PROPUESTA IRRESISTIBLE

Por: Tatita Andrew

Capitulo #7

Esa era la reacción que buscaba Albert había logrado escandalizarla una vez más.

-¿Los dedos de los pies?

-Los dedos de los pies.

La incredulidad asomó por un instante a su rostro. Le siguió la intriga pero luego también trato de ocultarla.

Miro hacía su regazo y estiró el papel que había arrugado. La pluma de oro seguía, gruesa y brillante entre sus dedos.

-Tal vez usted se acueste con mujeres de mala fama que tienen formas de actuar diferentes a las mujeres respetables.

Era evidente que Candy estaba repitiendo lo que le había enseñado, no lo que ella en realidad pensaba en realidad y que él quería despertar en su interior.

-¿Cree usted honestamente que las mujeres respetables y las mujeres de mala fama tienen una anatomía diferente?

Candy quería mentirle, podía sentirlo. También podría sentir la excitación que intentaba desesperadamente ocultar… bullendo y burbujeando como un oasis en medio de un desierto árido.

Pasaron unos segundos hasta que pudo alisar el montón de hojas tal y como quería.

-No por supuesto que no.

-Entonces ¿por qué cree que las mujeres respetables son incapaces de sentir placer sexual?

-Tal vez sea el deseo, o el reconocimiento de su naturaleza más baja, lo que hace que una mujer no sea respetable. Puede parecer virtuosa exteriormente, pero si tiene ansias de placer sexual, entonces no puede ser mejor que una… mujer de la calle.

Albert se inclinó hacia adelante en la silla, mientras la madera crujía, intentando frenar de repente las palabras que sabía que estaban a punto de brotar.

-Señora Leagan…

-Señor Andrew… a usted como hombre… - Alzó la cabeza, los ojos color esmeralda cargados de desprecio hacía si misma. - ¿A usted no le provoca rechazo una mujer que desea revolcarse como un animal?

Albert había querido ver que había bajo su fachada sosegada. Ahora deseaba volver a la serenidad, y ciertamente podía hacerlo.

Podía mentir. Podía decirle que sí, que las necesidades sexuales más primitivas de una mujer le causaban repugnancia a un hombre como él.

Podía decirle que las mujeres dignas de respeto estaban estrenadas para darle placer a un hombre, no para buscar el propio, y que la pasión, si era bien digna de alabanza en una concubina, resultaba condenable en una esposa.

Podía enviarle de nuevo a casa y evitarle la decisión que, en última instancia, él forzaría a tomar y desear que nunca supiera la verdad sobre su esposo.

Pero ya era demasiado tarde…

-No señora Leagan, las necesidades sexuales de una mujer no me provocan rechazo.

-Pero usted tiene una parte árabe.

No había motivo para que Albert sintiera la furia bestial que hormigueó por sus venas. No le había molestado cuando lo habían llamado bastardo, pero que Candy dedujera que era incapaz de sentir lo mismo que un hombre solo por tener descendencias árabes le produjo un virulento escozor.

-Soy un hombre, señora Leagan, se lo he dicho en algunas ocasiones aunque algunos me llamen bastardo y los árabes infieles, sigo siendo un hombre.

Albert no había estado preparado para el gesto de reconocimiento que brilló en los ojos de Candy.

-Si pensará de manera diferente, Señor Andrew, no le habría pedido que me diera clases – declaró con firmeza -. Le pido sinceras disculpas si lo he ofendido. Le aseguro que no era mi intención.

No estaba acostumbrado a recibir disculpas, ni toleraría la lástima.

-Entonces, ¿Qué ha querido decir, señora Leagan.

-Simplemente quise decir que los ingleses, o los americanos no aceptan la naturaleza sexual de una mujer. Usted no siente rechazo por tales arrebatos al haber sido criado en otras tierras, pero si no hubiera tenido ese tipo de preparación, quizás tuviera otra opinión. Pero tal vez sean sólo las mujeres las que son educadas con estas ideas. Mi esposo tiene una amante, por lo que es evidente que no siente rechazo hacia la sexualidad femenina. No sé, señor Andrew. Ya no sé cuál es el significado de las cosas.

En los ojos de Candy se reflejaba una honestidad brutal. Albert observó el gesto de orgullo en su barbilla, y el brillo resplandeciente de su cabello rubio.

Los árabes usan el color para representar muchas cosas, rabia, deseo, sangre.

Allí, en aquella sala, era simplemente el color del cabello de una mujer. Una mujer que sentía rabia y deseo. Y que tal vez, al final vería sangre.

-Si un hombre siente rechazo por la sexualidad de una mujer, princesa, entonces no es un hombre.

-Tal vez no cuando es joven…

-Señora Leagan, usted es apenas una chiquilla, una mujer en la flor de la vida.

-Estoy casada, señor Andrew. Le aseguro que hace mucho tiempo que dejé de ser una mujer en la flor de la vida.

Candy le devolvió la mirada como si no fuera consciente de que él había mirado descaradamente dentro de su vestido la noche anterior y se había deleitado con los contornos suaves de su blanca piel. Como si no pudiera imaginar que un hombre pudiera vibrar de pasión por ella.

-Usted tiene el cuerpo bien proporcionado de una mujer, no el pecho plano y la cadera sin forma de una joven doncella.

La irritación de Candy fue manifiesta; había despertado su vanidad.

-No estamos aquí para discutir acerca de mi persona, señor Andrew.

-Señora Leagan, hay ciertas cosas que un hombre puede hacer con una mujer de pechos grandes que no puede hacer con una mujer de proporciones menos generosas – explicó Albert suavemente mientras su mirada se deslizaba hacia su pecho, especulando de manera seductora – debe sentirse orgullosa de su cuerpo.

-¿Y qué es exactamente lo que un hombre puede hacer con un cuerpo bien proporcionado, señor Andrew? – De forma cáustica.- ¿Usar sus pechos como boyas gemelas?

Albert se rio.

Candy White no dejaba de sorprenderlo nunca.

Él había asociado el sexo con el dolor, pero también con la muerte. Pero jamás lo había relacionado con la risa.

-Si ha terminado, tal vez podamos continuar con nuestra lección. ¿Cómo seduce la mujer al hombre? – preguntó rígida -. Y por favor no me diga que mostrando los pechos. Me cuesta creer que la mitad de las mujeres que forman parte de la buena sociedad exhiban sus cuerpos para usted como busconas.

Albert reprimió otra carcajada.

-Me sorprende señor Leagan. No sabía que conociera esos términos.

-Se quedaría sorprendido ante algunas de las palabras que sé, señor Andrew. Una dama quizás no las emplee, pero es difícil no escucharlas cuando se trabaja con los pobres.

-Aquí en mi casa usted puede decir lo que le plazca…. Le garantizo que yo ya la habré oído… y de una dama muy, muy fina.

Albert notó que Candy se molestaba por su comentario, le gustaba hacerla sentir incomoda, imaginando que tenía muchas mujeres, al parecer eso creía ella, su madre se reiría al oírle describirla de tal forma. Una dama muy muy fina.

-Una mujer que disfrutar su cuerpo resulta seductora, señora Leagan. La manera de vestirse, la manera de caminar, la manera de hablar…. Todas esas cosas le dicen al hombre lo que necesita saber.

-¿Y qué es?

-Que ella lo desea.

Candy se quedó paralizada.

-No estoy intentando seducirlo, señor Andrew.

Su impulso de reír desapareció de repente, irrevocablemente.

-Lo sé.

-Usted es mi tutor.

-En esta sala, sí.

-Antes de que usted estuviera de acuerdo con ser mi tutor. ¿Sabía usted que mi esposo tenía una amante?

El cuerpo de Albert se pusó rígido. Era imposible que ella lo supiese… ¿o no?

-No frecuento los mismos círculos que su esposo.

-Pero usted habrá escuchado rumores.

-Siempre hay rumores – asintió de manera críptica – de otra manera usted no estaría aquí.

Andy echó un vistazo a su pequeño reloj de plata.

-Gracias por ser tan honesto – colocó la pluma de oro sobre el escritorio, al ladeo del café sin terminar -. Ha sido muy instructivo.

Una instrucción que acaba de comenzar.

-Capítulo seis señora Leagan. Lo hallará particularmente interesante.

Candy reprimió su curiosidad. Metió rápidamente las notas dentro del bolso.

-Regla número 4.

Ella no levantó la cabeza.

-Solo hay una cierta cantidad de ropa que me puedo quitar, señor Andrew. Estamos en febrero. Además los vestidos están diseñados para usarlos con una ayudante.

La miro con intensidad.

-¿Cómo sabía lo que yo iba a decir?

Agarró con fuerza sus guantes y de puso de pie.

-Usted tiene una verdadera obsesión con la ropa de una mujer, o la ausencia de ella debo decir.

-Un día – ojala fuese pronto- podrían dar sus clases sin ropa.

-Muy bien. Cuando se retire a su cuarto, acuéstese sobre su vientre y prueba a rotar su pelvis contra el colchón.

Candy sintió que el aliento se le quedaba atrapado en la garganta.

-el amor es un duro trabajo. – miró el terciopelo que cubría con suavidad su vientre plano, imaginando lo que escondía debajo sería del mismo color de su cabello, imaginando su miembro hundiéndose dentro de ella.- usted debe preparar su cuerpo.

Se dio la vuelta sin hacer ningún comentario y casi tropezó con la silla.

-Señora Leagan.

Candy se detuvo mientras sostenía el picaporte de la puerta de la biblioteca. Pasaron algunos segundos en los que ella luchó en silencio, y él espero con paciencia.

-¿Hasta dónde quiere llegar señor Andrew? Gritó con su columna rígida. ¿Hasta donde lo dejaría llegar una mujer respetable sin dejar de ser respetable?

La severidad de sus hombres le dieron la respuesta.

-Un poco más, lejos, princesa.

La sangre caliente hinchó el miembro de Albert al escuchar su respuesta.

-Un poco más, Albert.

Besar, chupar lamer, mordisquear el intricado pasadizo, de escasa luz y paredes agrietadas, retumbaba con el eco de los altos tacones de Candy. Hay otras maneras de alcanzar el éxtasis. Los dedos las manos. Los labios. Los dedos de los pies. Prácticamente cualquier lugar del cuerpo de un hombre puede usarse para satisfacer a una mujer.

Al doblar en una esquina, resbaló, e instintivamente puso la mano contra la pared para no perder el equilibrio.

Soy un hombre señora Leagan. Aunque algunos me llamen bastardo y los árabes infiele, sigo siendo un hombre.

Candy se apoyó en la pintura resquebrajada, sintiendo que la abrumaba una ola de dolor. Su dolor.

El dolor del señora Andrew.

De repente se dio cuenta que aquel no era el camino de vuelta a la sala de reuniones.

Al final del pasillo había una puerta entreabierta.

Candy se quedó helada.

Alguien la estaba observando… y no era un insecto.

-Hola. - ¿Hay alguien allí?

Ahí. Ahí. Ahí se escuchó a ambos lados del pasillo.

Decidida avanzó con paso firme y golpeo loa puerta.

No puedo contener el grito que escapó de su garganta.

-¿Qué hace aquí, señorita? – un hombre alto, calvo, con una nariz roja, estaba de pie junto a la puerta. – no creo que encuentre compañía de su gusto en este edificio.

La irritación se sobrepuso al temor. Primero el mayordomo árabe la había confundido con una mujer de la calle, y ahora aquel hombre.

Echó los hombros hacia atrás.

-Soy la señora Candy Leagan. Las mujeres de las asociación benéfica se reúnen aquí; he dado un discurso y luego tenía que… - el hombre no necesitaba saber que había dejado la reunión para ir al lavabo, y que después se había perdido en aquel enorme edificio cuando regresaba, porque no podía dejar de pensar en un hombre en el que no debía estar pensando – Parece que me he equivocado de camino. ¿Sería tan amable de decirme por dónde se va a la sala de reuniones?

-La reunión ya ha terminado. No queda nadie excepto nosotros.

-Pero…

-Y yo sé lo que usted busca. Lo que buscan todas las que tienen su pinta.

Candy se dio cuenta que el hombre estaba completamente borracho.

-Hay gente que me está esperando, señor sí es tan amable de decirme cómo….

Tropezando el hombre, alto y escuálido como una estaca, dio un paso hacia adelante.

-Yo soy el guardín de este lugar. Nadie la está esperando. Ya le dije que no hay nadie aquí. Si está buscando un sitio para traer a sus babosos clientes, píenselo bien, señorita porque tengo un arma y no tengo miedo matar a todos los de su calaña.

A Candy le dio un vuelco el corazón y se lanzó a correr. Agarró con fuerzas las asas de su bolso.

Cuando Candy dobló la esquina del corredor, se dio la vuelta y no miró atrás. El corazón le martilleaba en el pecho al ritmo de sus pasos mientras corría lo que parecían ser millas a través de aquellos intrincados pasillos buscando la sala de reuniones.

No estaba sola.

El sentido común le decía que aquel era un edificio respetable ocupado por oficinas comerciales alquiladas por hombres de negocios que, sin duda, ya se habrían marchado a casa para cenar.

La lógica le fallaba.

Podía sentir ojos ocultos hostiles, y sabía que detrás de alguna de aquellas puertas que se alineaban a ambos lados de aquel largo pasillo o al doblar una esquina, en algún lugar, alguien la estaba observando.

Alguien, tal vez que si tuviera un revolver, o un cuchillo.

El edificio estaba inmediatamente cerca de callejones oscuros, habría sido muy fácil matarla, robarle los objetos de valor y tirar su cuerpo.

Estaría muerta y nunca sabría de qué manera los dedos de los pies de un hombre podrían dar placer a una mujer.

Candy respiró aliviada, cuando vislumbró el anuncio con el cartel anunciando el salón asignado. Pero la puerta estaba cerradas con llaves.

Como había tardado tanto tiempo en encontrar el lavabo y luego en volver, las mujeres debían de haber pensado que Candy se había ido a cas… y por eso también ellas habían dado por finaliza la reunión.

Se dio la vuelta, levantó la mirada y a lo lejos para su alivió vio a su cochero.

-¿Will eres tú?

-Sí señora Leagan, soy yo.

La voz del cachero tranquilizó sus nervios. En aquel momento comprendió de manera racional lo vulnerable que se había sentido dentro de aquel edificio, ya que Will la estaba esperando afuera. No sentía ese temor cuando le pedía a los criados que la llevaran a la casa de Albert Andrew.

El júbilo le hizo olvidar el profundo dolor que sentía en el empeine. Lo había logrado. Estaba a salvo.

-Gracias Will.

Una vez dentro del carruaje, el temor se apoderó de ella. Cerró la boca con fuerza para contener una oleada de náuseas. Y sintió el deseo totalmente rídiculo de ordenar al cochero que la llevará junto a Albert Andrew, un lugar donde podía decir lo que quisiera.

Apenas se detuvo frente a la casa de los Leagan, la puerta del carruaje se abrió con fuerza, y la ayudó a bajar del carruaje.

-Me parece que se ha hecho un chichón menciono el criado.

-Gracias Will estoy segura que no es nada.

-El señor Leagan está en el salón, madame. Ha llamado al comisario. Tenía miedo que algo le hubiese ocurrido.

-¿Quién tenía miedo de que algo me hubiera pasado. Mi esposo o el comisario?

-El señor Leagan, madame. Llamó al médico.

Candy se sorprendió ante su propia respueta.

-¿Tú qué opinas?

-Yo le recomendaría que se pusiese una bolsa con hielo, madame.

-entonces es lo que haré

-Candy llegas tarde – Neil Leagan estaba de pie al otro lado de la puerta de la sala; su pelo relucía como aceite contra su pálida tez - . Deberías haber llegado hace horas. Me has tenido muy preocupado.

Sintió una profunda sensación de gratitud ante su inquietud. Le siguió un vago sentimiento de culpa.

-Él había regresado a casa para estar con ella durante el tiempo libre que tenía en el parlamento para salir a cenar… y ella no estaba ahí.

-Perdóname, Neil. La reunión se prolongó y después quedamos atrapados en la neblina.

Neil echó un vistazo al criado que estaba firme cortésmente al lado de Candy.

-Will, dígale a Emma que prepare un baño para la señora Candy subirá inmediatamente.

Candy miró a Neil con asombro. No había sido tan solicito con ella desde que… ya ni podía recordarlo.

-Gracias Neila, pero no hay necesidad de mandar a Will – apestaba, y la cabeza y el pie le palpitaban por el dolor – Subo ahora mismo.

-Llevese las cosas de la señora, y después haga lo que le ordeno.

El mayordomo inclinó la cabeza e hizo lo que le habían pedido en silencio.

Candy soltó con desgana el bolso, luego se quitó los guantes y los puso en aquella mano abierta enfundada con guantes blancos. Suspirando se quitó el sombrero; que también le fue retirado de las manos. Haciendo un nueva reverencia más. Neil le ofreció a Candy su brazo.

-El comisario está aquí. Tranquilicémosle diciéndole que has llegado con bien.

Candy quería un baño caliente, una compresa fría y diez horas de sueño. No quería jugar a ser anfitriona. Además la galantería de Neil después de la actitud desatenta de los últimos tiempos era… desconcertante. Al aceptarla, sentía que estaba cometiendo una pequeña traición, como si estuviera perjudicando a su esposo… o a Albert Andrew.

-Porque has llamado al comisario Neil.

Ya te lo he dicho. Era tarde. Estaba preocupado.

-No había ninguna necesidad de importunarle.

-No eres el tipo de mujer que molesta a su esposo por un poco de neblina. Candy naturalmente imagine lo peor. Ahora entra y tómate una taza de té mientras Emma prepara el baño.

-Señora Leagan me alegra que este bien.

Candy trato de olvidar el dolor de la cabeza y fingió sonreír. Tendió su mano. Temblaba ligeramente.

-Comisario como le decía a mi esposo no había ninguna necesidad de preocupar a nadie. Todo el mundo llegar tarde en una noche como esta.

-Por favor tome asiento.

Siguió de pie hasta que ella se sentó frente a él. – su esposo dice que tiene usted un compromiso importante esta noche, por lo que me marchare enseguida. Su preocupación era comprensible.

La cena en casa de los Smith.

Neil había estado preocupado…. Porque ella iba a llegar tarde a una cena. No había ordenado que le prepararan el baño por caballerosidad, sino para que se diera prisa.

Saber esto la humilló mucho más y pudo comprobar lo estúpida que había sido al pensar que su esposo se preocuparía por ella.

CONTINUARÁ….