Fic realizado para el Intercambio navideño. Me encanta hacer regalos y quise escribir esto especialmente para CieloCriss.

Advertencias: Posibles clichés y locuras varias. Leves referencias o emulaciones a otros fics.

Introducción

Esto no es más que un pedazo de vidas cruzadas, de las que no sé ni el principio al completo ni tengo paciencia para esperar a un final. Me gusta el punto en el que se unen, la mayor parte de las veces es casi imperceptible. Defiendo que la vida cotidiana merece ser contada, especialmente la parte referida a las casualidades que nos gobiernan. O quizás no, pero haré el intento.

Porque todos tenemos nombre y apellido, pero también podemos ser —aunque solo sea durante un día y para alguien más— aquella chica de la playa, un músico callejero, la mujer de las medias rotas, la amiga sin nombre ni edad, o un hacker peligroso de esos.

Pajaritos

Jun Motomiya miró una última vez al interior de una caja de cartón. Se agachó sintiendo la presión ascendiente de los stilettos en sus talones, con la intención de ponerse a la altura necesaria para agarrar el objeto rectangular, apoyado en una mesa de oficina, también con esa forma, en el interior de una habitación con los mismos ángulos. Había una extraña obsesión con las cuatro esquinas en ese lugar, pero ella no reparó en eso; estaba demasiado acostumbrada a ese hábitat. Y ocupada, se esforzaba en mantener su columna lo más recta posible para abandonar la sala con dignidad, sabía que las mujeres sexys lo hacen así. Consiguió con pasos cortos llegar hasta la puerta, desde la que se detuvo un momento. El último vistazo, no sea que olvide algo. Su expediente estaba salpicado de sanciones por pequeños despistes, como dejar la caja fuerte abierta, provocando un desplome en las acciones. Minucias.

«Nada», se dijo en un momento de dramaqueen, «tengo todo, excepto la mayor parte de mi juventud». La habitación parecía lista para recibir a la pobre infeliz que contratase el señor Himura. Suspiró asintiendo levemente, doblando las rodillas de nuevo para abrir la puerta, mientras presionaba con el codo el pomo. Empujó la puerta, también rectangular, con la punta en pico de sus zapatos y una gota de sudor resbaló sobre su maquillaje. Leyó el nombre de Himura en la placa dorada de la oficina, y una vez más en el buzón, cuando el ascensor la dejó en la planta baja.

El portero abrió la puerta de la calle para ella, por lo que no necesitó realizar la maniobra del codo por segunda vez.

—Espero que le vaya muy bien, señorita.

Jun lo agradeció con pocas palabras y una sonrisa, que desapareció en cuanto pisó la calle. Sabía que el hombre no había sido sincero. Estaba segura, llevaba un tiempo sin creer en las buenas palabras de la gente.

Apoyó la caja en el escalón de un portal para poder cambiarse sus altísimos zapatos por unas deportivas negras. La ciudad no está preparada para los looks de oficina.

Cuando hubo agarrado el paquete otra vez, con más dificultades debido a que se encontraba a la altura de sus talones y la falda se abrazaba con fuerza a sus piernas, su teléfono móvil empezó a vibrar. Trató de sostener la caja con solo una mano, pero no calculó bien el punto de equilibrio y volcó. Agachada, con las manos nerviosas y la mirada entretenida en el agujero que crecía en sus medias, no se fijó en el tacón suicida que asomaba por su bolso.

El zapato cayó acompañando a los folios revueltos; lápices y sombras de ojos lloraron su muerte y se perdieron para siempre entre las pisadas de quienes nunca miran al suelo. Ella estaba demasiado ocupada buscando el teléfono como para asistir a ese acto solemne. No podía evitar hacerse esperanzas. Sus correos electrónicos adjuntando curriculum ocupaban la bandeja de entrada de medio Tokio. Quizás por fin diesen resultado.

—¡Diga!

—Hola, soy Tachikawa Mimi —contestó una voz alegre y firme.

—¡Qué bien! Esperaba su llamada —dijo Jun, sin recordar a qué empresa correspondía ese apellido.

—¿Sí? Cuánto me alegro, es justo lo que estoy buscando.

Jun sonrió. Por fin alguien reconocía sus méritos.

—Lo entiendo.

—Entonces, ¿cuándo podría empezar? —preguntó Mimi con interés.

—Ya mismo, si desea, justo acabo de abandonar el despacho.

—Ah, bien. Bueno, yo todavía tengo que encargar un vuelo, ya sabe, estoy viviendo en Nueva York. Pero podría empezar en cuanto llegase, sin problema.

—Bien, estaré pendiente. No se preocupe.

—¿Alguna pregunta?

Jun dudó la respuesta. Había algo que quería saber, pero todo el mundo decía que no podía preguntar eso. Guardó silencio dos segundos. Demasiado tiempo. Ella era Jun Motomiya, no necesitaba que le dijesen qué podía hacer y qué no. Pobre del que lo intentase.

—¿Qué tal el salario?

—No lo sé —contestó Mimi con sencillez—. No hemos hablado de eso. A decir verdad, no me importa. Solo quiero empezar cuanto antes mi vida en Tokio y la oportunidad del señor Himura es…

Jun soltó los pocos papeles que había conseguido recoger. La pobre infeliz que el señor Himura iba a contratar se llamaba Mimi Tachikawa, vivía en Nueva York y estaba al teléfono.

—Escúcheme bien: el señor Himura es un puerco lascivo y ninguna jovencita debería trabajar con él. Aléjese, es lo mejor que puede hacer, se lo advierto. Seguro que usted es una joven bonita, ¿verdad? Como yo. Así que mejor hará quedándose en Nueva York, donde todo el mundo es yanqui y feliz.

Dicho esto último colgó el teléfono. En la otra parte del mundo, la tal Mimi fiándose —aunque no tenía ni idea de por qué— de esa desconocida alterada, y con la chocante visión de un cerdo trajeado soltando gruñidos, tachó la oferta del señor Himura de la lista y siguió buscando vuelos, segura de que no tardaría nada en encontrar una buena posición, acorde con su bilingüismo y su buena presencia.

Solo quería marchar cuanto antes.

Era feliz en Nueva York. No todos los días, claro, pero la mayor parte de ellos tenía ganas de sonreír. Solo que la promesa de algo más sonaba demasiado tentadora. Aparte, tomaba ese tipo de decisiones drásticas a menudo. Ya había vivido en Europa, en el Caribe y hasta barajó Nueva Zelanda como destino antes de decidir —tras una noche en vela— que volvería a su tierra. Ella no lo entendía, ni sus padres, tampoco lo hacían sus amigos. Solo sabían que intentar retenerla era un error.

—Es extraño —dijo Mimi.

—¿El qué? —le preguntó Michael, el único de sus amigos que no se había resignado a dejarla marchar otra vez.

Mimi sonrío por darse cuenta de que él seguía sin distinguir cuando pensaba en alto de cuando hablaba.

—Me siento feliz.

—Tú siempre estás feliz —observó Michael.

—No, pero es diferente. Normalmente estoy emocionada por todo, a solo un paso de las lágrimas o necesito agarrarme a alguien. Esta es felicidad de la tranquila, como si no me diera miedo lo que me encuentre. O si alguien me estuviese protegiendo. Sé que todo estará bien. Es curioso, ¿no?

Michael no quiso contestar, se limitó a seguir mirándola, sin percatarse de que su amiga respiraba más despacio de lo habitual.

—¿Qué piensas? —preguntó Mimi, incapaz de adivinar su expresión.

—En que…

—Dime —pidió otra vez.

—Estás siempre con esa vida bohemia, hoy aquí, mañana allá…

—¿Bohemia, dices?

Mimi dejó de buscar vuelos para echarse a reír, pero no sabía si lo hacía porque Michael no conocía el significado de esa palabra o porque ella tampoco —solo le inspiraba pañuelos con pedrería.

—Bueno, bohemia o lo que sea. La palabra es lo de menos.

—Soy como un ave migratoria, un pajarito —dijo Mimi con aire soñador mientras seguía tecleando.

—Al menos ellos tienen una razón. Podrías acabar el año aquí, ¿no crees?

Mimi negó con la cabeza.

—Tengo que irme ya, ¿no lo entiendes?

—La verdad es que no.

Dejó escapar un pequeño gruñido y lo miró fijamente.

—Los amigos se apoyan, Michael. Y cada uno hace su vida, no hay más. ¡Aquí está! Un, dos, y…vuelo comprado. ¡Ahora a hacer la maleta! —exclamó cerrando el portátil de golpe.

—¿Te vas ya?

—Tengo un par de horas más. Suficiente. Te llamaré al llegar.

Michael miró la hora. Debía marcharse para grabar un anuncio de cintas deportivas; tan solo unos segundos de corto, pero los suficientes como para no pedirle la tarjeta a papá en dos semanas. No trabajaba a diario, ni siquiera semanalmente, pero aún así le invadía una pereza infinita solo de pensar en sus obligaciones.

—Me tengo que ir —anunció.

Trató de estirar las piernas sin éxito. Algo le impedía levantarse, como si tuviese una cuerda alrededor. Mimi observó su intento, torciendo el cuello a la derecha. Era una escena divertida, sin embargo, le inspiró una leve tristeza, no lo suficiente fuerte para emborronar su sonrisa.

—Mike, ¿sabes esa canción que dice «let it snow, let it snow…»? —preguntó mientras movía su cabeza al ritmo que marcaba su canto.

Michael sonrió mostrando un hoyuelo.

—Claro.

—Me gusta esa canción —dijo Mimi—. Es lo mejor de la Navidad, esa canción sonando todo el rato cuando vas de compras…Let it snow, let it snow, let it snow. Claro que también me gusta ir de compras, solo para ver, no pienses que sigo siendo tan derrochadora… No sé si te acuerdas de, fue hace como cinco años o así, que me gasté casi dos mil dólares y cuando me llamaron del banco… te acuerdas de eso, ¿verdad? Fue tan gracioso, horrible, pero gracioso. Bueno, a lo que iba. Cada vez que escuche eso, let it snow, let it… bueno, ya sabes como sigue, pues me acordaré de que te la canté justo antes de venir, ¿vale? Y así estas navidades nos acordaremos todo el rato el uno del otro. Mira, empieza así: The weather outside is frightful, but the fire is… moreLet, it snow, let it snow…laralaralalarala...

Michael se apiadó de su intento y se incorporó al fin. Ella le abrazó. Dos segundos después prometió seguir en contacto y corrió hasta su habitación: tenía una maleta por hacer.

Michael salió del apartamento, seguía sin entusiasmarle la decisión de su amiga, pero se resignó al optimismo. La melodía de «Let it snow» acompañaba sus pasos, de algún modo sabía que siempre serían amigos, al igual que esa canción había sobrevivido a las modas. Y siguió acompañándole cuando llego a la calle y los primeros copos de nieve mojaron su cabello.

La nieve todavía no había llegado a las calles de Tokio. En su lugar, una lluvia corta pero intensa humedeció el cartón que Motomiya sostenía. Poco a poco sus esquinas se convirtieron en una pasta que no auguraba nada bueno. La apoyó en el escalón de un portal temiendo que se rompiese en cualquier momento si seguía andando y se sentó a su lado con la cabeza sobre las manos. Caja angulosa y mujer curvilínea. Jun miró de reojo a su acompañante, no sabía si las cosas se personalizaban o las personas se cosificaban pero, en cualquier caso, la caja parecía querer hablar.

A pocos metros a la izquierda, el espíritu navideño había afectado a las habituales notas tristes de un músico callejero. Practicaba «Let it snow» sin cantar. Quizás, como Mimi, no sabía la letra. Empezaba la melodía, se interrumpía y lo volvía a intentar. No parecía ser un principiante, solo daba la impresión de padecer un exceso de autocrítica. Aunque un observador cualquiera hubiese dicho que no recordaba cómo seguía. O que recordaba demasiado.

Jun se entretuvo unos minutos con esas notas, trataba de averiguar por qué le sonaba familiar. Movió la cabeza con brusquedad, como si con eso se recordase una lección: había cosas más importantes esperando. Sacó su teléfono móvil, con la intención de pedir ayuda. Revisó la agenda. La mayor parte de los contactos eran otros trabajadores de la empresa o solo tenía su número por Himura, ni sabían cómo se llamaba ella. Jun, por supuesto, pensaba que la recordaban, pero ni siquiera ella creyó apropiado llamarles. Se decidió, tras leer la lista dos veces, por su hermano Daisuke. Él no vivía demasiado lejos de ahí y no podría negarse a su estupenda y favorita hermana. O eso pensaba ella.

—¿Tú? ¿Y ese milagro? —preguntó Daisuke, recordando al momento que debía llamarle por la cercana Navidad. Los seres humanos se empeñan en juntarse en esas fechas, aunque se detesten. Lo prefieren a estar solos o con una caja de cartón humedecido.

—Calla, y escucha. Tienes que venir a buscarme.

—¿Por?

Jun le contó la historia.

—… Y ahora ha empezado a llover, en fin, te compensaré. ¿Qué tal si te llevo al zoo?

Daisuke refunfuñó. No podía creer que le chantajease con el zoo.

—No.

—Vamos, te encantan los gorilas.

—No soy un niño, Jun. Si fuera al zoo solo sería para visitarte —dijo ahorrándose especificar qué animal era su hermana.

—Eres un malnacido.

—Y tú…

—¡Se lo diré a mamá! —interrumpió Jun.

—Y yo le diré que has dejado el trabajo antes de encontrar uno.

—Tú no lo entiendes…

Jun colgó, descartado su molesto hermano como samaritano. Sus otros contactos eran ex parejas, o ex líos o, simplemente, más que posibles candidatos a hombre perfecto al que amar para la eternidad. Como su precioso y tierno Iori; los apuestos, corteses y calientes hermanos Kido; o el siempre interesante, aunque desaparecido, Ishida.

Torció la boca, consciente de lo difícil que era ser una mujer ardiente de magnetismo indiscutible por la que los hombres se sienten intimidados. Ella necesitaba a alguien fuerte, seguro de sí mismo, que no tuviera miedo del femenino sexapelle que desprendía. ¿Pero dónde se encontraba ese príncipe?

Se conformaba con muy poco, pensaba. Alguien atrevido, luchador, cariñoso, fiel, inteligente, carismático… No pedía tanto, ¿no?

Quería a todos ellos, al precioso, al cantante, al tigre y a los médicos. Suspiraba por tantos otros, pero no estaba lista para verse con alguien. No desde que Koushiro Izumi había roto su corazón. Tenía que haberlo sabido, ningún pelirrojo era de fiar.

¡Vaya si dolía! Jun no podía explicarse cómo una mujer tan experimentada como ella había caído en las redes de Izumi, no solo las informáticas. Pero Izumi era diferente. Él, aunque desprendía una innegable heterosexualidad que despertaba las pasiones femeninas, no prestaba atención a su encanto e indirectas. Qué horrible era ser rechazada, estaba segura de que ya nunca podría olvidarle.

Koushiro, un hombre de costumbres, solía frecuentar una cafetería tranquila, como él, para deleitarse con el sabor de una taza de café negro mientras seguía con su teclear. Escribir, escribir, escribir. Jun no sabía qué escribía con tanto ahínco, se inventaba mil historias sobre su amado, como que era escritor, o un hacker peligroso de esos. De vez en cuando intercambiaban miradas y ella aprovechaba para cruzar sus piernas descaradamente, o se ajustaba su vestido para pasar por su lado exagerando los movimientos de sus caderas. No obtuvo mucha atención, por lo que decidió hablar con él. Aunque lo prefería, como mujer sexy que era no necesitaba esperar a que un hombre iniciase la conversación.

—Dime, ¿nos conocemos? —le había preguntado.

Koushiro se detuvo en su rostro unos segundos.

—Sí, claro. Eres hermana de Daisuke —contestó confiando en su memoria.

Jun, con media pierna sobre la mesa, se tambaleó.

—Ah… ¿sí? Y… ¿tú quién eres? Digo, ¿qué haces por aquí?

Koushiro elevó una de sus cejas. Sintió algo extraño el comportamiento de Jun pero, debido a las normas sociales no escritas sobre conocer gente en común, se vio forzado a mantener una conversación.

—Me gusta tomar café cuando tengo un descanso y ponerme al día con mis correos electrónicos.

—Genial. ¿Son del trabajo?

—No todos —contestó algo molesto, con la certeza de que ella no estaba respetando esas reglas no escritas. Sin embargo, habló con total sinceridad, como si necesitase contárselo a alguien y una desconocida fuese la mejor opción: —Me gusta escribirme con una amiga.

Jun dejó de apoyarse en la mesa, se cruzó de brazos y se colocó frente a Izumi.

—Muy bien. Amigo de mi hermano tenías que ser. Adiós —dijo abrochándose su chaqueta. Cogió su bolso y emprendió su marcha, maldiciendo a todos los hombres que la engañaban con promesas. Su príncipe no era Koushiro ¡pero cómo costaba olvidar esos ojos negros de hacker peligroso!

Hasta en ese momento costaba, la humedad de la lluvia solo le traía fantasías de sus besos. Y sobre todo mordiscos, los besos eran cosa de colegialas.

Koushiro Izumi no podía ser más ajeno a esa fantasía. El género femenino era un gran desconocido para él. Y cuánto más trataba de averiguar, menos entendía. Solo tenía un par de cosas claras. Por ejemplo, sabía que podía llevarse bien con ellas en el plano físico. Demasiado bien incluso, para su sorpresa, y recientemente había descubierto que podía entenderse con algunas en un plano mental, pero nunca funcionaba cuando trataba de juntar ambas cosas. Su amiga cibernética se lo había explicado más de una vez, entre evasivas. A pesar de esto, Koushiro no podía evitar desear conocerla. Y lo seguía intentando.

H18: «Las amistades en la red pueden llegar a ser más profundas que las amistades de la vida real, aunque a veces pienso que es un espejismo».

Koushiro no tardó en preguntar, H18 siempre dejaba las explicaciones incompletas. O tal vez el problema fuese suyo, siempre quería saber más.

Elseif: «¿Por qué?»

H18: «Aceptas todo lo que te cuentan como verdad, sin parar a pensar que no sabes nada realmente, te apoyas en que no tienen ningún motivo para mentirte ni tú para desconfiar. Sería absurdo, ¿no? No hay ninguna imagen que mantener, no hay miedo, no hay nada. Por eso es mejor que nunca nos conozcamos, me gusta inventarme quién eres. La voz, la sonrisa, esas cosas que no puedo saber. Me gusta pensar que todo es verdad».

Koushiro también había hecho eso. Incluso admitía que le gustaba no conocer más de lo necesario. Solo sabía que era maestra. Tampoco sabía su edad, pero le había dicho que, por supuesto, no tenía dieciocho. Ese número significaba otra cosa. Se imaginaba que tenía el pelo largo y castaño, los ojos almendrados, una cara de ángel y que olía a melocotón.

H18: «Lo más gracioso es que a lo mejor hasta nos conocemos ya. Piénsalo, podía ser cualquiera, podíamos habernos visto haciendo la compra, o conocer a la misma persona. Dicen que como mucho solo nos separan seis personas de diferencia. En la misma ciudad, incluso en una tan grande como esta, seguro que son muchas menos».

Koushiro encontró fácil dar una replica: «Si te conociera me habría dado cuenta, estoy seguro».

Pero no era cierto. Y lo sabía.

Viviendo en otra época podría haber averiguado más de ella por su caligrafía, pero tenía que tratar de averiguar cosas guiándose por la longitud de sus frases, de sus párrafos, los adjetivos que utilizaba, la variedad de vocabulario… Y ni aún teniendo esos detalles en cuenta podría acercarse. H18 no era real. Existía Hikari Yagami, la persona que escribía esos párrafos y existía un ideal de mujer en la cabeza de Koushiro, pero hasta él se permitía olvidar que solo era un concepto.

H18: «¿Y si fuese la chica de la playa?»

Koushiro se lamentó de haberle contado esa historia. Ya se había arrepentido desde el primer momento, pero la punzada siempre era mayor cuando ella sacaba el tema.

Elseif: «No lo eres».

H18: «¿Cómo puedes estar seguro? No me estás viendo».

Elseif: «No lo eres, eso es todo. No puedo darte más detalles».

Hikari quería seguir jugando con él. Sabía lo bien que se le daba sembrar la duda, pero decidió que ya era suficiente. Podría pensar que estaba celosa de la chica de la playa. No se trataba de eso.

H18: «Está bien».

Pasaron unos minutos sin escribirse, hasta que Koushiro cayó en la cuenta de lo raro que era verla conectada a esas horas.

Elseif: «¿Estás en el patio?»

H18: «Ha empezado a llover, así que los niños están en el gimnasio. Estoy mirando por la ventana. La gente camina más rápido de lo habitual, ¿tan malo será que llueva? El músico sigue donde siempre y una pobre chica no deja de llamar una y otra vez por teléfono».

Elseif: «¿Todavía no le has hablado?»

H18: «¿Para qué? Me pasa lo mismo que contigo, pero al revés. A él le veo todas las mañanas a distancia. Escucho su música melancólica y después me invento cómo se siente, o por qué ha escogido esa canción en especial. ¿Sabes una cosa? Es mi problema, quizás solo la haya elegido porque otras, aunque las prefiera, son demasiado complicadas. Suele pasar. Últimamente intenta una navideña, me pareció muy obvio para él. Casi me decepcionó, pero me gusta esa canción, así que le sonreí. Y pienso si se acordará de alguien estas navidades, como tú piensas en esa chica, y por eso no le salen bien las canciones navideñas o me pregunto por qué siempre viene a esta calle. Es una acera demasiado tranquila, excepto en algunos pocos momentos, así que poco dinero puede ganar. Supongo que me gustan ese tipo de personas, los artistas. Desde que era pequeña. Me atrae la gente un poco diferente, hasta algo complicada, lo veo hasta mágico. Ese es el problema, necesito la magia en cualquier momento. Y lo único que sé es que no sois la misma persona, porque le vería escribir ahora mismo. Él solo toca.»

Elseif: «A lo mejor lo somos, quizás le he encargado a alguien que te escriba, para que no sospeches».

H18: «No es su estilo. Ese es el tuyo, señor informático».

Elseif: «No es correcto juzgar a alguien por su profesión».

H18: «Tú me preguntaste primero por eso».

Koushiro le dio la razón y terminó la conversación con un «hablaremos más tarde». Cerró los ojos mientras se reclinaba en la silla, preguntándose qué llevaba a un ser humano a querer tocar en la calle, con la lluvia, el frío y los oídos ignorantes. Inexplicable. La música debía tener algo que escapaba de su razón.

Minutos después se estaba quedando dormido, su cuerpo había acabado por desarrollar tolerancia a la cafeína. En ese estado de relajación todavía podía ser consciente de sus pensamientos. A ratos quería conocer a H18 y a ratos le valía con saber si algún día se armaría de valor para hablarle al músico. Demasiado curioso que le diese ánimos a una desconocida idealizada, cuando él había caído en el mismo error, más de una vez.

La lluvia había cesado, dejando pequeñas motas de suciedad en la ventana, pero él ni estaba enterado de que había empezado a llover. Por él, como si no paraba nunca. No estaba mal cuando tenías los ojos cerrados.

El calor del radiador le trasladó a la playa, porque algo debía tener ese lugar como para enamorarse allí de la persona menos indicada. Recordaba a la perfección su piel algo bronceada, los chillidos de las gaviotas camuflados por su risa, el frío en los pies, el calor del resto. Abrazarse en el agua, con las olas rompiendo. Los juegos de las manos, en sus cabellos. Los besos salados, la arena por la espalda. El bañador perdido, las caderas inquietas. La rozadura con una piedra. La sangre brotando. Decir un «si esto no es nada». Repetirlo. Y luego más risas, con el escozor de la herida.

Dos pieles secándose al sol de primavera. Dos tontos, para siempre en la playa.

Koushiro solía abrir los ojos al romper la ola en su cintura, justo antes de abrazarla. Ella se escapaba incluso en sus sueños, reduciéndose a espuma y sal. Aunque en esa ocasión no fue la ola, sino la llamada de un amigo lo que impidió que se abrazasen al sol.

—Estoy aquí.

—¿Qué?

—Quedamos para comer, ¿no? Pues estoy aquí abajo. Abre, traigo comida.

Koushiro se frotó los ojos mientras le abría la puerta a Taichi Yagami, con la corbata desanudada y el manos libres accionado.

—Pasa.

Taichi lo saludó con la cabeza.

—¿Pero sabes cuántos curriculums recibo al día? Es agotador. Todo el mundo quiere trabajar conmigo, ¿eh? No puedes pedirme eso. Vamos, Daisuke, puedo ir al zoo cuando quiera. No intentes sobornarme con los gorilas otra vez… Lo pensaré, ¿vale? No, supongo que lo haremos el 22, como siempre. En principio estaremos mi hermana, Miyako y Ken, tengo que preguntarle a Sora y Joe, y no sé si Koushiro vendrá esta vez. Espera, qué tontería, le pregunto ahora: ¿vienes, Kou?

Koushiro se servía una taza de café, no había prestado demasiada atención a la conversación que Taichi mantenía al teléfono.

—Koushiro, ¿vienes o no?

Se encogió de hombros.

—¿Adónde?

—A la cena de Navidad —contestó Taichi, como si fuese muy obvio. Impaciente por el silencio de Izumi, cortó la conversación—. Daisuke, ¿oyes? Más tarde te lo digo, adiós.

Taichi se quitó los auriculares con algo de dificultad pues, como auriculares que son, gustan de enredarse.

—No tienes muy buen aspecto.

Koushiro le echó un rápido vistazo.

—¿Y tú sí? Llevas calcetines marrones y zapatos negros. Hasta yo sé que eso es ir mal.

—Tuve que vestirme rápido —se defendió Yagami, abriendo las bolsas que traía.

—¿Por? Deja, no me lo cuentes.

—¿Qué te pasa?

—Nada —contestó Koushiro, centrado en buscar un vaso. Taichi no lo creyó.

—Está bien. Entonces, ¿vienes o no? —Koushiro no respondió, seguía buscando el vaso—. No, es en el segundo estante —indicó Taichi—. ¿Cómo eres tan desastre?

Koushiro se peinó las cejas con la palma de las manos.

—No sé, Taichi, dame un minuto, ¿quieres? No me encuentro bien.

Taichi se ahorró recordar que apenas un momento atrás dijo que no le pasaba nada.

—¿Qué pasa?

—No tiene importancia. —Koushiro se apoyó en la encimera de la cocina, dio un trago más al café y se sintió algo mejor, aunque sabía que no era una sensación real—. Háblame de la cena, pero no lo hagas tan alto —pidió tapándose las orejas.

—Ya sabes, Navidad. La gente suele cenar juntos, los amigos, la familia. Nosotros somos amigos. Entiendes hasta ahí, ¿no?

—Sí, Taichi. Entiendo. Gracias por ser tan paciente.

Koushiro dio otro trago. Taichi ya había empezado a comer.

—¿Y bien? —preguntó tras masticar.

—No iré.

—Lo suponía.

Koushiro dejó apoyada la taza sobre la encimera.

—No me gusta la Navidad. No la entiendo. Parece que si no quieres reunirte con la gente tienes que sentirte mal, pero no el resto del año. El resto de los días puedes seguir siendo el mismo antisocial de siempre, pero en Navidad no tienes ese derecho. Yo creo que, actualmente, solo existe porque promueve el consumo y tranquiliza a las masas. Y todo lo de los buenos sentimientos, la hipocresía, los deseos de fin de año, no lo soporto, lo siento. Y los villancicos, no hay peor música que esa, y qué decir de…

—¿Ni siquiera «let it snow, let it snow, let it snow»? Mi hermana la canta últimamente.

—No quiero oír a Hikari cantando, gracias —señaló Koushiro, consciente de que los hermanos Yagami serían capaces de desalojar un karaoke, no hacía falta que se lo propusieran.

—«Let it snow, let it snow, let it snow…» —canturreó Taichi, haciendo honor a su fama.

—Para —pidió Koushiro, tapándose las orejas con las manos.

—Chico, qué humor. Cualquiera diría que te obligaban a hacer las tareas de clase en Navidad.

Koushiro se dejó caer en la silla.

—No, me obligaban a jugar con mis primos, que es bastante peor.

Taichi rio y continuó con su comida. Koushiro todavía no había tocado la suya.

—¿No tienes hambre?

—Tal vez luego.

Taichi dio el último bocado.

—En cualquier caso, qué más da. Es una reunión más, como el 1 del 8. No lo mires solo por la Navidad, y sal un poco, hombre.

—¿Reunión? Si ya ni tiene sentido —dijo Koushiro hundiendo los hombros—. Algunos están ilocalizables. ¿Cuándo fue la última vez que estuvimos todos juntos?

—Todos todos… Bueno, sin contar a Yamato y a…

—¿Ves?

—Pero no todo está perdido. Mimi volvió a Nueva York, ¿lo sabías? Ya se aburrió de ser bohemia.

—¿Y qué? Nueva York, Taichi, Nueva York. Lo dices como si fuese una vecina. ¿Quieres que la llame para preguntarle si nos puede dejar la batidora?

—Solo digo que las cosas vuelven a su cauce, tarde o temprano. Oye, que Nueva York tampoco está tan lejos. —Koushiro se aplastó el rostro con las manos y se sirvió otra taza—. Deja el café, ¿quieres? Así normal que estés nervioso.

Koushiro interrumpió su sorbo.

—Tú me pones nervioso. La Navidad me pone nervioso —dijo en un tono que inquietó a Taichi. Después, tragó saliva y volvió a su voz habitual—. El café me ayuda a pensar.

—Está bien, bebe todo lo que quieras. Pero no te hará daño una cena. Hazlo por Hikari, al menos.

—Hace mucho que no hablo con ella. A decir verdad, no creo que le importe demasiado si no voy.

—Vamos…

Koushiro le dijo que se lo pensaría.

—¿Qué tienes que pensar?

—Cosas.

Taichi insistió:

—¿Qué cosas?

—¿Me dejarás en paz si te digo que iré?

—Sí

Pocos minutos después, Hikari Yagami enviaba un mensaje al destinatario «Hermano».

«Mándale recuerdos, tengo ganas de verlo». Se detuvo en los primeros escalones para mirar por la ventana —manchada con las gotas de lluvia al igual que la de Koushiro—, la misma calle de siempre, con la misma persona tocando, sin que nada pareciera presagiar algo diferente al resto de días. Solo cambiaba la música. La chica de las medias rotas ya no estaba, había decidido abandonar la caja. Hikari escribió a su ciberamigo usando su teléfono.

H18: «Acabé las clases. Hace más frío que antes. Me gusta acercarme al cristal y apoyar la frente, refrescar las ideas. Me paso un rato mirando al músico. No sé si esto parece una locura, pero creo que no podría soportar hablarle y descubrir la mentira que me cuento todos los días. Pero… tengo ganas, tantas ganas de hacerlo. Me gustaría ser como una amiga mía o como la chica de tu playa. Es envidiable esa forma de ser, ¿no? Me pregunto si podría hacerlo… y en vez de ir a hablarle te estoy escribiendo esto, lo espío por la ventana. Hasta que recoja sus cosas y se vaya, y pueda salir a la calle sin que me de vergüenza».

Guardó su teléfono en el bolso. Volvió a mirar por la ventana. El músico ya no estaba. Necesitó escribir de nuevo.

H18: «Mañana, mañana te prometo que le hablaré. Si no lo hago, tú y yo nos conoceremos. Supongo que llevo demasiado tiempo en mi realidad».

Guardó su teléfono, esta vez en el bolsillo de su abrigo y terminó de bajar las escaleras. Se arrepintió momentáneamente de haber mandado ese último mensaje con la promesa de conocer a su informático idealizado. Sonaba como si fuese la peor alternativa, o como si la atracción física ganase, y no se trataba de eso. Quería dejarlo claro. No se había fijado en una cara bonita, nunca hacía eso. Era otra cosa, le costaba encontrar una definición. A menudo resulta más sencillo descartar. Además, tenía muy presente la premisa de su relación: un apoyo sin vistas a abandonar la comodidad del anonimato.

Hikari salió del edificio. El músico ya no ocupaba la acera de enfrente, pero no se le había ocurrido que hubiese cambiado de calle. Por eso, se sobresaltó al oír el estribillo «let it snow, let it snow…» Entre el miedo y la fascinación, acompañó al sonido fantasma cantando por lo bajo. Calló, solo por si alguien la oía. Caminó hacia la esquina de la cual procedía el sonido, despacio, hechizada. Se detuvo al final de la calle colocando los pies muy juntos. Y allí estaba él, de pelo largo, pantalones militares, barba cerrada y mirada azul. Parecía estar impresionado también: detuvo sus notas, que no cesaban ni con la lluvia, solo para mirarla. Hikari sintió que no era un extraño, aunque no sabía decir por qué.

Tras unos segundos en silencio, creyó que le resultaba tan familiar porque se habían conocido en otra vida, unas almas destinadas a estar juntas. Pronto, fijándose más en su difícil sonrisa, se dio cuenta de por qué tenía realmente esa sensación.

—¿Yamato?

El hombre dudó antes de asentir. Hikari permaneció en silencio, costaba despertar de su sueño.

—Sí, soy yo —agregó creyendo ver su desconfianza.

Yamato se incorporó, el cuello de Hikari pasó a inclinarse hacia arriba para poder mirarle, aunque sus ojos nunca se encontraron.

—Hace mucho que nadie tiene noticias tuyas. Y estabas aquí.

—Estuve ocupado.

—Ocupado. ¿Cómo?

—Aquí, tocando.

—Ya.

—Me gusta —dijo tranquilo, como si lo explicase todo con esas dos palabras.

Hikari se mordió el labio. Empezó a sentirse mal por ella misma, por lo feliz que era con su ilusión, y ese sentimiento la llevó a ser crítica con la realidad.

—Pero… Tanto tiempo, con la lluvia, el frío, tantas horas tocando…

Yamato se cruzó de brazos.

—Cuando no sabías quién era, me sonreías.

—¿Pero por qué nunca me dijiste nada?

—Me gustaba verte sonreír.

Una respuesta simple que no satisfizo a Hikari, quien se sentía engañada. Yamato siguió con sus explicaciones.

—Me parecía un buen lugar. Me dijeron que hay una maestra extraordinaria aquí, esperaba verla algún día.

Hikari giró la cabeza, con lo que ocultó la mitad de su rostro a Yamato.

—Hablo en serio —dijo Hikari con la voz quebrada.

—Y yo, pero no quieres escuchar. ¿Qué te molesta de que esté aquí? ¿No te gusta mi música? ¿Soy yo?

—Sí, o no. O… no sé. Es que no lo entiendo.

—No hay mucho que entender. Tú vienes aquí todos los días, y yo también.

—Es mi trabajo —dijo Hikari volviendo a fijar la mirada en su nariz, no podía encontrarse con sus ojos azules.

—Y decidí que el mío podía estar aquí.

—Pero… tenías éxito, fama. —Hikari retrocedió, Yamato le agarró las manos.

—Escucha —le dijo, sin añadir nada más. Hikari hizo el esfuerzo en escuchar, pero lo único que oía era el motor de un coche.

—No —dijo retirándole las manos. Separó los pies, como si eso la ayudase a ser fuerte—. Dijiste que te irías un tiempo y me pareció normal, no sé si te acuerdas. Te apoyé y creí que era una buena decisión. Primero unos meses, luego se cumplió el año, luego vino un segundo, un tercero y seguíamos sin saber dónde estabas. Te escribí algunas veces, noté tu ausencia. Igual crees que no, pero me sentí mal por haberte apoyado. Y tu fama no ha hecho más que crecer, como si te hubieses muerto. Ha sido todo tan confuso.

—Tranquila, por favor —pidió con una mano sobre su hombro. Hikari retrocedió unos centímetros.

—Es extraño verte, es que casi no me lo puedo creer.

—Déjame solo decirte por qué.

Hikari asintió, pero antes de poder escuchar las explicaciones de Yamato, se fue casi corriendo, como si pudiera escapar de su propio error.

No tardaron en caer los primeros copos de nieve. Yamato, con su camiseta de manga corta, se encogió de hombros. Let it snow. Así lo había aprendido.

Había ensayado muchas veces en su mente la explicación para Hikari. No le gustaba ser famoso, odiaba salir a tocar para un gran público. Si bien en algún tiempo sintió ese éxtasis del que había oído hablar, pronto se volvió en su contra. Odiaba pensar que tocaba por egoísmo, por sentirse mejor que otros. Y odiaba salir y no conocer a ninguna de esas personas, pero que todos lo conociesen a él. Esa había sido la verdadera razón para dejar los escenarios y no el estrés, como contó a sus amigos. Pensó que nadie podría entenderlo, aunque Hikari siempre pareció saber más que sí mismo.

Ahí comenzó una búsqueda. Quería llegar al verdadero sentido de su vida. Pasó los primeros meses, en los que aún mantuvo en contacto con algunas personas, en una isla del Pacífico. Hizo amistades con unos pocos lugareños que no habían oído hablar de él nunca, incluso llegó a tocar para ellos, pero eso solo hizo que no quisiera tocar más. Los días siempre parecían pasar muy lentamente y cuantas menos cosas tenía que hacer, más trabajo le costaba componer. Su momento preferido era la madrugada, su sueño interrumpido, salía a respirar el océano y a sentir las estrellas cayendo sobre sus ojos —nunca apreció tanto el cielo como entonces—, la única melodía que aceptaba era el sonido del mar llevándose la arena, y el gruñido del viento, siempre envidioso por solo poder tocar la superficie de las aguas. Como si se tratase de esos amores de pupitre, en el que la persona anhelada está muy cerca, pero nunca serás parte de ella. Añadir algo más a esa sinfonía costera, aunque se tratara solo de un suspiro, sería estropearlo. De hecho, sabía que ya lo estropeaba en su intento de formar parte, pero se sentía demasiado maravillado como para resistir la tentación.

Un día, irrumpió en su rutina un viajero que se había pasado seis años recorriendo Asia a pie. Yamato mantuvo una conversación con él al lado de una hoguera, hablaron de todo lo que pudieron, hasta que el fuego se consumió. Un hombre muy rico, escuchando a alguien muy pobre. Pero Yamato no estaba seguro de poder decir que él era el rico. El viajero le contó lo que había visto, lo que había aprendido de sí mismo y del mundo. De un modo espiritual, casi, que el músico no llegaba a comprender del todo, pero no por ello desechó su discurso.

Yamato, aunque también había viajado por muchos lugares debido a su profesión, reflexionó sobre sus propias vivencias y se dio cuenta de que no había aprendido nada de ello. Es más, se había cerrado casi por completo, había acabado por comprender que nada valía la pena. Estaba seguro. Así que, cuando la charla terminó, Yamato sintió envidia por primera vez en mucho tiempo.

Al día siguiente, quiso buscar a ese hombre y preguntarle por qué había decidido empezar a caminar; se había olvidado de hacerlo la noche anterior. Lo buscó por las zonas más cercanas de la isla sin éxito y, con esa duda dentro, se despidió del mar y emprendió su propio viaje.

Al poco tiempo se arrepintió de su decisión. Aquel hombre le había dado un gran discurso acerca de emprender su viaje, pero no se parecía en nada a lo que experimentó, por lo que empezó a creer que lo estaba haciendo mal o que simplemente le había engañado con palabrería. Pero, ¿por qué mentirle? No encontró ningún motivo para ello, así que se dijo que lo intentaría un mes más, aunque costase. Si después de un mes no aprendo nada, se dijo, entonces será que siempre tuve razón.

Fue el mes más largo que vivió jamás. A cada paso que daba, peor se sentía consigo mismo. No caminaba en círculos, pero tampoco avanzaba. O avanzaba, pero era como caminar en círculos.

Pocos días después, aunque también pareció muchísimo tiempo, se encontró con un hombre realizando oraciones de rodillas. Al acercarse, se dio cuenta de que era la misma persona que había conocido en la isla, solo que su piel era más oscura. Enseguida se alegró de verlo, con la esperanza de aclarar sus dudas, y esperó a que callase sus murmullos para preguntarle.

—Me temo que no puedo ayudarte —dijo el viajero—. Solo puedo decirte que lo estás haciendo al revés.

Yamato no trató de encontrarle sentido a su indicación, solo se fijó en la peculiar forma de realizar sus oraciones, cambiando su postura a cada estrofa. Se dijo que él debía hacerlas también si quería vivir la misma experiencia.

—¿Podrías enseñarme a rezar?

Negó.

—¿Por qué?

El hombre parecía algo molesto, pero contestó.

—Debes encontrar tú mismo lo que te sirva para aprender. Puede ser caminar, o puede ser un voto de silencio, o ayunar o… Tú debes saber cuál es tu misión y hacerla.

Yamato cerró los ojos y trató de averiguarlo. Siempre había creído que su misión principal era la de ser músico. Era lo que sabía hacer, lo que le gustaba y lo que todos esperaban que fuese. Si ya no quería ser músico, ¿qué podía hacer? Siguió caminando, aunque no funcionaba. Los recuerdos lo envolvían en forma de canción, llegó a aislarse por completo de los paisajes que veía, de la gente que se cruzaba, todo eran notas en su cuerpo y estrellas aburridas en el cielo. Quiso tocar, componer, aunque solo fuese para ellas. Para recordarles, solo un poco, la melodía de sus añoradas madrugadas. Solo para que no estuviesen tan tristes.

Volvió a Japón, por la única razón de que no se le ocurrió otro lugar al que ir, y volvió a realizar lo que mejor sabía hacer. No se afeitó, ni se cortó el pelo, tampoco cambió sus ropas de caminante; eran parte de él y su historia. En la calle la gente lo miraba de reojo, algunos con desconfianza, otros con simple curiosidad. Unos pocos sonreían pero ninguno le reconoció, todos relacionaban a su antiguo yo con ropas elegantes. Podía haber tocado en un desierto, solo para el cielo pero, de un modo difícil de explicar, como el caminante le advirtió, sentía que eso era lo que debía hacer: calle por calle. Y así fue. Aunque todavía no había encontrado el destino real.

Cada día tocaba en un lugar diferente, hasta que se cruzó en alguna parte con una chica morena que le sonrió: Hikari Yagami. Lo hizo sin reconocerlo, pero ella seguía teniendo la misma mirada de antes, la que sabía más que nadie. En ese momento y no otro, supo cuál era el siguiente paso hacia su destino.

Pero explicarle eso a alguien, incluso a Hikari Yagami, era demasiado complicado.

*.*

Mis disculpas a CieloCriss por retrasarme unos días con el final. Ni siquiera te puedo decir con exactitud cuántos. Lo cierto es que cuando me apunté para el Intercambio, no pensé que me quedaría una historia tan larga... tú ya conoces cómo suelen ser mis capítulos.

¡Feliz Navidad!