El demonio se irguió. Era hermoso. Los rayos del sol caían sobre él, mostrando la grandeza de su ser. Sacudió su ropa y pedacitos del césped, en donde estuvo antes recostado, cayeron de él. El aroma que despedían las hierbas alrededor de lago por la mañana creaba un contraste perfecto con el perfume maderoso y frutal que despedía la piel del mayordomo por sí sola. Ciel le había observado miles de veces pero, por primera vez en esos diez años que llevaba como demonio, sintió horror de ver la elegancia y gracia que irradiaba.

-Sebastián…

El moreno bajó la mirada. El ojiazul estaba en el suelo y simplemente le miró con desprecio. – Gracias. – Fue todo lo que dijo.

-¡No! No te vayas. – Experimentó un calor ligero en el pecho y sintió deseos de arrodillarse y suplicarle que se quedara.

-Le he servido como un perro callejero que recibe comida cuando está más hambriento, bocchan pero, ya no tengo por qué hacerlo. ¡No pienso cazar una sola alma más para alimentar un pedazo de demonio inútil como usted! – Sebastián compuso su traje y sonrió, enfrentando la mirada azulina con la suya color borgoña. – Hasta nunca, joven amo.

Y antes que Ciel pudiera decir algo, había desaparecido.

-¡Sabes que no puedes destruir el contrato! – Gritó cuando se vio solo. - ¿O sí? – Susurró para sí mismo. Se levantó y avanzó a rastras hasta el lago para ver su rostro en el reflejo del agua. Necesitaba saber que aún estaba unido a ese demonio.

Nada. Tragó en seco al ver sus ojos completamente azules. Habría deseado mil veces no tener el ojo que haber perdido la marca de Sebastián en él. Llevó ambas manos a su cabeza. Estaba muriendo de hambre. Si no conseguía un alma pronto su cuerpo perdería todas las habilidades demoníacas y terminaría convertido en un montón de ceniza, según el moreno le había contado alguna vez.

Cayó al suelo y entonces, unos brazos le acogieron. Ciel no pudo mirar más allá y simplemente cerró los ojos, preparándose para lo que vendría. – Voy a hacerte un último favor. – Murmuró la aterciopelada voz de Sebastián. – No te dejaré morir de hambre pero, en cambio, abandonarás el mundo de los humanos y conocerás el verdadero infierno.


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Lo siguiente que percibió fue un golpe. Abrió los ojos con dificultad. Una mujer con un bastón le había golpeado. Parecía una anciana de lo encorvada que estaba, sin embargo, cuando Ciel tuvo la oportunidad, y las fuerzas, para ponerse de pie, notó que el rostro de la mujer no tenía ni una arruga y que seguramente no pasaría de los veintiocho años de edad.

La mujer sonrió. Una risa que cualquiera creería sacada de una película de terror en donde las encías ocupaban el lugar de los dientes y sus ojos destellando locura. El ojiazul retrocedió, horrorizado y aferrándose a sus ropas en un intento inútil de abrazarse a sí mismo. Ese ente le atemorizaba, fuera lo que fuera.

Pasó saliva y miró hacia arriba. El cielo era gris y el color en la luz era azulado, como si estuviera próximo a despuntar el alba pero, sin llegar a notarse siquiera un rayo de sol. Las calles polvorientas hechas de piedra y ese extraño olor a ¿azufre? Además del silencio, todos murmuraban.

Todos los habitantes de aquel extraño lugar parecían no desear moverse siquiera. Caminaban encorvados o con dificultad. El ojiazul avanzó hasta bajar de la banqueta y quedar en medio de lo que debería ser la calle. Observó. Había grupos de personas arremolinadas en esquinas, disputándose por unas pequeñas canicas azules. Su aspecto sucio y en harapos, como si jamás hubieran conocido lo que era un baño y mucho menos una vestimenta decente. Y en la esquina, un hombre de cabello más largo que el de Sebastián pero tan oscuro como el suyo. Vestía pantalones negros y encima una túnica negra que le llegaba un poco más debajo de las rodillas. Seguro era alguien mucho más importante que los que se disputaban por las canicas pues, miraba a todos con desprecio y nadie se atrevía a mirarle a los ojos.

El hombre metió una mano en su bolsillo y sacó una canica roja. Ciel se acercó un poco más a él y un aroma invadió el ambiente por un instante. Un alma.

Sus ojos se tornaron rojizos deseando eso que hacía tanto tiempo no probaba. Su mirada se enfocó en la canica, deseándola con toda su alma. Ahora sabía lo que era ese lugar. Sebastián lo había dicho justo antes que se desmayara.

"Abandonarás el mundo de los humanos y conocerás el verdadero infierno.", éste era el infierno y aquella, la única comida que podía consumirse ahí.

Entonces, haciendo uso de la única habilidad que había desarrollado como demonio, en esos diez años que había pasado junto a Sebastián, corrió y tomó la canica roja de la mano del demonio mayor, llevándola hasta su boca y experimentando la sensación más placentera que conoció hasta ahora: El sabor de un alma que había obtenido por sí mismo.

-¡Maldito! – Gritó el demonio mayor, lanzándose sobre él y tirándolo al suelo. El ojiazul jadeaba, sus ojos estaban echados hacia atrás y gemía como si estuviera en medio de un orgasmo. Era delicioso el sabor del alma que había conseguido. Sobre todo, porque tenía tanta hambre que de haber sido humano hubiera comido todo un banquete sin agotarse. – Pero, ¡ahora verás lo que te sucederá!

-Tenía… hambre… - Musitó el menor, volviendo a la realidad y enfocándose en el demonio, cuyos ojos violeta brillaban mientras le sujetaba contra la calle de piedra. Su cabeza dolía y algo caliente escurría de ella, el golpe contra la piedra le hirió.

-¿Hambre? – El demonio mayor sonrió. – El rey te hará pasar verdadero hambre cuando ponga sus manos sobre ti. ¡Suplicarás por tu vida y desearás no haberme ofendido!

Ciel se retorció, intentando huir pero, el hombre dio la voz de alarma y otros cuatro demonios le apresaron. -¡No! – Gritó, resistiéndose a ser llevado ante la "Majestad" de ese lugar. Se restregó contra el suelo, hasta que otro golpe le hizo detenerse. Uno de los "sirvientes" de ese demonio le había golpeado y ahora su cabeza sangraba aún más. Le colocaron un saco de tela en la cabeza y fue arrastrado por la calle.

Las piedras le herían las rodillas con el roce. Sus agresores no le permitían dar dos pasos sin hacerle tropezar a propósito. Ni siquiera podía ayudarse a sí mismo porque no veía nada.

-¡Y asegúrense de que sea revisado cuando llegue al castillo! – Vociferó el demonio mayor.

-Señor Albus, no olvide que su Majestad ha prohibido eso. – Murmuró uno de los sirvientes.

-¡Poco me importa! ¡Harán lo que yo les diga! – Los demás permanecieron en silencio y, Ciel tragó en seco, permitiendo que los demonios le arrastraran hasta donde quisieran.

De repente, se detuvo todo y solo sintió la fuerza que impusieron sobre él al lanzarlo sobre un piso helado. Probablemente mármol.

-¡Quítenle toda la ropa y revísenlo! – Mandó Albus. Las manos de los sirvientes se apoderaron del cuerpo de Ciel, despojándole de las prendas que llevaba. El menor se retorcía y gemia pero, no gritaría ni se rebajaría a llorar aún cuando le humillaran de esa forma.

-¡No! – Exclamó, cuando sintió dos dedos entrometerse en su entrada. Pateándoles hasta que le dejaron.

-¡Átenlo! – Dijo el mayor y las manos de Ciel fueron llevadas a su espalda. Los sirvientes le engrilletaron, alzaron sus caderas e invadieron una vez más. Albus rió con suficiencia. – No te resistas pequeño, en el fondo sé que te gusta eso.

-¡Eres un maldito! – Masculló Ciel, sintiendo como los sucios dedos de alguno de los sirvientes se regocijaban en su entrada. Aspirando el olor a tela guardada y sucia del costal que tenía en la cabeza.

-No tiene nada, señor. – Dijo uno de ellos finalmente y, la intromisión acabó.

-¿Ves? Es una lástima. Ya no continuarán con la caricia. – Añadió el de ojos púrpura, riendo sonoramente. Luego se dirigió a los sirvientes. - ¡Llévenselo al rey!


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Ciel fue llevado al salón del trono, desnudo y con la cabeza cubierta. Sus manos sujetas a su espalda y descalzo.

-¿Qué tenemos aquí? – Preguntó una voz suave que le pareció en extremo conocida pero, estaba demasiado nervioso. Podría haber sido cualquiera y Ciel le habría confundido.

-Su Majestad, - Saludó Albus, haciendo una reverencia para el demonio. – este bastardo ha robado un alma muy valiosa que poseía. ¡Pido a su Alteza castigarlo con todo el rigor de la ley!

El rey dirigió su mirada nuevamente al menor y deseó estar a solas para morder su labio inferior. El pequeño se veía tan deseable en ese estado. Sin embargo, su expresión inmutable se conservó. – Albus, no veo la razón para que te dirijas a mí de esa manera. Siempre he sido un mandatario justo. Ahora, si no tienes nada más que decir, juzgaré al acusado y, tú puedes volver a tus actividades como ministro.

Albus le miró con resentimiento y asintió. El rey sonrió, sabía que su ministro deseaba quedarse a ver el castigo pero, no se lo quería permitir. – Como ordene, su Majestad.

El demonio mayor se puso entonces de pie. Su traje de cuero negro, perfectamente ajustado a su cuerpo, la camisa blanca y ceñida al cuello por un pañuelo negro, su cabello moviéndose levemente y los cuernos que sobresalían de entre su cabello.

Ahora que se acercaba, reconocía ese cuerpo. Sí, solo podía pertenecer a alguien. A alguien de quien él deseaba vengarse tan ardientemente. Se detuvo frente a la figura esbelta y pequeña que se encontraba arrodillaba frente a él.

-Ciel. – Musitó, retirándole el costal de la cabeza para que pudiera verlo.

-Seb- Sebastián… - Tartamudeó el menor.

-Es "su Majestad" para ti. – Puntualizó, orgulloso, tomando el mentón del ojiazul entre sus largas uñas negras y observando con diversión la sangre que corría por la cabeza de éste. Ese olor. La sangre de Ciel aún poseía el olor de su alma y eso le encantaba. No obstante, no quería que el menor viera sus debilidades por esa alma suya que jamás podría consumir.

-¿Tú eres el rey? – La voz de Ciel comenzaba a tomar un poco más de su acostumbrada personalidad. - ¡Ja! ¡Qué porquería de rey tienen aquí!

El mayor apretó el rostro de Ciel, haciendo que sus mejillas se aplastarán y obligándolo a darle una mueca graciosa de regalo. – No me retes, Ciel. Después de todo me debes mucho.

Ciel le miró con temor disfrazado de rabia. Sebastián sintió pena por él pero, le era imposible olvidar sus humillaciones, cuando le trataba como a su perro, cuando le lanzaba la comida por el rostro. - ¿Qué… harás… conmigo? – Dijo en medio del apretón.

-Pagarás por lo que no te cobré en el mundo humano, amor mío. – El demonio mayor sonrió, al pronunciar esas palabras.

-¡No me llames así! – Gritó el menor y una bofetada le mandó al suelo.

-Puedo llamarte como quiera, mi dulce amante. Aquí, el que manda soy yo. – Musitó, con una sonrisa sarcástica en el rostro y dirigiendo una mirada lasciva al desnudo cuerpo del ojiazul. – Además, si Albus está tan molesto por el alma que le robaste, me ordenará que te ejecute y, no queremos eso, ¿cierto?

Ciel le miró con resentimiento. – Si eres un rey tan bondadoso, ¿por qué no me dejas irme?

-Porque entonces estaría incumpliendo la ley. Eres un criminal y como tal tendrás que pagar por lo que has hecho. De no castigarte, yo estaría incumpliendo las normas y quienes están por encima de mí, me castigarían. – Se alejó ligeramente y Ciel se quedó mirando hacia abajo, fijándose únicamente en las botas del moreno. – Escoge, amor mío. El salón de torturas o mi habitación.

El ojiazul se puso de pie con dificultad, pues sus manos aún continuaban sujetas. - ¡Prefiero mil veces el ser torturado que estar contigo! - Gritó. Sebastián se giró y encogió de hombros. – Como digas… Ciel. – Y una sonrisa endemoniada se formó en su rostro.