Disclaimer: Los personajes son propiedad de Stephenie Meyer, solo la trama es mía.


-Capítulo 6-

A la mañana siguiente, me desperté cuando Alice se removió a mi lado, por lo que abrí lentamente los ojos y vi que se levantaba casi corriendo de la cama. La miré con los ojos entrecerrados y, cuando vio que estaba despierto sonrió, regresó, apoyó los brazos en el colchón y me besó dulcemente.

–Buenos días.

– ¿A qué viene tanta prisa?

Se mordió el labio inferior y, tras salir de la habitación y volver a entrar con toda su ropa en un montoncito, empezó a vestirse deprisa.

–Tengo que irme a Forks.

– ¿A Forks? ¿Para qué?

–Les prometí a mis padres que iría a celebrar mi cumpleaños con ellos –se detuvo un instante y me miró fijamente. – ¿Por qué no me acompañas?

– ¿A Forks?

– ¿Otra vez? Sí, a Forks. Me encantaría que vinieras conmigo, y estoy segura de que a mis padres les hará mucha ilusión verte.

Me rasqué la cabeza lentamente, intentando poner en orden mi cerebro.

–Regresaríamos mañana por la tarde –prosiguió mientras se subía los pantalones.

–No sé... Parece que vas a una reunión familiar, y...

–Tú formas parte de mi familia.

–Que pasara unos meses viviendo en tu casa no me convierte en familia tuya.

–Pero eres familia mía porque te quiero, ¿te contenta eso? –tras abrocharse la blusa, se acercó a la cama, se sentó, me miró e hizo un puchero. –Acompáñame, anda...

Puse los ojos en blanco y volví a tumbarme, colocando mi antebrazo sobre mi cabeza. Sin verlo, sentí cómo Alice se acercaba a mí y, lentamente, empezaba a besarme seductoramente el cuello.

– ¿Qué estás haciendo?

–Intento convencerte. ¿Funciona?

Con una leve sonrisa en los labios asentí, y antes de que pudiera ni sospecharlo la tomé en mis brazos y la tumbé en la cama, despojándola de la ropa con más rapidez de la que ella había hecho gala al vestirse.

Salimos de Seattle al mediodía, por lo que llegamos a Forks a eso de las cuatro, siendo recibidos cálidamente por Esme, Carlisle, Edward y Bella. Veía al hermano de Alice y a su novia bastante a menudo, pues ellos también vivían en Seattle, pero hacía por lo menos un año que no veía a sus padres. Por eso su madre me abrazó con fuerza y su padre me estrechó la mano amistosamente, sonriendo ambos de forma cómplice cuando vieron que Alice tenía sus dedos entrelazados con los míos. No dijeron nada, como tampoco lo hicieron Edward y Bella, pero de alguna forma todos supieron que entre Alice y yo estaba ocurriendo algo, o que ya había ocurrido, y que al final estábamos juntos. Porque lo estábamos, eso lo tenía más que claro, y al parecer Alice también.

Durante la cena, Carlisle y Esme me preguntaron qué tal me iba todo, y se interesaron sobretodo por cómo me iba el trabajo (pues estaba trabajando en un instituto de secundaria como profesor sustituto desde hacía dos meses). No pude evitar decirles que en aquel instante mi vida estaba equilibrada a la perfección, consiguiendo que Alice se sonrojara y sonriera de forma radiante. Era gracias a ella, obviamente, pues si no se hubiera presentado en mi casa la tarde anterior, todo seguiría igual. Me costaba admitirlo, pero yo jamás habría dado el paso de acercarme a ella como ella se había acercado a mí. Y siempre le estaría agradecido por eso.

Más tarde, Esme nos comunicó a ambos que podríamos dormir tranquilamente en la habitación que había pertenecido a Alice, cosa que me sorprendió enormemente. Una cosa era que supieran que entre nosotros había algo, y otra muy diferente que nos dejaran dormir juntos en su propia casa. Pero bueno, a Alice no pareció incomodarle, así que yo tampoco me negué, pues me moría de ganas por estar con ella otra vez,y por lo bien que me recibió cuando al fin estuvimos solos, ella también.

Cuando terminamos y nuestras respiraciones se hubieron ralentizado de nuevo, dejé que Alice se acurrucara a mi lado y me abrazara hasta que encontró su posición. Después respiró hondo y me sonrió lentamente.

–No sabes la de veces que he soñado en esta cama con estar de esta forma contigo –me confesó en voz baja.

La miré detenidamente durante unos segundos, gratamente sorprendido.

– ¿En serio?

Asintió lentamente.

–Cuando tuve edad para darme cuenta de que estaba enamorada de ti, me pasaba las noches, y para qué mentir, también los días, imaginando que tú también me querrías y que alguna vez me lo demostrarías aquí.

–Bueno... acabo de demostrártelo, ¿no?

Se echó a reír suavemente y me acarició el hombro con la mejilla.

–Y tanto. Y ha sido mejor que en mis sueños.

Le acaricié la cintura con cariño y entonces recordé algo que se me había pasado por alto la noche anterior.

–Ahora que me acuerdo... ¿cómo sabías que no me gustaba que las mujeres con las que estaba me besaran ni me acariciaran? Nunca te expliqué cómo... lo hacía con ellas.

Alice se mordió el labio inferior y me miró prudentemente mientras se sonrojaba.

–Me lo contó María.

–¿María? –me incorporé en la cama hasta que estuve sentado y con la espalda apoyada en la cabecera. El movimiento hizo moverse también a Alice, por lo que apoyó el codo en la cama y se puso de costado.

–Cuando supe que habíais dejado de veros, fui a hacerle una pequeña visita a la tienda donde trabaja. Yo... quería saber cuál sería la mejor forma de acercarme a ti.

Parpadeé seguidamente, anonadado con lo que estaba escuchando.

–Ella me contó que... en todos esos años jamás os habíais besado y que apenas os habíais tocado porque tú preferías... bueno, no mantener apenas contacto. Por eso me decidí a pedírtelo, porque pensaba que tampoco querrías mantener el contacto conmigo.

Suspiré y, pasándome una mano por el pelo, volví a tumbarme.

–Precisamente porque sí quería tocarte era que apenas me acercaba a ti –le aclaré. –Tú has sido la única mujer con la que he querido estar, y eso me daba miedo. Nunca quise necesitar a nadie, y realmente nunca había necesitado a nadie hasta que ayer me di cuenta de que te necesitaba a ti.

Miré a Alice y vi cómo me sonreía levemente. Volvió a acercarse a mí y se acurrucó de nuevo contra mi costado, apoyando su frente en mi cuello.

–Yo también te necesito. Y que tú me necesites no es ninguna debilidad.

–Ahora lo sé –ladeé la cabeza y, colocando mi mano bajo su barbilla, le alcé el rostro para besarla. –Y por eso no te voy a dejar marchar.

A partir de entonces, Alice y yo apenas nos separamos para nada. Ella solía pasar las noches en mi piso o yo las pasaba en el suyo y, dependiendo del que saliera antes de trabajar, iba a buscar al otro cada tarde. Normalmente solía ser ella la que venía a buscarme al instituto, pues casi siempre me quedaba más horas de las debidas corrigiendo trabajos o exámenes, y el tiempo se me iba volando sin que apenas me diera cuenta.

Un domingo por la tarde, a Alice se le ocurrió la idea de mudarse definitivamente a mi piso, o que yo me mudara al suyo, pues quería que viviésemos juntos cuanto antes mejor. No obstante, mi respuesta al principio no fue la que ella esperaba:

–Alice, mi piso es muy pequeño para los dos. Apenas quepo yo.

–Qué exagerado... Entonces, ¿te vendrás tú al mío? –me preguntó con los ojos brillantes por la emoción.

Fruncí el ceño y la miré fijamente.

– ¿Qué? ¿Y esa cara? ¿Es que no quieres venirte a mi piso?

–Pues... la verdad es que no.

Los labios de Alice se fruncieron y su rostro se crispó.

–Así que no quieres que vivamos juntos.

–No he dicho eso.

–¿No? No quieres que yo me venga a tu piso y tú no quieres venirte al mío. Si eso no es no querer que vivamos juntos, Jasper...

–Es que nunca me dejas terminar de hablar –le aclaré con una pequeña sonrisa. –Mi intención era vender mi piso y que tú vendieras el tuyo, para así comprarnos uno juntos.

Sus ojos se iluminaron de nuevo y una radiante sonrisa apareció en su rostro.

– ¿En serio?

–Sí. No quiero vivir en tu piso ni que tú vivas en el mío, quiero que vivamos en el nuestro. ¿Qué te parece?

– ¡Sí, sí, sí! –exclamó justo antes de colgarse de mi cuello para llenarme la cara de besos.

Encontramos una pequeña casa a las afueras de Seattle que se amoldaba perfectamente a nuestras exigencias (sobretodo a las de Alice), y en menos de ocho meses ya estuvimos perfectamente instalados. Era una casa no muy grande de dos pisos, con tres habitaciones y con un pequeño jardín trasero. Alice se enamoró de ella nada más verla y, cuando nos instalamos, no tardó nada en ponerle su toque personal en la decoración. No hicimos ninguna reforma, pues a ella le encantaba tal y como estaba y a mí también. Me había dado cuenta que el lugar donde vivir me daba bastante igual, solo quería que Alice fuera feliz y que estuviéramos juntos, y por el momento parecía que esos dos requisitos se estaban cumpliendo a la perfección.

Un año después de que nos mudásemos, recibí una llamada de Carlisle en la que me notificó que Nettie había muerto a causa de una sobredosis. Y no supe cómo tomármelo. Simplemente le di las gracias a Carlisle y colgué el teléfono, preocupando a Alice que se encontraba a mi lado.

– ¿Qué pasa? –inquirió colocándome una mano en el hombro.

–Mi madre ha muerto –murmuré con la mirada ausente. No sentía pena, ni dolor, ni tampoco tristeza. Solo... me sentía extraño.

–Oh... Jasper... –me acarició la mejilla suavemente y se puso de puntillas para abrazarme. – ¿Estás bien?

Yo, por mi parte, rodeé su cintura con mis brazos y respiré hondo.

–No lo sé. Creo que debería de sentir algo, pero... no siento nada.

–Es normal... esa mujer te hizo mucho daño.

–Se supone que un hijo debe de sentir tristeza cuando se muere su madre.

Alice se separó un poco de mí para poder mirarme y volvió a acariciarme la mejilla.

–Tu caso es diferente. Nettie jamás se comportó como tu madre, sino todo lo contrario. Pero... te acompañaré si decides ir a Forks para asistir al entierro.

La miré fijamente durante unos segundos, sin saber qué decir.

–Tal vez deberíamos ir –acepté finalmente. –Sé que no lo merece, pero...

–Tranquilo. No tienes que darme explicaciones, Jazz, es tu decisión –me aseguró Alice sonriéndome cálidamente.

Finalmente fuimos a Forks y nos ocupamos de su entierro, a pesar de que durante toda la ceremonia me sentí como un hipócrita. Yo jamás había querido a aquella mujer por mucho que fuera mi madre, pero allí estaba.

El tiempo empezó a pasar deprisa sin que nos diésemos apenas cuenta. Edward y Bella se casaron ese mismo verano, y a pesar de que jamás había asistido a ninguna boda, la verdad es que la experiencia consiguió estresarme bastante. Alice se pasó los meses previos al enlace agobiada con los preparativos a pesar de que eso de organizar eventos le fascinaba, y fue entonces cuando me di cuenta de lo diferentes que éramos. Ella era una chica llena de vida y de alegría a la que le encantaba charlar con todo el mundo, mientras que yo, aunque también era plenamente feliz estando con ella, continuaba sumido en un mundo lleno de introversión. Pero eso a Alice no le molestaba, por lo que a mí tampoco.

La relación que manteníamos creció y evolucionó con el tiempo, y no tardamos demasiado en comprender que nosotros estábamos hechos el uno para el otro, literalmente. Lo que había entre nosotros no solo era amor, pasión o cariño; lo nuestro era algo mucho mayor, muy difícil de explicar con palabras. Simplemente habíamos nacido para estar juntos. Ni más ni menos.

No obstante, jamás estuve preparado para la noticia que Alice me dio seis meses después del enlace de Edward y de Bella. Llegué a casa más tarde que de costumbre, pues aquella era la primera semana de clases después de Navidad y las calles de Seattle estaban llenas de coches y de gente que iba y venía. Nada más entrar en casa, los brazos de Alice me rodearon firmemente y sus labios se unieron a los míos en un beso arrebatador. Cerré la puerta con el pie, gratamente sorprendido con aquel efusivo recibimiento, y la apreté contra mi cuerpo. Nos separamos al cabo de unos segundos por la falta de aire y me la encontré sonriendo ampliamente, como si estuviese emocionada y a punto de ponerse a saltar por toda la casa en cualquier momento.

– ¿Qué me he perdido?

–Tengo que darte una noticia. Una muy buena noticia.

–Pues dime.

Respiró hondo y, sin perder la sonrisa, empezó a hablar:

–Hace unos días que me encuentro muy cansada y que tengo náuseas muy seguidas... –me explicó. –Esta mañana he ido al ginecólogo para que me confirmara lo que hace poco empecé a sospechar y resulta que... ¡estoy embarazada!

El corazón se me detuvo en el pecho durante un segundo y después empezó a latir deprisa y con fuerza ante la noticia que Alice acababa de darme. Ella evaluó mi reacción durante unos segundos, pero como mi rostro apenas cambió, continuó hablando con la voz temblorosa y menos efusivamente:

–A mí me hace muchísima ilusión, la verdad, porque... bueno, será un bebé tuyo y mío, y... no sé... ¿qué opinas?

Intenté respirar hondo, pero mis pulmones no colaboraron. Alice estaba embarazada. Un bebé. Jamás había pensado detenidamente en esa posibilidad. Era demasiado pronto. O no..., no lo sabía. En aquel instante estaba bastante colapsado, pero al ver que se estaba impacientando, me esforcé por contestarle:

–No sé qué decirte.

–No sabes qué decirme –agachó la cabeza y se mordió el labio. –Me encantaría que la idea te hiciera tanta ilusión como a mí.

Me pasé la mano por el pelo.

–Yo... estoy algo confuso, la verdad.

– ¿Por qué? Vamos a ser padres. Es una muy buena noticia, Jazz. Quizá es algo precipitado porque jamás hemos hablado del tema y no lo habíamos planificado pero... Vamos a tener un bebé.

Al escucharlo de sus labios me entró un escalofrío, pero fue simplemente porque no había estado para nada preparado para esa noticia. Yo jamás había cuidado a ningún bebé, no sabía cómo debería tratarlo... Pero por otra parte aquel niño era también hijo mío. Alice y yo lo habíamos creado, habíamos creado una vida, y pensarlo de ese modo lo convertía en algo fascinante.

–Di algo, Jasper –me urgió ella, nerviosa. Toda la emoción que la había embargado minutos antes se había esfumado completamente por mi culpa.

–Es increíble –musité. –Es que me has tomado totalmente por sorpresa. Yo... jamás había pensado en tener hijos, sinceramente, y... no me lo esperaba.

–Pero ¿te hace ilusión?

–No lo sé –admití. –Primero tengo que hacerme a la idea.

Alice suspiró y asintió en silencio, agachando la cabeza. Yo, por mi parte, llevé mi mano bajo su barbilla y la insté a mirarme.

–Todo lo que te haga feliz me hará feliz a mí.

–Pero esto es distinto. Tener un bebé nos tiene que hacer felices a los dos, no solo a mí.

–Soy feliz, y aunque aún me cuesta aceptarlo, me hace feliz pensar que vamos a tener un hijo, de verdad.

Alice sonrió un poco y después me abrazó.

–No te preocupes, aún tienes casi ocho meses y medio para acostumbrarte –bromeó mientras me acariciaba la nuca. Después se separó de mí y colocó sus dos manos en mis mejillas. –Sé que este niño o niña nos hará muy felices.

–Estoy seguro de que sí.

Poco a poco fui acostumbrándome a la situación y fui haciéndome a la idea de que dentro de Alice estaba creciendo un bebé que era parte de nosotros. Aquella criaturita que aún no tenía ni rostro ni nombre era algo de ambos, algo que nos pertenecía a Alice y a mí y que, tal y como me dijo ella, nos haría muy felices. No obstante, además de que la felicidad y el nerviosismo se fueron abriendo paso en mí, también consiguieron hacerlo los temores. Me daba miedo que ese niño sufriera tanto como sufrí yo, o que, a causa de mis antecedentes, a nuestro hijo le afectara algo de aquella "suciedad" que todavía en ocasiones notaba patente en mi. Y como era de esperar, Alice se percató de que algo me preocupaba. Ella ya estaba de cuatro meses, y por el momento todo parecía ir bien con el embarazo. Se cuidaba mucho, daba largos paseos y comía sano; hacía todo lo posible para que nuestro bebé creciera sano dentro de ella:

– ¿Qué te ronda tanto por la cabeza? –me preguntó una noche cuando ya nos habíamos metido en la cama, mientras yo le acariciaba el vientre suavemente como hacía siempre antes de dormirnos.

– ¿Qué?

–Sé que estás preocupado por algo, y ya llevas días así. ¿Qué sucede?

Fruncí los labios y desvié mi mirada de la suya.

–Nada importante.

Alice, que había estado boca arriba, se puso de lado y me miró fijamente, indicándome que no se creía mis palabras.

–Ya, y yo soy Cleopatra –bromeó. – ¿Qué es lo que te preocupa? El bebé está bien, todo en nuestro trabajo está en orden... ¿Qué no me estás contando?

Suspiré, sabiendo que no me daría tregua, y me decidí a explicárselo:

–Me da miedo que el bebé sea como yo.

Alice parpadeó seguidamente y después me miró con fijeza, sin comprender.

– ¿Como tú? Claro que será como tú; eres su padre.

–No me refiero al físico. Quiero decir... –me humedecí los labios y respiré hondo, sin estar seguro de cómo expresarme. – ¿Qué pasará si su carácter es tan introvertido como el mío? ¿Qué pasará si... algo de esa "suciedad" que llevo dentro...?

–Jasper, para –me pidió ella tapándome la boca con su mano. Después negó con la cabeza. –Ya te he dicho que tú no estás sucio. Eres un hombre normal que ha tenido una vida difícil, pero no por eso estás sucio. Y nuestro bebé no lo estará tampoco porque tú no lo estás, ¿comprendes?

Me limité a fruncir los labios, no estando conforme, por lo que Alice resopló y me acarició la mejilla con una de sus manos.

– ¿Qué pasaría si los papeles estuvieran invertidos? ¿Qué pasaría si yo hubiera tenido una vida como la que has tenido tú y dijera que estoy sucia por dentro?

Medité la respuesta y hablé un segundo después, sabiendo de sobras qué le respondería:

–Te diría que no lo estás, que eres perfecta y que... –me callé al instante cuando lo comprendí, por lo que Alice sonrió lentamente y asintió con la cabeza.

– ¿Lo ves? No estás sucio. Por lo tanto, nuestro hijo no lo estará. Él te querrá tanto como te quiero yo, estoy segura.

Sonreí lentamente y acaricié su mano, que aún se encontraba en mi mejilla, con la mía.

–A ti también te querrá.

– ¿Tanto como me quieres tú? –bromeó ella con una sonrisita.

–Nadie puede querer más a alguien de lo que yo te quiero a ti.

Ella se mordió el labio inferior y, antes de que pudiera ni siquiera preverlo, estuvo casi sobre mí besándome con desenfrenada pasión.

Pocas semanas después a Alice se le ocurrió una idea que consiguió inspirarme y que me abrió los ojos:

– ¿Sabes? –me comentó mientras cenábamos un martes. –Rosalie, una amiga mía que también es trabajadora social, está inmersa en un programa de voluntariado que ayuda a adolescentes con problemas similares a los que tuviste tú a labrarse un futuro. Hacen reuniones durante dos o tres tardes a la semana y hacen conferencias con psicólogos, o con gente que ha vivido de forma parecida a ellos. He pensado que quizá tu experiencia podría serles de ayuda.

La miré detenidamente durante unos segundos pensando en aquella oferta y me descubrí considerándola seriamente. Jamás le había contado mi historia entera a nadie, solo a Alice, pero quizás era cierto que podría ayudar a unos cuantos chavales que estaba tan perdidos y tan enfadados con el mundo como lo estaba yo años atrás.

–Es una buena idea –murmuré.

– ¿En serio? –preguntó Alice emocionada. –Le harías un gran favor a Rosalie y también a los chicos. Ellos necesitan darse cuenta de que en la vida hay algo más aparte de las drogas y de la mala vida.

–Yo tuve mucha suerte encontrándote.

–No me encontraste. Nos encontramos mutuamente –aseguró ella mirándome fijamente. –Sabes que te necesito tanto como tú a mí.

Asentí en silencio, dándole la razón. Nuestra relación era simplemente así.

Una semana después asistí a la conferencia que Rosalie había organizado con la ayuda de Alice, que me acompañó al recinto donde se reunía su amiga con los chicos, y cuando me puse delante de los pocos que habían asistido a aquella reunión me di cuenta de que, primero, ninguno de ellos era mayor de edad, y segundo, todos estaban muriéndose de ganas por recibir esperanzas. Y yo me encargué de dárselas. Les expliqué cómo había sido mi madre y cómo me trataba de pequeño, consiguiendo convertirme así en un muchacho apocado y retraído que no quería el contacto ni el cariño de nadie porque pensaba que no lo necesitaba. Les hablé también de mi tía Lucy, de mi intento de sobredosis cuando tenía quince años y de mi amistad con Alice, que poco a poco se fue convirtiendo en algo más a pesar de que me costó aceptarlo. Les conté que ella siempre había estado ahí para mí y que nunca se había alejado por más que la traté mal y la herí con mis palabras y mis actos, así como que fue ella la que terminó salvándome. Finalmente les aseguré que ellos podrían conseguir todo lo que se propusieran del mismo modo que lo conseguí yo: con esfuerzo y con constancia, y alejándome de las malas influencias.

Cuando terminé de hablar con ellos, Alice se acercó a mí y entrelazó sus dedos con los míos, dándome las gracias por haber asistido y por haber sacado todo lo que tan celosamente había guardado dentro de mí para que aquellos chicos se dieran cuenta de que encontrarían oportunidades siempre que no se dejaran vencer por las circunstancias. Rosalie también me lo agradeció enormemente y nos invitó a Alice y a mí a merendar con ella y con su marido, Emmett, que estaba esperándola a la salida. A pesar de que nunca había sido muy amistoso con nadie, con él tuve ganas de hablar y lo hice durante el rato que duró la merienda, mientras Alice y Rosalie charlaban del trabajo y de la impresión que se habían llevado los chavales sobre ella.

Dos meses después, en una de las visitas mensuales que Alice hizo al ginecólogo, nos dijeron que estaba esperando un niño, llenándonos así de una alegría inmensa. El sexo del bebé no nos importaba, no íbamos a quererle menos por ser niño o niña, pero saber con seguridad que iba a ser un chico y que estaba sano nos alegraba sobremanera. Inmediatamente después empezamos a decorar una de las habitaciones libres que teníamos en la casa, pues Alice había estado muy impaciente por hacerlo. Se moría de ganas por pintar las paredes, por poner las cortinas y por colocar cada mueble en su sitio correspondiente. Habíamos comprado una cuna y todo lo necesario para que nuestro bebé estuviera cómodo, y tanto los padres de Alice como Edward y Bella no dudaron en venir a ayudar. Lo tuvimos todo preparado tres semanas antes de la fecha que Alice tenía fijada para dar a luz, por lo que decidimos que durante esa recta final se dedicaría a descansar y a relajarse. No obstante, nada de eso fue suficiente.

Una noche me desperté al escuchar el sonido de cristales rompiéndose. Abrí los ojos con dificultad y miré el reloj de la mesita de noche; eran las tres y cuarto de la madrugada. Me puse de lado y me encontré con que Alice no estaba en la cama, por lo que me extrañé y me preocupé a la vez. Me levanté lentamente y salí fuera de la habitación, suponiendo que quizás estaría en el cuarto de baño, pero no lo estaba. Escuché ruidos en el salón, y cuando llegué hasta allí y encendí la luz, lo que vi me dejó conmocionado: Alice estaba apoyada en la mesa, medio doblada por la cintura y sujetándose el abultado vientre con las manos, con la frente empapada en sudor y el rostro crispado en una mueca de dolor. A su lado, en el suelo, había un vaso de cristal hecho añicos, y se me detuvo el corazón cuando vi sus muslos y sus piernas llenos de sangre. Me acerqué a ella corriendo y la sujeté en mis brazos, dándome cuenta de que estaba temblando. Me miró con el rostro lleno de terror y de preocupación, y un segundo después empezó a palidecer.

–Jasper... el bebé –musitó con la voz temblorosa y entrecortada.

–Vámonos al hospital ahora mismo. ¿Puedes andar?

Negó con la cabeza mientras se echaba a llorar, rompiéndome el corazón.

–Me duele mucho...

Maldije en voz baja. Sin más miramientos la cogí en brazos y, tal como estábamos, me la llevé al hospital. De camino llamé a Carlisle, que en teoría estaba de guardia aquella noche, y también a Edward para explicarle lo que sucedía. Nada más llegar a la clínica se llevaron a Alice en una camilla que estaba preparada en la entrada, y yo intenté entrar con ella a la sala para no dejarla sola, pero su padre me pidió que esperara a que la examinaran tranquilamente y que mientras tanto le explicara lo sucedido. Se lo relaté como mejor pude, pues los nervios y la angustia estaban haciendo mella en mí. Si le pasaba algo a Alice o al bebé...

– ¿Crees que se puede tratar de un aborto? –le pregunté con temor, pasándome una mano por el pelo.

–No lo sé... No suelen ser muy frecuentes cuando la mujer está en tan avanzado estado de gestación, pero según lo que nos has contado... Eso era lo que parecía.

–Joder... joder, joder.

–Jasper, tranquilo. No lo sabemos con seguridad –intentó calmarme Carlisle a pesar de que a él no se le veía tan sereno como siempre. Claro, en aquel momento era su hija pequeña la que estaba en ese hospital.

Edward llegó veinte minutos más tarde acompañado de Bella y de Esme, que estaban tan preocupadas que incluso les temblaban las manos. Me preguntaron de nuevo qué había pasado, y Carlisle, ahorrándome el mal trago, se lo explicó resumidamente. Tres cuartos de hora después de que hubiésemos llegado, el obstetra que era amigo de Carlisle y que era el que se iba a ocupar de asistir a Alice en el parto, salió de la sala en la que la estaban atendiendo y se acercó a nosotros. Me puse en pie como un resorte, pues había pasado los últimos diez minutos sentado, para escuchar lo que fuera que tuviera que decirnos.

– ¿Cómo está Alice? –pregunté con el corazón encogido.

–Bien. Ahora está bien y durmiendo.

– ¿Y el bebé? –quiso saber Bella, preocupada.

–Vivo.

Respiré hondo y apreté con fuerza los puños, sintiendo cómo se me cerraba la garganta al instante. Ambos estaban bien.

– ¿Puedo verla? –quise saber, ansioso. Aunque estuviese dormida, necesitaba comprobar por mí mismo que estaba bien.

–Dentro de un rato podrás hacerlo, pero antes me gustaría hablar de un asunto contigo.

El tono que el doctor utilizó para decirme aquellas palabras no me gustó nada, por lo que lo miré detenidamente y con seriedad.

– ¿Qué sucede?

–Lo mejor será que hablemos de esto en privado.

–Eleazar –intervino Carlisle. –Todos somos familia de Alice. Sea lo que sea lo que sucede, tenemos derecho a saberlo.

El doctor suspiró y negó con la cabeza.

–Lo mejor será que se lo cuente primero a Jasper. No tardaremos mucho –con el brazo me indicó que caminara a su lado y lo hice rápidamente, deseando saber qué narices estaba ocurriendo.

Una vez que entramos en el despacho del tal Eleazar me pidió que me sentara, pero no lo hice.

– ¿Qué pasa?

El doctor suspiró de nuevo y me miró a los ojos.

–Tanto Alice como el bebé están vivos, pero ambos están muy débiles. Lo que le ha sucedido a Alice ha sido una amenaza de aborto, lo que significa que deberá pasar las semanas que le quedan antes del parto en el hospital guardando reposo absoluto.

Medité a fondo sus palabras y asentí en silencio, dándome cuenta de la gravedad del asunto.

–Si no guarda reposo absoluto... ¿puede perder al bebé?

–Exactamente. Y, estando en tan avanzado estado de gestación, un aborto podría ser fatal para ella –tragué saliva, sin querer pensar en lo que esas palabras significaban. –El caso es que... eso no es todo. Alice ha perdido mucha sangre y se encuentra en un estado de salud delicado. Tendremos que practicarle una cesárea, porque si el parto se produce de forma natural, su corazón puede fallar a causa del esfuerzo.

–Entonces será por cesárea –declaré rápidamente, sin dejar lugar a ninguna duda.

No obstante, el rostro del doctor no cambió, sino que se crispó aún más.

–Jasper, ojalá no tuviera que decirte esto, pero a causa de lo que ha sucedido hoy, es muy probable que tanto Alice como el bebé mueran durante el parto.

Fue en ese momento que se me detuvo el corazón durante un segundo y un sudor frío me recorrió toda la espalda. No. No podía ser cierto.

–Pero... acaba de decir que... una cesárea...

–Como te he dicho, el estado de salud de Alice es muy delicado y se encuentra muy débil. Lo más seguro es que se ponga de parto mucho antes de lo previsto, y es muy posible que su cuerpo no se haya recuperado del todo para entonces. Cuando practiquemos la cesárea, puede que se produzca una hemorragia que sería fatal y letal para ambos, pero también podría darse el caso de que pudiéramos salvar a uno de los dos.

No.

–Tendrías que... bueno... no ahora, claro, pero... –comenzó.

–Alice –declaré firmemente.

–Pero...

–Si se da el caso, debe salvar a Alice.

El doctor me colocó una mano en el hombro y me lo apretó para confortarme, pero no sirvió de nada.

–Debes pensártelo bien, Jasper.

Quise decirle que no tenía nada que pensar, pero entonces una idea traspasó mi mente al instante.

– ¿Y no existe ninguna posibilidad de que se salven los dos?

–Es mínima.

–Pero existe.

–Sí –el doctor respiró hondo y me miró con compasión. –Debes hacerte a la idea de que es muy poco probable que eso suceda. Será lo mejor.

–Pero su trabajo es conseguir que las vidas de ambos se salven –mascullé con los dientes y los puños apretados.

–Te aseguro que haremos todo lo que esté en nuestras manos, Jasper. Te lo juro por lo más sagrado.

Apreté los ojos con fuerza cuando se me llenaron de lágrimas y asentí en silencio a pesar de que no me daba la gana de hacerme a la idea. Alice no iba a morir. De ninguna manera. Antes de que eso ocurriera, dejaría que me arrancaran el corazón de cuajo si hiciera falta.

Salí de la consulta como un rayo y me dirigí a la habitación en la que se encontraba Alice durmiendo. Me daba igual que no me dejaran entrar, yo tenía que verla sí o sí. Por eso entré a la habitación y cerré la puerta suavemente, sin querer despertarla. Me senté en la silla que había al lado de la cama y la observé dormir durante un rato, fijándome en la palidez de su piel y en las ojeras que se habían instalado bajo sus ojos. Me acerqué a ella y envolví una de sus manos con las mías, llevándola hasta mi mejilla y cerrando los ojos cuando entró en contacto con mi piel.

Dejé que las lágrimas se deslizaran por mi rostro lentamente, sabiendo que todo lo que tenía en el mundo se encontraba durmiendo en esa cama, y que era muy probable que pronto me lo arrebataran injustamente.

–No te voy a dejar morir –susurré con la voz temblorosa. –Este no va a ser tu final. Sé que fui un estúpido y que tardé muchísimo en aceptar lo que siento por ti, pero ahora voy a luchar por tu vida con la mía si hace falta.

Iba a decir algo más, pero cuando vi que Alice se quejaba y que sus ojos se movían lentamente, me callé. Sus párpados se abrieron poco a poco y, cuando enfocó su mirada en mí, sonrió.

–Hola –murmuró con expresión fatigada.

Me sequé los ojos con rapidez y besé su mano para después acercarme a ella y besarla en los labios.

–Hola. ¿Cómo te encuentras?

–Muy cansada –sus ojos se abrieron de golpe con preocupación y, cuando vi que iba a hacer el intento de moverse, se lo impedí. –El bebé.

–Tranquila, está bien. Ambos estáis bien.

Mi respuesta no la convenció del todo, por lo que llevó sus manos a su vientre y, cuando se dio cuenta de que nuestro hijo continuaba allí, se relajó.

–Gracias al cielo –cerró los ojos y se tumbó de nuevo, dejando que la arropara con las mantas. – ¿Cómo te encuentras tú?

Le acaricié la mejilla con el dorso de mis dedos y asentí en silencio, sin querer que notara mi tristeza y las ganas de gritar y de maldecir al mundo que pugnaban dentro de mí.

–Ahora que sé que estás bien, estoy perfectamente.

– ¿Cuándo me darán el alta?

Me dije que aquello sí que podía contárselo, pues terminaría enterándose más pronto que tarde.

–Tendrás que pasar lo que te queda de embarazo en el hospital guardando reposo absoluto.

Alice frunció el ceño.

– ¿Por qué tengo que guardar reposo?

Suspiré. Ahí estaba el momento difícil.

–Lo que ha sucedido hoy ha sido una amenaza de aborto. Si no descansas, podrías sufrir un aborto de verdad, Alice, y sería fatal para ti. Sé que no te apetece nada quedarte aquí, pero no pienso dejar que pongas tu vida en riesgo solo porque prefieras estar en casa. Así que ambos nos quedaremos aquí.

Para mi sorpresa, asintió lentamente y en silencio, como si estuviera acatando mis órdenes dócilmente.

–Haré lo que sea necesario para que nuestro bebé nazca sano. Y si para ello tengo que estar en esta cama durante tres semanas, así será.

El nudo que tenía en la garganta solo se hizo más grande, y tuve que luchar con todas mis fuerzas para que no me sobrevinieran de nuevo las lágrimas.

–Claro que sí. Y yo no me voy a separar de ti en ningún momento –le aclaré inclinándome para acariciarle el rostro de nuevo.

Ella sonrió lentamente y colocó su mano sobre la mía, que se encontraba en su mejilla.

–Tienes que trabajar.

–No me importa. Mañana llamaré al colegio y avisaré de que no voy a ir en unas semanas...

–Jasper... no debes hacer eso. Yo estaré bien; ni mis padres, ni mi hermano, ni Bella me dejarán sola en ningún momento.

–Aun así no pienso irme. No dejaré que pases por esto sola –Alice volvió a sonreír, y después bostezó, indicándome que aún estaba exhausta. –Duerme un poco más.

– ¿Y tú dónde te vas a quedar?

–Aquí, a tu lado.

–¿Vas a pasar tres semanas durmiendo en ese sillón?

–Sí. Deja de preocuparte por mí. Yo estaré perfectamente –me incliné y la besé en la frente, para después acomodarme en el sillón sin soltar su mano. Necesitaba tener contacto con ella, pues solo con pensar en lo que me había dicho el doctor conseguía angustiarme. No estaba preparado para aceptar lo que podría suceder si las cosas se torcían durante el parto, y por eso no iba a hacerlo.

–Buenas noches, Jazz –me dijo justo antes de cerrar los ojos.

–Buenas noches.

Permanecí varias horas despierto, observando dormir a Alice y pensando en todo por lo que habíamos pasado juntos y todo lo que aún nos quedaba por vivir. Después, al cabo de un par o tres de horas me dormí sin darme cuenta y, cuando me desperté, me encontré a Alice mirándome desde la cama con una sonrisa.

–No pareces estar muy cómodo –me comentó en voz baja.

–He dormido mejor otras veces, la verdad –me moví y todos los huesos de mi espalda crujieron.

– ¿Y si le decimos al doctor o a mi padre que instalen un catre al lado de mi cama? Si vas a pasar tres semanas durmiendo así, se te va a romper la espalda a trozos.

Iba a contestarle, pero me pareció mejor ponerme en pie para darle un beso de buenos días. Sin embargo, fuimos interrumpidos por unos golpecitos insistentes en la puerta, por lo que nos separamos a regañadientes para ver al doctor entrando en la habitación.

–Buenos días a los dos. ¿Ya habéis desayunado?

–Todavía no –respondió Alice con una sonrisa

–Bueno, ¿qué te parece si primero os reviso a ti y al bebé y después pido que te traigan el desayuno, Alice?

–Como usted vea, doctor.

–Creo que será lo mejor. Jasper, ¿por qué no vas a desayunar a la cafetería?

–Prefiero quedarme aquí.

El doctor me miró intencionadamente, diciéndome en silencio que sería mejor que me marchara durante un rato, y después sentí el tacto de la mano de Alice contra la mía.

–Ve a desayunar, Jazz –me pidió. –Ahora solo falta que te pongas enfermo tú.

La miré durante unos segundos en silencio y después asentí.

–Volveré dentro de un rato.

–Vale –Alice me sonrió y se despidió de mí con la mano cuando me dirigí hacia la puerta.

No sabía si el doctor iba a hablarle de lo que me habló a mí la noche anterior, pero aquel pensamiento no me dejó desayunar tranquilo. Edward, Bella y Esme entraron en la cafetería y se acercaron a mí en cuanto me vieron. Se sentaron a la mesa en la que yo me encontraba dándole pequeños sorbos a aquel café aguado. Esme tenía los ojos enrojecidos, al igual que Bella, y supe a qué se debía. Ambas me preguntaron si lo que el doctor les había explicado acerca de Alice era cierto, y yo solo pude decirles que no lo sabía. Yo no era doctor, pero de lo único de lo que estaba seguro era de que no iba a dejarla morir. No iba a consentirlo.

Veinte minutos después regresé a la habitación en la que se encontraba Alice, y nada más entrar supe que el doctor le había dado la noticia. Estaba tumbada en la cama, de costado y con las manos sobre el vientre, acariciándolo suavemente. Cuando me miró pude ver el dolor en su rostro, pero también una férrea determinación que consiguió preocuparme.

–Tú lo sabías, ¿verdad? –me preguntó en voz baja cuando me acerqué a ella.

Asentí en silencio, sin saber cómo iba a reaccionar. No obstante, solo agachó la cabeza y respiró hondo.

–Alice...

–Tuviste tus razones para no decírmelo ayer.

–Lo siento. Pero no te lo dije porque no voy a dejar que pase. Tú no vas a... –no pude decirlo en voz alta. El corazón me daba un vuelco cada vez que pensaba siquiera en esa asquerosa palabra.

–Es algo inevitable.

–No lo es. Hay posibilidades de que sobrevivas.

Alice alzó la cabeza lentamente y me miró con los ojos brillantes. Durante un segundo, supe lo que me iba a decir y no quise escucharlo.

–Jazz... necesito pedirte un último favor.

–No será el último.

–No puedes saberlo con seguridad, pero yo necesito que me escuches –se le quebró la voz en la última frase, y después sorbió por la nariz con las mejillas sonrojadas. –Tienes que prometerme que si te dan la opción de escoger a quién salvar en el parto...

–Alice, no.

–Salvarás a nuestro hijo.

Cerré los ojos con fuerza y agaché la cabeza, notando cómo las lágrimas iban agolpándose cada vez más y más tras mis párpados. Me senté en el sillón que había al lado de la cama y me tapé el rostro con las manos, incapaz de contestar. No podía estar pidiéndome tal cosa. Eso era lo único que no estaba dispuesto a darle. Me eché a llorar sin poder evitarlo, sintiéndome impotente y perdido. Sabía que Alice adoraba a ese bebé que llevaba dentro y que iba a hacer cualquier cosa por él, pero...

–Jasper... –con la voz temblorosa, Alice alargó la mano y me acarició el cabello suavemente, intentando consolarme.

–No puedes pedirme eso... –declaré sin apartar las manos de mi rostro. –No puedes. No voy a perderte.

–Es nuestro hijo, y él no tiene la culpa de nada...

–Pero no pienso elegirle a él antes que a ti –aseguré alzando la cabeza y mirándola fijamente, queriendo que le quedara claro.

Ella también tenía las mejillas mojadas, y de sus ojos caían lágrimas descontroladamente, como me estaba sucediendo a mí.

–Jasper...

–Te necesito tanto o más de lo que tú me necesitas a mí, Alice. Si te dejara morir, no me lo perdonaría jamás, ¿comprendes? Tú eres lo único que sostiene mi vida en pie, tú eres la única persona que le da sentido a mi vida. Jamás podría dejarte morir así como así.

Apreté mis nudillos contra mis húmedos ojos e intenté respirar acompasadamente, pero el nudo que todavía estaba en mi garganta me lo impedía.

–Yo... no quiero que el bebé muera –me dijo ella sin dejar de acariciarme el cabello.

– ¿Y piensas dar tu vida por él? –le pregunté apartando las manos de mi rostro para poder mirarla.

Alice desvió su mirada de la mía y asintió lentamente.

–Lo siento, pero sí. Eso es lo que una buena madre haría...

–Dios, Alice...

Me puse en pie de repente, sintiendo que no podría estar durante mucho más tiempo sentado.

–Necesito que me entiendas.

–No puedo. No puedo hacerlo. Lo único que ahora sé es que te amo y que jamás podría anteponer tu vida a la del bebé.

–Pero es nuestro hijo. Es una parte tuya y mía, y por eso le quiero tanto. Estoy dispuesta a dar mi vida por la suya igual que la daría por la tuya si hiciera falta.

Cerré mis manos en puños, necesitando golpear a algo o a alguien, e intenté respirar hondo para calmarme. Me acerqué a la cama de Alice y coloqué mis manos en sus mejillas, dejando que nuestros rostros quedaran en el mismo nivel.

–No vas a morir –declaré con firmeza, clavando mis ojos en los suyos con determinación. –No pienso permitirlo.

Sin darle tiempo a contestar me enderecé de nuevo, me di la vuelta y salí de la habitación hecho una furia. Me topé con Edward que me preguntó qué ocurría, pero no le contesté. Solo me dirigí implacablemente hacia un lugar en el que jamás había estado y que creí que jamás llegaría a pisar. Entré en la pequeña capilla de la que disponía el hospital y me quedé quieto. No sabía exactamente qué hacer, pero después empecé a caminar de nuevo lentamente hasta que me senté en uno de los bancos de delante. Todavía tenía las manos cerradas en puños, por lo que las abrí y las junté, apoyando los codos en mis rodillas. No sabía cómo empezar ni exactamente a quién dirigirme, pues la religión y la fe no eran temas que me hubiesen interesado nunca, pero en aquel momento necesitaba creer que alguien, que algún ser superior, estaba al tanto de lo que ocurría y que iba ayudarme.

–No sé cómo hacer esto –murmuré con la voz temblorosa. –Nunca he rezado y, sinceramente, nunca pensé que terminaría haciéndolo, pero necesito que... me escuches. Yo... necesito que la salves. Sé que no la merezco, porque ella es perfecta y yo... soy de lo peor, pero necesito que sobreviva. Si le pasa algo, si se muere... me moriré con ella. Sé que lo haré. Ella, juntamente con mi tía, ha sido la única persona que ha estado siempre conmigo, y si su corazón falla en el parto, o si... si muere... no tendré ningún motivo para seguir. Sé que parece una petición egoísta, y seguro que lo es, pero por favor, sálvala –cerré los ojos con fuerza, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a aparecer de nuevo. –Nunca te he pedido nada, y nunca más te lo volveré a pedir; solo necesito que no te la lleves, porque si lo haces, tú también serás un egoísta. Ahí arriba ya tienes muchos ángeles; ahora mismo no necesitas ninguno más.

Después permanecí un rato más allí, intentando calmarme, y acto seguido regresé a la habitación de Alice. Pasamos los siguientes días juntos; solo me separé de ella cuando el doctor fue a revisarla y cuando me tocaba comer o cenar, pero nada más. Sus padres, así como Edward y Bella, tampoco la dejaron sola, y estuvieron toda la semana organizándose por turnos para visitarla y para hacerle compañía. Yo, sin embargo, apenas me moví del hospital.

Una noche me desperté cuando Alice gritó de repente, y supe en ese instante que el tan temido momento acababa de llegar. Me puse en pie de golpe y me acerqué a la cama, dándome cuenta de que Alice tenía el rostro bañado en sudor y de que había empezado a temblar descontroladamente.

–Jasper... –susurró con la voz temblorosa mientras ponía sus manos sobre su vientre.

–Llamaré al doctor –teníamos un teléfono en la mesita de noche, y marqué el número que nos habían indicado para contactar directamente con Eleazar.

El doctor estuvo en la habitación en menos de cinco minutos, y declaró que el parto era inminente, por lo que necesitaba que todos estuviesen preparados.

–Será mejor que la llevemos a la sala de partos –anunció, y tanto las enfermeras como los auxiliares empezaron a llevarse la camilla de Alice, que se encontraba jadeando y quejándose por el dolor.

–Doctor, por favor... necesito entrar con ella.

–No, Jasper. Estás muy nervioso, y no conviene que ella se angustie más. Te juro por mi vida que intentaré salvar la de Alice y la del bebé.

–No lo intente. Hágalo –le exigí, y sin pensármelo salí de la habitación, pues necesitaba decirle a Alice una última cosa. Corrí hasta que me puse al lado de su camilla, y ella me miró con preocupación y con los ojos llenos de lágrimas. –No te va a pasar nada.

–Prométemelo –me pidió con la voz entrecortada. –Prométeme que lo salvarás.

Las enfermeras y los auxiliares detuvieron la camilla al frente de la sala de partos y nos dejaron intimidad cuando se percataron de lo que sucedía.

–No puedo prometértelo –le confesé. –Lo siento, pero si lo hiciera significaría que ya me he resignado a perderte, y no voy a hacerlo –tomé una de sus manos con las mías y la besé con fuerza. –Te estaré esperando aquí, igual que tú me esperaste siempre. Ahora es mi turno para esperarte.

–Jasper...

–Te amo, Alice. Siempre lo he hecho, y siempre lo haré.

Se echó a llorar sin poder evitarlo y apretó mis manos con la suya, diciéndome sin palabras que se alegraba de oírlo.

–Yo también te amo...

–Señor, tenemos que llevárnosla –me dijo una enfermera, y yo asentí sin dejar de mirar a Alice.

–Aquí estaré.

Ella asintió en silencio y con las lágrimas cayéndole por las mejillas. El corazón se me rompió en mil pedazos cuando las puertas de la sala se cerraron y dejé de verla. Un fugaz pensamiento que me decía que quizá no volvería a verla con vida atravesó mi mente, y yo me esforcé al máximo por hacerlo desaparecer.

Alice no iba a morir.

Edward, Bella, Esme y Carlisle aparecieron de repente para hacerme compañía, estando igual de nerviosos y de preocupados que yo. Se notaba en los rostros de todos el cansancio y la agonía por no saber qué sucedería al final, y yo supe que llevaban semanas sin dormir y sin descansar como era debido porque estaban angustiados por la situación de Alice. Yo se lo agradecí en silencio, pues al fin y al cabo ellos también eran mi familia y los quería como tal.

Pasó una hora, y después otra más, y después otra. Tenía los nervios de punta y sentía que el corazón me dolía a cada latido, pero si dolía significaba que Alice todavía estaba viva. Sabía que si algo le ocurría mi corazón lo sentiría, y por el momento todo continuaba como siempre. Carlisle me tranquilizó diciéndome que si el doctor no había salido para decirnos nada significaba que todo estaba yendo bien, pero hasta que no viera a Alice sana y salva yo no iba a respirar tranquilo.

El doctor salió de la sala tres cuartos de hora más tarde, consiguiendo que todos nos levantáramos de las sillas en las que habíamos estados sentados como si fuésemos resortes. Nos acercamos a él y lo rodeamos, ansiosos.

– ¿Cómo ha ido? –preguntamos casi todos a la vez.

–Están bien. Han sobrevivido los dos.

Aquellas palabras me abrieron el cielo, y durante un instante sentí que podía volver a respirar tranquilo. Sin embargo, necesitaba verla. Vi cómo Esme y Carlisle, y Edward y Bella se abrazaban entre sollozos de felicidad y sonrisas radiantes, pero yo en aquel instante necesitaba ver a Alice.

–Ha sido un parto difícil, y como ha sido cesárea, Alice tardará en despertar aún.

–Quiero verla –le pedí, y entonces me acordé de algo. De alguien. –Y a mi hijo también.

El doctor me sonrió cálidamente y asintió.

–Claro. Acompáñame.

Seguí al doctor hasta dentro de la sala, en la que me hicieron ponerme una bata verde y un gorro esterilizado. Allí dentro se encontraba Alice totalmente sedada en la camilla, y no pude evitar acercarme a ella para acariciarle la mejilla suavemente. Estaba viva. Escuché unos lloros tras de mí, y me di la vuelta para encontrarme a una enfermera sujetando un pequeño bulto envuelto en una manta azul.

–Creo que alguien está ansioso por conocer a su papá –me comentó ella con una sonrisa, tendiéndome al bebé que sollozaba sin parar.

No sabía cómo cogerlo hasta que la enfermera me ayudó a colocar su cabeza en una buena posición, y después, cuando estuvo acomodado en mis brazos, dejó de quejarse. Tenía los ojos medio cerrados y las manitas diminutas, pero cuando vi su carita sonrojada y su cabeza pelona, me dije que en aquel intante tenía en mis brazos a otra persona por la que estaba dispuesto a dar la vida a pesar de que en los últimos días había pensado muy poco en él.

–Bienvenido al mundo –le dije en voz baja, acariciando con delicadeza sus dedos. Me fijé en sus minúsculas uñas, en sus rosados mofletes y en su nariz respingona muy parecida a la de Alice, y lo alcé lentamente para poder besar su frente. Pesaba muy poco y olía a talco y a bebé, pero aun así a mí me parecía el niño más bonito del mundo.

–Está todo bien –escuché que me decía el doctor, y alcé la cabeza para poder mirarle sin dejar de acariciar la suave mano de mi hijo. –Alice y el niño estarán perfectamente.

–Muchísimas gracias –le dije, sabiendo que le estaría eternamente agradecido por haberlos salvado a los dos.

–No hay de qué. Mi trabajo es salvar vidas –el bebé empezó a sollozar de nuevo para terminar berreando a pleno pulmón, haciendo reír al doctor entre dientes. –Creo que este chiquitín tiene hambre.

La enfermera que me lo había dado se acercó a mí para que le entregara a mi hijo, y yo lo hice a regañadientes, sin querer separarme aún de él.

–Tranquilo, Jasper, van a darle de comer y después lo llevarán a la incubadora.

–¿A la incubadora?

–Sí, ha nacido con una semana de antelación y es posible que haya cogido algo de frío. Lo mejor es que pase allí unos días, pero no te preocupes. Es un niño muy sano y muy fuerte.

Asentí en silencio, orgulloso, y después miré a Alice, que dormía plácidamente en la camilla.

–Igual que su madre.

Ella se despertó ocho horas más tarde, dolorida y desorientada. Abrió los ojos lentamente y se quejó, por lo que yo me apresuré a tomar su mano para que se percatara de que estaba con ella. Cuando enfocó la mirada y clavó sus ojos en mí, sonrió levemente, cansada.

–Jasper...

–Hola, cariño –besé su mano y después me incliné para besar sus labios, feliz de poder hacerlo de nuevo.

El rostro de Alice cambió de repente cuando nos separamos, y al momento supe por qué.

–El parto... ¿y el bebé? –quiso incorporarse con rapidez, pero yo se lo impedí al instante, pues era necesario que descansara y que no se moviera mucho para que no se le saltaran los puntos de la cesárea. –Jasper, ¿qué le ha sucedido al bebé?

Sonreí levemente, tranquilizándola, y me di la vuelta para coger en brazos a nuestro hijo. Una enfermera lo había traído a la habitación de Alice hacía diez minutos para que ella lo viera nada más despertarse, y a pesar de que yo lo había tenido en brazos durante todo el rato, cuando ella empezó a despertar lo dejé de nuevo en su cuna para poder atenderla. Acerqué a nuestro niño a Alice, que extendió los brazos para sujetarlo al instante, con los ojos brillantes por las lágrimas que estaba a punto de derramar.

–Aquí está nuestro pequeño. Saluda a mamá –dije en voz baja mientras le entregaba al bebé, y vi con emoción cómo Alice lo estrechaba en sus brazos, acercando su rostro al suyo para acariciarlo.

–Es perfecto –susurró sin dejar de mirarlo, mordiéndose el labio inferior en un intento por evitar las lágrimas.

–Como tú.

Ella me miró con una sonrisa radiante y asintió en silencio.

–Y como tú.

Sonreí, me senté a su lado en la cama y la besé en la frente, rodeándola suavemente con uno de mis brazos. Con la otra mano le acaricié la mejilla a nuestro bebé, que de nuevo se había quedado dormido, esta vez sobre el pecho de su madre.

Un minuto más tarde entraron en la habitación los padres de Alice junto con Edward y Bella, que no tardaron nada en rodear la cama para abrazar, besar y elogiar tanto a la madre como al bebé. Esme y Bella se turnaron para sujetar a nuestro hijo, que al final pasó por los brazos de sus abuelos y tíos varias veces mientras estos lo mimaban y le hacían miles de carantoñas. Después volvieron a entregárselo a Alice, quien acarició la nariz del niño con la suya y le llenó las mejillas de besos, enterneciéndonos a todos los que estábamos en la habitación. La enfermera regresó para avisarnos de que el bebé tenía que comer y, tras echar a casi todos los familiares excepto a mí de la sala, le enseñó a Alice cómo darle de mamar. Una vez lo tuvo más o menos controlado, volvió a dejarnos solos.

Yo no me había movido de su lado en la cama, y no tenía pensado hacerlo pronto, así que apoyé mi mejilla en el hombro de Alice y observé cómo nuestro bebé se alimentaba.

–Gracias por todo, Jazz –me dijo ella de repente, haciéndome levantar la cabeza de nuevo.

– ¿Por qué?

–Por quererme. Por haberme dado este hijo tan precioso. Por todo.

–Creo que el que tiene que darte las gracias soy yo.

Ella negó con la cabeza firmemente sin dejar de prestarle atención al bebé.

–Podrías no haberme dejado acercarme a ti, pero lo hiciste. Y por eso te doy las gracias.

–Habría sido un estúpido si no lo hubiera hecho. Y si no lo hubiera hecho, ahora no te tendría ni a ti ni a él.

–A mí sí que me tendrías. Siempre me tuviste.

Sonreí lentamente y me acerqué para darle otro beso en los labios, pareciéndome imposible que, a pesar de todo por lo que había pasado, la vida me hubiera permitido tener esa hermosa familia.

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Sonreí cuando unos brazos rodearon mi cuello y respiré hondo, echando la cabeza hacia atrás para recibir el beso de Alice.

– ¿Cómo lo llevas? –me preguntó cuando nos separamos.

–Ya casi está terminado. Solo me falta corregirlo y después podré imprimirlo.

Alice frunció los labios y llevó el documento varias páginas atrás, leyendo de nuevo la parte en la que había explicado cómo fue la primera vez que hicimos el amor.

–Sigo pensando que es demasiado explícito –musitó colocando su mejilla contra la mía.

Me eché a reír entre dientes.

–No lo va a leer nadie aparte de Mark cuando sea mucho mayor. Y seguramente para entonces habrá leído cosas mucho peores.

–Sí, pero no sé si le gustará leer e imaginarse a sus padres en acción.

Me eché a reír de nuevo, pero esa vez a carcajadas, contagiando a Alice. Cuando me calmé, sujeté sus manos con las mías y se las besé, levantándome de la silla. Acto seguido la rodeé con mis brazos y uní mi frente a la suya, acariciando su cintura lentamente.

–Lo cambiaré si quieres.

–No, no quiero. Me encanta tal y como está.

–Mmm... quizá cuando esté impreso podríamos leer cierta escena juntos...

Alice sonrió pícaramente y asintió, poniéndose de puntillas para poder besarme.

–Te amo –me recordó cuando nos separamos.

–Y yo a ti. Cada día más.

Incliné de nuevo la cabeza para volver a besarla, pero unos correteos provenientes del pasillo me hicieron detenerme.

– ¡Pa-pa, ma-miiiiii! –exclamó Mark entrando en la habitación casi corriendo. Al parecer acababa de despertarse de la siesta y tenía ganas de jugar. Se acercó a nosotros y extendió sus brazos en mi dirección. –Upa.

–Ven aquí, campeón –lo cogí en brazos y me lo coloqué en un costado, feliz cuando se impulsó para darme un beso en la mejilla.

–Beso mami –me pidió, y yo me agaché un poco y Alice se volvió a poner de puntillas para que Mark estampara sus labios en su mejilla. Después, su madre le cogió la cara entre las manos y le devolvió el beso haciéndole pedorretas, consiguiendo que Mark se riera a carcajadas. – ¡Ma-miiiiii!

Sonreí ampliamente, observando con detenimiento a las dos personas que más quería en el mundo. Físicamente Mark se parecía más a mí que a Alice, pues tenía el cabello del mismo color que el mío y sus facciones eran muy similares a las mías. Sin embargo, había heredado el color de ojos de su madre y su nariz, así como su carácter alegre y desenfadado. Y cada día daba gracias al cielo por ello.

–Quiedo jugar –balbuceó cuando dejó de reír.

Como ya sabía lo que quería, lo dejé en el suelo, y Alice y yo observamos atentamente cómo se dirigía rápidamente hasta la gran caja de plástico en la que guardaba sus cochecitos, sus peluches y sus soldaditos. Empezó a arrastrarla y la llevó hasta el centro de la habitación, donde se sentó y empezó a sacar todos sus juguetes, esparciéndolos por el suelo.

–Mami juega. Y papi también –decretó firmemente, haciéndonos reír.

–Mami va a jugar contigo –Alice se acercó a él y se sentó a su lado, cogiendo el cochecito que Mark le tendía.

– ¡Pa-piiiiiiiiii!

–Ya voy, campeón. Papá apaga el ordenador y va a jugar con vosotros –comenté, sentándome de nuevo en la silla.

Mark me dirigió una sonrisa traviesa, que era igual a la de Alice cuando era niña, y después empezó a hacer ruiditos con la boca, imitando el sonido de los coches. Su madre lo acompañó, llenando el ambiente de una sinfonía desafinada que pretendía sonar como los rugidos de un par de coches, pero que en realidad sonaba como una jauría de animales afónicos.

Mientras guardaba el documento y apagaba el ordenador, observé a mi mujer y después a nuestro hijo, no queriendo recordar lo diferente que había sido mi infancia de la suya. Mark era un niño muy, muy querido que conseguía que nuestros días se iluminaran con solo una palabra afectuosa o con una de sus amplias sonrisas. Yo jamás había significado tal cosa para mi madre, pero en aquel momento ya no me importaba. Sabía que mi hijo me quería, y era consciente de ello porque veía cada día cómo intentaba parecerse más y más a mí. Por aquel motivo yo se lo daba todo y continuaría haciéndolo, al igual que Alice, siempre que fuera posible. Porque yo jamás iba a ponerle un dedo encima a mi hijo para hacerle daño; la sola idea me provocaba náuseas. Él era una de las dos mejores cosas que la vida me había dado y no iba a desaprovecharla. En aquellos momentos, yo vivía por y para mi mujer y mi hijo, sin más.

– ¡Pa-piiii! –exclamó Mark de nuevo, sacándome de la ensoñación en la que me hallaba metido. –Juega.

–Ya voy, ya voy –me puse en pie y me dirigí hacia donde él y Alice continuaban jugando. Cuando llegué, cogí en brazos a mi hijo, que se rió y, tras sentarme en el suelo, me lo coloqué en el regazo. – ¿A qué jugamos hoy?

Siempre que podíamos, un par o tres de veces a la semana, Alice y yo lo dejábamos todo para jugar con Mark, que se lo pasaba genial estrellando coches y haciendo luchar a sus soldaditos.

–Tú edes el perrito dosa –me ordenó, entregándome un peluche con forma de perro rosa que había pertenecido a Alice. –Tú te comes a los coches.

Su madre me miró y se rió entre dientes, encogiéndose de hombros mientras hacía rodar uno de los cochecitos de nuestro hijo.

–Yo me como a los coches –decreté, moviendo al perro rosa por el suelo.

Apoyé mi barbilla en la cabeza de mi hijo, aspirando el olor del talco y de la colonia de bebés, y respirando hondo, sintiéndome tranquilo. Estaba con mi familia, con una familia que me quería y que me apreciaba, y a la que yo amaba con toda mi alma. Nada podría ser mejor. Esa era mi vida en aquellos momentos, y no pensaba cambiarla por nada del mundo.

Fin


Ahora sí que sí, ¡hemos llegado al final de esta historia! No sabéis la penita que me da, y eso que han sido solo seis semanas, pero me da mucha lástima que se haya terminado porque me encantó escribirla a pesar de que sufrí y lloré mucho. Espero que os haya gustado este final (estuve varios días pensando en hacer que acabara mal, pero ya me conocéis, los quiero demasiado como para hacer que terminen mal ;P) Espero vuestros reviews y vuestros comentarios, porque me muero por saber qué opináis de este último capítulo y de cómo ha terminado esta parejita ^-^

Como ya os comenté, tengo a medias otra historia, pero lo cierto es que la tengo abandonada porque estoy hasta arriba de faena; no obstante, me he propuesto continuarla durante estas navidades, y si tengo suerte en unos meses estaré por aquí de nuevo para enseñárosla :D

¡Muchísimas gracias por haberme acompañado de nuevo en esta aventura, y os espero en las siguientes! ¡Hasta pronto, y si no nos leemos, espero que paséis una feliz Navidad y un próspero año nuevo! Xo