Hola, damas y caballeros. Hace tiempo tenía la intención de escribir esta historia (y la tenía bastante avanzada), peeeero mi hermano se metió a mi computador, hizo no-se-qué y cuando me lo pasó lo único que había en el escritorio era el ícono de "papelera de reciclaje". Sip, borró TODO. Minuto de odio para él... Gracias. Pero por lo menos tengo ya en mi mente varias cosas listas y el resto irá saliendo a medida que avance con las publicaciones. Creo. Espero.
Les cuento también que soy nueva en esto (entre nosotros, me demoré como 2 horas en descubrir cómo se subía un capítulo. Triste, lo sé). So, be nice with me, I'm begging you.
Ahí voy. Ah, y cuéntenme qué piensan! Por favor (:
Disclaimer: Si leen algo y les parece familiar, no es mío (y).
Mansión Lestrange, 27 de julio de 1997
Los gritos eran audibles desde cada rincón de la casa, Cassandra estaba segura. Aunque no era algo extraño en la Mansión Lestrange, donde en general había dos tipos de personas: las que gritaban de dolor, furia o pidiendo misericordia y las que se reían a gritos de las personas que gritaban de dolor, furia o pidiendo misericordia. Y estaba ella, Cassandra, que hacía lo que podía para ignorar los gritos desgarradores y concentrarse en la tarea que tenía enfrente: un crucigrama particularmente complicado, de algún número antiguo del diario El Profeta.
–Bestia de gran tamaño, propia de África. Ocho letras...– en ese momento se encontraba tendida a lo largo de su gran cama, boca abajo, en pijama, agitando los pies descalzos en el aire, la cabeza apoyada en la palma de su mano– ¿Quién cuernos hace estas cosas? ¿Por qué no preguntan de qué color son las casas de Hogwarts? – dijo, hablando para ella misma, mientras se golpeaba el mentón con la punta de su pluma – ...o cuántas túnicas distintas tiene Snape. Esa es fácil, sólo una… – terminó en voz baja, riéndose bajito de su propio chiste, sólo para ser interrumpida nuevamente por un grito lleno de angustia que le puso los pelos de punta.
Soltando un suspiro y abandonando el crucigrama, se giró sobre la cama, fijando la mirada en el techo blanco de su habitación. Sinceramente, Cassandra (Cassie, para los amigos...si los tuviera) no sabía por qué seguía en esa casa, donde todo lo que había encontrado en sus no-muchos años eran gritos, malos tratos, órdenes, insultos, golpes y mala comida. Era más bien una prisión que otra cosa. Una prisión autoimpuesta, considerando que si hubiese querido, podría haber huido hace tiempo.
Era bastante idiota, en realidad.
Con 19 años, Cassandra contaba con una cuenta en Gringotts que podía mantenerla viva un año completo (si cuidaba bien el dinero y no lo malgastaba en cosas innecesarias) y ya tenía edad para encontrar un trabajo. Aunque quizá no uno muy bien pagado, después de todo no había terminado Hogwarts al retirarse a finales de su quinto año. Un año muy triste en el que, al fallecer su madrina, su madre había vuelto a ser su tutora legal. Tutora a la que le importaba poco si comía algo en el día, menos si iba al colegio o no. Y su padre ya no estaba en la Mansión para defender sus derechos de estudiante; así que, sin mucha opción, desde ese momento se había encerrado en lo que su madre insistía en llamar "hogar".
El Profesor Dumbledore había intentado sacarla de ahí, rescatarla de las garras de su madre, pero para ese entonces Cassandra estaba un poco agotada de luchar con su familia y, además, abandonar su casa significaba vivir en el Castillo, donde la gente no se molestaba ni en darle los buenos días. Ni en avisarle de que tenía comida en el cabello. Ni en mirarla.
O podría haber ido a quedarse donde una amiga, como muy amablemente sugirió la Profesora McGonagall en ese momento, lo que habría sido una idea brillante, si hubiese tenido alguna amiga.
Pese a haber crecido estando tan sola,, Cassandra estaba muy tranquila con ella misma. Y lo había estado siempre. Sola y tranquila, quería decir.
Al llegar a Hogwarts había esperado que, desde el momento en que a las primeras personas con las que hablara se enteraran de que su apellido era Lestrange, la gente comenzara a evitarla. Y así había sido. Las personas que lo sabían se alejaban de ella. Luego el resto veía que se alejaban de ella y se acercaban a preguntar por qué la evitaban, se enteraban de su apellido y se alejaban también. Con el tiempo la gente perdió la curiosidad y dejó de intentarlo. Pero Cassandra estaba decidida a decir siempre su verdadero apellido.
–No haré amigos engañándolos con algo tan básico como mi nombre, Profesor. Si logro conservar a una sola persona luego de eso, sabré que tendré un verdadero amigo. –Le dijo una pequeña Cassandra de once años al profesor Dumbledore, luego de que éste sugiriera que sólo usara el apellido de su padre al presentarse, como lo hacía para asistir a clases.
Sí, bueno...era pequeña y extremadamente noble e ingenua en aquel entonces. Ahora a Cassandra le hubiese gustado haber mentido un poco más en ese tiempo, así habría evitado utilizar el recurso desesperado de hablar con el espejo. Y con el gato.
Originalmente, su nombre debió ser Cassandra Aponina Walsh, y era el nombre que usaba para ir a clases, pero no era su nombre oficial. Su madre, la gran Elessa Lestrange, hermana de Rodolphus Lestrange, desde un comienzo pensó que Walsh no era ni por cerca un apellido lo suficientemente grandioso, por lo que mantuvo su propio apellido, el nombre de la mansión y nombró a sus hijos según ese bendito apellido.
Su padre era un hombre amable y de gran corazón y Cassandra iba a morir en su vida actual y en sus próximas cuatro vidas sin saber cómo, en el nombre de Merlín y todo lo mágico, Thomas Walsh había terminado con una mujer como Elessa Lestrange, un ser cruel y vil. Y con sobrepeso.
Y no es que Cassandra tuviese nada contra la gente con kilos de más, ella misma tenía algunos kilos de más. Sólo estaba en contra de todo lo que era su madre y eso incluía ese -para nada pequeño- problema de peso.
Por lo demás, su madre nunca la había querido o, al menos, nunca lo había demostrado en lo más mínimo. Desde que Cassandra tenía memoria, sólo hubo malas caras y golpes, principalmente porque no se comportaba como una "bruja de clase", como a su madre le encantaba llamar a esas mujeres que no hacían más que mirar a sus maridos con ojos devotos y hacerles caso en todo. Y engordar. Sí, eso hacían también esas brujas con clase.
Y la cosa no había mejorado con los años. Cassandra recordaba muy bien los largos y amargos años de infancia, previos a cumplir los once años, en los que para su eterna mala suerte, no demostró ni pizca de poseer alguna magia. Nunca hubo juguetes volando a su alrededor, vasos reventando, cuadros cayendo de las paredes, ni elfos domésticos encerrados en la alacena. Es decir, nada de lo habitual en un niño que aún no controla la magia.
Su madre estaba convencida de que era una squib y que, por lo tanto, traía gran vergüenza al "apellido familiar".
Aunque, finalmente, resultó que sí era una bruja después de todo.
Aproximadamente una semana antes de su cumpleaños número once hizo levitar a Juana y Pedro, las ratas blancas de sus hermanos, fuera de su jaula, los sacó por la ventana y los liberó en el campo. Por supuesto, esos no eran los nombres que sus hermanos les habían puesto, pero Cassandra pensaba que eran nombres apropiados para sus personalidades roedoras. Amistosos y sencillos. Cuando sus hermanos la descubrieron le dieron una paliza de esas inolvidables, pero Cassandra sabía que en el mundo había dos ratones felices más, corriendo por el campo, chillando de alegría, por lo que recibió los golpes con gusto.
Sip. Su infancia había sido un sinfín de eventos tristes y desafortunados. Merlín la odiaba.
Y esa ni siquiera había sido la paliza más grande en las crónicas de Cassandra Lestrange. No, aquella tuvo lugar un año después, el regresar a la Mansión para navidad, en su primer año en Hogwarts.
Era un poco esperable, después de todo, una mujer que había llegado al punto de ignorar el apellido de su marido para que sus hijos llevasen un nombre digno de un mago de sangre pura no iba a tomar muy bien la noticia de que la menor de su prole no había sido admitida en Slytherin, sino que en Hufflepuff. Qué deshonra más grande.
Había sido muy mala idea volver a la mansión para la navidad de su primer año en Hogwarts y sinceramente, Cassandra no entendía en qué había estado pensando cuando se apareció en la Mansión. Valiente y muy Gryffindor de su parte, pero había sido una idea muy tonta.
Su madre, por supuesto, ya se había enterado de la noticia al comienzo del año escolar y había tenido varios meses para preparar su llegada. A Cassandra le daban escalofríos de sólo pensar en aquel día e, incluso si era mentalmente, prefería evitar el tema...podría decirse que, entre su madre y sus hermanos, se aseguraron de que no olvidara la semana que pasó con ellos.
Días después, al no aparecer en el tren de vuelta a Hogwarts, la Profesora Sprout, jefa de la casa de Hufflepuff, había visitado personalmente la Mansión para saber qué había sucedido con su alumna.
Cassandra recordaba muy, muy bien la cara que había puesto su profesora cuando la había visto aparecer con la cara media morada. Era la cara que ponía cuando algún desafortunado alumno dejaba morir alguna planta en su clase. Cara de espanto. Por supuesto, la había tomado de la mano y había intentado llevársela de inmediato. La palabra clave siendo "intentado", porque su madre lo había impedido, alegando que ella tenía la tutoría de, en sus propias palabras, "la mocosa esta". Indignadísima, la Profesora Sprout se había retirado, sólo para volver 30 minutos más tarde con la caballería pesada: Albus Dumbledore y su mano derecha en la escuela, Minerva McGonagall.
Tenía que admitir que había sido un buen intento, incluso si no pudieron sacarla de inmediato de la Mansión. Ella lo había agradecido de todos modos.
Se tardaron ocho -largos- días en hacer los trámites para traspasar la tutoría de Cassandra a la hermana de su padre, Sarah Walsh, quien había intentado obtenerla desde que había muerto su padre, cuando ella tenía cuatro años. Y desde el día en que abandonó la Mansión Lestrange de la mano de su tía, las cosas por fin mejoraron para Cassandra. La tortura de tener que vivir con su madre y hermanos, llegaba a su fin después de unos eternos siete años.
Vinieron entonces los años que serían considerados por Cassandra como los más hermosos de su vida; interrumpidos sólo por sus hermanos, que como fundadores del club Maldigo El Día En Que Naciste Casandra Lestrange, no detuvieron sus ataques contra ella en los pasillos del colegio cada vez que la encontraban sola...que era más o menos siempre, considerando que Casandra no tenía amigos.
Los hermosos años, por supuesto, no duraron mucho. Eso habría sido demasiado pedir. Cuatro años más tarde, todo se había terminado abruptamente cuando su tía murió en un accidente automovilístico.
Irónico fin para una bruja..
Suspirando otra vez, Cassandra alejó la mirada del techo. No estaba segura de cuánto tiempo se había pasado repasando mentalmente su biografía, pero seguramente más de una hora, basándose en el ruido que hacía ahora su estómago.
Se levantó de la cama, estirando los brazos por sobre su cabeza, intentando sin mucho éxito quitarse la sensación de pesadumbre que le había dejado la hora recuerdos.
–Mina –dijo, dirigiéndose a la gata negra que la miraba atentamente desde uno de los almohadones de la cama –¿qué tienes ganas de comer hoy? Estoy de ánimo complaciente, quizás te cocine pescado. –A eso, la gata levantó la cabeza y soltó un largo maullido –Sí, eso pensé. Ven acá perezosa –le dijo moviéndose hacia el área de la habitación que funcionaba como cocina, alegrándose de haber reformado su habitación hace dos años.
Cassandra sonrió al ver que Mina se había movido rápidamente, como pocas veces lo hacía, y la miraba expectante, junto a la mesa.
Soltando un suspiro y sintiéndose con energías otra vez , dejó su varita sobre uno de los muebles de cocina y se dispuso a hacer una de las cosas que más amaba en el mundo: cocinar en "modo muggle", como solía decir su tía: usando sólo fuego, condimentos, cucharas y un delantal floreado.