Capítulo 4: Donde los árboles cantan

Martin parpadeó varias veces seguidas con rapidez. Todavía boquiabierto, observaba lo que ocurría frente a sus ojos sin llegar a comprenderlo del todo.

La dríade que los había atacado retrocedió un par de pasos, sus ojos verdes esmeralda abiertos de par en par, como si ella tampoco pudiera creer lo que acaba de suceder. Desafortunadamente, su confusión duró tan solo una milésima de segundo: arremetió de nuevo contra Martin, utilizando sus ahora gigantescos y poderosos brazos; la otra dríade, la que acaba de aparecer frente a él, se movía con sorpresiva agilidad, e interceptaba cada uno de los ataques con un improvisado escudo enramado que se había formado sobre su antebrazo derecho.

No, ese era su antebrazo derecho.

Martin intentó dar un paso al frente—tenía que hacer algo por ayudar en la lucha—, pero sus piernas continuaban aprisionadas. Forcejeó nuevamente y luego activó el reloj-u; comenzó a cortar con desesperación las raíces que envolvían sus piernas cual enredaderas, pero, cada vez que cortaba un trozo, una nueva raíz crecía desde el suelo y tomaba su lugar.

—Detente. Es demasiado peligroso —dijo la dríade frente a él, sin siquiera girarse para verlo, completamente enfocada en levantar una vez más su escudo. Todo su cuerpo estaba también cubierto por aquella extraña corteza, aunque era más pequeña y llevaba ropa encima, a diferencia de la primera.

Martin bufó con fastidio. Él era el líder aquí, y era su deber el de proteger a los demás—después de todo, había recibido un reloj-u. Chloë podría ser una agente del Centro y una dríade, pero eso no significaba que iba a obedecerla.

Una dríade. Chloë era una de ellas.

«Vaya sorpresa. Otra vez te dejaste engañar por una cara bonita, tonto», Martin podía escuchar con claridad a Diana pronunciando aquellas palabras, sermoneándolo por haber pasado por alto algo tan obvio.

Por haber sido tan estúpido.

—¿Chloë? —preguntó él con la voz ronca.

—Sí, Martin, yo soy una dríade—. La joven suspiró y luego añadió, con un deje de desdén en la voz—: Honestamente, te tomó demasiado tiempo deducirlo. Nunca fui muy sutil al respecto.

Martin tragó saliva con dificultad. Tal vez Diana tenía razón sobre su falta de inteligencia, tal vez él no era más que otro agente mediocre de El Centro, un inútil, un bufón.

Ciertamente se sentía como uno en esos momentos.

La dríade—Chloë, ese monstruo era Chloë—continuó moviéndose de un lado a otro, bloqueando, con la ayuda de su escudo, golpe tras golpe que la otra lanzaba hacia ellos, aunque nunca atacando de forma directa.

Hasta que, finalmente, se le doblaron las rodillas, y las ramas que formaban su escudo desaparecieron, convirtiéndose de nuevo en un brazo humano como por arte de magia. Inhaló con fuerza y se llevó una mano al costado derecho.

—La verdad es que nunca has tenido madera de actriz, hermana —apostilló la otra dríade de forma burlona, mientras avanzaba con paso firme hacia los agentes—. Todo ese asunto de la tímida e inocente, pero amable joven agente estaba sobreactuado, carecía de sutileza alguna; la mayor parte del tiempo parecía que no tenías ni la más mínima idea de qué papel se suponía que debías interpretar.

—¡Guarda silencio! No sabes de lo que estás hablando… Yo… Yo no…—exclamó Chloë de forma patética. Su voz se fue apagando, poco a poco.

—¿Qué planeabas? ¿Qué estos «agentes» nos detuvieran? No me hagas reír. Tus queridos «agentes» pasaron más tiempo discutiendo entre ellos que intentado cumplir con su misión; aunque, supongo que eso es de esperarse cuando se utiliza a simples niños humanos como mano de obra.

—Te equivocas. Tú no… Tú no sabes… Ellos son agentes del Centro al igual que yo…—repuso Chloë entre resuellos de dolor, mientras intentaba ponerse en pie nuevamente.

—Esto es verdaderamente vergonzoso —dijo la otra dríade—. Ríndete, hermana. No deseo pelear contra ti, y mucho menos deseo lastimarte. Eres sangre de mi sangre. —Levantó ambas manos, pero no en señal de rendición: sus brazos se alargaron y ensancharon, y sus manos se cubrieron nuevamente de aquella jaspeada corteza—. Lo único que quiero es a esos «agentes». Entrégamelos.

—No. No puedo permitir que los lastimes —replicó Chloë, el escudo regresando a su mano derecha. Se puso en pie y volvió a tomar una posición defensiva—. No voy a permitirlo.

—No esperaba menos de ti —dijo la otra dríade, sonriendo con suficiencia—. Y sin embargo, no eres capaz de traicionarnos a nosotras, a tu familia, es por eso nunca les contaste toda la verdad. Confiaste en que lo deducirían, y así podrías librarte de la culpa, de la responsabilidad. Es una lástima que las capacidades cognitivas de tus queridos agentes dejaran mucho que desear.

Martin apretó la mandíbula e hizo rechinar los dientes. Los comentarios de aquella dríade empezaban a molestarle. Lo único que deseaba era gritarle que se callara, quizá incluso asestarle un buen puñetazo en el rostro, pero decidió no llamar de nuevo su atención; era mejor que estuviera distraída con aquel enfrentamiento, mientras él conitnuaba intentando liberarse. Miró por el rabillo del ojo a Java, luchando fultimente contra las mismas raíces.

—¡Eso no es…! —exclamó Chloe, y luego preguntó, su rostro lleno de confusión: —¿Estabas espiándome?

—Por supuesto, no seas ingenua. ¿En verdad creíste que después de tu pequeña traición nos íbamos a quedar de brazos cruzados? ¿Creíste que íbamos a seguir confiando en ti?—Las facciones del rostro de la dríade se suavizaron por tan solo un segundo—. Aún es tiempo de que escojas el camino correcto, hermana. Por favor, no me obligues a lastimarte.

Chloë meneó la cabeza. La dríade comenzó nuevamente a lanzar ataque tras ataque, pero la agente se esforzó por esquivarlos y bloquearlos lo mejor que pudo. Martin podía ver como esto la agotaba: empezaba a mover con lentitud, y cada vez que uno de los ataques le pegaba de lleno a su escudo este iba resquebrajando un poco más.

¿Qué demonios estaba esperando? ¿Acaso no sabía usar su reloj-u? Un golpe con el bastón-X o incluso una buena tajada con el cortador-I bastarían para tornar la situación a su favor.

Las raíces y ramas que aprisionaban a Martin habían aflojado su agarre. Este era el momento de contraatacar.

Decidido a no seguir escuchando aquella ridícula conversación—Él no era la «mano de obra» de nadie, y tampoco era un niño—Martin activó su reloj-u nuevamente. Tenía que terminar rápido con este enfrentamiento, rescatar a Java, y luego ir en busca de Diana; ya pensaría después en qué hacer con Chloë y con sus hermanas.

Su objetivo era simple, claro: detener a esos monstruos, a como diera lugar. Porque ellas no eran más que eso, monstruos, y la misión de Martin era la de proteger al mundo de los monstruos.

Martin se abalanzó sobre la otra dríade, el bastón-X en su mano derecha. Solo tenía una oportunidad.

—¡Martin, detente!

Alcanzó a escuchar la voz de Chloë que lo llamaba, pero ya era demasiado tarde para detener su carrera. Lo último que vio fue un gigantesco puño acercarse hasta su rostro.

Luego, la oscuridad se lo tragó.


La luz del sol se filtraba por las persianas de su habitación, pegándole de lleno en la cara. Refunfuñando, el muchacho se arrebujó bajo las cobijas, asegurándose de cubrirse el rostro por completo.

No era la primera vez que probaba el alcohol—y dudaba que fuera la última, con la universidad a la vuelta de la esquina—pero, por supuesto, una o dos botellas de cerveza no podían compararse con la clase de alcohol que había bebido la noche anterior.

Probablemente se le había pasado un poco la mano con el alcohol, porque ahora sentía como si su cabeza estuviera a punto de partírsele en dos, sin mencionar ese desagradable sabor pastoso que tenía en la boca.

—¡Martin! ¡Baja a desayunar!

La voz de su madre lo obligó a abrir los ojos e incorporarse en la cama de forma súbita. Había tenido suerte de que sus padres estuvieran en su propia fiesta la noche anterior—si es que una «Cena de gala» en la universidad en la que ambos trabajaban podía considerarse como una fiesta, en realidad, sonaba bastante aburrido—, y no notaran su hora de llegada ni el estado en el que se encontraba. Al menos, esperaba que no lo hubieran notado.

Se vistió apresuradamente y bajó los escalones de dos en dos, ignorando lo mejor que podía aquella sensación pulsante en su cabeza. Por alguna razón, estaba demasiado emocionado con la sola idea de hablar con su madre.

Cuando llegó al final de la escalera, se detuvo de forma abrupta.

Ahí estaba ella, de pie y con los brazos en jarra, observándolo fijamente con aquellos hermosos ojos castaños que le había heredado; llevaba su ondulado y rubio cabello sujeto en una trenza francesa como de costumbre.

Su madre le sonrió, y algo en el interior de Martin se quebró.

Corrió hacia ella y la rodeó con los brazos, sujetándola como si su propia vida dependiera de ello, como si ella fuera a desaparecer si la soltaba. Las lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos.

—Martin, ¿qué sucede? ¿Te encuentras bien? —preguntó Helen mientras tentativamente le devolvía el abrazo.

—¿Qué? ¿No puede uno abrazar a su madre? ¿Es eso ahora un crimen o qué? —replicó él, apartándose de ella. Los ojos todavía le escocían, así que hizo lo mejor que pudo por ocultarle su rostro.

—Muy gracioso. Tan solo hace dos noches actuabas como si ya fueras demasiado grande para siquiera escuchar a tus «viejos». Dime, ¿qué fue lo que hiciste ahora?

—¡Nada! De verdad…. —Martin estiró ambos brazos por encima de su cabeza con desenfado—. Mejor vamos a desayunar, ¿no? Me muero de hambre —añadió, intentando cambiar el tema. Si su madre se enteraba de su pequeña fiesta de seguro le echaría encima un sermón o lo castigaría, y ni hablar de lo que le haría su padre.

Su madre simplemente torció la boca en respuesta, giró sobre sus talones y se encaminó hacia la cocina. Martin entrecerró los ojos mientras se frotaba la sien derecha; la cabeza le seguía doliendo, y era como si todos los objetos en la habitación estuvieran rodeados por un halo de luz.

Probablemente era debido a la resaca. Sí, eso tenía que ser.

—¿Necesitas ayuda, amor? —preguntó Helen desde la puerta.

—No, no te preocupes. Todo está bajo control, querida —respondió Gerard. Estaba de pie frente a la estufa, volteando un panqueque en el aire. Llevaba encima un sencillo delantal de rayas blancas y azules.

Martin entró a la cocina, siguiendo los pasos de su madre, y no pudo evitar que se le hiciera agua la boca: Sobre la barra de desayuno, que se extendía a partir de la isla de cocina, se encontraba un plato repleto de panqueques y rodeado por tres platos vacíos; también había jarabe, miel, mermelada, y un par de tazas de cafés que todavía desprendían vapor.

—Ah, tengo tanta hambre que creo que podría comerme hasta diez panqueques, tal vez más. —Martin se dejó caer en uno de los taburetes y acercó una de las tazas hacia él; detestaba el café, ya fuera molido o instantáneo, pero había escuchado que este ayudaba a combatir la resaca. Ojalá y eso fuera cierto.

—Ese es mi café —le dijo su madre mientras se sentaba a su lado izquierdo.

Uy —respondió Martin, encogiéndose de hombros; al ver la mirada severa de su madre decidió que lo mejor era regresarle su taza de café. Se puso de pie y se dirigió al refrigerador con la intención de servirse un vaso de leche.

—¿A qué hora llegaste anoche, Martin? —preguntó Gerard todavía dándole la espalda. Volteó otro panqueque en el aire con envidiable precisión.

—¡Temprano! —Se apresuró a responder Martin antes de cerrar de nuevo el refrigerador—. Definitivamente, antes que ustedes, de hecho, estaba dormido cuando llegaron pero ustedes me despertaron con todo su ajetreo. Todavía tengo sueño… —Martin se frotó los ojos con una mano y luego profirió un bostezo medio fingido, medio real. La cabeza todavía le dolía, y ni siquiera se había molestado en echarse un poco de agua sobre el rostro antes de bajar a la cocina; rogaba para que sus padres no notaran nada de esto.

—Qué extraño, no recuerdo nada de eso —dijo su madre, deslizando un panqueque hacia su plato mientras miraba a Martin de soslayo.

Martin puso los ojos en blanco mientras volvía a sentarse sobre el taburete, el vaso de leche en su mano derecha. Con diecisiete años cumplidos, él ya no era un niño, pero, aparentemente, sus padres no habían terminado de compréndelo. Se preguntaba si alguna vez lo harían.

—Yo creo que el alcohol los dejó algo confundidos, deberían empezar a tomar menos —replicó el muchacho, dejando el vaso sobre la barra y sirviéndose un par de panqueques en su plato. Tenía un hambre y una sed atroz, como si no hubiera bebido o probado bocado alguno en años.

Sin duda, era la maldita resaca.

—Es cierto que bebimos un poco más de la cuenta en esa cena y llegamos ya muy entrada la madrugada —apuntó Gerard. Se acercó a la barra todavía con el sartén en la mano, y colocó el último panqueque en el plato del centro—. Aun así, será mejor que no intentes engañarnos, jovencito. Sé que no puedo impedir que bebas, después de todo, ya estás en esa edad, pero tienes que recordar que todo debe hacerse con moderación.

—Sí, ya lo sé. No te preocupes, papá. —Martin resopló mientras le echaba jarabe de maple a sus panqueques. Era tan típico que su padre se arrancara a dar un discurso cada vez que tenía oportunidad; Martin estaba seguro de que Gerard amaba demasiado el sonido de su propia voz. —Así que… ¿Qué vamos a hacer hoy? ¿Cuál es el plan?

—Tengo que terminar de calificar unos exámenes de bioquímica —respondió su madre—, y si mal no recuerdo, ¿no tienes un examen el próximo martes, Martin?

—Uh, sí, pero pensaba empezar a estudiar hasta mañana. Hoy tenía planeado llevar a mi novia al cine y...

—¿A qué hora es la película? —preguntó Gerard, mientras se sentaba en uno de los taburetes, al lado izquierdo de Helen. Se había quitado el delantal.

—En la tarde, quiero decir, todavía no compro los boletos, pero…

—Perfecto, eso significa que puedes utilizar la mañana para estudiar —continuó diciendo Gerard, en un tono que no dejaba lugar para la réplica.

—Pero puedo hacer eso mañana, ¿qué diferencia hay?

—¿Qué te cuesta empezar ahora? No tienes que estudiar toda la mañana, con un par de horas bastará.

—De acuerdo, mamá —concedió Martin, encogiéndose en su asiento. Después de lo de anoche, no quería tentar a la suerte riñendo abiertamente con sus padres; lo preferible era darles a ambos por su lado, al menos por ahora.

Era cierto que ambos podían ser realmente estrictos cuando se trataba de sus calificaciones, pero, aparte de eso, eran quizá demasiado permisivos; por supuesto que esto a Martin no le molestaba en lo absoluto, sino todo lo contrario.

—Se va a celebrar un congreso de Bioquímica la última semana de julio —dijo su mamá después de un par de minutos de silencio, los tres demasiado concentrados en disfrutar su desayuno—. Es en Vancouver.

—Entonces, ¿vas a ir, mamá? —se apresuró a preguntar Martin.

—Así es. Estaré fuera una semana completa.

—¿Qué hay de ti, papá? ¿Algún otro congreso este año? —preguntó Martin, mirando a su padre por el rabillo del ojo. Otro congreso significaba tener la casa para él solo por lo menos una semana.

—No, pero si tengo programado un viaje al campo esa misma semana —respondió Gerard, cortando un trozo del panqueque y ensartándolo en el tenedor.

—Vaya, qué suerte —murmuró Martin—. Digo, ¿eso quiere decir me van a dejar solo? Oh no.

—Precisamente de eso queríamos hablarte: ya que ambos no estaremos en casa, tu padre y yo pensábamos que podrías ir a quedarte con tu tía durante esa semana —dijo Helen, ignorando el intento de sarcasmo de su hijo.

—Ah, ¡vamos! Ni que tuviera doce años y no pudiera cuidar me solo —repuso Martin, sus mejillas ligeramente enrojecidas.

Martin suponía que podía considerarse un adolescente con suerte: sus padres estaban demasiado ocupados en avanzar sus carreras académicas, por lo que solían ausentarse en ocasiones durante semanas enteras. Aunque nunca fuera a admitirlo abiertamente —tenía una reputación que mantener—, le agradaban aquellos pocos fines de semana que podía pasar con ellos.

Si bien, Martin asistía actualmente a la escuela pública, poco antes de que cumpliera quince años, sus padres le habían sugerido una academia privada para que cursara sus últimos semestres de preparatoria. Martin pensó que era algo demasiado ostentoso e incluso un completo desperdicio de dinero; además, irse a la «prestigiosa» Academia Torrington implicaba mudarse de la ciudad y dejar a los buenos amigos que tenía ahí. Sin mencionar que, de haberse ido, nunca hubiera podido conocer a Jenni, su actual novia.

Aunque en ocasiones sus padres lo hacían rabiar, especialmente cuando comenzaban a hablarle como si todavía fuera un niño pequeño que necesitaba que le abrocharan las agujetas, Martin estaba contento con su vida y no podía, ni quería, imaginársela de otra manera.

—Sabemos que puedes cuidarte solo, lo que nos preocupa es la casa —añadió Gerard. Martin dudaba de aquella aseveración; ciertamente, ninguno de los dos actuaba como si en verdad lo creyeran.

—No se preocupen, prometo que no traeré demasiados amigos a casa.

Martin.

Sólo bromeaba, papá —se apresuró a decir Martin, levantado ambas manos y mostrando las palmas para apaciguar a su padre.

—Lo dudo. No creas que ya me olvidé de lo que ocurrió el mes pasado —replicó este, alzando una ceja.

—Martin, no destruyas mucho la casa, por favor —intervino su madre, su tono impasible pero su expresión burlona.

—¡Helen! ¿Qué estás…?

—Invitará a sus amigos de todos modos, Gerard. ¿Ya olvidaste lo que es tener diecisiete? —contestó ella con una sonrisa en su rostro, para después darle un pequeño sorbo a su taza de café.

—No lo he olvidado —respondió Gerard, luego murmuró—: Estás comenzando a sonar como una de esas madres de la televisión, querida.

Helen no reaccionó ante esa pulla, sino que continuó bebiendo su café con completa tranquilidad.

—Juro solemnemente no destruir la casa —dijo Martin con fingida seriedad, colocando una mano sobre su pecho—. Al menos, no demasiado.

Tanto Helen como Gerard entornaron los ojos hacia Martin; este se aclaró la garganta, algo incómodo.

—Ya, enserio, cuidaré bien la casa. Además, si me voy con mi tía me haré el doble de tiempo a la escuela y…

—Cierto, pero es un riesgo que estamos dispuestos a correr —lo interrumpió su madre.

—Sí, pero…

—Escucha, puedes quedarte esta semana en casa, pero nada de fiestas y, definitivamente, nada de alcohol —dijo Helen, su rostro completamente serio—. Puedes invitar a un par de amigos a la casa, y nada más.

—Estamos depositando nuestra confianza en ti, Martin —agregó Gerard categóricamente—. Espero que entiendas eso.

—Sí, lo entiendo —masculló él en respuesta. Estaba acostumbrado a que su padre nunca confiara en él, no realmente, no como confiaba en ella, su hija perfecta y predilecta. —Entonces, le diré a Diana que… que… —Martin fue incapaz de terminar su frase. El nombre había venido a su mente por instinto y, sin embargo, estaba seguro de no conocer a ninguna chica llamada así.

—¿Diana? ¿Quién es ella? —preguntó Gerard, frunciendo el entrecejo— ¿Tu novia?

—Pensé que tu novia se llamaba Jenni —lo cuestionó Helen—. No me digas que terminaste con ella y ni siquiera nos avisaste. Es una lástima, a mí me agradaba esa muchacha.

—Claro que no, mamá —repuso Martin con una mueca de completa repulsión en su rostro. La idea era simplmente absurda—. Por supuesto que Jenni sigue siendo mi novia; además, ni que estuviera loco, Diana es…

Martin sacudió ligeramente la cabeza, como si con eso pudiera ahuyentar aquellos extraños pensamientos. El rostro de una chica de cabello castaño y ojos verdes le vino a la mente, pero se esfumó tan rápido como había llegado.

—¿Martin? ¿Qué sucede? —preguntó Helen. Por un segundo, su voz sonó extraña, lejana.

—Yo no… no sé… —murmuró el muchacho, limpiando con el dorso de la mano el sudor que ahora le escurría por la frente—. Diana es… la mejor amiga de Jenni, ella es…

La habitación parecía girar a su alreador, y podía sentir el pulso latiéndole en las sienes. Su mente comenzaba a bombardearlo con visiones de sucesos que no tenían cabida alguna en su actual vida, sucesos que no deseaba recordar jamás.

Porque era demasiado doloroso hacerlo.

«Ella es la hija de la mujer con la que papá se casó después de que te perdiéramos».

—Diana y Java… —recitó Martin, como si aquellos nombres hubieran estado en la punta de su lengua todo este tiempo—. Ellos…

—¿Son nuevos amigos tuyos?

—N-no, papá, ellos… ellos son… —Martin se sobó las sienes, tratando de ahuyentar el dolor que amenazaba con reventarle la cabeza; comenzaba a ver borroso y un sudor frío le escurría por la frente. Se sujetó a la orilla de la barra e intentó controlar las náuseas que lo invadían. Inhaló y exhaló, una y otra vez.

—Hijo, ¿te sientes bien? Estás muy pálido.

—De seguro tiene resaca, Gerard. Ya sabes cómo es tu hijo —terció su madre, cruzándose de brazos—. ¿Cuánto bebiste anoche, Martin?

¡No! ¡No es eso! —exclamó Martin. Cada vez que miraba el rostro preocupado de su madre, sentía como si le estuvieran oprimiendo el pecho, por lo que cerró los ojos—. Después de que tú… que tú… —Era como si algo se le hubiera atorado en la garganta. Inhaló profundamente y se obligó a levantar de nuevo la vista hacia su madre—. Unos años después de tu muerte, papá se casó de nuevo. Diana es mi hermanastra.

Helen y Gerard intercambiaron miradas confusas.

—Martin, esto no es gracioso —dijo por fin su madre, su tono severo—. ¿Qué es lo que te sucede? ¿Por qué estás diciendo estas cosas?

—Yo... Yo tengo… ¡Tengo que irme! —Martin se levantó de su silla de un salto y salió corriendo de la cocina. Las visiones se habían vuelto más intensas, más nítidas; ahora podía ver claramente los rostros de aquellos que eran sus amigos, y todos los sucesos que lo habían llevado hasta ese momento y lugar.

Diana, Java. Billy.

Torrington. MOM. El Centro.

Grecia.

«¡Diana puede estar herida, o peor!»

—¡Martin! ¿A dónde crees que vas? —Escuchó gritar a su padre, pero no se detuvo. No podía hacerlo.

«Esto no es real. Nada de esto es real», le gritó su mente, una y otra vez. Llegó hasta el vestíbulo, dispuesto a salir corriendo de esa casa, a alejarse de esa cruel ilusión. Tenía que asegurarse de que Diana y Java se encontraran a salvo, tenía que rescatarlos de las garras de esas dríades asesinas. En esos momentos, nada más importaba.

—Martin.

La susurrante voz de su madre lo obligó a detenerse frente a la puerta principal. Permaneció de pie, rígido como una estatua, con una mano sobre el picaporte.

—¿Qué estás haciendo?

—Mamá… —murmuró Martin con un hilo de voz, sin dejar de darle la espalda—. No, tú no eres mi madre. Esto no es más que un sueño del que tengo que despertar.

—¿De qué estás hablando?

—Esto no es… tú no…. —Martin tragó saliva con dificultad. Las manos le temblaban, y tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para hacerle frente a «eso» que aseguraba ser su madre—. Tengo que irme. Ellos me necesitan.

Helen se acercó a él con pasos con vacilantes y una mano extendida.

—Hijo, no tienes que marcharte. Puedes quedarte aquí para siempre, si así lo deseas.

Martin cerró los ojos con fuerza. Una vocecita en su cabeza le decía que su madre jamás le pediría que abandonara a sus amigos a su suerte; no obstante, le resultaba imposible encontrar su voz o mover su cuerpo.

—Yo… yo no… no puedo. No puedo.

Los recuerdos lo asaltaron nuevamente: el olor a antiséptico, el continuo pitido de las máquinas, la huesuda mano de su madre acariciándole cariñosamente la parte superior de la cabeza, y su padre abrazándolo con fuerza mientras él lloraba hasta quedarse dormido.

Martin bajó la cabeza y apretó ambos puños a los costados. Quería salir por esa puerta, deseaba con todas sus fuerzas atravesar aquel umbral sin mirar atrás, pero, sabía que si lo hacía esta sería la última vez que vería el rostro de su madre.

Su madre, quién había fallecido once años atrás.

«Tú no eres real».

—¿Acaso no eres feliz aquí? —le preguntó ella, colocando una mano sobre su mejilla.

—¡Claro que lo soy! —replicó él. No hizo ningún intento por apartar aquella mano de su rostro; quería llevarse consigo esa sensación, aun cuando no fuera real—. Todo es perfecto, jodidamente perfecto, y nunca me había sentido tan… contento, pero…

—Entonces, quédate con nosotros, Martin. Quédate con tu familia.

Martin desvió la mirada y apretó los labios en una fina línea. Si se quedaba aquí, tendría a toda su familia reunida de nuevo. Tendría la relación que siempre habría querido. Tendría todo lo que deseaba e incluso más.

No. No podía hacer eso. Nunca se perdonaría a sí mismo si lo hacía.

En su corazón y en sus recuerdos, ella siempre iba a ser parte de su vida, sin importar cuanto tiempo transcurriera; pero ahora su familia lo necesitaba, y no podía abandonarlos. No lo haría.

Sin importar cuanto le doliera marcharse.

Martin abrazó fuertemente a su madre una vez más, hundiendo el rostro en el hueco de su hombro. Un par de lágrimas cayeron por sus mejillas.

—Lo siento, mamá —susurró mientras se separaba de ella.

Salió por la puerta principal, dando un portazo.

No miró atrás.