Prólogo

Lucy Pevensie miró a su hermano mayor con un profundo ceño fruncido que cualquiera habría considerado que arruinaba su bonita cara. Cualquiera excepto sus hermanos, por supuesto. Aunque saber eso no disminuía en absoluto su malhumor en aquellos precisos instantes.

La joven reina de diecisiete años de edad estaba fulminando con la mirada al gran rey Peter, con una postura enojada y con las manos en las caderas, cosa que incomodaba un poco a sus otros dos hermanos que observaban la discusión desde un poco más atrás. Susan y Edmund no estaban seguros de si debían intervenir en la pelea entre su hermano mayor y la menor. Cierto era que Lucy podía ser la más joven de los cuatro, pero los otros tres sabían perfectamente que no debían hacerla enfadar. No la llamaban la reina guerrera por nada, y todos lo sabían. Y en ese momento, la muchacha estaba más allá de solo enfadada.

―¡Pero yo también quiero ir, Peter! ―gritaba la pelirroja en ese mismo momento, elevándose en toda su estatura con un gesto furioso. Odiaba que la tratasen como a una niña aún, odiaba que Peter le ordenase cosas y la obligara a perderse toda la diversión.

―¡No, Lucy! Alguien tiene que quedarse y velar para que todo funcione correctamente en este lugar.

La razón de la greña entre ambos hermanos: la caza del Ciervo Blanco. Susan, Peter y Edmund iban a ir tras él aquella tarde, pero Lucy, cómo no, también deseaba acompañarlos. Y el mayor de los tres estaba empeñado en dejarla atrás.

―No me llaman la Reina Guerrera por mero gusto, ya lo sabes, hermano. ― respondió la menor de los Pevensie con frialdad, manteniendo aún una postura airada con una mirada desdeñosa hacia el rey de cabellos rubios.

Él suspiró y pacificó un poco su expresión, alzando las manos en señal de paz. Su hermana enojada daba miedo, mucho, por lo que trató de razonar con ella al decir suavemente:

―Es exactamente por eso que necesitamos que te quedes aquí, Lu. Si hay algún ataque al castillo, no hay nadie mejor que tú para defenderlo.

En ese momento, Lucy realmente deseó que su hermano no usara la lógica en contra de ella y que le permitiera acompañarlos. Pero entonces vio en los ojos del mayor el deseo de llevarla con él, el deseo de mantenerla donde pudiera vigilarla y mantenerla fuera de problemas. Aquello era prácticamente un instinto para el rubio, y Lucy lo sabía, así que al dejarla atrás estaba prácticamente yendo en contra de sí mismo. Eso la hizo suspirar y, finalmente, asentir.

―¡Oh, de acuerdo! ― cedió la reina de la corona de plata, con un pequeño resoplido de resignación. ―Si hay algún ataque, enviaré de inmediato a alguien para traerlos de regreso lo más rápido posible.

El alivio inundó los rostros de sus tres hermanos mayores, causando que Lucy casi se sintiera culpable por haber insistido. Casi. Ella aún estaba bastante molesta porque no le permitieran ir en la cacería, pues se vería en la obligación de encontrar algo divertido para hacer en el interior del palacio, y eso no era exactamente algo fácil.

Con un revuelo de faldas azules y plateadas, la señora de los mares del este le dio la espalda a sus hermanos en un último gesto que reflejaba su irritación, y se dirigió a su oficina con paso firme y la barbilla alta.

La oficina de Lucy era la más amplia y hermosa en todo Cair Paravel. Con grandes estanterías llenas de libros desde el piso hasta el techo de cristal que permitía un espacio luminoso, al centro había un gran escritorio con tinta, plumas y pergaminos cuidadosamente apilados. Una silla similar a un trono se encontraba detrás del mismo. Había un balcón con salida al océano, con blancas y vaporosas cortinas donde se encontraba un sillón que se veía muy cómodo.

Con un suspiro resignado y maldiciendo en su fuero interno a su mala suerte, la muchacha tomó una novela romántica de un estante y se dispuso a leer mientras esperaba sentada en el sillón el regreso de su familia.

El cuál nunca sucedió.

Cuando se dio cuenta que sus hermanos no volvían, casi dos días completos después, de inmediato entró en modo guerra. Dio órdenes de buscarlos por toda Narnia, pero todos sus emisarios volvían con las manos vacías y sin pista alguna del paradero de los tres Pevensie mayores. Decir que Lucy estaba preocupada por sus hermanos, sería el eufemismo del siglo.

Medio Narnia buscó a sus reyes perdidos, solo para encontrar nada, y cada vez que debían volver con su reina para informarle de los resultados sentían como propio el dolor de la Valiente que trataba de poner buena cara frente a sus súbditos, pero todos sabían que estaba sufriendo.

Con el paso de los días, las cosas se volvieron cada vez más tensas. Lucy tenía que encargarse de todas las tareas que antes se dividían entre los cuatro hermanos, y por ello andaba bastante agotada. Por esa razón en un determinado momento se durmió en su sillón…

Y fue unas horas después cuando despertó, gracias a un angustiado fauno que entró corriendo en su oficina, siendo seguido por un par de hermosas dríades que se veían muy asustadas. En ese preciso momento, el primer disparo dio contra el castillo, remeciéndolo en sus cimientos y espantando a Lucy.

―¿Qué fue eso? ― cuestionó la reina, levantándose con agilidad y empezando a caminar hacia el salón de los cuatro tronos, siendo seguida por las otras criaturas. Un segundo disparo hizo temblar el suelo: ― ¡¿Qué demonios está sucediendo?!

Lucy estaba muy confundida y también muy irritada. ¿Alguien estaba atacando el castillo? Pero Narnia no había tenido conflictos con otros países en un tiempo muy largo. Si alguien realmente había decidido llevar la guerra hasta sus puertas justo ahora que estaban debilitados por la desaparición de Peter, Susan y Edmund…

Un tercer disparo resonó, causando que la reina apresurase el paso justo a tiempo para que una pared por detrás de Lucy cayese en pedazos. Si hubiera sido solo unos minutos antes, la reina habría quedado aplastada bajo los escombros.

Los ojos azules de Lucy se enfriaron con repentina cólera al ver aquello. Se giró hacia el fauno, que estaba temblando un poco, pero se irguió en toda su estatura al sentir la mirada de su soberana sobre sí.

—Evacúen el castillo de inmediato. Los quiero a todos fuera y a salvo, y es una orden. —ordenó la pelirroja con voz firme, sin dar siquiera la oportunidad de discutir, aunque no era como si la criatura tuviese deseos de hacerlo.

El fauno asintió y salió corriendo a cumplir sus órdenes, justo cuando Tumnus llegó corriendo al lado de Orieus, quien tomó el antebrazo de Lucy y la arrojó sobre su lomo sin ninguna advertencia.

―Lo siento por mi rudeza, mi reina, pero los telmarinos están invadiendo Narnia y Aslan nos ordenó que la sacáramos del castillo. ―dijo el centauro echando a galopar luego de dar su explicación.

Lucy sabía que no podía hacer nada contra las órdenes del Gran León, así que permitió que el centauro y el fauno la llevaran a su destino, aunque iba con los labios apretados de frustración. Su castillo estaba siendo atacado, su gente podía morir… Y ella estaba siendo llevada quien sabe dónde y sin poder negarse siquiera.

Sin embargo, pronto supo a dónde se dirigían. Al darse cuenta que se estaban acercado a la ubicación de la mesa de piedra, no pudo evitar alzar levemente las cejas. Sí, habían construido un refugio en ese lugar, pero eso no significaba que ella pensase que realmente llegarían a necesitarlo. Ahora veía que se equivocaba.

Cuando llegaron y finalmente pudo desmontar del lomo de Orieus, Tumnus le entregó su cordial y su daga. Tomándolos con cuidado y luego de atarlos a sus caderas con sus correas, la reina miró a sus dos guardianes con una ceja elegantemente enarcada.

―¿Y ahora qué? ―espetó la corona de plata, con sus ojos azules brillando de preocupación.

―Intentaremos seguir con la misión de encontrar a vuestros reales hermanos, Majestad. ― dijo el noble centauro, con una inclinación hacia su irascible reina que en aquel momento se mordió el labio inferior con algo de incertidumbre. ―En tanto, usted debe quedarse aquí hasta que Aslan diga lo contrario.

Suspirando con resignación, Lucy asintió con la cabeza a modo de aceptación, sabiendo bien que no podía desafiar a Aslan.

Tumnus en aquel momento se acercó a su mejor amiga, atrayéndola en un suave abrazo y besándole la frente con dulzura. El gesto calmó un poco las turbadas emociones de Lucy, que sin quererlo se relajó un poco entre sus brazos.

―Cuídate, Hija de Eva. ― fue el susurro del fauno, antes de soltarla y salir del refugio, con una mirada triste en su cara que volvió a tensar a la pelirroja que dejaba atrás.

Nerviosa, la Reina se sentó en la Mesa de Piedra partida en dos, retorciendo sus faldas azules con las pálidas manos. Se sentía incierta, débil y sin saber cómo proceder, y odiaba sentirse de esa manera. Quizás por eso fue que Aslan decidió calmarla un poco, porque entonces lo oyó. Un suave susurro llevado por el viento fue lo último que Lucy escuchó antes de caer dormida, con la voz del gran león arrullándola como una canción de cuna.

Duerme, querida Lucy. Duerme, y no temas por tus hermanos. Duerme en paz, mi querida. Que pronto estarás bien.