Actualmente en proceso de edición.

Algunos capítulos han sido eliminados.

Disculpen las molestias.


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Los elegidos.

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Capítulo 1. Las reglas.


Tienes que saber un par de cosas si quieres sobrevivir en el Reino del Este:

1. Los humanos que crucen fuera de la frontera serán condenados a muerte.

2. Si de verdad quieres sobrevivir, ignora la regla número uno.


Nunca le di demasiada importancia a mi existencia.

Nací en tiempos de guerra, en una aldea pobre olvidada por sus gobernantes, donde si no te sacrificas no vuelves a ver la luz del día. Era lo que le había pasado a mi familia: se habían sacrificado por mí, uno tras otro, hasta que la casa quedó vacía.

Cobarde, frágil, débil... cuando tenía doce prometí que nunca volvería a ser ninguno de esos adjetivos. Prometí que la próxima vez, sería yo quien diera su vida a cambio de quienes amaba.

Morir no era algo que me aterrara; en cambio, esperaba con calma a que el fin de mis días llegara.

El hábito me hizo abrir los ojos cuando aún era de madrugada. Por la luz de la ventana supe que el amanecer no estaba ni muy cerca, ni muy lejos, por lo que conseguí dormir dos horas a lo mucho. Me di vuelta en el colchón para quedar con vista a la pared y cerré los ojos por otro momento. La madrugada era tan calmada, tan pacífica... disfrutaba como en ella podías pretender que el mundo afuera no existía.

Por instantes me gustaba imaginar que vivía en algún tipo de sueño del cual estaba a punto de despertar, cuando realmente lo único que era un sueño eran los recuerdos de los días en los que la felicidad y la dicha inundaban la aldea. Mi madre solía contarnos a mí y a mis hermanos sobre los días armónicos y prósperos del Este. Siempre me molestó que lo hiciera, porque sabía que era algo que yo jamás experimentaría.

Me senté al borde de la cama y estiré unos segundos antes de levantarme. El agua que quedaba me alcanzó apenas para lavarme la boca y el rostro, pero estuvo lo suficiente helada como para ayudarme a espabilar. Me enfundé en el traje de exterminador que escondía bajo el colchón junto con un par de navajas y agarré el carcaj con flechas y mi arco que siempre mantenía bajo unas mantas junto a la cama. Hacía más de cinco meses que declararon racionamiento en las distribuciones de comida, así que hoy saldría a cazar y con suerte vendería algún animal en el mercado.

Todas las aldeas humanas del reino estaban aisladas por grandes muros de piedra, reforzados con hechizos por "seguridad" para mantener a los demonios fuera. Yo vivía en Kokkyō, cerca de la frontera con el Norte. La verdad era que los humanos estábamos confinados en cárceles mientras los demonios tenían la libertad de moverse por el reino sin restricciones. Los únicos humanos con potestad para pisar fuera de los límites eran los exterminadores, quienes trabajaban para el reino como mediadores de paz entre humanos y demonios; en realidad solo servían para acabarse la mitad de las raciones de comida y golpear personas sin razón.

Por suerte, vestida como exterminador, no tenía que preocuparme demasiado en esconderme al estar fuera de los muros. Kaede consiguió el uniforme de mano de unos viajeros a cambio de arroz y algunas hierbas medicinales. Con una buena lavada y unas cuantas puntadas logramos dejarlo como nuevo.

─Kagome.

Me giré hacia la puerta. Kaede se encontraba en el umbral. Su cabello grisáceo y su piel arrugada se dejaban ver bajo la tenue luz de un cielo sin luna.

─Kaede, ¿qué haces despierta a esta hora?

Kaede era mi nana, por así decirlo. Después de que mis padres fallecieran ella nos acogió a mí y a mis dos hermanos. Todos en la aldea la adoraban y protegían por ser una sacerdotisa y, aunque sus poderes se habían ido oxidando, era la mejor sanadora de todo el reino. Sus conocimientos en plantas medicinales y en conjuros de sanación eran extensos. Muchas veces el Rey le había mandado a escoltar a palacio para que sanara a sus soldados heridos, y entrar a la ciudad de palacio, Kyūden, era algo prácticamente imposible para alguien de nuestra aldea.

—Saldrás de cacería, ¿no es así?

Su tono reprobatorio no era algo que llegara a conmoverme. Lo usaba siempre que decidía salir de la aldea.

—No cazaré ─mentí. Preocuparla era innecesario─. Voy a recoger algunos frutos y hierbas. Me preparo en caso de que algún demonio decida atacarme.

—Los exterminadores han estado rondando fuera de los muros.

Hacían eso cada cierto tiempo para alertar a las personas y así evitar que salieran. No era la única que se atrevía a merodear los bosques fuera de la aldea. Incluso algunos exterminadores compraban y vendían en el mercado a sabiendas de que era comercio ilegal. No iban a venir por mí específicamente.

—Dicen haber encontrado al mayor de los Frey en la frontera con el Norte —siguió Kaede—. Tú atendiste sus heridas conmigo. Sabes muy bien que no fueron obra de un demonio, ni de ningún animal salvaje.

Me vinieron imágenes de Yuri Frey desmayado en el piso de la cabaña, donde los exterminadores lo habían dejado tirado. La ropa ensangrentada tuvo menos impacto que el hecho de que tenía la mitad del rostro desfigurado. Los cortes encajaban a la perfección con el arma que había visto en la cintura del jefe de exterminadores.

Caminé hasta la entrada de la cabaña, me detuve un momento y le puse la mano a Kaede en el hombro.

—Volveré al amanecer, lo prometo. ─Le di un beso en el pelo─. Gracias por preocuparte.

Antes de que pudiera seguir sermoneando mi conducta salí de allí.

Caminar hasta el muro no tomaba más de veinte minutos. Lo podías ver alzándose a nuestro alrededor desde cualquier punto de la aldea, como una prisión. Esos que no habían salido jamás de los confines de Kokkyō no conocían un horizonte diferente; uno donde pudieras ver el sol ocultarse tras las montañas y no tras metros de piedra.

Salir era más sencillo de lo que parecía. Las cuatro puertas al exterior se mantenían bajo vigilancia, y nuestros exterminadores no se molestaban en patrullar nada mas. Si conocías el muro como yo, sabías que las puertas no eran la única forma de escapar al exterior. Los desagües y las torres de vigilancia abandonadas eran las opciones menos arriesgadas.

La torre de vigilancia cerca de mi cabaña te sacaba directo al bosque. Conocía esa zona como la palma de mi mano y sabía a qué lugares podía ir y a cuáles no. Me mantenía alerta de igual forma, cuidadosa de no cruzarme con nadie. Aunque tuviera puesto el uniforme era mejor no tener que dar explicaciones. La sentencia por personificar a un exterminador era ser ejecutado. La ley la había impuesto es mismo Rey Naraku.

Naraku.

No recordaba una época en la que no escuchara su nombre. Aún recuerdo el día que le dieron veinte azotes al hijo del carpintero por haber gritado en la plaza blasfemias sobre el Rey. Estuvo inmóvil en el piso de nuestra sala recuperándose con Kaede por más de dos semanas. Nos había dicho luego que su hermana menor había muerto ese día por malnutrición.

Quedaban pocas personas que hablaran sobre el Rey anterior, sobre el mandato de Inu no Taisho. En las historias de mi madre ella lo describía como un demonio bondadoso, noble, justo. Reinaba con la creencia de que la armonía entre demonios y humanos era alcanzable; que era el futuro. No existían fronteras, ni muros, ni restricciones. A mí se me hacía difícil imaginar una realidad diferente a la que vivía. Pensar que un demonio se pondría del lado de seres a quienes consideraba inferiores era ridículo.

Dicen que murió en batalla para salvar a su esposa, una humana, y que ambos fueron ejecutados en la plaza de palacio a manos de Naraku.

Y todos cayeron con ellos, uno tras otro. Nuestro ejército y nuestra próspera vida quedo hecha pedazos. Los pocos humanos que dejaron con vida fueron solo para hacer el trabajo duro o para dar un mensaje a los demás reinos.

Alcancé el riachuelo que conocí con mi hermano cuando tenía ocho. Siempre habían animales cerca, y el caudal llevaba hacia una zona fértil donde encontrábamos frutos rojos. Me arrodillé a la orilla del río para meter las manos en el agua helada y tirarla sobre mi cara. Estaba fría, y me ayudó a espabilar. Tomé un poco entre las palmas y bebí. Quizá hubiera sido buena idea haber traído algo para recoger agua. A Kaede le hubiera gustado más agua para sus pacientes.

Sentí un ligero golpe en la tierra y los vellos de mi nuca se erizaron en ese instante. La hierba sonó solo un segundo pero suficiente como para saber que no estaba sola. Me levanté y preparé mi arco tensando una flecha. No sentía la presencia de un demonio, ¿un exterminador quizá? En las calles había escuchado hablar de demonios que escondían su presencia de personas que como yo podían detectarlos.

No importaba cuantas veces pasara por situaciones similares, los nervios eran los mismos.

Una sombra cayó de entre los árboles en un golpe bastante seco. Tensé más la flecha cuando empezó a caminar calmadamente como si yo no significara ninguna amenaza. Traté de enfocar la vista. Gracias a que era luna nueva, me costaba bastante diferenciar algo entre toda la oscuridad. Finalmente se acercó lo suficiente como para ver su rostro con un poco de claridad.

«Es humano», pensé con cierto alivio. Guardé la flecha en el carcaj y relajé los músculos.

—¿Quién eres? —traté de que mi voz saliera firme—. ¿Estás perdido?

—Estás viva... —murmuró por lo bajo, casi incrédulo.

¿A qué...? ¿De qué estaba hablando?

—Está prohibido para los humanos salir de los muros sin autorización —continué—. ¿Trabajas en los campos?

—¿Sabes hace cuanto te he estado buscando? —Caminó decisivo hacia mí y me tomó de la mano, fuerte, lastimándome. Sus ojos se clavaron en los míos con tal angustia que no supe reaccionar—. ¿Por qué no regresaste, Kikyō?

Por unos segundos me quedé trabada en su mirada. Ojos marrones muy parecidos a los míos se enmarcaban perfectamente con dos voluminosas cejas. Su mirada era tan firme, tan llena de emociones, que mi corazón comenzó a latir errático. Bajé los ojos a la unión de nuestras manos. Se sentía extrañamente cálido. Normalmente a los hombres de las aldeas los ponían a hacer trabajos bastante pesados, por ello tenían las manos callosas y llenas de heridas; pero este era diferente, no tenía un solo rasguño y su piel era tersa.

Mi cerebro finalmente pareció enviar una descarga de sentido común a mi cuerpo cuando él empezó a caminar dispuesto a arrastrarme consigo. Solté su mano en un movimiento y me volvió a mirar uniendo el ceño en un frunce desconcertado.

—No sé de qué hablas —espeté y erguí la espalda en un intento por compararme a su estatura—. Te exijo que te retires a tu aldea, o me veré obligada a denunciarte.

No se movió por un instante, analizando mi rostro mientras sus facciones se suavizaban con cada segundo que pasaba, hasta el punto en que su cara paso a una de total confusión y finalmente sorpresa cuando su nariz pareció olfatear algo en el ambiente. Desvió la mirada al cielo y luego a mí.

Dentro de poco iba a amanecer.

—Tu olor...

Sus emociones desaparecieron. Toda la calidez que había desprendido hacía un rato simplemente fue arrancada por una cara de total desprecio y repulsión hacia mí.

—¿Olor?

«¿Pero qué...?».

Antes de abrir los labios para poder cuestionarle algo me lanzó la mirada más cargada de desprecio que alguien me había dirigido en la vida y de un ágil movimiento desapareció de mi vista, justo cuando los primeros rayos del sol se asomaban en el horizonte.

Acuné con recelo la mano que había tocado en mi pecho, sintiendo el pulso acelerarse bajo mi piel.

Me había equivocado.

Él no era humano.


Publicado: Octubre 10, 2013.

Actualizado: Mayo 5, 2019.