III
Aún recuerdas la primera vez que ella te vio en aquella forma. Recuerdas como te miró, de esa forma tan… humana. Tan carente de miedo. Recuerdas lo que sentiste; asco hacia ti mismo, hacia lo que eras. Cómo temiste que ella no quisiera saber nada de ti, que todas las esperanzas que habías albergado y que te apuñalaban el corazón una y otra vez morían. Por un lado estaba bien para ti, que huyera al darse cuenta de la clase de monstruo que eras. Que dejara de tratarte como si fueras un igual y, simplemente, ni te dirigiera la palabra.
Recuerdas como maldijiste haber salido aquel día de patrulla. Sabías que era luna llena, pero no creíste que os demoraría tanto la misión, ni siquiera pensaste que te ibas a perder con ella. Pero claro, no tuviste en cuenta que ella era una constante distracción para ti hasta el punto que ya no sabías ni a dónde tenías que dirigirte.
Y ahora te estaba mirando mientras tú te consumías por dentro, esperando los gritos, las caras de asco, el miedo reflejarse en ella, pero eso no ocurría. Solo te miraba. Te miraba de aquella forma que hacía que tu corazón volara y a la vez fuera pisoteado, que fuego y hielo lucharan en tu interior. Deseabas saber qué es lo que estaba pensando, pero, sobre todo, en aquel momento, querías esconderte, hacer un agujero en el suelo, meter la cabeza y no sacarla nunca más. Evitar ver todo aquel cambio en ella que sería irreversible.
Sin embargo, ella se acercó a ti lentamente, provocando que te encogieras, temiendo hacerla daño más que el hecho de que ella te lo hiciera. Te sonrió de aquella forma en la que solo ella podía hacerlo, para tranquilizarte, y estiró la mano, con la palma hacia arriba en señal de amistad. De paz.
Cada paso que acortaba provocaba que tus esperanzas renacieran de nuevo y que la vergüenza desapareciera lentamente, replegándose hacia la oscuridad como si nunca hubiera estado ahí.
Acortó la distancia del todo y te acarició el pelaje, tan suave, tan cálida era su piel que ronroneaste por lo bajo e inclinaste la cabeza para que siguiera acariciándote. Y este hecho provocó que ella lanzara una carcajada que rompió la tranquilidad del bosque mientras reía y tú no podías estar más lleno de gozo porque no te temía, no le asqueabas, porque te estaba acariciando. Era algo tan impensable para ti que temiste estar soñando, pero ni siquiera te permitirías soñar eso en sueños porque te dolería demasiado darte cuenta de la realidad al despertarte. Entonces, ¿era esto cierto? ¿Estaba pasando de verdad?
Su mano acariciando tus orejas hicieron que todas las dudas se evaporaran, que solo te centraras en el aquí y ahora. Que dejaras de lado todos tus temores infundados hacia ella y que, por una vez en la vida, te sintieras como un igual. Como un hombre con una extraña enfermedad que tenía derecho a ser feliz y a amar aquella chica que le acariciaba tan tranquilamente.