apoderaron de mi cuerpo y me tapé la boca con una mano temblorosa mientras sentía los sollozos sacudirme tan fuerte que temí que me rompieran a su paso.
Giré sobre los tacones y dejé que mi espalda resbalara por el borde de madera de la encimera hasta que quedé sentada en el suelo. Con las piernas dobladas apretadas contra el pecho como si así pudiera suavizar el dolor que sentía, ahogué los sollozos pero no los contuve. Era imposible. Una fuerza superior a mí se había hecho con el control de mi cuerpo y yo solo podía quedarme allí sentada, relativamente quieta, y esperar a que pasara lo más fuerte.
Me llegó todo a la vez, la depresión y la aceptación. En medio de las lágrimas, abrí los ojos y comprobé que la imagen de la postal que había quedado grabada en mi retina. Mientras el agua del río chocaba contra las paredes de mi pecho con más fuerza aún, abracé mis rodillas y hundí la cabeza en mis brazos con la desoladora certeza de que eso era todo.
Se había ido para siempre.
Ser consciente de eso suavizó un poco la intensidad de las emociones que recorrían mi cuerpo de arriba abajo, las hizo soportables. Estuve ahí sentada hasta que mis doloridos ojos dejaron caer las últimas dos lágrimas, hasta que fui capaz de dejar de temblar y los sollozos no me sacudieron.
Entonces, me levanté con dificultad, los tacones tiempo atrás olvidados junto a mí, y acaricié la postal que había dejado caer sobre el resto de las cartas.
- Yo también te echaré de menos – susurré al aire.
Con paso cansado, me arrastré hasta mi habitación y me tiré en la cama sin desvestirme ni desmaquillarme. Simplemente, dejé que mis pesados párpados se cerraran y me sumí en un tranquilo sueño donde el sol brillaba con fuerza y Barry se reía mientras sacudía una mano para decirme adiós. Dejando que una enorme sonrisa se extendiera por mi rostro, correspondí su gesto.
Fin