Incluso en su propia pedida de mano, entre ríos de champán, Kurt sabía que se estaba prometiendo al hombre equivocado...

El tenía ilusión por convertirse en el esposo perfecto, hasta que Blaine Anderson apareció en la fiesta, hipnotizándolo con su salvaje y descarado atractivo sexual. Pero aquella seducción, además de angustiosa, estaba prohibida. Blaine iba a casarse con su hermana, su escultural y encantadora hermana, y Kurt no podía competir con ella. Sus sentimientos hacia Blaine habrían seguido siendo un secreto... ¡si él no le hubiera confesado que compartía los mismos deseos prohibidos!

Capítulo 1

La forma en que aquel desconocido le miraba le desconcertaba por completo. Había momentos en que Kurt se sentía tan incómodo que no sabía dónde meterse.

Aquellos ojos como plata pulida que le observaban constantemente, a veces interrogadores y otras veces con demasiado descaro, le estaban poniendo nervioso y le hacían sentirse como pez fuera del agua, cuando en realidad no debería, teniendo en cuenta que estaba en su propia fiesta de pedida de mano. Se dijo a sí mismo que no podía permitir que aquel desconocido le intimidase y decidió recuperar el control sobre sí mismo.

—Cariño, deberíamos dar una vuelta. Hay muchos invitados a los que todavía no hemos saludado —le susurró Sam al oído.

—¿Es necesario? —preguntó preso del pánico. Se agarró con fuerza a su hombro dejando brillar el hermoso anillo de prometido que llevaba en el dedo.

Sabía que era una niñería y que su reacción era totalmente irracional, pero se resistía a abandonar la pista de baile para ser presentado formalmente a aquel desconocido que había aparecido como invitado de su hermana.

—Por supuesto que es necesario. Esta noche nos debemos a nuestro público. No hay por qué ser tímidos —sonrió.

Sam nunca se mostraba impaciente con el. Se conocían hacía casi veinticuatro años, la edad de Kurt, y durante todo ese tiempo él siempre le había protegido. Bromeaba en tono amable sobre la timidez de Kurt; tanto, que a veces el pensaba que, aunque hubiera sido la persona más extrovertida, él le habría hecho creer lo contrario.

Pero las cosas no eran así de simples. No era que fuera tímido y reservado por naturaleza, sino que desde muy pequeño había aprendido a mantenerse en un segundo plano y no intentar competir con el resplandor que emanaba de su hermana. No merecía la pena.

Dos años mayor que ella, de la edad de Sam, Rachel siempre había sido la guapa, la divertida, la que encandilaba a todo el mundo, mientras que Kurt era el chico del montón que pasaba desapercibido cuando su hermana estaba delante y que había vivido su vida sin dar nunca pie a ningún comentario. Suspiró profundamente y Sam le pasó la mano por la cintura.

— ¿Te he dicho lo guapo que estás esta noche?

El sonrió. Se notaba que lo decía por cumplir, pero aun así lo agradeció, porque había estado eligiendo cuidadosamente el traje que se pondría y se había arreglado para él, para gustarle. Llevaba un sencillo traje negro y y como adorno, únicamente el reloj de oro que Sam le había regalado por Navidad. El odiaba todo lo que fuera exagerado y estridente; quizá por eso nunca le había gustado Rachel y quizá por eso también el acompañante de Rachel no le había quitado el ojo de encima. Probablemente, le costase creer que aquella criatura morena y deslumbrante que estaba a su lado fuese su hermana.

Pero daba igual, estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones. Sam le quería tal y como era y eso era lo que importaba. Dibujó una sonrisa en el rostro y avanzó junto a Sam, correspondiendo a los buenos deseos que les brindaban los invitados que habían llegado más tarde, después de que ellos ya hubieran saltado a la pista de baile del elegante salón donde celebraban su compromiso, en uno de los hoteles más prestigiosos de la zona.

—De aquí a doce meses, aunque probablemente el año que viene por estas fechas. Nos gustaría que fuese por Semana Santa, pero primero tenemos que encontrar una casa, claro.

Mientras Sam iba respondiendo a las preguntas inevitables acerca de la boda, Kurt sonreía. Sin embargo, la expresión de su rostro cambió cuando Rachel los abordó. El vestido dorado que llevaba parecía estar pintado sobre la misma piel y su reluciente sonrisa habría dejado en ridículo al más espectacular de los fuegos artificiales.

—Me alegro de que hayas venido —dijo Kurt con amabilidad, sin querer mirar a la figura alta e imponente que se alzaba al lado de su hermana porque, por alguna extraña razón, aquel hombre le hacía hervir la sangre y le irritaba hasta tal punto que sentía deseos de pegarle una bofetada. ¡Y el no era así!

Semanas atrás, en una conversación telefónica, Rachel le había dicho que no creía que pudiera reunirse con ellos para la tradicional reunión familiar de Semana Santa y que sentía no poder estar presente en su fiesta de pedida de mano. Su trabajo de modelo la tenía muy ocupada viajando de aquí para allá.

—¡No me lo habría perdido por nada del mundo! ¡Es la primera cosa emocionante que sucede en la vida de mi hermanito pequeño!

Kurt aguantó estoicamente el golpe. Rachel estaba chispeante a pesar de no haber bebido nada. Ella sólo se alimentaba de agua mineral, ensaladas y fruta. Su espléndida figura y su cara, que reunía todos los cánones tradicionales de belleza, eran los dos únicos atractivos que tenía, así que no era de extrañar que los cuidase con tanto esmero.

Kurt se sorprendió por su propia reacción de gato malvado, pero en seguida se perdonó cuando vio cómo Rachel se arrimaba seductora a su acompañante.

—Llevamos siglos esperando a que el bueno de Sam le convierta en un hombre decente. Llevan así un montón de años, ¿te lo puedes creer? Las dos familias pensaban que era de lo más inocente, ¡pero a mí me daba escalofríos pensarlo que podía estar sucediendo tras el cobertizo para bicicletas de la escuela! Divertido, ¿verdad cielo?

—Nunca ha pasado nada que no se pueda contar y... —empezó a decir Sam. Kurt se puso rojo de ira: no quería que el desconocido pensase que Sam y el eran tan serios y aburridos como parecían.

—Creo que tendré que presentarme a mí mismo —intervino en ese momento el desconocido, suavizando la situación— Me llamo Blaine Anderson—su voz era profunda y pausada e hizo que a Kurt se le erizasen todos los pelos de la nuca—. Felicidades por su compromiso, señor Ryland.

Kurt no podía dejar de mirar a aquel hombre. De cerca era mucho más atractivo: alto, moreno, de pelo oscuro y sedoso perfectamente ordenado, su cuerpo era una masa compacta de músculo y fuerza. Su rostro denotaba inteligencia; en él se podía leer que era un hombre con una intensa vida a sus espaldas. Daba la imagen del amante ideal con el que todo gay sueña.

—El padre de Sam es el socio de papá. El bufete lleva funcionando miles de años —Rachel no podía soportar que se la dejara al margen—. Así que esto es más bien una fusión amistosa, más que un matrimonio por pasión. Piénsalo: cuando los viejecitos estén por ahí paseando con sus bastones, el pequeño Kurt ya habrá cumplido con su obligación y habrá provisto a Braylington con la siguiente generación de abogados. Yo he intentado persuadirlo para que salga del cascarón y conozca lo que es la vida, pero no me escucha.

Cosa que no era cierta, pensó Kurt apretando los labios. Rachel nunca había demostrado el más mínimo interés por el. Quiso disculparse y volver con Sam a la pista de baile, pero se quedó paralizado al oír de nuevo la voz aterciopelada del señor Anderson, que clavó sus ojos en el con interés.

—Así que Kurt es un chico hogareño. No hay nada malo en ello —una sonrisa asomó a sus sensuales labios y luego se dirigió a el directamente, haciendo que un escalofrío le recorriese la espalda—. Por lo que he visto, Braylington responde al arquetipo de ciudad comercial inglesa. No me sorprende que prefiera quedarse aquí; yo mismo estoy deseando visitar y recorrer la zona.

—En realidad, vivo y trabajo en Londres —acertó a decir Kurt. No iba a permitir que nadie le tratase con condescendencia y tampoco estaba dispuesto a admitir que su trabajo como ayudante del director de la sucursal de South Kensington de una cadena de agencias de viaje no fuese importante. Antes de que Rachel pudiera intervenir, empujó a su prometido hasta la pista de baile.

—¿Cómo habrá cazado a ese tipo? —dijo Sam—. No sé lo que ve en ella. Parece lo bastante astuto como para dejarse seducir por todo ese relumbrón.

—¿Qué más da? —para poder ser visto con Rachel Ryland, la supermodelo, un hombre tenía que ser por lo menos millonario. El aspecto era lo de menos; lo que ella buscaba era el prestigio del dinero, y cuanto más mejor. Era obvio que su nuevo acompañante, además de los millones, tenía un físico espectacular. Blaine Anderson era el primer amigo que Rachel presentaba a su familia. Kurt pudo comprobar que no era el único que se había percatado de ese detalle cuando su madre se acercó a ellos, seguida de Barbara Clayton.

—Es hora de comer —dijo Jessica Ryland—. Barb ha reservado una mesa y los invitados ya están con sus platos en el buffet. Me llevaría también a Rachel y a Blaine, pero están tan concentrados el uno en el otro que sería una pena interrumpirlos —tomó a su hijo del brazo y se alejaron en dirección al buffet—. Si hubierais retrasado un poco el anuncio de vuestro compromiso, habríamos tenido una doble celebración.

—¿Entonces va en serio? -

—Una madre siempre sabe estas cosas. El es un buen partido; es un financiero muy respetado y, aunque su padre era italiano, su madre era de los Dermont de Gloucestershire. Pero bueno, aparte del instinto de una madre, date cuenta de que Rachel nunca había traído a ningún chico a casa, ¡y menos invitado a ninguno a una reunión familiar de varios días!

Por eso había dicho lo de visitar y recorrer la zona. A Kurt se le cayó el alma a los pies. Si su sola presencia ya la había puesto nervioso, ¡qué sería tener que pasar toda la Semana Santa con él en casa!

—Rachel es tan encantadora que puede permitirse el lujo de elegir —dijo Barbara. Aquel comentario era un recordatorio de que durante mucho tiempo Rachel había sido la mujer que ella habría querido para su único hijo.

—Sale a mí en el físico —añadió Jessica—. En cambio Kurt es una réplica exacta de su padre.

—Ahora entiendo que tenga que afeitarme dos veces al día —replicó Kurt con sequedad, aunque sin ofenderse. Estaba acostumbrado a los desaires y sabía que su madre no lo hacía con intención de hacerle daño.

Los camareros seguían llevando bandejas y sirviendo champán. Arnold Ryland se percató del brillo de preocupación en los ojos verdes de su hijo.

—¿Te estás divirtiendo, Kurtie?

Asintió y sonrió. ¿Qué otra cosa podía hacer? El habría preferido una celebración más íntima en casa, o mejor, una velada para dos: solos Sam y el disfrutando de una sencilla comida en un pequeño restaurante. Pero su madre siempre se salia con la suya.

—¿Hay sitio para dos más en esta mesa? —el tono de voz decidido y atildado de su hermana le hizo arredrarse. Estaba acostumbrado a que Rachel fuese el centro de atención y nunca le había molestado, pero esa noche se sentía raro y no sabía por qué.

—Blaine me va a traer algo de comer. Es un cielo; sabe exactamente lo que me gusta.

—No hay que ser muy listo: dos hojas de lechuga y un trocito de apio —dijo Sam.

—Vamos a bailar —musitó Kurt. Cualquier cosa con tal de que aquellos dos no estuvieran juntos, o sino la pelea era inevitable. Entonces, oyó aquella voz aterciopelada justo detrás de el.

—Será un placer.

Kurt se quedó helado y su corazón se aceleró. Vio la elegante mano del señor Anderson depositar el plato de ensalada delante de Rachel, vio a su hermana arquear las cejas en un gesto de incredulidad y también vio que Sam no iba a sacarlo de aquel apuro porque estaba demasiado pendiente de su propio enfado y del pollo al limón que tenía en el plato. Blaine le pasó una mano por su estrecha cintura y le ayudó a ponerse de pie.

La música que sonaba era lenta y melosa, la luz tenue En la pista de baile, no había más que una pareja, abrazados como la hiedra al árbol. Notó el brazo de Blaine cerrarse alrededor de su cintura. Ninguna ley decía que tuviese que hacer algo que no quisiera. Ya había accedido a los deseos de su madre de dar una fiesta ostentosa, pero nada podría hacerla bailar con aquel hombre que le sujetaba contra ese cuerpo descaradamente masculino y elegante.

—No me apetece bailar —dijo ruborizado. El agachó la cabeza ligeramente, elogiando con los ojos las facciones de Kurt.

—Claro que le apetece —le apretó contra sí en un gesto arrogante—. Relájese. No hay razón para tener miedo.

—No sé a qué se refiere, y creo que usted tampoco —cerró los puños sobre su pecho para empujarlo y al instante sintió que las piernas le flaqueaban al notar el calor de su cuerpo—. ¿Por qué habría de tener miedo?

—Dígamelo usted.

Se movía despacio, al compás seductor de la música; cada balanceo de su cuerpo encendía una llama en el interior de Kurt, que intentó separarse. Pero una mano dictatorial lo sujetó por la parte inferior de la espalda, obligándole a mantenerse cerca. Blaine agachó la cabeza y le susurró al oído.

—Cuando un hombre experimenta una mezcla de antagonismo y miedo hacia un hombre solitario, sólo puede haber una explicación. Averígüelo usted mismo.

Aquello era humillante. Había sabido captar las señales de miedo y de antagonismo que su cuerpo emitía y le había formulado una pregunta que nunca lograría desentrañar. Además, él no estaba solo; estaba con Rachel, era su pareja. Kurt no podía pensar con lucidez. Su mente estaba embotada, porque sus cuerpos se habían juntado tanto que formaban una única entidad. Con los ojos cerrados, notó cómo los largos dedos de Blaine le estaba levantando el pelo..

—Eso está mucho mejor. Tiene un pelo maravilloso.

Por un segundo, se sintió liberado, hasta que notó el calor de su boca en su cuello. Entonces abrió los ojos y se encontró en la reclusión segura y discreta de una hilera de palmeras, y volvió a tener miedo.

Miedo de lo que él la hacía sentir. Algo primitivo surgía en su interior y lo atraía hacia él, pero sabía que aquel hombre era terreno prohibido. Abrió la boca para exigirle que se reunieran con el resto de los invitados y, en vez de eso, se encontró recibiendo los labios de Blaine, robándole salvajemente los sentidos y transportándole a un mundo de deseos oscuros, a un torbellino de pasiones desconocidas. Los besos de Sam nunca... Asqueado consigo mismo, reunió la fuerza necesaria para apartar la cabeza.

—¡Quieto! ¿Cómo ha podido? —se lo quedó mirando fijamente a los ojos. Sus genes italianos debían de ser los responsables de su comportamiento; debía de creerse con el derecho de abordar a cualquier mujer por debajo de los cuarenta, aunque fuese un invitado en su fiesta de compromiso. Pero, ¿y Kurt? ¿Qué le había impulsado a el a actuar así?

—Muy fácilmente y con mucho gusto —respondió sonriendo—. Y la forma en que usted me ha correspondido... promete bastante —pasó un dedo por los labios trémulos de Kurt—. Una este hecho a la afirmación que hice antes y quizá aprenda algo que la beneficiará.

El lanzó un suspiro de agonía. No sabía de qué estaba hablando ni quería saberlo. Con dedos temblorosos, volvió a ponerse el pelo como lo tenía antes y se alejó de allí.

Nunca lo perdonaría. Nunca.


Nota de autor:

Aquí Kurt y Rachel tienen el apellido Ryland.