Capítulo 33


Habiendo decidido que las cosas serían mejor así, le informaron a Berthold de su partida pocos días antes de que pasara. Como Edward imaginó, al principio, el niño no lo tomó bien y todo se convirtió en un pequeño caos de llanto y muchos «no quiero que te vayas», dichos en su oído mientras Berthold lo abrazaba con fuerza. Respirando profundo para tranquilizar su propia ansiedad, le dio palmaditas en la espalda y lo dejó llorar cuanto necesitara, mirando a Roy con fastidio cuando este decidió simplemente recargarse en la puerta de la habitación, cruzarse de brazos e ignorar su primer gesto pidiendo auxilio —tal vez entendió mal, pero, antes de iniciar la conversación, creyó haber acordado que ambos lidiarían con el asunto y, en ese preciso momento, se sentía solo—.

—No me iré para siempre, Berthold —aseguró, cuando el niño consiguió dejar de hipar y lo miró con ojos grandes y llenos de lágrimas. Tenía la cara roja y la nariz, húmeda, así que Edward tomó la caja con pañuelos de papel que descansaba en la mesita de noche para limpiar el desastre. Berthold se dejó hacer sin protestar, aunque siguió sollozando por lo bajo—. Y, aunque no viva en ésta ciudad, vendré a visitarte cada vez que pueda y también prometo llamarte por teléfono y comunicarnos por internet, ¿estás de acuerdo?

Berthold se cubrió los ojos con las manos y negó con la cabeza.

— ¿Al también se va? —preguntó, volviendo a mirarlo mientras hacía ruidos nasales.

Edward no pudo evitar hacer una mueca y asentir con la cabeza. Quizá hubiera sido mejor tocar el tema antes, darle la oportunidad de aclimatarse, pero ninguno había sido lo suficientemente valiente para enfrentar esta situación y la pospusieron hasta que fue inevitable. Bueno, al menos la experiencia les dejaba cierto aprendizaje acerca de lo que no debían hacer…

—Tenemos que, Bert —afirmó y, por un momento, tuvo la impresión de que fue una reafirmación para sí mismo, ya que los últimos días había perdido el sueño pensando en lo cerca que estaba la mudanza y el inicio de algo más.

Según Hohenheim, ya había rentado una casa cerca de Xerxes, ya que antes había ocupado un pequeño departamento proporcionado por la universidad en el que, ahora que serían tres, no cabrían. Edward detestaba la idea de nunca haber visto su nueva casa y, desde ya, estaba predisponiéndose a odiarla, aunque Alphonse no se cansaba de advertirle que estaba siendo infantil y que se complicaría la vida más de lo necesario con una actitud así.

Respiró hondo y miró al techo, haciendo un esfuerzo por ignorar a Roy, que ahora tenía la mirada fija en la pared amarilla al otro lado del corredor, y sus ganas de hacerle un gesto grosero con la mano —normalmente, no se hubiera contenido, pero Berthold estaba ahí, así que tenía que comportarse— se volvieron imperantes.

—Te prometo que te llamaré en cuanto lleguemos allá, ¿sí? —Propuso, sacudiéndole el cabello al niño, que lo miró con un ligero brillo esperanzado en los ojos—. Te enviaré fotos de la nueva casa y de todo lo que me parezca interesante, ¿quieres? Le diré a Al que haga lo mismo. Y podemos tener un día especial a la semana para comunicarnos, a la hora que tú quieras, ¿sí?

Berthold se encogió de hombros y Edward se asustó ante la idea de pasar del llanto a un berrinche a toda potencia, pero el niño sólo colocó las manos en sus rodillas y miró el piso. Eso era mil veces peor que un berrinche.

—Pero, ¿vas a volver? —preguntó, volviendo a mirarlo, frunciendo los labios y retorciéndose los dedos con nerviosismo, como si le aterrara la posibilidad de que la respuesta fuera no.

Nunca, en su vida, alguien había conseguido estrujarle el corazón de la misma forma que esos desgraciados Mustang podían, ni siquiera su propia familia y no por falta de esfuerzo.

Hizo que Berthold se pusiera de pie en la cama para poder abrazarlo con fuerza.

—Sí, lo haré en cuanto tenga la oportunidad —prometió—. El resto de mi familia sigue aquí: tengo que venir de vez en cuando o no les hará gracia —aseveró, hablando de Winry y Pinako que, al parecer, habían comenzado a sentir la presión de la partida inminente de los Elric, por lo que diario los invitaban a pasar tiempo con ellas en su casa o ellas mismas llegaban de visita a la de ellos, sin avisar.

En un par de ocasiones, Edward había tenido que acortar su estadía en la casa Mustang para poder ir con ellas y calmar su angustia. Cada pequeño detalle dejaba a Marte y Saturno detrás y ahora se sentía como si fuera a marcharse del sistema solar. Quería encerrarse en el baño de su alcoba y no salir jamás para no tener que enfrentar el caos.

Berthold se alejó de él, se limpió la nariz con el dorso de la mano, e hizo su mejor intento por sonreír.

—Está bien —aceptó por fin y Edward suspiró con alivio, dándose cuenta de que la situación había sido más pesada de lo que previó.

Miró a Roy y el hombre se limitó a mostrarle el pulgar en señal de aprobación; Edward sintió, de nuevo, el impulso de responderle con un gesto malcriado.

Casi podía sentir en la frente, escrito con tinta indeleble y fosforescente This is how we do it, porque, en el último año, había aprendido lo increíblemente difícil que era tratar con un niño de cuatro años y que cada batalla ganada, por pequeña que fuera, era digna de festejar, porque esas criaturas eran bastante hábiles a la hora de convertir la más simple de las vidas en todo un infierno. Berthold no era un niño mal portado, pero, como todos, podía tener sus ratos.

Abrazó a Berthold de nuevo, con fuerza, porque era consciente de que el tiempo se le estaba acabando y las oportunidades para hacerlo se volvían pocas y, sujetando al niño contra su pecho, se puso de pie. Apagó la lámpara en la mesita de noche de la habitación y caminó hacia Roy, gesticulando un Te odio lo más claro que pudo. Roy sólo sonrió y le quitó a Berthold de las manos. El niño le rodeó el cuello con un brazo y usó la mano libre para limpiar los restos de lágrimas alrededor de sus ojos.

— ¿Qué prefieres comer, Berthold? ¿Helado o pizza? —Roy le preguntó al niño, que fingió pensar la respuesta un largo rato aunque, Edward sabía, que elegiría el helado, ya que era su perdición.

Habían acordado que lo sobornarían con comida al terminar el desastre para suavizar las cosas y, al menos, el otro se mantuvo firme en eso.

— ¡Helado! —exclamó Berthold, haciendo que Edward pusiera los ojos en blanco porque era obvio.

—De acuerdo —aceptó Roy, sonriendo.

Sujetó la mano de Edward y entrelazó sus dedos, arrastrándolos por el corredor hacia las escaleras.

Era fin de semana, por la mañana, y el segundero del reloj seguía moviéndose a paso apresurado, como si quisiera sacar a los Elric de la ciudad lo antes posible. Los últimos días, cuando Edward podía escaparse de Pinako, Winry, Al e incluso Hohenheim —que había adoptado la extraña costumbre de comentar con él todos los planes que tenía una vez llegaran al Este, como si buscara su aprobación, de alguna manera—, pasaba todo su tiempo con los Mustang, a la expectativa, como si contemplara una llama cuyo oxígeno estaba por agotarse.

Esos últimos días, salir juntos se volvió una costumbre y detestaba la idea de haber empezado algo que le gustaba y que pronto tendría que terminarse.


—Podemos hablar todos los viernes por Skype —dijo, recargándose en el respaldo de la banca de madera del parque, para cruzar la pierna y mirar a Berthold, jugando con un grupo de niños en la caja de arena a pocos metros de distancia.

Él había terminado con su helado y Roy ni siquiera se dignó a comprar uno, pero el de Berthold, a medio comer, comenzaba a derretirse y a dejar un río de azúcar fluir por el dorso de su mano. Cuando la sensación pegajosa se volvió demasiado y se percató de la hilera de hormigas trepando por el soporte metálico de la banca, lo colocó en la mano de Roy sin miramientos. El hombre lo observó, ligeramente asqueado por el desastre de azúcar, y se levantó para arrojar el cono al cesto de basura a pocos pasos de distancia. Bien, al menos Berthold parecía lo suficientemente entretenido, haciendo castillos de arena con una pala y una cubeta, para recordar su helado perdido.

— ¿No es demasiado pronto para hacer ese tipo de planes? Ni siquiera tienes el horario de clases aún —comentó Roy, sentándose a su lado, demasiado cerca. Aunque, al principio, Edward sintió la necesidad de moverse, dejando más distancia de por medio entre ambos, se resignó con un suspiro. Si a Roy, hombre de ley, le daba igual hacer ese tipo de cosas en público, supuso que era libre de actuar con naturalidad también. Además, el tiempo se le estaba acabando—. Sé que te gusta tener todo bajo control, pero no comiences a angustiarte por cosas como esas antes de tiempo.

Edward lo miró, entornando los ojos.

—No soy fanático del control —protestó, cruzándose de brazos.

Roy sonrió.

—Te gusta que todo funcione a tu voluntad y, cuando algo se te mete en la cabeza, es muy difícil hacer que cambies de opinión.

—Eso no significa que sea un obsesivo controlador. Y, por si no te has dado cuenta, esa descripción también se apega a ti, así que no puedes decir nada al respecto —fijó la mirada al frente, concentrándose en los niños que jugaban. Berthold parecía haber hecho nuevos amigos.

No había demasiado sol sobre sus cabezas y, de hecho, podía sentirse una corriente fría correteando entre los troncos de los árboles, agitando las hojas y los arbustos, pero supuso que era bueno estar afuera, sentir el aire fresco de ésta ciudad en la cara cuanto pudiera…

Rascó una comezón ansiosa palpitando en la parte trasera de su cuello y suspiró.

—Yo tampoco estoy feliz con todo esto —aceptó Roy, por primera vez desde que comenzó todo el tema de la mudanza y el cambio de ciudades. Edward lo miró, enarcando una ceja—. Si pudiera, haría que el tiempo avanzara más rápido para poder encarar esto de una vez por todas, pero, no: apenas comienza y sé que se siente mal, como si fuéramos a perder algo para jamás recuperarlo, pero acordamos que no sería así. Y no va a ser así.

Edward bufó. Por algún motivo, era eso lo que no había querido escuchar en todo ese tiempo, porque tenía la sensación de que decirlo implicaría perder algo de verdad, como consecuencia de tentar a la suerte, pero ahora que estaba dicho y flotando en el aire, tuvo que aceptar que era verdad y que la única forma de afrontar las circunstancias era mantener la cabeza clara y no dejarse consumir por la preocupación.

Tal vez era un poco controlador después de todo…

—Está bien —aceptó, refunfuñando—. En cuanto tenga los estúpidos horarios, haremos un plan. Detesto sentirme como si fuera a la guerra sin armas.

Roy puso los ojos en blanco y sonrió.

—Puedo llamarte todos los días, si eso te hace sentir mejor. Voy a querer saber tú ubicación en cada momento del día, con quién estás, qué estás haciendo… —propuso, sin dejar la sonrisa de lado.

Edward lo miró, ladeando la cabeza con una expresión de desazón.

—Bromeas, ¿cierto?

Roy fingió pensarlo.

—Sí, bromeo —contestó, aparentando no estar seguro del todo.

Edward se tocó el pecho con falsa indignación.

—A veces, enserio, no puedo dejar de pensar porqué demonios salgo contigo, habiendo tanta gente normal allá afuera.

— ¡Mira quién lo dice!: el que se ríe viendo Mil maneras de morir.

Automáticamente, Edward echó a reír.

Todos se ríen con eso —defendió.

—Y disfrutas demasiado Autopsias de Hollywood para mí gusto.

— ¡Son interesantes, demonios! ¡A ti te gusta It takes a killer! ¿Quién demonios disfruta eso viviéndolo todos los días en el trabajo?

Roy se encogió de hombros, sin dejar de sonreír.

Últimamente hacían mucho eso: tener conversaciones tontas sobre nada en realidad, sólo para aliviar la carga del momento. Eso debía ser prueba suficiente del estrés por el que estaban pasando.

Roy tomó su mano y Edward abrió mucho los ojos. En medio de un campo lleno de niños corriendo por todos lados, las miradas de la demás gente estaban fijas en criaturas yendo por aquí y por allá y, en el peor de los casos, en sus teléfonos móviles. Nadie les prestaba atención a ellos porque, ciertamente, no eran tan interesantes —o eso le gustaba pensar—.

—Vamos a dejarlo fluir, ¿quieres? La próxima semana podremos darnos una idea de cómo serán las cosas y hacer un plan a partir de ahí.

Edward suspiró y asintió.

Berthold apareció a toda velocidad frente a ellos, anunciando que tenía los zapatos llenos de arena y que le picaba mucho, así que tuvieron que soltarse —con una mueca de aversión porque a Edward le había quedado la mano pegajosa por el helado derretido— y hacerse cargo.

Pronto, ese se convirtió en un día más tachado en el calendario.


El viernes de la última semana que los Elric pasaron en Central, ninguno pudo escapar de la invitación de las Rockbell a cenar con ellas por última vez, así que Edward se armó de valor para lo que sería una tarde llena de sentimientos y despedidas para la que no se sentía preparado. Era como estar a punto de hacer un salto aéreo desde el espacio y la sensación en el fondo de su estómago era insoportable.

Al menos Winry no lo empeoró haciendo un esfuerzo por formalizar la situación y lo ayudó a respirar de alivio cuando les abrió la puerta, despeinada, con lagañas en los ojos y envuelta en su pijama más viejo con animal print de vaca. Edward odiaba esa cosa desde que la vio por primera y vez y eso parecía contribuir a que a ella le encantara.

—Oh, demonios, ¡dije a las cinco! —Los reprendió, haciéndose a un lado para permitirles el paso a la casa, que olía a desinfectante floral de piso y relucía de limpia—. Me levanté temprano para hacerme cargo de la casa y hornear las tartas: estaba tomando una siesta para recuperarme antes de que llegaran —como para probar su punto, bostezó, cubriéndose la boca con una mano.

Los pequeños pendientes metálicos que le decoraban la curva de las orejas destellaron al ser alcanzados por un haz de luz.

—Faltan veinte minutos para las cinco, Winry —informó Al, sentándose en el sofá cerca de la ventana, con Hohenheim, mientras Edward ocupaba el asiento de una sola plaza, al otro lado de la habitación.

—Y mi alarma debe estar sonando ahora mismo para despertarme. Gracias por arruinar mis planes —refunfuñó ella, poniendo los brazos en jarras—. Llamaré a la abuela. Debe estar atrás, alimentando a Den —dijo, antes de escabullirse fuera de la vista de todos a velocidad mach.

Edward la oyó gritar que los invitados habían llegado desde el otro lado de la casa y, luego, correr en estampida escaleras arriba, tal vez para ponerse ropa más acorde con la ocasión, aunque ninguno de ellos fuera a darle importancia a que permaneciera en pijama —si esa hubiera sido su casa, Edward se hubiera sentido más cómodo de esa manera, de hecho—.

Pinako apareció para darles la bienvenida, seguida de Den, que se apresuró a saltar en el regazo de Al, quien echó a reír mientras recibía lengüetazos en la cara, y Hohenheim se puso de pie para abrazar a la anciana y entregarle el obsequio de despedida que había tenido el tacto de llevar, ya que, como todos, sabía que la situación no estaba siendo fácil para las dos mujeres.

Edward también abrazó a Pinako, consciente de que la nostalgia lo tenía pillado por la garganta y, cuando Winry apareció, usando jeans y una sencilla blusa blanca en vez de la ridícula pijama de vaca, también se dejó rodear por sus brazos y hundió el rostro en su cuello, porque no tenía idea de cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera volver a hacerlo.

Casi sintió el impulso de ponerse a llorar como Berthold y se preguntó qué tanto se había ablandando con la presencia del niño en su vida.


Después de la comida, Winry arrastró a los dos hermanos a la pequeña terraza con vista al patio conectada por una puerta corrediza a su habitación.

Se sentaron en los muebles de mimbre, decorados con mullidos cojines de estampados florales, y se dedicaron a comer las tartas de manzana y frutas que Winry había horneado para la ocasión mientras hablaban de sus planes para el futuro —demasiado próximo para algunos—.

A Alphonse aún le quedaba un año de escuela media antes de poder empezar a planear su camino a la universidad, pero estaba emocionado de empezar en otra ciudad —Edward se guardó las ganas de poner los ojos en blanco y criticarlo, porque era consciente de que Alphonse tenía más amigos en Central de los que él jamás hizo por su cuenta y se preguntó si dejarlos atrás no le molestaba en lo más mínimo, aunque sabía que su hermano menor no era esa clase de persona—. Winry, por otro lado, les habló de sus ganas de continuar en el terreno de la biomecánica, siguiendo los pasos de sus padres, mientras intentaba ocultar la emoción tras sus palabras haciendo girar distraídamente el contenido de su vaso con jugo de naranja; al igual que Edward, había sido aceptada en la escuela de su elección y estaba preparándose emocionalmente para hacerle frente.

No fue necesario decirles a ambos, porque ese siempre fue su plan, que su carrera se enfocaría a la patología: prácticamente lo había decidido desde que una enfermedad incurable les arrebató a Trisha. Tenía la impresión de que Hohenheim conocía los motivos tras su decisión y, por vez primera, parecía apoyarlo al cien por ciento. Edward nunca sabría cómo interpretar eso.

Winry se levantó cuando las bebidas se terminaron para entrar a la casa e ir por más. Edward aprovechó la oportunidad para recargarse en uno de los cojines del asiento, levantar el rostro al cielo y cerrar los ojos: sobre su cabeza, un techo de vigas de madera creó sombras en sus párpados.

— ¿Estás listo para marcharnos? —le preguntó Alphonse, colocando el plato vacío en la mesa redonda que había entre ambos, creando ruido de porcelana y cubiertos.

Edward hizo una mueca y negó con la cabeza.

—No lo haría si pudiera, pero no tengo otra opción ahora, ¿cierto?

—Siempre quisiste viajar. Desde que éramos niños, tenías tantos planes acerca de recorrer el mundo, visitar distintos lugares. ¿Una de tus metas no era ver las ruinas de Xerxes, precisamente?

—Son sólo rocas viejas y pinturas desgastadas, Al —respondió, porque era cierto—. Miles de personas las han visto y no han obtenido nada de ellas, sólo una gran experiencia.

— ¿Estás seguro de que no te estás desgastando emocionalmente sólo por terquedad? Si esto no tuviera que ver con papá, sólo con nosotros, ¿estarías igual de asustado?

Edward abrió los ojos y lo miró con desgano.

—No estoy asustado por irme o por cambiar la rutina, de hecho, no estoy asustado, Al; enloqueciste.

Alphonse guardó silencio largo rato.

—Debe ser difícil —Edward sintió un escalofrío al adivinar hacia donde iría con ese tema y se preparó mentalmente para afrontarlo porque, si bien Alphonse hasta el momento sólo había hecho bromas ligeras acerca de su relación con Roy, nunca había tomado el tema con verdadera seriedad y sospechó que hoy sería el día, por fin, en que muchos cristales se romperían, vendas caerían y cosas serían dichas. El cielo se nubló sobre sus cabezas y Edward, por un instante, pensó que había sido sólo su imaginación, pero no—. Alejarte de la persona que te interesa cuando acabas de empezar una relación con ella.

Suspiró y se removió en el sillón de mimbre, moviendo la cabeza de arriba abajo.

—Lo estamos tomando bien, creo. Es decir, nadie se ha puesto neurótico, al menos.

Los ojos de Alphonse se iluminaron, como si estuviera feliz de que Edward no hubiera evadido el tema. Cambió su postura en la butaca, apoyando los antebrazos en los costados.

—Siempre me pareció extraño que no te fijaras en nadie y por algún tiempo pensé que era porque en verdad estabas concentrado en tus asuntos (ya sabes, hay gente demasiado investida en la escuela como para prestarle atención a otras cosas). Nunca creí que fuera porque en ese ambiente no hay nadie de tu tipo.

Edward sintió la cara caliente. Tosió, a punto de atragantarse con su propia saliva al abrir la boca para contestar.

Ese sujeto no es mi tipo, Al —protestó con voz ronca y, por algún motivo, creyó estar diciendo la verdad, aunque sólo a medias—. Y no puedes decir nada al respecto porque tú no has salido con alguien.

Ante sus palabras, el rostro de Alphonse se tornó del color de las rosas que crecían en el patio, varios metros por debajo de ellos, y el muchacho ladeó el rostro, mirando al otro lado de la calle para no tener que contemplar los ojos de su hermano mayor. Edward se sintió como si acabaran de golpearlo en el estómago.

— ¡No es cierto! ¡¿Con quién has salido?! ¡¿Cuándo?! —preguntó, escandalizado.

Winry eligió ese preciso momento para reaparecer en la escena, llevando tres vasos, llenos hasta el tope, sobre una bandeja, que depositó cuidadosamente en la mesa.

—Con esa chica, Clara, de su clase —respondió ella, sentándose junto a Edward—. Hace un par de meses, fueron juntos a la fiesta de cumpleaños de otra de sus compañeras. Ella lo besó —contó, antes de echar a reír. El rostro de Alphonse se puso todavía más rojo—. Fue demasiado para el pobre Al y huyó. Ella lo botó al día siguiente.

Edward abrió la boca, atónito, porque conocía a Clara y sabía que la chica era demasiado para alguien como su hermano.

— ¿Por qué no me dijiste? —preguntó, horrorizado.

— ¡Así no fue como pasaron las cosas, Winry! —Defendió Alphonse, mirando a la chica antes de encarar a Edward—. ¡Porque estabas en medio de tu crisis existencial!

— ¡Aun así, debiste decírmelo, tarado! —se quejó, cubriéndose el rostro con las manos. ¿Tan distraído había estado?

Alphonse lo apuntó con un dedo acusador.

—Tú no me cuentas nada de lo que haces con el señor Mustang —touché.

Edward quiso golpearse la cabeza contra la pared y la risita nerviosa de Winry no ayudó a calmar sus ganas.

—Por lo que más quieras, no le digas señor. Sólo… no —el gato ya estaba fuera de la bolsa, de todas formas—. Y no hacemos mucho, a veces sólo vemos maratones de series de televisión, hablamos, pasamos tiempo con Berthold… últimamente, hemos salido un par de veces a algunos restaurantes, al parque —se encogió de hombros, sintiéndose como si con cada palabra se sumergiera más en el hoyo que él mismo había cavado, pero tampoco podía dejar de hablar.

Alphonse lo miró con una ceja enarcada y Winry amplió su sonrisa; tenía las mejillas rojas.

—Eso suena tan aburrido comparado a lo que había estado imaginando —comentó el chico, pareciendo, incluso, decepcionado.

Winry volvió a reír.

—Es Edward, Al. Suena demasiado Edward. Al menos no se llenan la cabeza mutuamente de tonterías científicas o policiacas, porque todos sabemos que a Ed le encanta hablar de eso, ¿cierto?

Edward abrió la boca y la cerró de inmediato. Los otros dos prorrumpieron en risas que provocaron que quisiera saltar por el borde de la terraza.

—Es la horma de tu zapato —susurró Winry, mirándolo con ojos entrecerrados mientras limpiaba lágrimas de risa que resbalaron por sus mejillas—. Pero estoy feliz por ti.

— ¿Gracias? —Eso no evitó que siguiera deseando que se lo tragara la Tierra—. ¿Y qué hay de ti? ¿Vas a hablar de alguien o sólo te dedicarás a burlarte de nosotros?

Winry dio una palmada en el aire.

—Hace poco conocí a alguien en el trabajo —contestó y la mirada automáticamente comenzó a brillarle—. Pero no les diré de quién se trata, porque prefiero seguir riéndome de ustedes. Al, ¿tampoco le hablaste de Rose, la chica de apoyo en el centro comunitario donde dabas servicio social? Oh, Dios, Ed, debiste ver sus ojos cuando hablaba de ella, pero cuando la invitó a tomar algo, ella le dio calabazas porque ya salía con alguien e hizo énfasis en que era un chico de su edad. Le rompió el corazón.

Fue el turno de Alphonse de bajar la cabeza ante la mirada encendida de Edward.

—No voy a separarme de ti ni un instante en cuanto lleguemos al Este, Alphonse, te lo juro —prometió.

—Oh, diablos, Winry —lloriqueó el más joven, mirando a la chica con desesperación.


Si Roy se sobresaltó cuando Maes dejó caer una carpeta con fuerza sobre su mesa, después hizo su mejor intento para aparentar que no había sido así, manteniendo la mirada fija en el documento que estaba leyendo, aunque no pudo evitar fruncir el ceño.

—Los últimos días has estado tan distraído —fue el saludo del hombre de gafas, que se recargó en el escritorio, haciendo todo lo posible por atraer su atención. Ya no estaban en preparatoria, por Dios. Era increíble que, a pesar del paso de los años, algunas cosas permanecieran igual.

Roy levantó el rostro con desgano y miró a su amigo, preguntándose porqué siempre tomaba las peores elecciones en la vida.

— ¿Tienes algo verdaderamente importante qué decir o sólo viniste a perder el tiempo en horas de trabajo? —preguntó, intentando imprimir todo el hastío que fue capaz de acumular en cada palabra.

Maes enarcó las cejas, pero sonrió, extasiado, como si esa hubiera sido la reacción que había estado esperando.

—Pues de hecho, lo tenemos: su cómplice por fin aceptó declarar en su contra. Si hacemos las cosas bien, podremos llevarlo a juicio por cargos de venta de drogas y contrabando de armas. Sé que quieres castigarlo por su actuación en la muerte de Riza y que esto es poco, comparado con eso, pero al menos estará tras las rejas mucho tiempo —dijo Maes, encogiéndose de hombros y mirándolo desde detrás del cristal de sus gafas con una extraña expresión de conmiseración, como si pretendiera decirle con la mirada que habían hecho todo lo que habían podido y que esperaba que fuera suficiente.

De pronto, Roy se sintió como si estuviera en una habitación sellada al vacío, sin una sola partícula de oxígeno que respirar. Notó la cabeza ligera y, de no haber estado sentado, posiblemente se hubiera ido de espaldas al piso. Dejó el documento en la mesa y apoyó los codos en la madera, sujetándose la cabeza con ambas manos.

Todo era demasiado. Se sentía como si hubiera pasado demasiado tiempo al fondo de una ladera, gritando a voz en cuello y, por fin, la avalancha había llegado; pero, en vez de dejarlo sepultado y sin esperanzas, en medio de todo el desastre podía contemplar un único destello de luz, aguardando ser usado.

— ¿Qué estamos esperando? —preguntó y se sorprendió de que su voz sonara distante incluso para sus oídos.

Se preguntó si había estado soportando, durante todo ese tiempo, más estrés del que podía tolerar y, ahora que salía en ramalazos de alivio y vaga alegría por haber hecho las cosas bien, por fin podía darse cuenta de lo agotado que estaba de todo ese asunto.

—La orden de aprensión —respondió Maes con sencillez—. Lo arrestaremos antes de que caiga el sol —afirmó, con una pequeña sonrisa en los labios, y Roy hizo su mejor esfuerzo por creerle.


Cuando el cielo comenzó a teñirse de tonos púrpuras y azules demasiado intensos intentando competir con los anaranjados, amarillos y dorados de la puesta del sol, Edward se quedó sólo en la terraza de la habitación de Winry, tiritando de frío al ser demasiado obstinado para ir a la sala por su chaqueta, mientras la chica se encargaba de llevar los platos sucios a la cocina con ayuda de Alphonse.

Se arrebujó contra un costado del asiento y se rodeó el cuerpo con los brazos en un vano intento de mitigar el frío. Tenía los dedos entumecidos y le ardía la cara, pero estaba bien: la corriente fresca de aire meciéndole el cabello y haciendo que hebras solitarias entraran a sus ojos estaba cargada del rico aroma de la tarde —una mezcla de pasto recién cortado, rosales bien cuidados y tierra mojada y viva—, que lo ayudó a relajarse ante la perspectiva de marcharse al día siguiente, sin tener la más remota idea de cuándo iba a volver.

Miró el cielo oscuro y distinguió el destello de las primeras estrellas que se atrevieron a mostrarse en el manto nocturno. Contó tres en un triángulo escaleno y las vio parpadear hasta que otro destello atrajo su atención hacia la calle: las luces policiacas, más de las que estaba acostumbrado a contemplar al mismo tiempo, moviéndose a toda velocidad por la calle sin ser anunciadas por sirenas, encendieron una alerta en su cabeza apenas empezaron a desfilar por su campo de visión.

Tuvo un mal presentimiento que hizo que se petrificara en su sitio y abriera mucho los ojos. Sintió el color drenándose de su cara con lentitud. Separó los labios y respiró por la boca, sintiendo que el aire a su alrededor no era suficiente para llenarle los pulmones.

Tuvo el impulsó de ponerse de pie y empinarse por la baranda para contemplar mejor el espectáculo de vehículos deteniéndose frente a la casa de al lado, cercándola como una jauría canina cerniéndose sobre su presa, pero algo le dijo que no era buena idea. Estremeciéndose, intentó controlar el alocado ritmo de su corazón, que podía sentir en la garganta y, cuando Winry y su hermano volvieron a aparecer de golpe en la terraza para asomarse sin tapujos por la baranda, no pudo evitar sobresaltarse, sintiendo el pecho adolorido después.

—Sabía que tendrían que venir por él en algún momento —dijo Winry, hablando en voz baja como si no quisiera atraer la atención hacia ellos. Miró a Edward por encima del hombro y enarcó la ceja al verlo, arrebujado y pálido, en el asiento de mimbre, luego, devolvió su atención al operativo policiaco—. Todos los vecinos nos quejamos de ellos desde que llegaron, pero, ¿no es un poco exagerado? Son demasiados policías. ¿Desde cuándo se necesitan cuatro vehículos para arrestar a alguien por abuso doméstico?

Edward se aclaró la garganta, sintiendo una sensación extraña que, por más que trató, no pudo eliminar. Tal vez, después de pasar tanto tiempo con un policía que estaba intentando darle caza a alguien que había cometido el mismo crimen que el vecino de Winry, había aprendido a sentir algo de aprehensión por ellos y la forma en que llevaban a cabo su trabajo.

Intentando convencerse de que estaba siendo ridículo por motivos que ni siquiera lograba entender, se aferró los brazos con las uñas y se puso de pie, caminando lentamente para posicionarse junto a Winry, que ahora tenía una mano en la boca y se mordisqueaba las uñas con ansiedad.

— ¿Deberíamos estar aquí? —Susurró Alphonse—. ¿Qué pasa si las cosas se ponen violentas?

Edward miró al otro lado de la calle y distinguió varios rostros curiosos asomándose por ventanas de cortinas corridas y a algunas personas saliendo a sus propias terrazas para enterarse mejor de las cosas. Algunos incluso tenían sus teléfonos afuera y se encargaban de grabar la acción. Edward respiró, preguntándose si le agradaba eso o no.

—Sólo es un arresto, Al, no una situación con rehenes —protestó Winry, aunque Edward la sintió dar un paso atrás.

Pasó saliva y se concentró en el puñado de oficiales que permanecían fuera del domicilio, usando chalecos antibalas y dando la impresión de estar preparados para saltar directo al fuego en caso de ser necesario.

Pasados unos minutos que parecieron eternos, un oficial salió de la casa con un niño en brazos, seguido por dos policías más, que sujetaban al sospechoso por los brazos, esposados en la espalda. Al menos, Edward pudo respirar profundo al suponer que no había opuesto resistencia y que el arresto terminaría bien. Lo condujeron al auto, cruzando el patio, mientras una cuarta oficial salía de la casa, acompañando a una mujer llorosa que se cubría el rostro con las manos.

—Pobre —murmuró Winry—, pero no puedo creer que llore por ese desalmado.

Alphonse asintió y rodeó los hombros de su amiga con un brazo.

Edward comenzó a sentirse mareado por el persistente destello de las luces rojas y azules. Se tocó la frente con dedos helados y volvió a mirar el auto al que los oficiales llevaron al hombre. Este estaba en custodia en la parte trasera del vehículo y uno de los policías ya había rodeado el auto para ocupar el sitio del conductor, pero el otro… ¿lo estaba viendo a él?

Exhaló y sujetó el barandal de madera con fuerza, teniendo la sensación de que, si no lo hacía, terminaría yéndose de bruces al pasto del patio que tenían debajo.

El policía negó con la cabeza, subió al auto y este emprendió la marcha, seguido por un segundo vehículo mientras los otros dos permanecían en la escena para ejecutar un registro de la casa.

—Ay, no es cierto —fue lo primero que pudo decir y su voz sonó rara en sus oídos. Demasiado distante y sorprendida.

Se sintió enfermo.

Winry lo miró y colocó una mano en su brazo, como si también hubiera tenido la sensación de que caería al vacío si no se aferraba a él con fuerza.

— ¿Estás bien? —le preguntó, preocupada.

Edward asintió, aunque sabía que no era sincero.

—Tengo que irme —dijo en voz baja, antes de abrazarla con fuerza y darle un beso en la mejilla.

En cualquier otro momento, hubiera pensado mejor las cosas antes de hacer eso, pero se suponía que el motivo de la reunión de ese día era que se despedirían porque, al día siguiente, las Rockbell no podrían ir con ellos a la estación de trenes y no quería dejar ningún cabo suelto, a sabiendas de que, en ese momento, su cabeza era un caos.

— ¿A dónde? —preguntó Alphonse, frunciendo el ceño, como hacía siempre que algo en Edward dejaba de encajar donde debía.

—Con Roy —respondió, a sabiendas de que la honestidad lo dejaría marchar a más velocidad.

Alphonse pasó saliva, miró a los oficiales que se habían quedado en la casa de al lado y volvió a observarlo, con infinita seriedad. Era listo, casi tanto como él y, en algunas cuestiones, incluso más.

El sol terminó de ocultarse, sumergiéndolos en la oscuridad.

—Te acompaño —dijo y fue el turno de Edward de mirarlo como si estuviera desquiciado.

—No —respondió, con un tono de voz que no aceptaba protestas—. Mejor quítame a Hohenheim de encima, ¿quieres? No es nada… escabroso —de nuevo, fue consciente de estar mintiendo—. Sólo… luego te cuento, ¿sí?

Alphonse frunció los labios, como si estuviera preparándose para debatir, pero luego pareció pensarlo mejor, porque suspiró y asintió de forma resignada.

—Sólo mantenme al tanto de dónde estás, ¿sí? ¡Dios, estás pálido! —dijo, como si eso fuera el detalle que lo convenció de no retenerlo más.

Edward lo abrazó también —porque necesitaba hacerlo— y le dedicó a Winry una última mirada consternada antes de entrar a la casa. Intentó componerse antes de tener que enfrentar a su padre y Pinako; se despidió de ella con toda la serenidad que pudo y, cuando los ojos de Hohenheim, idénticos a los suyos, le dieron la impresión de que el hombre sabía exactamente el motivo de su ansiedad, procuró ignorarlos, porque en ese instante no eran lo importante.

Salió de la casa con paso pausado y, en cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, echó a correr.


No se sorprendió de que la casa estuviera vacía al llegar, pero, aun así, abrir la puerta y no encontrar más que oscuridad fue un golpe certero al estómago. Arrancó la llave de la cerradura, cerró la puerta y, perdiendo el pulso de adrenalina que lo había hecho llegar ahí en tiempo record, se recargó en ella, deslizándose lentamente hasta el suelo, donde se concentró en recuperar toda la tranquilidad que había perdido en los últimos cuarenta minutos.

Estaba sudando frío, tenía la respiración acelerada y, si él estaba así sólo por haber contemplado una escena que nunca debió ver, no quería pensar en cómo estaba Roy, después de haber trabajado tanto para llegar a ese momento, luego de toda la frustración y la obsesión.

Cuando logró calmarse un poco, se preguntó si hizo lo correcto al ir ahí después de que su mirada se encontrara con la de Roy: tal vez lo último que el hombre quería después de eso era verlo.

Se puso de pie y fue a la sala de estar, a esperar, con el teléfono en la mano en caso de que llegara algo —un mensaje, una llamada, cualquier cosa— que aclarara un poco más la situación.

Eso jamás pasó.


Cuando la puerta de la casa por fin volvió a abrirse, el reloj de pared sobre el sillón marcaba las dos de la madrugada con algunos minutos. En todo ese tiempo, Edward permaneció en la penumbra, sólo mitigada por la débil lámpara encendida en la mesa a su lado, intentando no caer en la tentación de hacer algo tonto, como llamar a Roy o incluso a Maes Hughes, cuyo teléfono había terminado en su lista de contactos, igual que el de Gracias Hughes, gracias a Berthold, en caso de que, estando a solas con él, necesitara algo y no lograra localizar a Roy.

El televisor estaba encendido en el canal de dibujos animados en el que Berthold debía haberlo dejado antes de salir de la casa, con el volumen bajo. Edward no recordaba haberle prestado atención en todo ese tiempo y, de hecho, se sorprendió al observar la pantalla y ver el vómito de colores chillones que se mostraba en ella. En cuanto escuchó el ruido de la cerradura, alcanzó el control remoto y apagó el aparato, poniéndose de pie de inmediato.

Sintió pavor ante la idea de que Roy no lo quisiera ahí.

Salió al corredor a recibirlo y, cuando las miradas de ambos se encontraron, Edward ni siquiera supo qué era lo que estaba viendo, sólo imaginó que Roy, a su vez, debía estar contemplando algo similar en él.

Pasado un largo instante en silencio, Roy suspiró, miró al piso e hizo una mueca.

—Sabía que estarías aquí —habló y, por la forma en que lo hizo, Edward no supo si eso era bueno o malo. Pasó saliva y se rodeó el cuerpo con los brazos, odiando la noción de hacerlo por vulnerabilidad.

—Puedo irme, si es lo que… —Roy lo interrumpió, mirándolo casi con terror ante la idea, y se movió tan rápido para abrazarlo, que Edward casi gimió ante el contacto (aún no se acostumbraba a ser estrujado).

Roy respiró contra su cabello y después hundió el rostro en su cuello. Edward suspiró de alivio y le rodeó la cintura con los brazos. Bien, al menos no se había metido en una zanja por error y Roy no lo odiaba por haber contemplado el momento más infeliz de su vida.

—Dios, por fin se acabó —dijo, hablando contra su piel, provocándole cosquillas.

Si Edward tuvo la impresión de oír las palabras romperse con demasiada emoción, fingió no haber prestado atención y se limitó a afirmar más el abrazo, sabiendo lo que era sentirse perdido en medio de la turbulencia de cosas así.

El minutero del reloj siguió avanzando pero, por primera vez desde que todo lo que eran ellos había comenzado, tuvo la delicadeza de hacerlo despacio, haciendo valer cada segundo…


La escena del arresto, antes del hiatus, iba a estar llena de sangre, dolor y lágrimas, pero decidí que eso era drama innecesario así que preferí cambiar las cosas a algo menos revuelto… espero no quisieran una escena digna de las películas de Tarantino :'(

Un beso :*

Página de Facebook: PruePhantomhive.

Canal de YouTube: Prudence Hummel.

Grupo de Facebook: Ecologiza.