Disclaimer: Los personajes y las situaciones que les recuerden a Twilight no me pertenece, esta inspirado bajo la obra de Stephenie Meyer. Y la historia es de Kathryn Smith.
ARGUMENTO: Embelesar, tentar, cautivar… son sólo unas pocas cosas que una mujer debe de hacer cuando seduce a un duque.
Bella Swan hace gala de sus encantos en un rutilante baile de máscaras con un único hombre en mente. Sería capaz de arriesgarse a provocar un escándalo por un beso de Edward Cullen, duque de Masen… aunque ansía mucho más, muchísimo más…
La deslumbrante mujer vestida de color burdeos deja sin aliento a Edward. Le recuerda a la protegida beldad que tiene a su cargo, la única que ha llegado a su corazón de hielo. Pero Bella jamás sería tan indiscreta, ni se dejaría llevar por la pasión…
Creyendo un error su abrazo prohibido, Edward sabe que debe portarse de forma honorable y encontrarle un esposo a Bella. Pero la joven no se dejará manejar en nombre del decoro, y no descansará hasta haber llevado a cabo su seducción y tener al duque en su cama, casado y muy satisfecho. Lo único que Edward tiene que decir es sí…
Capitulo 1
Londres, mayo de 1877.
A lo largo de su privilegiada vida, había muy pocas cosas que a Edward Cullen, duque de Masen, se le hubieran negado. En general, incluso sus caprichos más insignificantes se cumplían en cuestión de segundos. Pero a pesar de ser un hombre tan afortunado, el destino, con su agudo sentido de la ironía, le había dado mucho más de lo que había pedido, como por ejemplo una cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda, y que esa noche quedaba oculta bajo la máscara de piel que le cubría casi todo el rostro.
Por esa cicatriz, su gracia se había convertido en un experto en ocultar sus deseos y sus sentimientos, y se había acostumbrado a la abnegación.
Y era esa abnegación la que lo había llevado aquella noche a Saint Row. Igual que sus clientes, el club de Saint Row ofrecía un aspecto decente, pero bajo aquella fachada, si uno sabía dónde mirar, se escondían todos los placeres imaginables, incluso los más escandalosos y prohibidos. En una parte de la casa, damas y caballeros asistían a una fiesta de lo más normal. Mientras que en otra, mucho menos decorosa, se podía dar rienda suelta a los deseos sin temor a ser descubierto.
Dicho de otra manera, era un lugar donde el decoro se cruzaba con el pecado, pero nunca eran oficialmente presentados.
El impresionante edificio permanecía fiel al estilo de la época en que fue construido durante el reinado de Jorge IV. En aquel entonces, era un teatro, y lo siguió siendo durante unos cincuenta años, hasta que su propietario, un tal señor Threwsbury, lo perdió, junto con el resto de su fortuna, en una partida de cartas. Y el hecho de que hubiera perdido con una mujer... Bueno, se podía decir que Threwsbury tuvo que irse de Inglaterra no sólo para huir de sus acreedores, sino también para dejar de escuchar los chistes que se hacían sobre él.
Que Vienne La Rieux no era una mujer corriente quedó en evidencia tan pronto como tomó posesión del teatro de Saint Row y convirtió el abandonado edificio en un establecimiento de primera clase en apenas seis meses.
Ahora era un club exclusivo en el que eran bienvenidos tanto hombres como mujeres, siempre que pudieran costearse el elevadísimo precio de la entrada. Asimismo, había celebraciones y bailes, y un restaurante abierto al público, pero bailes como los de esa noche, donde todos llevaban máscaras y el alcohol fluía sin restricción... eran sólo para los socios. El único modo de que una persona ajena al club pudiera asistir era si la invitaba algún miembro.
Esa noche, Emmett era el invitado de Edward. Éste no lo había convidado porque necesitara el apoyo de su hermano pequeño, sino porque sabía que le hubiera sido imposible quitárselo de encima. Emmett no le habría dejado en paz hasta conseguir que lo llevara con él.
Pero esa noche. Edward tenía intención de satisfacer sus deseos de una vez por todas, estuviera o no acompañado de su hermano. El Saint Row emanaba energía y diversión, junto con la promesa de algo más sensual. Esa promesa era lo que había hecho que Edward subiera al palco y se quedara allí observando. Esperando.
Emmett, que apenas tenía diez meses menos que Edward, se sentó a su lado. El más joven de los Cullen no tenía tantos miramientos como su hermano mayor a la hora de elegir a una mujer y estaba dispuesto a tener un romance con la primera que se cruzara en su camino. Era como un caballo de carreras a punto de salir disparado hacia la meta.
—Dios santo, Em. —Edward no pudo evitar sonar enfadado. Que su hermano pequeño lo vigilara como una niñera resultaba agotador y humillante, por no mencionar que era obvio que Emmett quería participar en la fiesta. —Si tan ansioso estás, ¿por qué no vas a buscar a una de esas damas que no dejan de mirarte y te relajas un poco? Quizá así yo podré hacer lo mismo.
Emmett se removió incómodo en la butaca forrada de terciopelo. Igual que su hermano, lucía una sencilla máscara negra.
—No estoy tan ansioso, pero gracias. ¿Ves algo que te guste?
Dirigiendo su atención hacia la multitud que había debajo, Edward se encogió de hombros.
—Todavía no.
—No entiendo que seas tan exigente. ¿No te basta con que tenga unos ojos bonitos, una sonrisa agradable, y que esté dispuesta?
—No —respondió Edward sin apartar la vista de los invitados. —No me basta.
Lo que él buscaba en una pareja no era tan sencillo, ni tan noble. Sus deseos iban más allá de buscar una compañera de cama y se asemejaban peligrosamente a una obsesión.
Lo único que necesitaba para excitarse era que la dama en cuestión tuviera el pelo castaño, los labios carnosos y unas curvas voluptuosas. Así podía fingir que estaba con la única que de verdad deseaba: Bella.
La última vez que había posado su mirada en aquellos ojos cafes había sido unos cuantos meses atrás, cuando Edward visitó la finca que poseía en Kent. Bramsley estaba lo suficientemente cerca como para ir allí más a menudo, si quería, pero lo bastante lejos de Londres como para justificar sus ausencias. ¿Por qué torturarse más de lo necesario?
Ahora, sentía de nuevo esa tortura mientras seguía allí, oculto entre las sombras, observando el espectáculo. Silencioso como un espectro, se terminó el champán y dejó la copa encima de una mesita. Era un cazador paciente, pero el anhelo que sentía en su interior amenazaba con hacerle perder los nervios.
Pero esperaría.
—Ah, allí veo una preciosa gacela en busca de amo —comentó Emmett inclinándose hacia adelante sin disimular su lujuria.
Los dos hermanos tenían una espesa melena, pero mientras la de Emmett era casi negra, la de Edward tenía cierto tono cobrizo. Los pálidos ojos verdes de ambos eran casi idénticos, aunque los del joven eran mucho más alegres que los de su hermano mayor. Y Edward estaba convencido de que sus pómulos no eran tan marcados y que no tenía la nariz tan recta como la de Em. Pero a pesar de sus diferencias, era innegable que eran familia. La sangre de los Cullen era más que evidente. Su otro hermano Jasper y su hermana Angela también eran prueba de ello.
Siguiendo la mirada de Emmett, Edward vio a una mujer de pelo castaño y edad indeterminada que, enfundada en un vestido de seda verde, se paseaba entre los que bailaban. Por el modo en que observaba a los caballeros de la sala era obvio que buscaba compañía.
En otra época, eso sólo habría bastado para despertar su apetito. Hubo una época en la que cualquier mujer le habría servido, pero ya no.
La dama levantó la vista y sus ojos brillaron por debajo de las plumas de su máscara color violeta. Clavó la mirada en Emmett y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa.
—¿Me disculpas? —le dijo a Edward, ya de pie.
Éste le quitó importancia a su partida con un gesto de la mano. Aunque disfrutaba de la compañía de su hermano, en aquellos momentos prefería estar solo.
Emmett le colocó una mano en el hombro.
—Te veré por la mañana.
De todos era sabido que Em jamás volvía a casa antes del amanecer, pues le gustaba disfrutar de la compañía de sus amantes. En cambio Edward nunca pasaba la noche con ellas, así su fantasía seguía viva más tiempo.
—Te estaré esperando —contestó.
Edward no apartó la mirada de la muchedumbre, pero la partida de su hermano lo distrajo unos segundos. Cuando volvió a quedarse solo de nuevo, suspiró y estiró las piernas.
¿Qué diablos estaba haciendo?, se preguntó a sí mismo, igual que las otras noches que acudía allí. Y, como siempre, no le gustó la respuesta.
Estaba allí porque quería algo que no podía tener, algo que había prometido no desear. Una persona a la que nunca haría daño, que jamás se atrevería a profanar.
Unas risas resonaron en su oído, estridentes y desagradables, despertando los recuerdos de la noche, tiempo atrás, en que sintió el frío acero desgarrándole la mejilla. En ese instante, recordó que estaba solo, aunque a su alrededor hubiera cientos de personas pasándolo bien. A Edward no le gustaba la gente, y ese sentimiento se intensificaba cuando iba a fiestas de ese tipo, donde los invitados le parecían aves de rapiña ansiosas por descuartizar un cadáver.
Si no la encontraba pronto, tendría que ir en busca de otra vía de escape en un entorno más propicio, aunque también más desagradable.
Y entonces, como si fuera la respuesta a sus oraciones no pronunciadas, la vio.
Edward se inclinó hacia adelante, apretando la barandilla entre los dedos. Allí, en medio de todas aquellas flores de invernadero, había florecido una mujer tan salvaje que lo dejó sin aliento.
El tiempo se detuvo, y también su corazón.
Llevaba un vestido de color rojo, del mismo tono que una rosa ensangrentada. Los ribetes de las mangas eran del mismo tono bronce que la cinta de alrededor del escote. Desde donde estaba Edward —¿cuándo se había puesto en pie?—podía ver los montes de sus lujuriosos pechos iluminados por la luz de los candelabros.
El corpiño se le ceñía al torso y le marcaba la cintura, justo por encima de las caderas, luego la tela descendía y cubría un trasero que no necesitaba la ayuda de ningún relleno para llamar la atención de Edward.
Éste levantó los ojos y, al ver la melena color café de la misteriosa dama, recogida en un moño suelto, el corazón le volvió a latir. Tenía la piel blanca y debajo de la máscara de seda de color bronce, se ocultaba una nariz perfecta; sus labios eran tan sensuales que parecían estar suplicando que los besaran.
Dios santo. De no ser porque era imposible, juraría que aquella mujer, aquel sueño, era su Bella.
Pero no podía ser. Una joven soltera jamás iría allí sola, y ninguna de las amistades de la joven se atrevería a invitar a una dama a un baile de máscaras cuyo único objetivo era la seducción. Todo el mundo sabía lo que pasaba en aquellas fiestas privadas del Saint Row. Y era imposible que alguien tan respetable e inocente como Bella Swan se hubiera atrevido a cruzar las puertas de aquel club. No, aquélla no era Bella, pero podría ser su hermana gemela.
Y Edward no iba a perder ni un segundo más mirándola como un idiota, corriendo el riesgo de que otro hombre se le acercara.
Girando sobre sus talones, salió del palco y descorrió la pesada cortina antes de dirigirse hacia el pasillo. Allí, la luz era tan tenue como en el reservado, apenas unos apliques en la pared iluminaban el camino, pero Edward conocía bien el interior del club y sus pies lo guiaron seguros hasta el salón. Miró de reojo a una pareja que había apoyada en la pared, la mujer tenía la falda remangada hasta los muslos y el hombre la estaba acariciando con la mano. Los gemidos de placer le hicieron acelerar el paso.
A mitad de la escalera, se encontró con madame La Rieux en persona. Debía de tener más o menos su edad, incluso algo más joven. Era guapa y de piel clara, y su melena rojiza parecía natural. Era una mujer alta y delgada, de inteligente mirada azul claro, e iba vestida con un sencillo y elegante vestido de seda amarilla que seguro que provenía del taller de costura del señor Worth.
—Monsieur le duc —lo saludó, con su delicado acento francés al mismo tiempo que le hacía una ligera reverencia. —¿Puedo ayudarle en algo?
Los modales y la costumbre lo impulsaron a pararse a saludarla cuando lo que de verdad quería hacer era apartarla de su camino e ir en busca de su flor salvaje. Abrió la boca para disculparse, pero de repente se le ocurrió algo.
—Una habitación privada, madame. ¿Tiene alguna disponible?
Ella le sonrió, los labios pintados de carmín se curvaron sin llegar a separarse.
—¿Para usted, su gracia? Por supuesto. —Deslizó un par de dedos largos y delgados hacia el interior de su escote y sacó una pequeña llave colgada de una cadena, que a continuación le ofreció a Edward. —La última puerta a la derecha. Tendrá toda la intimidad y privacidad que desee.
Edward apretó la llave entre sus dedos. Era una auténtica filigrana y aún retenía el calor de la piel de la mujer.
—Gracias. Confío en que lo añadirá a mi cuenta.
—Por supuesto. —Madame La Rieux inclinó la cabeza. —¿Quiere que también le mande una botella de champán?
—Sí. Por favor. —Se guardó la llave en el bolsillo. —Y ahora, si me disculpa...
La mujer le sonrió de nuevo, coqueta pero sin ser descarada.
—Que tenga una noche agradable, señor.
Edward asintió, se apresuró escaleras abajo y no aminoró hasta llegar al salón. Tampoco quería parecer demasiado ansioso.
Entró en la sala de baile y parpadeó mientras sus ojos se adaptaban a aquella estancia, más iluminada. No estaba acostumbrado a estar tan expuesto, él solía quedarse entre las sombras, evitando a toda costa que lo vieran.
Había candelabros con velas, pero eran las lámparas de gas, camufladas en apliques más antiguos, las que proporcionaban toda la luz. A pesar de todo, no se podía decir que el salón estuviera excesivamente iluminado. Ninguna dama corría el riesgo de que sus facciones pudieran ser vistas con precisión o exactitud.
Aquella estancia era como una caja de bombones, decorada en tonos crema y chocolate con toques dorados. Tenía el mobiliario justo para ser elegante sin caer en el mal gusto, algo muy difícil de conseguir en esa época. La iluminación, ahora que se había acostumbrado a ella, le permitía ver suficientemente, y la música tenía el volumen adecuado para seducir al oyente sin impedir la conversación.
Aunque Edward no tuviera precisamente ganas de hablar.
Casi nadie lo miró al entrar en el salón, exactamente lo que él quería. Aquellos bailes de máscaras eran famosos por su discreción y anonimato. Claro que siempre había quien reconocía a alguien importante y poderoso en cuanto lo veía. Edward ignoró a todos los presentes y escudriñó con la vista a su alrededor en busca de la única persona que le importaba. Y entonces la vio. Estaba sola, de pie junto a unas parejas que bailaban, como si estuviera buscando a alguien.
Los ojos de ella se clavaron en los suyos. Por un segundo creyó que ella lo había reconocido, pero debió de ser un efecto de la luz, pues su expresión cambió al momento.
Edward se le acercó. La mujer permanecía inmóvil como una gacela, e igual de dispuesta a salir huyendo si él hacía el movimiento equivocado.
«Paciencia, Cullen —se dijo a sí mismo. —Paciencia.»
Cada paso que daba estaba calculado.
Ella le debía de llegar por la barbilla y en ese preciso instante levantó un poco la cabeza y lo miró a la cara. Sus dulces labios se entreabrieron dejando al descubierto el rosado interior de su boca. Edward quería tocarla, sentir su aliento contra sus dedos. Quería saborearla.
Levantó una mano enguantada.
—Me gustaría mucho bailar con usted, milady.
Ella no dudó ni un instante y deslizó los dedos en los de él.
—Jamás se me ocurriría negarle nada, milord.
Un escalofrío de ansiedad recorrió a Edward al acompañarla hasta la pista de baile, donde las otras parejas se morían al ritmo de la música.
¿Negarle nada? No, aquello no iba a suceder esa noche.
Él le tendió la mano y la joven la aceptó con un ligero temblor en los dedos. Edward empezó a bailar con ella un vals mucho más sensual de lo habitual. La danza le daba una excusa para abrazarla. Podía sentir el movimiento de su respiración contra la palma de su mano, justo por debajo del corsé. A juzgar por lo acelerada que tenía la respiración y por su reticencia a mirarlo a los ojos, él la ponía nerviosa.
Que estuviera algo nerviosa era normal, pero Edward no quería que le tuviera miedo. Lo que quería era que deseara estar con él tanto como él deseaba estar con ella.
—¿Le apetece conversar? —le preguntó.
Ella lo miró por debajo de su misteriosa máscara.
—¿Sobre qué, milord?
Edward sintió un escalofrío al oírla. Tenía la voz más grave que la de Bella, pero se parecía mucho, y su cuerpo reaccionó con tal entusiasmo que estuvo a punto de tener una erección en medio de la pista de baile, con el consiguiente ridículo.
—De lo que quiera —consiguió decir. —Yo me conformo con verla mover los labios.
La joven bajó la vista, era obvio que no estaba acostumbrada a los halagos, ni tampoco a coquetear. Era perfecta.
—Me honra usted. Quizá no poseo dotes de conversación, y odiaría aburrirlo.
El negó con la cabeza.
—La encuentro fascinante.
Ella ladeó un poco la cabeza y esbozó una sonrisa burlona.
—Apenas me conoce, milord.
Edward la acercó más a él. Con el muslo le acarició la cadera y, por el modo en que reaccionó, fue como si se hubiese dado contra un horno encendido.
—En mi corazón siento que ya somos amigos íntimos.
La muchacha abrió la boca, seguramente para quejarse, pero él se lo impidió atrapando sus labios con los suyos. En medio del salón, Edward se permitió poseer los labios de aquella mujer. Húmeda y ardiente, la boca de él los encendió a ambos. Podía sentir cómo ella se iba excitando, apretándose cada vez más contra su cuerpo. Buscó la lengua de Edward con la suya al tiempo que se aferraba con fuerza a su hombro y apretaba la mano que él le sujetaba. Sabía a champán y a calidez, y tenía los labios tan deliciosos como Edward había soñado. No estaba siendo excesivamente descarado, pero no cabía duda de cuáles eran sus intenciones.
Nadie que estuviera a menos de un kilómetro de distancia tendría ninguna duda acerca de esas intenciones.
Cuando Edward por fin apartó la cabeza e interrumpió el beso, aquella hechicera se quedó mirándolo con ojos brillantes tras la máscara. Se lamió los labios y él supo con intuitiva certeza que estaba memorizando su sabor.
—Dejémonos de tonterías, cariño —murmuró con la boca pegada a la suya. —Tan pronto como te he visto, he venido a buscarte para evitar que otro hombre pudiera acercarse a ti.
—¿Eso ha hecho? —le preguntó genuinamente sorprendida, a la vez que encantada.
Edward hizo un esfuerzo para no gemir de placer y consiguió sonreír. Le soltó la mano y buscó en su bolsillo la llave que le había dado Vienne La Rieux. Le mostró a la joven el delicado objeto de metal y después se lo deslizó entre los pechos. Ella se estremeció al sentir el frío metal contra su piel, y cuando los dedos de Edward se posaron encima de sus senos se quedó completamente quieta. Tenía la piel suave y delicada como la seda, y él quería recorrer con la lengua cada una de las venas apenas visibles bajo la superficie, saborear la sal que habría en su escote.
Pero aquél no era el lugar para hacerlo.
—Es de una habitación —le explicó. —¿Quieres que nos veamos allí, o me rechazarás y me romperás el corazón?
Se quedó esperando durante lo que fueron un par de agonizantes latidos. Entonces, los dedos de ella se cerraron sobre los que él seguía manteniendo sobre sus pechos, y una sensual sonrisa apareció en su rostro.
—No podría vivir sabiendo que le he roto el corazón, milord.
—¿Cuánto tiempo tardarás? —Dios, estaba más excitado que un chico de veinte años.
—Diez minutos —contestó. —¿De acuerdo?
«Ni hablar.»
—Cinco.
Ella fue incapaz de ocultar el estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo.
De algún modo, Edward consiguió soltarla y dejó que se fuera. La siguió con ojos hambrientos hasta que desapareció entre la multitud y llegó a una de las salidas que había en el otro extremo del salón. Al llegar allí, se detuvo y se dio media vuelta para mirarlo. Tal vez fuera su imaginación, pero incluso desde la distancia creyó ver el deseo en la mirada de la mujer.
Cinco minutos no era tanto. Sólo trescientos segundos. Por Dios, si había tardado más en vestirse para asistir al baile. Y tampoco le serviría de nada parecer demasiado ansioso, ¿no? No quería que su futura amante supiera lo mucho que la deseaba.
Salir del salón y llegar a la escalera le llevaría treinta segundos. Subirla otros veinte. Pero le había dicho que le daría cinco minutos. Tenía que esperar.
Se escondió entre las sombras hasta que no pudo resistirlo más. Dos minutos antes de tiempo, cruzó el alfombrado pasillo.
Ya no podía seguir reprimiéndose. Esa noche era para el placer, y tenía intención de aprovecharla al máximo, tanto que ni él ni su misteriosa dama podrían caminar durante una semana.
Estaba casi en la puerta cuando una mano lo sujetó por el brazo. Irritado, se dio media vuelta para ver quién osaba molestarlo.
Y fue entonces cuando vio un puño acercándose a su nariz.
N.A: ¡Hey! Hola, aquí ando con una nueva historia, espero que les guste, a mi particularmente me encantan las historias de época.