El peso de Makoto como capitán del equipo era como el de un diente de león desnudado por el viento. O a esa conclusión llegó él cuando proclamó que era momento de empezar el entrenamiento y Nagisa, en vez de obedecer y zambullirse en el agua, se puso de puntillas, como si fuese una bailarina de ballet, para acariciarle la cabeza.
La mirada de Nagisa rebosaba emoción. Aquellos eran los mismos ojos que devoraban una tarta de fresa. La misma admiración que cuando veían a Haruka nadar.
Solo que ahora se quedaron prendados por lo brillante y suave que parecía el cabello de Makoto.
—¡Guau, Mako-chan! —despeinó por completo a Makoto y sonrió como el angelito que no era— ¡Tu pelo es supersuave!
—¿P-Pero por qué…? ¿Nagisa…?
—¡Pues porque tú lo vales! Venga, agáchate un poco, que me duele estar de puntillas.
Makoto balbuceó preguntas sin sentido. Estaba más o menos acostumbrado a ser víctima de las locuras de Nagisa —el primero, sin duda, era el pobre Rei—, pero aquello rayaba ya en lo desconcertante.
Lo peor de todo fue que Gou y Rei no tardaron en unirse a Nagisa. Makoto estaba en medio de una maraña de manos que toqueteaban su cabeza.
—Chicos, esto es muy raro… —la risa de Makoto era floja y tierna. Aquella situación le parecía bastante inquietante, pero también graciosa y divertida.
Aunque agradecería de corazón que sus compañeros dejasen de manosearlo como si fuese una fruta recién lavada.
—¡Es precioso! —exclamó Rei, maravillado con aquel cabello sano y sedoso— ¿Qué acondicionador usas, Makoto-senpai?
—¡Yo también quiero saberlo! —Gou estaba al borde del éxtasis, como cuando se infiltraba en el Samezuka y contemplaba los músculos de sus nadadores— Sí que eres suave, Makoto-senpai.
Más que un capitán, parecía un cachorrito tierno y dócil. No protestaba porque sabía que sus amigos se lo estaban pasando bien y tampoco es que le estuviesen haciendo daño. Además, ya estaba más que acostumbrado a las travesuras de sus hermanos pequeños.
Haru, su buen y leal amigo Haru, lo perforaba con su silencio. Se movía menos que un árbol sin un viento que zarandee sus ramas. Si no fuese porque de vez en cuando parpadeaba, cualquiera diría que era una estatua.
—Haru… —murmuró Makoto, ya rendido en un combate imposible de vencer.
—Dejadlo en paz —espetó Haruka tras mucho pensar.
Los demás retiraron de inmediato sus zarpas de Makoto, convencidos de que la furia silenciosa del maremoto Nanase podría acabar ahogándolos.
—Le vais a dejar el pelo graso —añadió Haruka frunciendo el ceño—. Makoto.
—Estoy bien, estoy bien —dedicó a Haru una sonrisa amable—. No te preocupes.
—No es eso —Haruka agachó la cabeza y se acercó a cámara lenta a él, que ya sabía a ciencia cierta lo que iba a suceder.
Makoto antes se había sentido como una damisela rescatada por su príncipe azul.
Salvo que Makoto no era una damisela y Haruka era en realidad el malo de la película. Los príncipes, al menos por lo que había leído él en los cuentos, no se dedicaban a acariciar la cabeza de la princesa como si fuera la espalda de un gato. Y eso era exactamente lo que hacía Haruka con la palma de la mano abierta.
Era como acariciar terciopelo o tocar un melocotón con la yema de los dedos.
—Buen chico —susurró Haruka reprimiendo una sonrisa. Casi parecía estar divirtiéndose.
Los demás no se creían lo que estaba sucediendo. Ni siquiera el mismísimo Nagisa podía evitar quedarse boquiabierto. Makoto, en cambio, estaba más avergonzado que sorprendido.
—¡Haru-chan, pero qué morro tienes! —Nagisa le dio puñetazos débiles a Haruka en la espalda como si fuera un niño pequeño y caprichoso— ¡Quieres a Mako-chan solo para ti!
Haruka ni siquiera se molestó en desmentirlo. Al fin y al cabo, Nagisa tenía razón.