Capítulo beteado por Mónica León, Beta Élite Fanfiction.
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Derechos: Los personajes le pertenecen a S.M., quien es la que nos hace soñar con cada uno de ellos, cualquier otro personaje que no sea identificado, es totalmente mío, como la historia.
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Introducción
—Lo lamento, pero no ha habido resultados positivos en tres años. —El doctor Max, especializado en inseminación artificial, apoyó su espalda al respaldo de la silla de cuero.
Era la cuarta vez en dos años que la fecundación no obtenía resultados positivos. Con mucha pena, tenía que renunciar a otro intento, ya que era un tratamiento doloroso para alguien que podía concebir, pero sin necesidad del esposo. Secó el sudor que se acumulaba en su frente, a pesar de estar en un ambiente frío.
—Podemos intentarlo una vez más… —insistió Dimitri Mamanova que estaba casado desde hacía seis años con Isabella. El médico, avergonzado, negó, sacudiendo su cabeza, viendo cómo la ilusión y el brillo que caracterizaba al hombre, desaparecía.
—Dígame que hay otra forma —suplicó Isabella. El medico volvió a sacudir la cabeza.
—Señora, el problema no es con usted. Es con el señor Mamanova. —Dimitri suspiró pesadamente, derrotado.
Cuando ellos se casaron, al terminar las carreras universitarias, hicieron planes de tener muchos hijos.
El amor que Isabella le profesaba a su esposo era tan grande que ella era capaz de darle cuantos hijos él deseara, pero nada de eso podría ser posible. Ya no habrían niñas de ojos color chocolates corriendo por la gran casa, o niños de ojos color azules jugando fútbol en el jardín de la casa.
Su mascota, Rafa, seguiría estando solo.
—Las adopciones son muy buenas —comentó el médico, tratando de disipar aquél denso aire que se había instalado en consultorio. La pareja lo miró, perplejos.
Dimitri prefería criar gatos o perros en vez de criar niños de los que ni si quiera sabía su pasado clínico familiar. Había vivido de primera mano aquello con su mejor amigo, que había adoptado un niño que a la edad de 10 años, resultó ser esquizofrénico.
—Pueden elegir el niño, la edad y no tendrían que esperar nueve meses para que nazca. —Isabella apretó la mano de su marido. Ellos habían hablado de esa posibilidad y llegaron a la conclusión de no tener hijos adoptados.
—Doctor, he escuchado habla sobre los bancos de esperma… ¿Podríamos conseguir un hijo así? —El médico le sonrió amigablemente mientras asentía y el matrimonio suspiró, aliviado.
Investigaron bancos de espermas y bancos de óvulos, donde el material era garantizado y se reservaba la privacidad. Podrían pedir el pasado clínico de la persona y asegurarse que no habría problemas genealógicos luego.
—Claro que pueden. También tienen la el poder de elección. —El galeno buscó en los cajones hasta que dio con unas cuantas hojas del marketing del banco con el que él trabajaba—. Estos son los precios.
La pareja de esposos abrió los ojos desmesuradamente al ver la cantidad de dinero que les pedían. Eso era casi el triple de lo que tenían en la cuenta bancaria. Ambos se miraron a los ojos, demostrando resignación.
No podrían costear aquello. Así estiraran el dinero aquí o más allá, no les alcanzaba.
—¿No hay un método más… económico? —preguntó Isabella, dando vueltas al papel de la publicidad que tenía en sus manos.
—Sí, hay algo más económico, garantizado e indoloro. —Dimitri frunció el entrecejo, confundido con aquellas palabras del médico.
Ellos habían estudiado miles de posibilidades y las únicas que quedaban en su lista mental, económica, pero no garantizada, era la adopción y esa fue la primera opción descartada.
—¿Qué es, doctor? —Isabella miró interrogativa al médico mientras este se acomodaba mejor en su silla de cuero.
Aquello que iba a decir era antiético, pero era la única manera de poder ayudar al hijo de su mejor amigo. Muchacho que él vio crecer como parte de su familia y que en ese momento necesitaba un poco de ayuda económica.
Iba a ser difícil que le aceptaran la propuesta, pero el intento valía la pena.
—Esto no debería decírselos. Es deshonesto e inmoral de mi parte, pero dadas las circunstancias… —El hombre respiró hondo antes de volver a hablar—. La única manera es el método viejo, el primitivo y que se ha utilizado desde el momento del génesis de la humanidad. El método natural, ya que usted, señora, sí puede fecundar y acoger un feto en su vientre… —El hombre pasó un pañuelo por su frente, secando las gotas de sudor.
—Un momento —pidió Isabella, viendo a su esposo para que dijese algo, pero este estaba perdido en el espacio, pensando quién sabe qué—. Usted está insinuando que me acueste con un hombre para… —La castaña dejó la palaba en el aire, sacudió un poco la cabeza e intentó ordenar sus pensamientos que, en ese momento, se estaban haciendo psicópatas.
—Piénselo, señora. Me comprometo a presentarles al hombre que puede ayudarlos y les garantizo que él está limpio, tiene el mejor árbol genealógico que he conocido y sin enfermedades. Aparte que es guapo, cabello cobrizo, ojos verdes, mandíbula cuadrada, buena estatura, buen peso. Piénsenlo, discútanlo y si llegan a un acuerdo, saben dónde localizarme. —El médico no permitió que ellos contestaran, se puso de pie y caminó hasta la puerta del consultorio para abrirla y hacerles la muda invitación de que saliera del lugar.
A Isabella se le hacía inconcebible que le hubiesen propuesto una locura por un hijo, pero más inconcebible aún, que su marido no abriera la boca para callar al tipo.
En el camino a casa, Dimitri estuvo pensativo. No tenía ánimos de manejar, por lo cual su esposa, Isabella, conducía aquél Durango que él tanto amaba.
Al llegar a casa, ambos tenían una respuesta. El silencio y la sumisión de sus pensamientos los había obligado a llegar a una sola conclusión.
Una muy distinta a la del otro.
Isabella se metió en la cocina para la preparación de la cena y Dimitri en su alcoba, estaba planeando cómo convencer a su esposa de que ese era el mejor método que podrían elegir.
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—¡¿Tú quieres qué?! —Una Isabella atónita no podría creer lo que había escuchado decir a su esposo.
Ella nunca compartiría a su hombre con otra mujer, era algo lógico porque lo amaba, pero él sí estaba dispuesto a compartirla con tal de tener un hijo.
«¿Desde cuándo el deseo de tener un hijo se había vuelto obsesión?», se preguntó mentalmente Isabella al escuchar las súplicas y razones de Dimitri.
—Por favor, mi amor… —pidió el hombre, sosteniendo la mano de Isabella por encima de la mesa.
—Si no quieres un hijo adoptado… ¿qué te hace creer que aceptaras un hijo mío con otro hombre? —Él parpadeó un par de veces, pensando las palabras que ella le había dicho, pero así como llegaron, las desechó.
—Con tal que sea tuyo. Y no será de otro hombre, será un hijo de ambos. —Las lágrimas, falsas, agolpadas en los ojos de su marido, la hicieron cambiar de opinión.
Claro que podría hacerlo.
Lo amaba tanto que sería capaz de hacer cualquier cosa por él, incluso tener sexo con un desconocido para darle el hijo que tanto deseaba.
—Pensemos esto un poco más. Si hasta el lunes sigues con esa idea rondando en tu cabeza, lo haremos. —Isabella apretó levemente la mano de Dimitri y se acercó a sus labios para dejarle un casto beso.
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Lunes.
El día estaba espléndido en Boston, el hombre del tiempo había dado la bienvenida a la primavera. El sol brillaba y las flores primaverales de los jardines del vecindario estaban más coloridas de lo normal.
Isabella miraba dese el balcón de la segunda planta de su casa a los niños que corrían, brincaban y reían de felicidad en su calle, mientras ella acababa el primer cigarrillo diario.
No fumaba muy a menudo, pero la expectativa la mantenía ansiosa y nerviosa.
Dimitri no había mencionado nada relacionado con la idea de concebir un hijo de otro hombre, pero ella estaba segura de que, muy difícilmente, podría eliminarle la idea de la cabeza y el plazo se había cumplido.
Le había dado su palabra y no podría echarse para atrás.
Él la observaba desde la cama, quien estaba envuelta en la bata de seda que le había reglado en su aniversario. Se la veía tan hermosa usándola, que se sintió apesadumbrado por haberse casado con aquella mujer. Se levantó de su cama usando tan solo un bóxer, caminó hasta su esposa y ancló sus brazos alrededor de la fina cintura de ella, deslizando la nariz a lo largo del cuello, absorbiendo su aroma tan particular.
Isabella se estremeció al sentir cómo Dimitri cepillaba el cuello con los dientes, enviándole latigazos de corriente por la columna vertebral.
—Ya lo he decidido —le dijo en un susurro al oído—. Intentémoslo. Por favor.
Isabella no pudo refutar ante la idea y simplemente asintió, suspirando.
Otro hombre, que no era su esposo, la vería y manosearía su cuerpo.
Pero ella lo hacía por la felicidad de su marido.
Y porque ella ya había dado su palabras.
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El matrimonio estaba sentado en la mesa más apartada de la cafetería que habían elegido al concretar la cita con el médico y el donante.
Los nervios los carcomían por dentro. Isabella despedazaba una servilleta, haciendo bolitas y lanzándolas a un rincón de la mesa.
Dimitri se comía las unas, mirando cada cinco segundos la puerta de entrada.
El médico, con el muchacho que había visto crecer como si fuera su propio hijo, aparcó cerca de la cafetería en la que se habían citado. Le había costado tanto convencer al muchacho que aceptara la oferta, que esperaba que el matrimonio Mamanova aprobase que un chico de 19 años fuera el donante.
—Yo no quiero tener hijos regados por ahí —dijo antes de bajar del auto. Max rodó los ojos. Si le dieran un centavo por esas palabras ese mismo día se hubiera hecho millonario de tanto escucharlo repetir lo mismo y lo mismo durante 45 minutos de viaje.
—No vas a tener hijos regados en el mundo. Métete en la cabeza que ese no será tu hijo. Será el hijo del matrimonio. Tú solo hazlo por tus estudios muchacho. Tu padre quería tanto que fueras un profesional… —El joven bajó la mirada, recordando a sus padres fallecidos en un accidente aéreo cuando el apenas tenía 16 años, dejándolo solo en el mundo.
Y sin un centavo. Aunque eso no era muy necesario. Él sabía apañárselas con pequeños trabajos que apenas le permitían el vivir diario.
El muchacho asintió con la cabeza, unos cuantos cabellos cobrizos resbalaron por su frente, él los movió de un manotón, gruñendo.
La campana que estaba sobre la puerta sonó cuando los dos hombres ingresaron a la cafetería.
Algunas personas voltearon a verlos y otras simplemente los ignoraron.
Un ansioso Dimitri, que acababa de mirar su reloj, por millonésima vez, volteó a ver la puerta justo cuando la campana anunciaba la bienvenida de las personas. Vio al médico retirar su chaqueta y doblarla para dejarla sobre su brazo. Al lado del hombre venía un muchacho, uno que a leguas se notaba que recién había pasado la etapa de la pubertad. Buscó más allá con su mirada, pero no encontró a otro hombre, el que se suponía que tenía que acompañar al médico porque era el donante.
Isabella volteó a ver lo que su esposo estaba viendo muy concentrado, topándose con unos ojos aguamarina que la miraban deslumbrantes, que se achinaron cuando el dueño de aquellos ojos estiró sus labios, desprendiendo una radiante sonrisa que era capaz de alumbrar la cafetería.
El mundo desapareció cuando verde versus café se enfrentaban en una lucha de miradas; los corazones de ambas personas comenzaron su bombeo agitado, paralizándose para volver a palpitar como si se hubiera corrido una maratón.
Como en cámara lenta, el muchacho se acercó a su mesa. El cabello cobrizo danzaba a medida que el cuerpo se movía. Isabella podría jurar que escuchó esa típica música que acompañaba a los modelos en las pasarelas.
Un carraspeo hizo que regresara a la realidad. Aturdida, sacudió la cabeza.
«Había estado babeando por otro hombre. Uno que no era mi esposo», pensó, tragando fuerte.
Antes de seguir divagando, se encontró de frente con el médico, quien sostenía una sonrisa nerviosa en sus labios.
Y no era para menos. El 1,90 del cuerpo tensado de Dimitri Mamanova estaba de pie frente a él, sus ojos azules oscurecidos y la mandíbula rígida con los dientes apretados con con tanta fuerza que parecía que en cualquier momento cada diente, cada muela, se iba partiría; acto que intimidaba por completo al médico.
—Buenos días. —Rompió el silencio el galeno, ofreciéndole la mano al ruso. Dimitri miró con asco la mano del médico, a la cual este último, disimuladamente, la bajó y frotó contra la tela de su pantalón.
—Llega tarde —dijo el ruso, mirando desaprobatoriamente al muchacho que estaba delante de sí.
—Sí, lo siento. Mi sobrino tuvo clases a las siete y el profesor no lo dejaba retirarse hasta terminar un ejercicio. —Se disculpó rápidamente el hombre y el cobrizo hizo una mueca al sentirse incómodo.
Detestaba que las personas hablaran de él como si no estuviera presente.
—No me importa su sobrino. Teníamos una cita y usted nos ofreció discreción —reprochó Dimitri, adoptando una pose más intimidante, cruzando sus brazos y ensanchando sus músculos—. Les presento a Edward Cullen. Él es la persona de la que les hablé. Necesita el dinero porque quiere continuar sus estudios y el trabajo de medio tiempo no le alcanza.
—¡Pero si es un bebé! —chilló Isabella, que había estado callada escuchando las palabras cruzadas.
—¿Podemos sentarnos y discutir esto con calma? —pidió Edward, abrumado.
Tomaron asiento en la pequeña mesa delante de ellos. Una camarera se acercó a pedir su orden, la anoto y se retiró.
—Edward tiene 19 años, es un muchacho maduro y sabe lo que está haciendo. Necesita el dinero para continuar sus estudios y poder sobrevivir, por lo menos hasta que pueda mantenerse por sí solo con un buen empleo. —Isabella lo observaba detenidamente.
El muchacho era guapo, eso hasta un ciego podría decirlo, de seguro haría hijos hermosos… Una niña ojos verdes corriendo por su casa, o un niño. Uno que persiguiese a su perro de toda la vida; Rafa.
La mascota sería feliz.
—¿Qué me da la seguridad de que no se arrepentirá a última hora? —cuestionó Dimitri.
—Soy un hombre de palabras, señor Mamanova. —La voz… Aquella voz fue como un cantar para los oídos de Isabella.
Era como si la estuviera acariciando. Una voz masculina, no tan gruesa, ni tan fina, la ideal.
—Eres un muchacho que puede estar cegado por el dinero. —Dimitri apoyó su espalda en el espaldar de la silla.
—Existen los contratos. —Edward se encogió de hombros, restándole importancia… Por fuera. Por dentro estaba muriendo lentamente. Tendría un hijo el cual no podría reconocer como suyo.
Una niña ojos chocolates se formó en su mente, una niña con su sonrisa infantil inocente, una que dijese "papá", pero esa palabra no iría dirigida para él, sino para otro y su corazón se agitó.
Por un momento pensó en salir de allí, no cerrar ningún trato. No le importaba si le tocaba trabajar toda su vida como esclavo por un sueldo mínimo, no estudiar, pero la escena donde su padre hablaba con tal orgullo de él, acerca de que su hijo era inteligente, llegaron a sus recuerdos y tuvo que pestañear un par de veces para alejar sus lágrimas.
Ya tendría toda la noche para llorar, como lo venía haciendo desde la muerte de sus padres.
—No soy estúpido, muchacho. Claro que te haré firmar un contrato. —Isabella miró reprobatoriamente a su esposo por ser tan duro con él.
—¿Tiene el expediente que le pedí? —preguntó ella.
No sabía nada de medicina, pero quería chequear documentos.
—Claro, señora. Este joven está completamente calificado y no lo digo porque es mi sobrino. —El maletín fue abierto y los documentos entregados.
—Creo que todo está en orden. No sé mucho sobre medicina, pero no he visto algún inconveniente. —Volteó una hoja y sonrió—. Así que te operaron de apendicitis cuando tenías 13 años. —Edward asintió e Isabella le regaló una sonrisa cariñosa que hizo que el mundo del muchacho se paralizara por unos cuantos segundos—. ¿Estás dispuesto a firmar contrato?
—¿Ahora mismo? —preguntó el cobrizo, asombrado. Isabella asintió y retiró un folio de su bolso.
—Léelo. Soy abogada lo he redactado según nuestras conveniencias. Una recomendación, lee las letras pequeñas. —Le guiñó un ojo que lo hizo sonrojar.
—Lo firmo ya. No sé porqué, pero me inspira confianza. —El muchacho buscó un bolígrafo en su bolso, lo encontró y firmó.
—Okay. Aquí esta lo acordado. Cuéntalo. —Edward tomó el fajo de dinero y lo guardó, sin contarlo.
—¿Dónde lo… haremos? —le preguntó a Isabella. Esta se mordió su labios, ruborizándose ante tal pregunta.
—No… no lo hemos pensado. —Miró a su esposo esperando ayuda, pero él se encogió de hombros—. Quizás en… ¿Un hotel?
—Nop. Puede ser en mi casa. Hay más privacidad y nadie nos molestará. —Hasta Edward se sorprendió escuchando sus propias palabras.
—Lugar solucionado. ¿Cuándo? —Urgió Dimitri, incómodo por la situación.
—Debe ser cuando la señora está ovulando. Me he tomado el atrevimiento de traer esos documentos —dijo el médico, colocando una carpeta con el título de "historial clínico Mamanova" en la mesa—. Del 16 al 19 son sus días fértiles. Puede elegir uno de esos días.
Isabella observó las fechas detenidamente, sacando cuentas. La siguiente semana sería 16 y ella quería un poco más de tiempo para hacerse la idea de que aquél muchacho la tocaría íntimamente.
Miró por última vez a su esposo, con esperanza de que recapacitara y rompiese el contrato, pero este le huía a la mirada, reteniéndola hacia afuera donde jugaban un par de niños con unos carritos en el suelo mientas esperaban a que su madre terminase de conversar con una amiga.
Isabella, desde pequeña, había sentido esa necesidad de proteger a un ser que necesitara de ella. Jugaba a la familia con sus muñecas y amigas, le gustaba por las tardes ayudar en la guardería del barrio donde se crió para poder jugar con los niños. Su mayor deseo había sido formar una familia grande, con muchos hijos, pero ella nunca se imaginó que el amor de su vida, aquél que conoció un día lluvioso a la salida del primer día de clases en la universidad, truncaría sus sueños.
Aunque eso para ella no era importante. El día que contrajo matrimonio juró ante Dios, "en la riqueza y la pobreza. En la salud y la enfermedad. En las buenas y las malas". Y como siempre se caracterizaba, era una mujer que sabía cumplir sus juramentos.
—Entonces que sea el 16 —dijo Dimitri, emocionado.
El medico observó a la pareja detenidamente, dándose cuenta de que Isabella no estaba de acuerdo, pero que prefería la felicidad de su esposo a la de ella. Negó sacudiendo la cabeza, apenado por cómo ellos se veían ante el público. Ellos no le parecían un matrimonio, ni química tenían. Todo lo que ella estaba haciendo era cumplir con los caprichos del ruso.
—Tiene que tener en cuenta que posiblemente no resulte en el primer mes, todo depende del organismo —dijo el médico, mirando a su sobrino de reojo.
—Quiere decir que tendré que acostarme con él más de una vez —confirmó Isabella.
Miró a su esposo una vez más, y como venía haciendo toda la mañana, le rehuyó la mirada, fijándose en cualquier cosa, menos en ella.
— ¿Y si no resulta? —preguntó Edward curioso.
—Tiene que resultar. Se supone que eres el semental garantizado —le respondió fríamente Dimitri. El chico asintió, arrepintiéndose por haber firmado el contrato antes de hacer las preguntas.
—Sí, sí lo soy. Me he sometido a muchos exámenes estos últimos días y todos han dado resultados positivos. —Miró a su pariente antes de seguir hablando—. Pero, como dijo mi tío, puede que en la primera no resulte y habrá una segunda. Lo acepto. La cuestión es, hasta qué número de intentos tendremos.
—¿Hasta que la prueba dé positivo? —contestó Dimitri con sarcasmo—. Hiciste mal al no leer los términos del contrato. Allí está estipulado que sí o sí debes embarazar a mi esposa. —El chico aceptó en silencio a lo que le dijo Mamamnova, dándole la razón.
Pensó que al colocar su firma en aquél espacio, todo estaría solucionado, pero ahora se daba cuenta de que no sabía en qué se estaba metiendo, o metido, al haber aceptado aquello sin tan solo leer.
—Está bien. —Cullen miró su reloj. Se le estaba haciendo tarde para su clase—. Esta es mi dirección y número telefónico. —Dejó una tarjeta de identificación sobre la mesa mientras se ponía de pie, dando énfasis a su retirada—. Llámenme cualquier cosa y para ponernos de acuerdo con la hora. Lo lamento. Tengo un examen en la universidad dentro de media hora. —Miró a su tío, haciéndole la pregunta muda para que lo llevase.
—Te acompaño, sobrino. —Dicho esto, el médico también se levantó de la silla—. Es un gusto hacer negocio con ustedes, señores Mamanova. —Ofreció su mano.
Isabella miró a ambos hombres con cara lacia, preguntándose si fue lo mejor o debería discutirlo con su esposo.
—Es todo un placer, doctor Max. —Un Dimitri se puso de pie, estrechando con efusiva amabilidad la mano del galeno—. Muchacho, espero que salgan guapos. —Edward estrechó su mano rápidamente, sintiendo asco, pero no por las personas que lo acaban de contratar, sino por él. Porque acababa de firmar la venta de uno de sus hijos o futuro hijo.
Al ver al par de hombres desaparecer, Dimitri envolvió a su esposa en un caluroso abrazo. Esta ni siquiera le correspondió. Solo espero a que él la soltara para ponerse de pie.
—Necesito pensar, Dim. —Le acarició la mandíbula al ruso, sonriéndole, aún en estado de shock por lo que había hecho. Había firmado su sentencia a que un hombre, uno que no era su marido, le hiciese el amor. Salió de la cafetería, directo hacia un parque que estaba cerca.
...
N/A: Holis! Hace dos años subí esta pequeña historia, tuvo muy buena acogida pero estaba sin correcciones y esas cosas. Ahora, una de mis betas, Moni Moni (sólo para mi -_-), me hizo el amable favor de quitarle los horrores ortográficos. La actualizaré una vez por semana y bienvenidas a las nuevas y viejas lectoras.
Espero que los nuevos disfruten de esta historia tal y como muchos lo hicimos. Está escrita con el corazón.
Besitos,
Mel de Lutz.