Muchas gracias a todos por sus reviews, los contestaré después porque ahora no tengo mucho tiempo.
8. Quédate
Se había cansado de esperar, pero no había remedio. Varias veces intentó ir en busca de Kanae a la tienda del señor Akutagawa, pero ella enseguida escondía su reiatsu. No quería verlo y él no podía obligarla a hacerlo, aunque a veces no le faltaban ganas. Dejó de ir todos los días a buscarla, y la espió con sus pulsaciones diarias, sintiéndola cerca porque, de tantas veces que lo hizo, la muchacha logró aprender a esconder su reiatsu en su totalidad al darse cuenta de su proximidad. Le aliviaba que al menos estuviera bien, pero le carcomía no poder verla todos los días. Le había sido quitada una parte importante de su vida y nadie era más culpable que él, porque así como el deber de Kanae era protegerlo, el deber de Ryüken era hacerse responsable de ella, y no lo hizo. Maldijo el día que fue a buscar a los Akutagawa. Ellos se la habían quitado.
Suspiró, porque en el fondo sabía que todo eso no era cierto. Si él estuviera en el lugar de Kanae, se habría ido en cuando encontrara un lugar mejor para vivir. Por el amor que le tenía a su madre, Ryüken había pasado toda su vida disculpándola y justificando sus actos de crueldad hacia la servidumbre, pero esta vez ya no lo hizo, y no volvería a hacerlo nunca más. Su madre la había echado de la casa. Logró sacarle esa confesión tras largas horas de discusión encerrados en el estudio, mientras su padre estaba Dios sabía dónde.
—Eres despreciable —. Se atrevió a decirle por fin, y con estas palabras la destruyó mientras él se iba a su habitación y se abandonó al pensamiento de Kanae y sus dedos de rocío.
Ya había pasado un mes y él comenzaba a impacientarse más, al grado de ver el viejo reloj sobre la pared esperando a que pasara cada hora del día, como si al comenzar el siguiente fuera a aparecer Kanae en la puerta con su maleta y su chelo, sonriéndole y llamándolo joven amo o Ryüken-sama. A veces soñaba con ella y despertaba exaltado, con la sorpresa y la ira por la necesidad carnal de hombre, entonces corría a la ducha y abría la llave del agua fría. Siempre estaba exhausto por no dormir, hasta desarrollar un temperamento casi tan malo como el de su madre, pero mesurado y tratando de explotar únicamente hasta que se encontraba solo. Casi no le daba hambre, un malestar permanente se había apoderado de él. Incluso los estudios, que antes eran sagrados para él, comenzaron a ser un fastidio porque le quitaban horas para pensar en ella, en buscar una forma de recuperarla.
Un día sintió que iba a explotar si alguien se le cruzaba enfrente y le daba los buenos días, así que decidió que lo mejor era salirse de la escuela y evitar todos los lugares donde era casi obligatorio tener contacto humano. Así fue a dar al río, que hacía remolinos suaves e imperceptibles con los colores del cielo. Bajó y se sentó en el césped amarillento, hipnotizado por el mismo flujo del agua que se había llevado su ropa ensangrentada y sus pensamientos aquél día que Kanae ya no estuvo en su hogar. El cielo estaba parcialmente nublado, y algunas gotas advirtieron que pronto llovería. Ishida Ryüken cerró los ojos y levantó el rostro hacia el cielo, como en gesto de súplica, tal vez de que lloviera, tal vez de que Kanae regresara, y así se quedó durante varios minutos, con los brazos mansos sobre sus costados. Y empezó a llover. Entonces el cielo, como si no hubiera entendido bien su plegaria, envió ambas cosas.
Ryüken sintió un golpe de reiatsu justo detrás de él, y se volvió lentamente, con la mirada cansada y triste, aún sin creer que eso no fuera un espejismo. Era Kanae que sostenía un paraguas, como aquella noche que Masaki había sido salvada, sólo que en vez de su uniforme y su moño alto, llevaba un maravilloso vestido de algodón coral con tirantes muy delgados y el cabello recogido apenas con un par de broches detrás de sus orejas.
—Kanae… — murmuró Ryüken como tantas veces había conjurado su nombre en sus noches sin sueño. Ella pareció extrañarse de escuchar que no la llamara por su apellido, pero prefirió ignorar eso.
—Ryüken-sama… ¿Qué hace aquí? — escuchar de nuevo su voz le hizo espabilar un poco y darse cuenta de que no era una ilusión, sino que, efectivamente, la mujer que tanto había soñado estaba parada delante de él. Se acercó con pasos torpes y lentos, dudoso de tocarla. Ya no recordaba en práctica cómo era su relación, sino que había inundado su mente en las últimas semanas de los recuerdos más hermosos que tenía de ella con el fin de torturarse. Sin importarle que sus actos confundieran cada vez más a la muchacha, le tocó el rostro suavemente con ambas manos y suspiró.
—Kanae… — Había tanto por decir, tanto para disculparse y por confesar, y lo único que podía hacer era murmurar su nombre de una forma casi espeluznante con las manos trémulas sobre sus hombros blancos y desnudos y, al final, caer desmayado. Kanae lo sostuvo para que no cayera al piso, y por su aroma suave de siempre pudo comprobar que no estaba borracho. Claro que estaba preocupada por su joven amo, pero lo primero que le vino a la mente no fue llevarlo a un hospital, sino a la casa de Yoshio.
Lo primero que vio Ryüken al despertar fue la luz rojiza del atardecer reflejada en el techo y la pared que se colaba por la ventana abierta. Estaba en una habitación, pero no era de hospital, y tampoco era la suya. Frotó sus ojos sin gafas con las yemas de los dedos, y giró la cabeza para ver mejor la habitación. En pocos momentos entró Kanae por la puerta con una charola con comida y la dejó en una mesita junto a la cama, después ella se sentó a su lado.
— ¿Se encuentra mejor, Ryüken-sama? — Ryüken parpadeó y recordó que se había desmayado al poco rato de encontrarla. Asintió levemente y notó que ella esquivaba su mirada.
— ¿Dónde estamos? — recibió el té de las manos níveas y bebió un sorbo.
—En la casa del señor Akutagawa —. A Ryüken casi se le cayó el té. Tosió un poco y examinó de nuevo toda la habitación con nerviosismo. Kanae suspiró, aún con la mirada gacha — Ni él ni Yoshio están. No se preocupe por eso, Ryüken-sama.
—Ya veo.
A su voz le siguió un largo silencio, quedándose ambos quietos y sumidos en sus pensamientos. El viento movió un poco las cortinas y Kanae, la Diana que antes estuviera a punto de atravesar el cráneo de Burke, se aventuró a hablar primero. Su actitud ahora era la misma que Ryüken conocía, la de ratón frágil.
—Ryüken-sama, yo quería… disculparme. Sé que le prometí que lo protegería siempre, y no quiero excusarme, pero varias cosas pasaron y…
Ryüken la detuvo poniendo su mano sobre las suyas, y sus miradas al fin coincidieron. La voz y las piernas le temblaban.
—No pidas disculpas. Sé lo que pasó.
Kanae lo miró con asombro más parecido al terror. ¿Sabía que Burke la había tocado y ella se defendió? ¿Sabía que le había gritado arpía a su madre? Iba a explicarse y a continuar con una larga letanía de disculpas, pero la mano tibia de Ryüken sobre las suyas, ahora sudorosas, no le permitieron a su voz salir. La forma en la que la miraba era hechizante, porque sus pupilas se iluminaban derrotadas ante ella y dejaban ver con sinceridad puras intenciones, como a veces la miraban Suzume o Yoshio. Sin embargo, los ojos de su antiguo amo la suspendían, y ella siempre había deseado que la mirara de esa forma.
—Soy yo quien te tiene que pedir perdón, Kanae. Perdóname por no poner atención nunca al esmero que le ponías a tu trabajo, me acostumbraste tanto a él que creía que era normal que te sacrificaras así por mí. Perdóname por no fijarme en cómo me veías, y por no darme cuenta de que era lo único que valía la pena.
De nuevo el gesto de espanto, quiso levantarse pero Ryüken la sostuvo de la muñeca, con el mismo rictus que ella tenía cuando le pidió que regresara. ¿Le estaba diciendo que sabía que estaba enamorada de él? Sintió aún más vergüenza que cuando la vio sin vestido tocando en la sala de la casa Ishida. Al tiempo que ella se sentó en el filo de la cama nuevamente, él se quitó las sábanas de encima y se postró delante de ella, sin soltar su mano y llevándola a su pecho.
—Yo también tengo el alma herida —, le dijo, y se acuclilló en su lugar para poder acariciar su mano con el rostro — Cúrala. Cúrame, por favor.
Kanae estaba atónita. Su corazón se desbocaba y sentía que se le iba a salir del pecho en cualquier momento. No creería lo que suponía hasta que lo escuchara de la misma boca de Ryüken: ya poco faltaba para que le dijera que la quería, que estaba enamorado de ella, o al menos que le gustaba. Pero no escuchó nada de lo que maquinaba su mente de chiquilla ilusionada y pesimista. A cambio recibió un beso que hizo que la poca fuerza de voluntad que le quedaba se fuera al diablo. Podía ver a través de las lágrimas que anegaban sus ojos los colores rojizos que se oscurecían con el pasar de los minutos, y en cuanto Ryüken rozó con las yemas de sus dedos su nuca, se dejó vencer por completo y lo abrazó. Separó sus labios de los suyos, también le faltaba el aire por el sobresalto.
—Ryüken-sama, no está bien lo que estamos haciendo —. Se retractó con la esperanza de que así se retractaran sus pensamientos y no la llevaran a cometer una locura por aquél hombre que le estaba pidiendo que entrara en su vida.
—Tampoco estaba bien lo que hacíamos antes. Nada de lo que hacemos está bien para ellos, Kanae, y no tenemos por qué seguirlos escuchando —. La miraba fijamente, pegando su frente con la suya y tomando sus sienes con una ternura que jamás había sentido — Entonces, ¿quieres hacerlo?
Ella sólo pudo besarlo. No cabían las palabras en su boca, no eran suficientes para decirle que iría con él hasta el fin del mundo y lo repararía cuantas veces fuera necesario, o que la devoción era un concepto muy pobre en comparación a lo que ella haría por él. Ryüken posó sus manos sobre la cintura que admiró la noche que su madre le gritó, y dejó de besarla para admirarla mejor. Le sonrió y continuó besándola hasta recostarla sobre la cama, donde ella se giró para estar sobre él.
—Soy yo quien va a curarlo, Ryüken-sama. Sería un problema si cada vez que reparara algo estuviera encima de mí —. De la nada, la actitud desenfadada había regresado. No le molestaba en absoluto, porque a esas alturas Ryüken ya sabía que las dos se fusionaban en una capa transparente y que quería amar a ambas.
—Sólo dime Ryüken.
Ella asintió, lo ayudó a acostarse de la misma forma que estaba cuando despertó, se sentó en la cama y continuó besándolo. Pasó sus manos por su cuello y su pecho, después su boca en besos volátiles sobre la ropa. Ryüken no pretendía que le entregara su cuerpo porque no era lo único que quería de ella, aunque lo deseara con ahínco, podía esperar hasta que ella quisiera dárselo. La manera en que lo besaba y pasaba sus manos por su piel no tenían ninguna intención erótica, sino más bien de mostrar el afecto que siempre le había tenido. No le iba a decir que lo amaba en palabras, ya se lo estaba diciendo ahora.
—Puedes quedarte aquí hoy, Ryüken —. Se atrevió a pronunciar su nombre sin ningún sama, y lo dijo como sin querer — Yoshio y el señor Akutagawa fueron a China, ¿puedes creerlo? — Rió como si estuvieran platicando desde hacía horas — Yo no pude ir porque presenté examen de admisión hoy.
— ¿Qué?
—Quiero estudiar en el conservatorio. Hoy era la última ronda. Ni siquiera creí que pasaría la primera.
Kanae ya se había levantado y se paseaba animada hablando por la habitación.
—No creí que tuviera tanta suerte, después de todo, te extrañaba y nada me salía bien.
Se quedaron platicando hasta muy entrada la madrugada, cuando Ryüken comenzó a cabecear. Tenía los ojos rojos y conectaba las ideas con dificultad. Kanae rió y lo recostó de nuevo y siguió hablado hasta que se quedó dormido. Iba a levantarse pero, una vez más, fue detenida por el agarre en su muñeca.
—No te vayas. Quédate.
Kanae suspiró divertida.
—No hay espacio para mí.
Ryüken se sentó y se hizo a un lado, ofreciéndole el espacio de la mitad de la cama.
—Claro que sí. Será justo cuando éramos niños y mi padre nos leía historias de terror. Estabas tan asustada que no querías irte de mi habitación, ¿recuerdas?
Kanae rió y fue a acomodarse al lado de Ryüken, acostada, cara a cara con él. Su mano tosca en comparación a la transparencia de la Diana recorrió la piel de marfil de su brazo erizándola a su paso, y tomó su mentón.
—Decías que no te daban miedo pero estabas temblando. Ya tenías diez años.
Bromeó y ella levantó una ceja. Recordó las noches con los libros antiguos y las historias que les contaba Ishida Söken a su hijo y a su futura criada, ambos sentados en el piso envueltos en la misma sábana con ojos atentos a las palabras del señor de la casa, que nunca la trató como si fuera servidumbre, sino con su carácter amable que mostraba con todos.
—Me quedaba porque tú me lo pedías.
Era cierto. Ambos estaban lo suficientemente asustados como para no dejarse el uno al otro abrazados bajo la sábana en la misma cama y en la misma habitación. Ahora Ryüken recapacitaba: ¿en qué estaba pensando su padre al dejarlo hacer eso? Nunca se distinguió por ser elitista, sin embargo, hasta él tenía límites para acatar las reglas sociales. Si hubiera sido cualquier otro, no lo habría dejado entablar siquiera una amistad con la criada, porque era eso: una criada. Tampoco lo habría dejado correr con ella bajo el calor del verano en el páramo de la casa de campo, ni leer juntos durante horas en el estudio, ni husmear en la cocina las galletas traídas de algún viaje antes de la hora de la merienda. Agradeció a su padre que le dejara convivir con esa ánima frágil y amorosa de huesos tiernos y piel de jazmín, porque era la razón por la que él no había estado solo toda su vida. Besó su frente, dando por terminada la discusión, y la abrazó aunque el calor no lo ameritaba. Desde ahora, le pediría una y otra vez que se quedara, no sólo en su habitación o debajo de su sábana, sino en su vida.