EL ALMA DEL ASESINO
CAPÍTULO 5
.
.
Change everything you are
And everything you were
Your number has been called
Fights and battles have begun
Revenge will surely come
Your hard times are ahead
Muse — Butterflies and hurricanes
.
Llegaron al Templo Patriarcal tras cruzar las tres últimas Casas, apenas habitadas por personal de intendencia. Milo acarició nervioso los legajos traídos desde Creta para ofrecérselos a la diosa. Seguía impactado por el descaro de su Maestra en Sagitario, pero tras cruzar el enorme propileo del Templo se olvidó de Aiolos y la máscara de Perséfone. Aquel lugar era donde vivía el Patriarca, el hombre al que quería ver a toda costa.
Cualquier espera le resultaba imperdonable.
Un sacerdote les dio el alto en el pasillo principal sin reparar en la indumentaria de la dorada. Perséfone se detuvo, lo miró de arriba abajo y le lanzó un fogonazo cósmico como única respuesta. El hombrecillo comenzó a sudar, consciente de su error.
—Piedad para este pobre infeliz, mi señora. Le prometo que su Excelencia los recibirá en breve —tartamudeó apoyándose en su báculo. Llevaba un tocado que simulaba el rostro de una lechuza, y cubría la falta de su ojo con un parche en forma de diamante—. Hasta entonces, les ruego que esperen en esta sala y que sepan perdonar la estupidez de este pobre ignorante.
Se despidió con un millón de reverencias a modo de disculpa y desapareció por uno de los corredores acolumnados. Perséfone cruzó la puerta con paso seguro sin darle importancia al asunto; el personal al servicio del Templo no tenía por qué saber quiénes eran, ya que llevaban fuera de Atenas varios años. Sin embargo, no reconocer una vestidura que no había variado en los últimos dos mil años, era un error imperdonable. Milo la siguió sin pronunciar palabra, con la atención puesta en la gigantesca puerta de dos hojas al fondo del pasillo principal. Aquel era el camino que llevaba al máximo exponente de la Orden de Atenea, su objetivo.
Al entrar en la habitación, los escuderos se cuadraron de inmediato. Posiblemente no habían visto a un caballero de rango tan alto en su vida, y aquella era la única ocasión que tendrían para compartir cuarto con un caballero de oro, que por añadidura, era una mujer. El soldado más grueso corrió a servirle una copa de vino, mientras que el más alto le ofreció aceitunas, la fruta consagrada a la diosa, pero ella rechazó ambos detalles con un movimiento de su mano.
Perséfone eligió un lugar estratégico cerca de la puerta y le pidió a Milo que se sentara a su lado.
—Paciencia, discípulo. El Patriarca es un hombre muy ocupado —el muchacho depositó los regalos en el asiento contiguo con extremo cuidado—. Nos recibirá cuando él crea que debe recibirnos.
—No me gusta que hagas eso —gruñó con fastidio, ignorando los murmullos de los dos jóvenes—. Es como si me leyeras la mente.
—No hace falta ser psíquico para saber que rebosas de impaciencia. Podrás ser más alto que yo —apostilló ella—, pero si no pones calma en tu cosmos, te quedará un largo camino hasta llegar a la caja dorada.
El griego asintió, no sin antes preguntar algo de lo que inmediatamente se arrepentiría.
—¿Vas a matar al señor Aiolos?
—¿Crees que debería hacerlo? —replicó ella.
—Aceptaste su vino con la cara descubierta.
—Y te preocupa mi virtud, por lo que veo —contestó Perséfone con un deje de ironía.
Milo guardó silencio. Perséfone era una mujer adulta y muy atractiva para los hombres que la rodeaban. Sólo tenía que mirarlos a los ojos para ver cómo la deseaban. Sin embargo, ella cortaba sus avances sexuales incluso antes de que se produjeran. El espartano creía que la máxima, "el amor te volverá vulnerable", que ella le repetía sin cesar, era el origen de su escaso interés por el sexo opuesto. Zetes potenció esa idea cuando le contó la historia de Pallas, una amazona que había sido la amante de Perséfone y también su víctima, en el tiempo en que la dorada aún estaba a las órdenes de Tiberio, el antiguo caballero de Escorpio.
"Lo cierto es que siempre habla del amor, pero no del sexo".
Descartó la idea de inmediato. Perséfone rendía tributo a Artemisa Cazadora, la patrona de Esparta y también la preferida de las amazonas. Estaba seguro que lo único que ella sentía por Aiolos era simple y llana amistad, aunque la curiosidad por saber la naturaleza real de su relación lo estaba matando.
—Es muy guapo —reconoció Milo. Sus dedos juguetearon con el borde de la clámide.
—Su hermano tampoco está nada mal.
—No me he fijado —mintió.
—Ha crecido mucho desde la última vez que lo vi —añadió la caballero de Escorpio—, aunque sigue durmiendo en Sagitario. Algún día tendrá que hacerlo en Leo.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó el joven—, lo de que aún duerme en Sagitario, quiero decir.
—¿Tú qué crees? —ironizó ella.
Milo sintió cómo encajaban las piezas. Desde hacía siete años, cada tres o cuatro meses ella se ausentaba de Creta y permanecía un par de días en Atenas por asuntos de la Orden. Su inocencia la imaginaba visitando al Patriarca o dándole órdenes a Balio sobre la Casa, pero lo que jamás había barajado era la posibilidad de que se entretuviera con el Arquero de uniforme ultraajustado, y más aún, con determinadas partes de su anatomía.
"Pero qué imbécil soy".
—Deja de pensar cosas raras, Milo —dijo ella sin moverse—. Mi armadura no ha parado de vibrar desde que salimos de Sagitario.
—No estoy pensando cosas raras —replicó él conteniendo su furia—. No sabía que fuera un delito que Aioria durmiera en la Casa que custodia su hermano, eso es todo.
—Kharthian está regada con tu sangre, discípulo. ¿De veras crees que se va a mantener estable cuando note la ansiedad del que será su dueño?
El espartano abrió la boca para contestar pero no tuvo tiempo. El sacerdote del casco de lechuza entró en la sala de espera y les hizo una seña para que lo siguieran. Perséfone se levantó, se arregló la capa y caminó con paso firme bajo la atenta mirada de los dos escuderos que aún alucinaban por haber compartido espacio con un caballero dorado. Milo la siguió con una mueca de suficiencia; estaba más que seguro que podría patearlos sin despeinarse.
—Su Excelencia está acompañado por el caballero de Géminis, el señor Saga —les informó el sacerdote—. Pueden pasar.
El chambelán abrió la puerta de hoja doble de par en par y se apartó. Perséfone avanzó con la seguridad de las bestias que, según las escrituras cristianas, serían los últimos pobladores en la Tierra. La capa ondeaba a su espalda como una bandera recién enarbolada, siseando con cada roce contra las placas metálicas. Al llegar a la tarima donde estaba situada la silla patriarcal se inclinó, clavó la rodilla en el suelo y apretó el puño a la altura de Antares.
—Caballero de oro Perséfone, del signo de Escorpio, para servirle, Excelencia. Me acompaña mi pupilo, Milo Alkaios. Nos presentamos ante vos, sagrada voz, desde el Recinto de Teseo en Creta, y suplicamos cobijo en esta tierra sagrada protegida por la diosa Atenea.
El Patriarca movió la mano enguantada y a su orden, el caballero que estaba a su diestra se alejó hasta quedar en un discreto segundo plano. Era un joven muy alto, con el pelo largo y un rebelde flequillo partido en dos. Su armadura dorada chisporroteó y vibró ante la cercanía de Escorpio, brillando bajo la luz de las antorchas como si estuviera recién bruñida. Milo lo observaba todo desde la puerta, con los legajos entre los dedos y el corazón a punto de desbocarse.
—Atenea se complace por la vuelta de uno de sus elegidos —el Patriarca se incorporó y se acercó con lentitud a la mujer, que se mantenía arrodillada y con la mirada clavada en el suelo. Milo podía escuchar el frufrú de la túnica del pontífice, rozando contra la alfombra carmesí—. Levántate y dime, Perséfone, qué has traído desde Creta.
La dorada obedeció y le hizo una seña a Milo para que se acercara. El muchacho avanzó con paso firme y se detuvo a escasos pasos. El Patriarca lo esperaba con los brazos cruzados bajo las mangas de la túnica; su estatura debía rozar los dos metros y el casco corintio, coronado por la figurita de la serpiente dragón Pitón, protector de la fuente Castalia, lo hacían parecer aún más alto y amenazador, si cabía.
—Aprendiz de Escorpio Milo Alkaios para servirle, Excelencia —clavó la rodilla de la misma manera que había hecho su maestra, extendió los brazos y le hizo entrega de los regalos al imponente guerrero—. Unos presentes para nuestra Señora.
Shion le indicó a Saga que recogiera los legajos. El caballero de Géminis se acerco en silencio, tomó las ofrendas y se dirigió hacia el soldado que custodiaba las puertas laterales del Salón de Audiencias. El joven desapareció durante unos segundos para volver acompañado por el sacerdote del casco de lechuza, que se hizo cargo de los valiosos obsequios con una sonrisa de felicidad en el rostro.
—Milo Alkaios —la voz del Patriarca retumbó por toda la sala—. Eres uno de los pocos afortunados que han llegado hasta aquí, desde tu entrada en el Santuario hace ya siete años. Atenea, como señora de la Sabiduría y la Guerra Justa, y yo, como su voz en la Tierra, tenemos nuestras esperanzas puestas en ti. Levántate, muchacho.
El espartano se levantó con dificultad, sin atreverse a mirar a los ojos al antiguo caballero de Aries. La proyección de su cosmos era tan poderosa que sus sentidos se quedaron abotargados durante unos segundos. El pontífice caminó a su alrededor mientras Saga y Perséfone se mantenían en estricto silencio, únicamente roto por el tintineo de las cuentas del toisón que lo distinguía como maestro en las artes alquímicas.
—Los informes de tu mentora hablan de tus progresos cósmicos —comentó Shion, sin dejar de caminar—. Perséfone me ha asegurado que eres capaz de sintetizar más de trescientos tipos de venenos y que puedes alcanzar velocidades de combate cercanas a la de la luz. ¿Es cierto?
—Así es, Excelencia —contestó el muchacho sin mirarlo directamente. Su maestra lo mataría si fallaba en ese punto del protocolo—. La señora Perséfone me somete al Juicio del Escorpión cada vez que lo estima necesario.
—¿Y cuál es el veredicto? —el alquimista se detuvo frente a él.
—Mi voluntad es férrea, Excelencia. Aunque el camino sea largo y tortuoso, no flaquea —respondió con gravedad, pero más tranquilo al ver a Perséfone mover la cabeza en señal de aprobación.
—Caballero de Escorpio —Shion retomó el paseo y se acercó a la aludida—. Quiero ver a tu discípulo en el Coliseo, para comprobar si merece ser aspirante a la vestidura dorada. Cuando tengas listo el combate, yo mismo lo presidiré. Hasta entonces, acompáñame —se dirigió hacia la puerta situada en el lateral derecho de la Sala de Audiencias—. Saga, hazte cargo del muchacho mientras su maestra me pone al tanto de las novedades.
—Como ordenéis, Excelencia —musitó el griego.
Milo lanzó un suspiro sordo al verlos desaparecer por la nave lateral del Templo, liberado ya del nudo en su estómago. Giró la cabeza y se encontró con que el caballero de Géminis lo miraba con una mezcla de diversión y nostalgia.
—Siempre ocurre —le dijo el ático, invitándolo a caminar con él. Su voz tenía la gravedad de los que están acostumbrados a ser líderes y su presencia era tan poderosa como el aura que lo rodeaba—. El poder cósmico de su Excelencia impresiona a los aprendices.
—En la arena demostraré que pronto dejaré de serlo —replicó el espartano, olvidándose de la cautela tras ponerse en pie.
—No lo dudo —Saga se dirigió hacia la nave izquierda del Templo y esperó a que el guardia abriera la puerta. El hombre empujó los pomos y las dos hojas de madera labrada se abrieron hacia fuera con un fuerte chirrido. Milo vislumbró un pasillo alumbrado con pebeteros y una multitud de estatuas que franqueaban un pasillo apenas iluminado.
—Acércate, Milo —dijo el griego. Su capa ondeaba a causa de la brisa; dejó el casco en uno de los pedestales vacíos y se giró para mirarlo—. Cada estatua representa a uno de nuestros campeones —señaló las figuras de caballeros y amazonas, ataviados con la panoplia de combate—. Hombres y mujeres que pelearon por nuestra Señora en las diversas Guerras Sagradas. Nuestra Orden, que fue fundada por Cécrope I, tiene una antigüedad de más de dos mil quinientos años. Custodiamos el saber y lo protegemos, aunque también servimos como guía y consejo en los momentos más oscuros de la Humanidad.
El espartano asintió mientras observaba cada figura con atención. Reconoció la mayor parte de las armaduras, y también algunos nombres. Se detuvo ante la de Escorpio, recorriendo con la mirada los rasgos agresivos del caballero de la Octava Casa. Tras él, bajo el símbolo astral del Escorpión Celeste, se enumeraban los nombres de los magistrados que habían servido con honor desde la época mitológica hasta la actual.
—Ese hombre fue el último de los Escorpiones que vivieron una Guerra Sagrada. —dijo Saga—. Se llamaba Kardia.
—Corazón —musitó Milo—. Es un nombre extraño —se acercó al la estatua del guerrero de Leo y la contempló con devoción—. Yo mantendré el mío, al igual que Perséfone.
—No dejan de ser nombres griegos, a fin de cuentas —replicó Saga.
—Así es —Milo se estremeció ante la mirada enigmática de Saga, pero no pudo evitar el preguntarle—. ¿Tu nombre…?
—Es japonés —cortó el ático—. Un emperador del siglo VIII —lanzó un suspiro—. También es el nombre de una diosa japonesa —se encogió de hombros reanudando la marcha—. Este que ves aquí es el patio principal.
El espartano sintió una presión en el pecho que se extendió por el brazo hasta llegar al índice. La Uña Escarlata, el ataque que lo distinguía como heredero de Escorpio apareció en su mano de forma instantánea. Saga le puso la mano sobre el hombro y apretó con fuerza, mientras el muchacho jadeaba como un niño desvalido. La estatua de Atenea Pártenos, con la Niké alada en su mano derecha y el escudo apoyado en la izquierda emitía una vibración tan grave que todo el cuerpo del joven se había puesto en guardia, interpretando el fenómeno como un ataque inminente.
—No es extraño que seáis el brazo armado de la Orden —dijo el griego—. Tu potencial es asombroso.
Milo relajó los dedos, avergonzado. ¡Había dejado que sus poderes tomaran el control de la situación delante de un caballero dorado! Expulsó el aire con lentitud y se inclinó ante la estatua de la diosa; su impiedad merecía ser castigada con la máxima severidad.
—A todos nos ha pasado lo mismo —Saga se colocó a su lado y se inclinó con devoción ante la estatua—. En este lugar se han librado batallas, las piedras están ungidas con la sangre de leales y de contrarios a la diosa. Fue un altar de sacrificio en los tiempos del mito, además de la cuna de la encarnación de nuestra Señora.
El espartano asintió con gravedad y dejó que sus sentidos capturaran la esencia de todo lo que lo rodeaba. Los olores, sonidos y colores, la luz y el calor del sol que iluminaba la representación de la divinidad se tornaron diferentes, muchísimo más vívidos y cercanos. La tibieza del cosmos de Atenea, retazos residuales de vidas anteriores lo rodearon con amor y calidez, haciéndole entender que jamás volvería a estar solo.
—Señor Saga —dijo en apenas un susurro—. Gracias —sonrió.
—Nos veremos en la arena —respondió el ático, devolviéndole la sonrisa mientras abandonaba el recinto—. Bienvenido al Santuario.
Milo respondió con una inclinación de cabeza, agradecido por la visita y el intenso momento. El guardia se mantuvo a una distancia prudencial, mientras el espartano contemplaba con fascinación a la protectora de la Humanidad, y a la diosa por la que deseaba arriesgar su vida.
"Venid a por ellas".
No tardó en abandonar el patio, con la certeza de que algo en él había cambiado. Estaba muy cerca de pertenecer a la élite dorada, y nada, ni nadie, lo iba a apartar de su camino.