"Dentro de cada alma impura siempre reside un atisbo de bondad y luz, una señal de que un día fue un espíritu inmaculado que aún puede volver a renacer como tal; porque un ángel sólo cae cuando se le cortan las alas." - NoBreathe -


El cielo se había tintado de un tono violáceo aquella madrugada. Las nubes se mezclaban con los primeros rayos de sol del día, y los edificios marcaban sus estiradas sombras unos sobre otros en los barrios bajos de Brooklyn. Sólo algunos gatos rondaban por las estrechas calles adoquinadas que se abrían paso entre muros y plazas, donde, quizá varias horas atrás, los malos negocios y las peores compañías habrían sido las protagonistas de la noche.

Fue en una de esas calles donde transcurrieron los hechos que dieron comienzo a la desgracia de dos chiquillas que aún no conocían el significado de la palabra "realidad".

Las dos se encontraban detrás de unos cubos de basura, medio asomadas, intentando ver algo de lo que sucedía un par de calles más allá. La más pequeña, de cabellos rubios revueltos, estaba fuertemente abrazada a la que parecía la mayor, que trataba de tranquilizarla acariciándole la cabeza con cariño, pero sin dejar de buscar con la mirada a la persona que les había hecho la promesa de una vida mejor. "En cuanto regrese, volveremos a casa, ¿vale? Pero ahora quedaos aquí, y, por lo que más queráis, no salgáis", les había dicho su madre antes de desaparecer entre los grises muros de la ciudad.

No habrá ido muy lejos, volverá en cualquier momento, se repetían las dos, intentando calmar su acelerado corazón. Antes de marchar, su madre las había mirado con un brillo apagado en los ojos, casi de despedida.

Pero claro, eso no lo podían entender unas niñas de siete años.

-¿Cuánto falta, Liz? -preguntó la niña pequeña con la voz ligeramente temblorosa.

Ella no respondió. Había divisado la falda blanca de su madre al otro lado de la acera, donde se había encontrado con dos hombres rechonchos, completamente de negro. Intentó aguzar el oído para cazar la conversación, pero ni una palabra clara llegó a sus oídos. Vio a su hermana de reojo, que no se separaba de ella, y la estrechó contra su cuerpo. Ninguna de las dos entendía lo que pasaba, todo era muy extraño. Hacía semanas que no iban al colegio, y ya no las dejaban entrar en casa. Mamá estaba rara, tomaba muchas pastillas raras, lloraba mucho y de vez en cuando pegaba puñetazos a las cosas. Y encuentros como ése se habían producido mucho más a menudo estos días.

De repente, Liz se quedó con la boca abierta ante lo que acababa de suceder. Mamá había caído al suelo por el puñetazo de uno de ellos, y una pistola se le había colocado entre ceja y ceja. Mamá pegó un chillido, congestionado por el llanto.

-¡No hay más tiempo! -oyeron las dos hermanas gritar al hombre de la izquierda.

-¡No, por favor! -rogaba Mamá.- ¡Sólo un poco más, lo ruego! ¡Lo devolveré todo, lo prometo! ¡No, no, ¡NO!

El disparo resonó por todo el vecindario. El cuerpo inerte de Mamá se derrumbó sobre el asfalto. El hombre de negro se enfundó el arma, y los dos se fueron como si nada.

El sol se irguió sobre el escenario del asesinato, iluminando el cadáver de Clara Thompson. La sangre fluyó por el sumidero de la calle para no volver nunca, nunca más.

.

Desde aquel día, Patti no había vuelto a hablar.

Las dos hermanas habían sido alojadas en una casa de acogida de menores en la ciudad, tras pasar por cantidad de comisarías donde le habían hecho todo tipo de preguntas. Pero la policía acabó por archivar el caso, ya que las pruebas eran de muy poca consistencia.

Tan sólo llevaban allí tres días cuando recibieron la primera amenaza.

-Eh, vosotras -gritó un muchacho desde la otra punta del pasillo; tenía pinta de sacarles un par de años, y un par de cabezas también.

Liz y Patti se miraron entre sí. Hasta entonces, nadie les había dirigido la palabra, a excepción de los administradores del lugar. Ellas dos se habían aislado en una burbuja protectora de soledad, y aquella era la primera vez que la rompían.

Otros dos chicos surgieron tras la espalda del que les había llamado la atención. Se acercaron a ellas de una zancada, sin previo aviso.

-¿Sois las nuevas?

Patti apretó la mano de su hermana, en un intento de hacerla responder.

-Sí -reaccionó ella.

Los tres sonrieron.

-Oh, pobrecitas. ¿No os da miedo la idea de pensar en lo que os pasará a partir de ahora, indefensas, sin nadie que os pueda proteger?

Se agacharon sobre las hermanas entre sonrisas maliciosas. Ellas permanecieron en silencio, deseando que aquel momento pasara lo antes posible.

Pero no se acabó precisamente por el tiempo.

-¡Oye, vosotros! -entró en el pasillo el director del orfanato, un hombre calvo y trajeado.- ¿Qué estáis haciendo? ¡Dejad de atosigarlas! Ale, cada uno a su habitación -concluyó, dándoles empujones en la espalda en dirección al ala de habitaciones masculina.

Liz y Patti volvieron a quedarse solas, alumbradas por los pequeños ventanales que se repartían a lo largo del pasillo. Suspiraron de alivio, pero rápidamente volvieron a tensar sus músculos. ¿Qué significarían aquellas palabras? ¿Acaso había alguien peligroso allí?

Escucharon pasos a sus espaldas, y Patti fue la que antes se giró. Se encontró cara a cara con un niño más o menos de su edad, de ojos azules oscuros como la noche, y cabellos rubios muy claros y brillantes. Aunque que llevaba el uniforme del orfanato mal colocado e incluso manchado de tierra del patio, mostraba una sonrisa de oreja a oreja, y había extendido su mano abierta a las dos chicas. Patti tiró de la manga de su hermana, haciéndola volver el rostro.

-Hola -dijo el chico con sencillez-. Veo que acabáis de llegar. Soy Gary.

Las dos hermanas no supieron cómo reaccionar. Era la segunda vez que rompían su burbuja en ese tiempo.

Gary se señaló la palma de la mano extendida, y Liz la estrechó despacio, como con miedo.

-¿Es que nunca habías saludado a nadie? -rió el chico.

Era verdad. Parecía como si toda su vida se hubiera borrado de sus mentes, y se comportaban como si hubieran nacido ayer. Pero, ¿acaso no podía ser llamado así? Aquello era completamente nuevo, aún estaban en periodo de adaptación, todo lo anterior había quedado atrás. Y, la verdad, no sabían cómo afrontar el presente... y el futuro, tan negro como estaba, mucho menos.

-No tengáis miedo de esos tres -volvió a intervenir Gary, pasándoles el brazo por los hombros-. Se creen muy fuertes, pero luego huyen por patas cuando se enfrentan al sr. Strasser -señaló la dirección en que habían desaparecido el director con los tres maleantes-. Hacedme caso; llevo aquí mucho tiempo, conozco a todo el mundo.

Liz no pudo reprimir una sonrisilla. La alegría del niño al que acababan de conocer era bastante contagiosa.

Patti pegó otro tirón de mangas a Liz. Ella comprendió.

-Nosotras somos Patti y Liz. Somos hermanas.

-Vaya -susurró él, acercándose a Patti-, ¿qué pasa? ¿No hablas?

-Bueno, es que... -quiso salir en su ayuda la mayor.

-¡Pero Gary! -vociferó una encargada de limpieza, interrumpiendo a Liz- ¡¿Cómo has acabado así de sucio?! ¡Vamos ahora mismo a cambiarte!

La mujer agarró a Gary del brazo y se lo llevó casi a rastras hacia su cuarto, mientras refunfuñaba cosas.

Antes de desaparecer tras la puerta del final del pasillo, el chico mostró la más brillante y juguetona de sus sonrisas a las gemelas, una que brillaba por sí sola.

Se quedaron allí paradas un momento, en silencio, sin saber qué hacer. Liz miró a Patti, que continuaba agarrada a su brazo. Sonrió; parecía un poco más ilusionada que antes, quizá contenta, pero no la acompañaba una sonrisa que lo demostrara. simplemtne lo sabía por el brillo de sus ojos.

Sí, aquel día también fue el día en que hicieron su primer amigo en el orfanato.