EPÍLOGO

El rey Robb estaba vestido, aunque con ojos adormecidos, en una sala oscura iluminada por unas cuentas velas. A su derecha estaba su madre Lady Catelyn con una túnica de dormir y los pelos aún enmarañados, se notaba que no le había dado tiempo de peinarse. A su izquierda, su tío Edmure igualmente medio dormido. La reina Jeyne también estaba presente. Se acercó a Robb y le cogió de la mano.

Frente a ellos había dos cuerpos muertos. Eran dos niños sobre una manta blanca, desnudos, polvorientos y llenos de sangre. "Aún le mana sangre de las heridas -pensaba el Rey en el Norte-. Por los Dioses, no eran más que críos". Nadie hablaba. Habían sido bruscamente despertados de sus lechos cuando los guardias descubrieron los hechos.

-Malditos sean. Eran niños -y Robb pegó un puñetazo en la mesa-. Tenía que haber aceptado la última oferta del Gnomo. Por lo menos seguirían vivos.

-¿Qué vas hacer, Alteza? -le preguntó su madre. "No son más que Sansa y Arya -pensaba para sus adentros Lady Catelyn Tully-. Si los Lannister se enteran de esto, ¿qué les harán a mis queridas hijas?".

-Justicia. Soy el Rey y haré justicia -respondió fríamente Robb.

-Eso hará que pierdas la mitad de tus tropas, Alteza -fue la aportación de Ser Edmure Tully.

"Eso ya lo sabía yo, querido tío", pensaba Robb que había pensado en todas las posibilidades.

-Mi decisión ya está tomada. Pero antes, guardias. Haced pasar a Lord Rickard Karstark y a sus hombres -ordenó el rey Robb.

Las puertas se abrieron y entraron diez hombres encadenados, harapientos y llenos de sangre. "Su traición y su condena me costará la mitad de mi ejército -seguía pensando el Joven Lobo-. ¡Malditas seas, Karstark! ¡Tú y tus hombres, malditos todos!".