Elein88: se agradecen tus palabras ^^
Yo te diría que, cuando sacases un huequito, te vieses la película (ya sabes, Johnny Depp y esas cosas). Pero no te lo digo, porque el libro obviamente le da mil vueltas, aparte de que te perderías la mitad de la trama.

Y asimismo también querría dar las gracias a Aru97 (aunque dudo que llegue a leer estas líneas) por su consejo de desintoxicarme de pensar continuamente en mi fic principal.
Eso ha dado lugar a que retomase éste.


II. Roma locuta, causa finita.

«De los fantasmas en aquel momento
suena la hora, [...]»
(J.W. Goethe. La Novia de Corinto)

Comenzó a llover a medio camino entre Gottlieben y Constanza. Por suerte, el trayecto en tren ligero me ahorró parte del aguacero.

En cuanto llegué al hotel, me encerré en la habitación y encendí un arrugado cigarrillo que se había escapado sin permiso del paquete y danzaba errático por el fondo del empapado bolsillo de mi gabán, que de poca ayuda me había sido contra la lluvia las escasas cinco manzanas que tuve que recorrer a la carrera desde la terminal.

El sitio no estaba mal. Siempre habría estado mejor que Holzach se hubiese estirado un poco y me hubiese reservado pernocta en el famoso hotel Halm; decimonónico, carísimo y por supuesto a dos pasos de la estación. Pero para el caso, el Graf Zeppelin Hotel servía. Y además, después de nuestra fría y tensa despedida de hace unas horas, sospecho que incluso habría preferido desentenderse por completo y que hubiese sido yo quien se buscase la vida. Allá te las hayas.

El teléfono me trae de vuelta a la realidad. Descuelgo y la amable recepcionista me pasa una llamada.

¿Herr Corso? —pregunta una voz femenina al otro lado del aparato.

Yes, It's me —podría haberlo dicho en alemán, pero no me atrevo a enzarzarme en una hipotética conferencia en dicho idioma.

—Buenas noches, Herr Corso, soy la coordinadora de proyectos del departamento de I+D de TF&Z, la empresa de Herr Holzach —me informa en un español cuyas erres denotan un posible origen francés—. Estoy en el vestíbulo de su hotel.

—Enseguida bajo.

Y efectivamente allí, apenas apoyada en el mostrador de madera de la entrada, me espera una mujer joven de no más de treinta años —muy bien llevados—, cabello de un castaño muy oscuro casi azabache, con gabardina beige, pantalón negro relativamente ajustado y una botas de agua también negras, de esas inglesas, causantes de las pequeñas pisadas encharcadas que destacaban en el parqué desde la puerta.

—Señor Corso, supongo —se anticipa mientras me tiende la mano, la cual correspondo—. ¿Ha cenado ya?

—La verdad es que no suelo cenar tan temprano —alego ojeando el reloj del recibidor. No son ni las siete.

—Nunca entenderé por qué los españoles cenan tan tarde —se sincera con cierto desdén en su tono jocoso mientras echa a andar hacia el restaurante del parador, del que llegan tímidos y remisos los acordes del My Funny Valentine de Miles Davis. Es evidente que lo que tenga que tratar conmigo, lo va a hacer delante de un plato.

Después de pedir con un acento aceptable un lucioperca con chucrut y papas duquesa —y de soportar una mirada reprobatoria del camarero por preferir cerveza al vino, al contrario que mi acompañante—, ya estaba todo conforme para plantear la cuestión.

—Me imagino que sabrá el porqué de este encuentro, señor Corso —comienza ella antes de dar el primer trago a su copa.

—Lo cierto es que no sé nada. Por no saber, no sé ni su nombre, señorita —niego desabrido encendiéndome un cigarrillo. Hay que aprovechar. Con lo pejiguera que se está volviendo la normativa europea, es cuestión de tiempo que prohíban fumar en sitios públicos. Y entonces será cuando las pase putas de verdad.

—Ah. Perdón —se disculpa desconcertada—. Creí que cuando se despidieron, el señor Holzach le habría mencionado que sería yo la que negociaría con usted los detalles de su trabajo.

—El señor Holzach lo único que mencionó cuando nos despedimos fue: «Ahí está la puerta» —espeto con aplomo entre calada y calada.

Ella sonríe sin disimulo sacudiendo mínimamente la cabeza. Parece que no le sorprenda lo más mínimo. Debe de ser el comportamiento habitual de ese hombre.

—Me llamo Carmilla.

—¿Carmilla? —interrogo incrédulo—. Y ahora me dirá que su apellido es Sheridan Le Fanu, ¿no? —ironizo desganado. Empiezo a cansarme de todo esto. Me está recordando a cierto episodio con un libro maldito de por medio.

—Le habría gustado que así fuera, ¿verdad? —aventura ella con una sonrisa seductora favorecida por ese ronroneo netamente galo en la erres—. En realidad me apellido Le Rive. Soy de la parte francófona de Suiza, como habrá podido deducir.

—Era una opción —comento desapasionado apagando la colilla en el cenicero—. De todas formas, sigo asombrado por la facilidad que demuestra aquí todo el mundo para hablar en español.

Ella ríe queda. A la tenue e indirecta luz del comedor, sus ojos viran al avellana o al miel, diferenciándose del simple tono marrón con que los juzgué en la recepción.

—Mis abuelos maternos eran españoles. Aragonés y catalana. Emigraron a Ginebra tras la Guerra Civil; durante los años de la «jambre», que llamaron.

—¿Y el señor Holzach?

—Él sí que es puramente suizo. Su padre es del cantón germanohablante de Argovia y su madre, del Tesino, de ahí su acento italiano. No le costó mucho aprender español e inglés. Y le han resultado sumamente útiles en el mundo empresarial, sobre todo para expandirse hacia Panamá, Estados Unidos y Chile.

En ese momento nos traen el primer y único plato. Tengo que hacer un esfuerzo para encontrar el peje entre tanta guarnición. Se ve que la patata constituye la base de la alimentación por estos lares.

—Ni siquiera lo intente, señor Corso —aconseja Carmilla intuyendo lo que me estaba rondando la mente—. Seguirá extrañando la dieta mediterránea todo el tiempo que permanezca aquí.

—Que no será mucho, a este paso —ironizo—. Si no le importa, me gustaría conocer lo que han ideado para solventar el escollo referente a mis honorarios —atajo cortés.

Ese óbice es que Herr Holzach, como había apuntado Carmilla hacía un momento, es el típico suizo. Lo hace todo legal hasta límites insospechados. De modo que cuando la conversación derivó a cómo iba a facturarle la operación del manuscrito, la cosa se torció. No era capaz de entender que no pretendía declarar la retribución que fuera a percibir; vamos, que me lo quería embolsar íntegro sin tributar a Hacienda.

Para pagar impuestos ya contaba con el modesto sueldo que me pasaba La Ponte como empleado suyo, estudiado paripé para cotizar a la Seguridad Social hasta que me diera por jubilarme. Una pequeña triquiñuela que me evitaba problemas con el erario público, de la que por supuesto mi amigo también se beneficiaba, concretamente un 3%; porque a decir verdad, mi buena vida era debida a que la práctica totalidad de los encargos que aceptaba me reportaban ganancias bajo cuerda. Y eso para el Suizo eran palabras mayores e impronunciables, por lo que salí de su despacho de la forma que ya he relatado, dispuesto a amortizar la única noche de hospedaje reservada antes de retornar a Madrid.

—Deberá entender, Monsie… Señor Corso —se autocorrige ella mientras roza el tallo de su copa— que por estas latitudes esas costumbres meridionales de las que hacen gala no se vean con buenos ojos. No obstante, al señor Holzach le gusta contar con los mejores profesionales, y eso le incluye; a pesar de que sus métodos sean… cuestionables —pausa para un corto y conveniente sorbo del caldo rosado—. Sin embargo, el hecho de que yo tenga ascendencia española hace que no me sea tan extraño y sorprendente lo que usted le insinuó en su reunión, por lo que el señor Holzach estimó adecuado que fuese yo quien pactara y arreglase el tema fiscal —doy pie a que continúe tras un breve gesto de asentimiento por mi parte—. No va a mediar un contrato por escrito. Aquello que acordemos en firme será grabado. Sólo por si acaso, ya me entiende. Al finalizar sus servicios le será transferida la cantidad que el señor Holzach le ofreció en un principio, sin reducciones impositivas de ningún tipo. Y mientras tanto —prosigue antes de que pueda interrumpirla, elevando ligeramente el tono de voz—, le serán abonados y anticipados todos los gastos que genere: alojamiento, manutención, desplazamientos y derivados; de los cuales me dará cuenta escrupulosa y puntualmente. ¿Le parece apropiado, señor Corso?

—Depende. ¿Acaso va a estar acompañándome todo el día como una madre para costear todo lo que pide caprichosamente su hijo?

—Espero que caprichosamente no pida —sonríe a medias pidiendo cuartel. Al fin y al cabo, ella no era la mala del cuento—. Obviamente, el proyecto en el que estoy inmersa junto con mi equipo en el departamento de I+D supone mayor importancia para la empresa que vender el original de un finado escritor estadounidense. Es cierto que el puesto que desempeño requiere mi completa atención, pero el señor Holzach prefiere cerrar este asunto con premura, de manera que ha derivado parte de mi jornada a labores de apoyo. Eso implica que tendrá que aguantarme durante unas horas al día, señor Corso.

—Verá, mi concepto de jornada laboral seguramente difiera del que usted acostumbre —sentencio sosteniendo el último bocado de pescado y patatas que mi estómago permite a horas tan tempranas.

—Puede, pero no creo que se prolongue mucho —tantea ella ahora limpiándose delicadamente con la servilleta de tela la comisura izquierda, luego de reclamar con elegancia al camarero—. ¿Qué le apetece de postre, señor Corso? Si no tiene mucha hambre le recomiendo un Ofenküchlein, y si sí la tiene, un Streuselkuchen lo saciará.

«Demasiadas letras juntas», pienso.

—Creo que un chocolate suizo me ahorraría complicaciones fonéticas.

Carmilla ríe jovial y comedida y se lo comunica.

No hay sobremesa. Después del dulce, la señorita Le Rive procede a grabar en una cinta de casete nuestro acuerdo contractual, tras lo cual me entrega el cartapacio negro con el pliego de Lovecraft que había estado guardando durante toda la velada en su bolso Birkin de Hermès —pijadas que me suenan por Livia— y se excusa, puesto que mañana es día laborable y ella, al contrario que el Suizo, trabaja en la sede de Zúrich —donde se ubican los laboratorios de la compañía TF&Z— y no en las oficinas de Gottlieben.

Al atravesar de nuevo el zaguán de camino a mi habitación, constato de refilón que apenas son las ocho de la tarde, aunque aquí ya sea noche cerrada. Pero rehúso hacer turismo por la antigua villa otrora romana, ahora alemana. Ya habrá tiempo. Gracias a Carmilla. Le debo un café.

Una vez en el dormitorio, marco el prefijo internacional para España y aguardo a que una voz femenina y sensualmente grave releve a los rítmicos tonos del auricular.

—¿Sí?

—Livia, soy yo. Estoy en Constanza, en el hotel, así que no puedo enrollarme mucho.

—No te preocupes. Anda, resúmeme. ¿Qué tal ha ido todo?

—Bien. Algún malentendido de por medio, pero bien. Ya sabes, trabas con el idioma. ¿Y tú qué tal?

—La misma rutina de todos los días —admite suspirando apática—. Espero que sepas compensármelo cuando regreses.

Apunto un gesto pícaro que ella no podrá ver pero que seguro adivina por el silencio cómplice que se sucede.

—Que descanses. Te quiero —me despido un punto meloso.

—Y yo a ti, Lucas. Hasta mañana.

Livia.

Le llevo doce años, pero aun así, para ser una mujer de cuarenta y uno es bastante hermosa. Una de esas bellezas serenas y continentales, sin rasgos raciales destacables. Poco mediterránea en definitiva.

La verdad es que hace honor a su nombre. Cuando sale de la ducha, sobre todo. Envuelta en la toalla a modo de toga y con el pelo recogido en un moño que jamás sabré cómo diantres se hace con tanta perfección para "andar por casa", como ella misma define. Se me antoja una patricia romana de la más alta alcurnia, de ojos verdemar y cabellos trigueños, que pasease con una cuasi imperceptible mueca displicente entre el populacho del foro.

El origen de su nombre la condicionó durante mucho tiempo. A los seis años se enteró de dónde procedía, y desde entonces todo cuanto cayó en sus manos sobre Roma lo devoró con avidez.

Estudió Filología Clásica en la Complutense, cursando un año de Erasmus en la Sapienza de Roma, y se doctoró también allí, no siéndole difícil encontrar un puesto respetable y relativamente bien remunerado.

Sin embargo, la salud de sus padres y esa arraigada conciencia familiar la obligó a retornar a la piel de toro. Y ya sabemos cómo es España para con los que escogen dedicarse a los conocimientos y la cultura.

Al final, acabó opositando para las Cortes, sacando plaza de archiveros y bibliotecarios en el Senado.

Los políticos no eran la especie que más le atraía, no obstante, procuraba equipararlos a la Curia que tan bien manejaba a fin de que su labor se tornase más liviana y llevadera.

Lo nuestro era un amor relajado, cariño si preferís llamarlo así. Nada que ver con los amores pasionales adolescentes o de juventud.

Tenemos nuestros secretos, y en ocasiones podríamos parecer dos simples compañeros de piso, que no se incordian el uno al otro y mantienen una envidiable relación sin discusiones ni rencores. Aderezado todo ello con frecuentes dosis de sexo —cálido y tierno en ocasiones, salvaje las que más, aunque me joda reconocer que a mis cincuenta y tres yo ya no esté para esos trotes—.

Me reclino en la cama cual etrusco tras colgar el teléfono y me dispongo a leer la carta del maestro a Derleth. Confieso que no soy un experto en la corriente literaria que iniciaron, aunque conozca por encima algunas de sus obras y temática.

El escrito tiene poco de misiva; salvo el párrafo del encabezamiento que dirige al destinatario —el apodado Conde D'Erleth—, el cuerpo asemeja una especie de ensayo sobre… espíritus.

Como he dicho, no estoy muy puesto en el círculo lovecraftiano, pero juraría que el espiritismo no era por lo que más se interesaron. Sí, les gustaba lo paranormal en general —de hecho, en su primera etapa, denominada como «gótica», Lovecraft creó bajo el poderoso influjo de E.A. Poe—, pero él y sus amigos se inventaron su propia cosmogonía centrándose en entes primigenios causantes de un horror intangible, y supongo que los fantasmas del común de los mortales les sabrían a poco.

Sin embargo, este texto desmiente en parte mi conjetura. En ella H.P. afirma haber presenciado recientemente una aparición, y sospecha que pudiera tratarse de su madre, fallecida seis años antes de cuando la epístola fue fechada, en 1927.

A consecuencia de ello, Lovecraft se empapó de todos los pseudoestudios que pudo conseguir al respecto. Y no sólo eso. Por lo que le refiere a su colega, habría llegado incluso un paso más allá, y desestimando la inacción hasta a una improbable nueva venida, pasó a ser él mismo quien empezó a convocar al espíritu.

Pero por lo visto, quien se presentó a su reclamo no fue exactamente su madre.

En esta parte, su estilo se vuelve bastante críptico. Parece que su obsesión por el tema va aminorando a medida que sus intentos por contactar con su progenitora fracasan uno tras otro. Pero afirma que a todas y cada una de las sesiones que realizó, siempre acudía alguien… —o algo…, no estoy muy seguro de cómo catalogarlo—, lo cual lo convertiría en un auténtico médium, muy por delante de los que se arrogaban con tal título como profesionales en ese campo.

El mensaje se considera inconcluso, pues en el último párrafo le comenta a su camarada que va a transcribirle el ritual y las frases específicas que él mismo ha compuesto cribando las pruebas y errores de sus predecesores, pero bajo su despedida y firma —con el pseudónimo Abdul Alhazred— no adjunta el manual que promete.

No puedo evitar pensar que a este Lovecraft en ocasiones —si no de continuo— se le iba bastante la perola. Ignoro lo que se habría fumado aquel día, pero me gustaría agenciármelo para compartirlo alguna de las cada vez más escasas noches de farra con La Ponte.

Dejo el documento encima de la mesita de noche, sin siquiera introducirlo en las láminas transparentes. Lo cierto es que me encuentro pesado. Ha sido un día demasiado largo y no me vaga ni desvestirme.

Ni desvestirme…

Me estoy durmiendo con los zapatos puestos sobre la cama.

Con los zapatos puestos…

·

·

·

Una luz distante.

Me desvela.

Entreabro los párpados y descubro que es la luz del baño la que se ha encendido. El interruptor debe de estar algo flojo. La puerta está entornada y apenas deja pasar un estrecho haz vertical. No debería molestarme para dormir el resto de la noche.

Pero soy así de maniático, y al final determino levantarme para apagarla.

Y nada más poner los pies sobre la alfombra, la puerta se cierra con un sonoro y potente portazo.