Los personajes son de S. Meyer , esta es una adaptación sin fines de lucro de la obra de Julia James.
Capítulo 1
PARECÍA una fulana!
Bella, apoyada en la cómoda de la revuelta habitación, se quedó mirando la imagen escandalosa que le devolvía el espejo. Llevaba kilos de maquillaje y la melena castaña caía tipo leona alrededor de su cara. Sus ojos eran como dos pozos chocolates, llevaba las pestañas cargadas de rímel y los labios pintados de un provocativo rojo cereza. Como accesorios, unos pendientes largos y varias cadenas colgando de su exageradísimo escote.
Bella sintió un escalofrío al ver el vestido de lamé plateado, con una raja hasta medio muslo y un escote que dejaba prácticamente sus pechos al aire...
Aquello era lo último que ella habría elegido, pero no fue elección suya.
-Toma, ponte esto -le dijo Jane-. Tú tienes más pecho que yo, así que te quedará bien. Estarás muy sexy y eso es lo que Aro quiere, ya sabes. Le encanta tener tías guapas alrededor. A todos los ricos les gusta. ¡Y tú estarías divina si te arreglases un poco más! Aunque, por otro lado, me alegra que no seas competencia.
Bella le había asegurado que no tenía ni el más mínimo interés por Aro Vulturi. Era el último hombre en el mundo que podría interesarle. De hecho, si por ella fuera ni se acercaría a aquel tipo tan desagradable, pero no podía negarse. Jane le había hecho un gran favor y lo que le pedía que hiciera esa noche no era para tanto... aunque fuese a hacerlo con la mayor desgana.
-Sólo tienes que quedarte al lado de Aro y evitar que otras lagartas se le acerquen. Esas asquerosas harían lo que fuera para quitármelo... -suspiró su amiga, llevándose una mano al estómago-. Te lo juro, no vuelvo a comer langosta. Llevo todo el día vomitando.
Bella se miró al espejo y también sintió náuseas. De verdad no quería hacer eso. No le gustaba el estilo de vida amoral de Jane y, además, tendría que salir del café antes de la hora y perder las propinas con las que daba un empujoncito a su salario. Pero su trabajo, aunque mal pagado, incluía una habitación y eso era importante porque los apartamentos en la costa española eran cada día más caros y ella tenía que contar cada euro.
Dinero. La necesidad de conseguirlo dominaba su existencia, haciéndola trabajar diez horas diarias, sin tiempo para nada más. Desde luego, no tenía tiempo para arreglarse y salir de juerga.
Jane, por supuesto, pensaba que era tonta.
-Con lo guapa que eres, deberías vivir como una princesa. En serio, si salieras conmigo tus preocupaciones desaparecerían. Hay tíos como Aro por todas partes, forrados de dinero y deseando pasarlo bien. Si te animaras un poco...
«Animarse un poco» quería decir acostarse con hombres ricos, como hacía Jane.
Pero eso no era para ella. Nunca podría serlo. La idea le daba repugnancia. Pero su amiga no tenía problemas para vivir de su cuerpo.
Bella se sintió avergonzada. Le debía muchos favores a Jane, que la había rescatado cuando estaba totalmente desesperada. No tenía derecho a condenarla.
Ni tenía derecho a no hacerle aquel favor, pensó mientras tomaba el bolso. Por muy poca gracia que le hiciera.
Edward Cullen arrugó el ceño al ver el grupo que rodeaba la mesa de black jack.
-Aro Vulturi -murmuró el hombre que estaba a su lado-. Drogas, extorsión, tráfico de armas... ¿quieres que siga?
Su jefe negó con la cabeza.
-Vamos a sacarlo de aquí. Dame tiempo y luego hazte visible... pero no demasiado, ya sabes.
El jefe de seguridad de Edward Cullen asintió con la cabeza. Era una rutina que usaban a menudo para deshacerse de clientes indeseables.
-No le hará gracia. Está ganando.
Edward se encogió de hombros.
-Peor para él.
Le gustaría tratar con aquel gánster como se merecía, con los puños. Basura como Vulturi no era bienvenida en El Eclipse, por mucho dinero que dejasen en las mesas de juego. Pero esos métodos eran inapropiados para un casino de lujo. Mejor librarse de canallas como Vulturi sin destrozar el decorado...
Edward se acercó a la mesa de black jack, deteniéndose antes para saludar a algunos clientes y diciendo los consabidos piropos a las elegantes damas que se jugaban millones cada noche.
Mientras saludaba a un ex jugador de golf profesional que insistía en hacer negocios con él, miró por encima de su hombro al hombre que era su objetivo. Vulturi y su grupo dominaban una de las mesas de black jack. El gánster estaba gritando de alegría al ganar otra mano y su grupo lo jaleaba. Iban, como siempre, rodeados de chicas guapas y, como siempre, demasiado pintadas.
Otra razón para echar a Vulturi de allí. Las chicas como ésas tampoco eran bienvenidas en el casino. Las mujeres guapas eran buenas para el negocio porque los ricos querían verse rodeados de jóvenes bellezas, pero Edward no tenía intención de dejar que el casino se llenara de chicas que vendían su cuerpo para vivir.
Por guapas que fueran.
Como aquélla...
Edward miró a una de las que iba con el grupo de Vulturi. Era mucho más guapa que las demás. De hecho, era una de las mujeres más guapas que había visto nunca.
Una pena.
Su belleza natural quedaba arruinada por la cantidad de maquillaje que llevaba encima y por el horrible vestido de lamé plateado. Uno de los amigos de Vulturi le había pasado un brazo por los hombros y, al hacerlo, el escote del vestido se abrió, dejando al descubierto medio pecho. La chica no se había dado cuenta... aunque si se hubiera dado cuenta, le daría igual. Si le importaran esas cosas no iría con gánsters como Aro Vulturi.
Hora de librarse de ella. Hora de librarse de toda aquella basura. Despidiéndose del golfista, Edward se acercó al indeseado grupo.
Bella intentaba dejar de temblar, pero el tal Felix estaba pegado a ella como una lapa. La gruesa mano del hombre estaba sobre su hombro, manoseándola... y haciéndola sentir náuseas. Cuando Aro Vulturi ganó otra mano, Felix exclamó algo en su idioma, apretándola más fuerte.
«Por favor, tengo que salir de aquí», pensó Bella.
Cuando le presentaron al grupo de italianos en el vestíbulo del hotel supo que iba a pasar un mal rato.
Pero no podía decirle que no a Jane.
Y ésa era la razón por la que estaba allí, dejándose manosear. Por eso intentaba sonreír cuando sonreían los demás, mientras contaba los minutos hasta que acabase aquella tortura.
En silencio, se repitió a sí misma el consejo de Jane: «Sólo tienes que sonreír y ser amable con todos».
Y eso era lo que pensaba seguir haciendo. Sonreír y ser agradable. Sonreír y ser agradable.
Hasta que aquella noche infernal terminase de una vez por todas.
Ni siquiera podía hacer lo que Jane le había pedido: mantener a las otras chicas alejadas de Aro. Las dos se habían lanzado sobre él como fieras y a él no parecía importarle en absoluto.
Mientras intentaba no respirar el olor de la asquerosa colonia de Felix, vio que el crupier estaba mirando a alguien que se acercaba a la mesa.
Y se quedó de piedra.
Era español, de eso no había duda. Pálido, de ojos verdes, cabello cobrizo y largas pestañas, tenía un rostro auténticamente masculino. Era alto, más de metro ochenta, con esa gracia felina que poseían tantos de sus compatriotas. Pero, ¿tendrían todos esa piel clara, esa nariz aquilina, esos pómulos altos? ¿Esa boca esculpida, tan sensual?
Bella sintió un cosquilleo en el estómago. Había visto muchos hombres guapos desde que llegó a España, pero nunca se había quedado mirando a uno boquiabierta.
Y no era sólo su belleza masculina lo que la atraía. Tenía un aspecto duro, peligroso incluso, una expresión que parecía decir: «Conmigo no se puede jugar». Era uno de esos hombres a los que todo el mundo saludaba con respeto y deferencia. Y con los que las mujeres querían irse a la cama...
¿En qué demonios estaba pensando? No se puede mirar a un hombre y, cinco segundos después, pensar en acostarse con él, se dijo Bella.
Pero con él sí.
No. Sólo era un hombre muy guapo, nada más. Además, no estaba para pensar en hombres. Lo único que tenía que hacer era sobrevivir a aquella noche sin salir corriendo.
El español le dijo algo a Aro en voz baja, con expresión seria.
-... no está en mis manos -le oyó decir, mirándolos a todos.
Bella vio que Aro Vulturi se ponía tenso y que otro hombre, con aspecto de guardaespaldas, se acercaba a ellos.
El español sacó un papel del bolsillo de la chaqueta, habló brevemente en español con el crupier y luego anotó una cantidad.
-Regalo de la casa -le dijo a Aro-. Puede cobrarlo en caja.
Edward sabía que Vulturi lo aceptaría. Le costaba dinero sacarlo del casino, pero merecía la pena. Era un precio pequeño por echarlo de allí... y lo consiguió diciéndole que la policía española tenía detectives de paisano en el casino porque sospechaban de un negocio de lavado de dinero negro.
Vulturi asintió, como él había esperado, y le hizo un gesto a sus acompañantes.
Edward miró entonces a la chica del vestido plateado. Ojalá no lo hubiera hecho. De cerca era aún más guapa. Tenía el rostro ovalado, la nariz delicada, los labios perfectos y los ojos de color chocolate.
Y en cuanto a su cuerpo...
Para ser mujer, era alta, pero no de esas que parecen un saco de huesos. Tenía curvas, demasiadas quizá para aquel vestido tan descarado. Aunque así había tenido el placer de ver sus pechos.
El cuerpo de Edward reaccionó ante aquel pensamiento, pero intentó controlarse. Él no tenía interés en chicas como ésa. Ella y las demás pasarían de unas manos a otras durante toda la noche.
Bella se puso colorada aunque, bajo el pesado maquillaje, seguramente ni se notaría. El español la estaba mirando y sabía exactamente lo que vería: una chica fácil.
Lo que más le molestaba era que no podía culparlo por ello. ¿Qué otra cosa podía pensar viéndola con aquellas otras chicas cuyos nombres ni conocía pero que, evidentemente, solían ir al casino con hombres ricos para ver lo que sacaban?
Bella apartó la mirada, nerviosa.
Aro se levantó entonces y, con él, el resto del grupo. Una de las chicas lo tomó del brazo, preguntando qué pasaba, pero él no contestó. Fueron a la caja y esperaron mientras Aro recibía un montón de billetes.
Tanto dinero... Bella no podía apartar la mirada.
Mientras salían del casino, se dio cuenta de que el español no dejaba de mirarlos.
Debía ser el detective o el jefe de seguridad, pensó. Quizá le había advertido a Aro que alguien lo estaba buscando. Fuera lo que fuera, el «novio» de su amiga no parecía querer quedarse allí.
Cuando salieron del casino hacía fresco. Aún no había llegado la primavera y Bella sintió un escalofrío.
-Yo te daré calor -sonrió Felix, mostrándole un diente de oro mientras le pasaba un brazo por los hombros.
Tenía un fuerte acento que hacía casi ininteligibles sus palabras, pero el brillo de sus ojos dejaba bien claro lo que quería. Bella no contestó. Intentó sonreír, pero la sonrisa se le quedó congelada.
Entonces vio al español en la puerta del casino, mirándolos. Y su expresión no era muy amistosa.
Una limusina negra apareció entonces como por ensalmo.
-¿Dónde vamos?
-Al hotel -contestó Felix-. A la suite del señor Vulturi. Hay una fiesta allí... una fiesta privada.
Bella se apartó. Aquel hombre parecía pensar que le pertenecía.
-Nos meteremos en el jacuzzi -dio Felix entonces-. Y yo te frotaré la espalda.
Ella se quedó helada, sin saber qué hacer.
Edward le dio las gracias al aparcacoches y subió al deportivo, suspirando. La noche le había dejado un mal sabor de boca. Había conseguido que los gánsters se fueran del casino, pero no le gustaba la idea de que fuesen por allí.
Miró entonces la puerta del casino... ¿Cuántos años le había costado levantarlo? Sin embargo, y gracias a todos sus sacrificios, en menos de doce años se había convertido en uno de los mejores de la costa. Doce años trabajando para dejar de ser un estudiante sin blanca y convertirse en un hombre de negocios.
Aunque tuvo suerte; la costa mediterránea española se había convertido en un boom para turistas de mochila y para los que frecuentaban su casino, los que iban con mucho dinero y se lo gastaban en lujosas fiestas, en yates o en la mesa de black jack.
Edward pasó por delante del hotel, que también era de su propiedad. Al lado, las mansiones donde los millonarios tenían atracados sus yates y donde jugaban al golf.
El hotel El Eclipse daba mucho dinero, como el de Mallorca y el de Andalucía. Edward quería ampliar aún más el negocio, en Menorca quizá o en las islas Canarias. 0 quizá en la Costa de la Luz, en el Atlántico, incluso en el norte, donde la aristocracia inglesa se había jugado su dinero a principios del siglo XX.
España seguía siendo una meta para los turistas del norte de Europa, deseosos de sol. El turismo había llevado prosperidad y la vieja España, la que se separó de Europa por culpa de un dictador que permaneció en el cargo durante cuarenta años, había desaparecido para siempre, aunque mantenía muchas de sus tradiciones.
La historia era algo que siempre lo había fascinado... incluso durante un tiempo pensó ser profesor. Pero enseguida se dio cuenta de que le gustaba ganar dinero. Y tuvo más éxito del que hubiera podido imaginar. Ahora el dinero lo perseguía a él.
Y las mujeres. Especialmente las del norte de Europa, que se volvían locas cuando llegaban a España. Pero al menos antes, cuando era camarero, sabía que él era la atracción, no su dinero.
Desde que se hizo rico las cosas cambiaron por completo.
Edward apretó el acelerador, con gesto cínico. Recordaba su sorpresa al descubrir que un hombre con dinero podía tener todas las mujeres que quisiera. La costa estaba llena de chicas guapas en busca de hombres ricos. Cualquier hombre rico. Gordo, viejo, daba igual.
Descubrir que, para ellas, su cartera era más importante que él mismo le abrió los ojos.
Pero había aprendido rápidamente y ahora era lo suficientemente cínico como para elegir entre ellas a la más guapa. Y siempre había dónde elegir.
¿Siempre sería así?, se preguntó entonces. ¿Un desfile de mujeres guapas en su vida? Edward sonrió. No podía quejarse. La mayoría de los hombres envidiaría esa suerte.
Además, algún día sentaría la cabeza. Aunque no sabía cuándo. En cierto modo, su mundo era un mundo vacío. Pocos matrimonios duraban porque los ricos solían cambiar de esposa a menudo. Entonces pensó en sus padres, muertos los dos, que habían trabajado toda su vida como funcionarios. Cuando les dijo que no quería ser profesor les dio un disgusto, pero un verano trabajando en una inmobiliaria les abrió los ojos.
Sus padres habían vivido lo suficiente como para ver que su hijo se convertía en un próspero hombre de negocios, pero su padre estaba eternamente preocupado por los riesgos y su madre lamentaba que no se hubiera casado. Habían muerto los dos en un accidente de coche cinco años antes, dejándolo solo en el mundo. Y Edward dedicó todas sus energías desde entonces a construir El Eclipse.
Su único respiro, un palacete del siglo XVIII en las montañas, alejado de la costa, donde viviría cuando, por fin, decidiera sentar la cabeza.
Aunque tenía otra diversión: las mujeres. En aquel momento no salía con nadie; la última había sido una nórdica divorciada, increíblemente original entre las sábanas. Ella le había dejado claro que no le importaría convertirlo en su segundo marido, pero Edward no estaba dispuesto. Tanya Denali estaba enamorada de su dinero, no de él.
Intentaba esconderlo, claro, pero lo supo desde el principio. Aunque no fuera como aquellas chicas que colgaban del brazo de Vulturi, su objetivo era el mismo.
Entonces recordó a la chica del vestido plateado... Una pena. Había algo peculiar en ella, algo que le habría gustado explorar... si no fuera una de esas mercenarias. Además, en aquel momento estaría revolcándose con alguno de esos gánsteres... o con todos.
Edward pisó el freno al llegar a una intersección. Aunque era más de medianoche, había tráfico en ambas direcciones. El Eclipse estaba a ocho kilómetros del pueblo, pero en medio había muchas urbanizaciones y hoteles. Para llegar al palacete tendría que hacer lo que iba a hacer en unos minutos, tomar dirección norte.
Pero entonces algo llamó su atención. 0, más bien, alguien.
Automáticamente, levantó el pie del freno, sorprendido.
Bella hizo un gesto de dolor. Se había quitado los zapatos y caminar descalza era muy desagradable. Aunque era peor caminar sobre aquellos tacones de doce centímetros. La raja de la falda le resultaba conveniente en ese momento, pero le quedaban muchos kilómetros por delante.
Estaba furiosa. No con Aro Vulturi y su pandilla, sino consigo misma. Por muchos favores que le debiera a Jane, acostarse con aquel tal Felix no estaba en el programa.
Cada vez que lo pensaba le daban náuseas.
Por supuesto, se había negado a entrar en la limusina. A Aro no le hizo gracia, claro, pero Bella insistió en que quería volver a casa. Y, afortunadamente, Vulturi la dejó en paz.
No había llevado dinero para un taxi y era demasiado tarde para tomar el autobús... y si alguien paraba para llevarla, no sería por razones altruistas.
En ese momento, un coche se detuvo a su lado, pero Bella ni siquiera lo miró. «No te pares», se decía a sí misma. «Si te habla, ni lo mires».
De todas formas, sujetó uno de los zapatos por la punta. Si era necesario, usaría los tacones como arma. Bella se puso tensa al ver por el rabillo del ojo que un hombre salía del coche. Era un hombre alto, de esmoquin. Y el coche era un deportivo.
Los coches de lujo no eran raros en la costa, pero aquel modelo parecía el más lujoso de todos. Bajo, brillante, era casi como un coche de carreras.
«No te pares, sigue andando...»
-¿Señorita?
Aquella voz le resultaba familiar.
Era el español del casino, el que le había dado dinero a Aro. Y allí estaba, en medio de ninguna parte a la una de la mañana.
-¿Quiere que la lleve a algún sitio?
Había cierto tono de ironía en su voz y eso la molestó. Después de todo, era evidente que una mujer caminando a esas horas con un vestido de noche no lo haría por dar un paseo.
-No, gracias.
-No sea tonta -dijo él entonces, tomándola del brazo.
-¡Suélteme o le doy un taconazo! -exclamó Bella.
Él la soltó de inmediato.
-No se ponga así. Si va al pueblo, puedo llevarla.
-¿Por qué?
Cuando lo miró de cerca se le encogió el estómago. Era guapísimo. Había muchos hombres guapos por allí, pero aquél... aquél la atraía como no la había atraído ningún otro. Normalmente le gustaban los españoles, pero algo en aquel hombre le hacía tener pensamientos muy poco sensatos.
-Digamos que al casino no le haría un favor que le pasara algo. Tendríamos que contestar muchas preguntas de la policía...
-¿Cómo sabe que he estado en el casino? -preguntó ella.
-¿De dónde podría venir? No hay otro sitio por aquí que atrajese a una mujer como usted. Además, la he visto antes. Dígame una cosa, ¿por qué no se ha ido con sus amigos? ¿La limusina no era suficientemente grande?
-Sí, pero no me apetecía ir -contestó ella.
-¿No eran de su gusto, señorita? -sonrió entonces el español, irónico.
-Mire, detective o lo que sea, déjeme en paz. Estoy cansada y sólo quiero irme a dormir.
Bella iba a darse la vuelta, pero al hacerlo se clavó una piedra en el pie.
-Se va a hacer daño -le advirtió él-. Si tuviera un poco de sentido común aceptaría mi oferta. Créame, conmigo no corre peligro. Pero no todos los que paran al ver a una chica guapa lo hacen con buenas intenciones. Además, no creo que encuentre un coche más rápido que el mío.
Bella miró el deportivo.
-Muy bien, se lo ha prestado su jefe y quiere lucirlo, ¿no? Me alegro por usted.
Pero entonces se le ocurrió pensar que si era el jefe de seguridad del casino podría confiar en él. No iba a comprometer su trabajo asaltando a una turista, ¿no? Y estaba tan cansada, le dolían tanto los pies...
Cojeando, se acercó al coche.
-Café Carmen en la calle de las Américas, en el puerto viejo. Y vaya deprisa, si no le importa.