Hola, lectores. Este fanfic está inspirado en los nuevos capítulos del manga de Bleach, así que si no quieren ver spoilers (que en realidad no son significativos, al menos no para mí) les recomiendo que no lo lean. La pareja es Ryüken & Katagiri (en cuando sepa su otro nombre quiero corregir este fic). La idea surgió a partir de un corto llamado Ánima realizado por Ana Victoria Pérez (es un corto erótico, lol) que trata de una chica que va con un lutier a que le repare su chelo, pero al verlo trabajar despierta algo en ella.
Sin más, les dejo la historia.
Los colores
En la casa siempre había silencio, iba con el apellido. Todo serio, impecable, como el nombre Ishida, y a pesar de que por la ventana se colaba una luz que dejaba ver el brillo y la belleza de la mansión, se percibía algo sola. Un gris disfrazado de pocos colores, sobre todo el blanco, pero así era perfecto para ellos. Ella era parte de todo eso: los señores (más bien, la señora) le pedían (le ordenaba) tener todo tan pulcro como el blanco del uniforme de los Quincy. Estaba bien, era un honor y un orgullo servir a una casa de purasangre, cualquier cosa que le pidieran ella la haría sin rechistar.
Al menos así era al principio. Cuando llegó a servir a esa casa, los idolatraba a todos, después de que superó esa etapa se dio cuenta de que era casi enfermo su fanatismo que procuraba mantener oculto para no molestar a los amos. Deseaba ser como la señora, tan imponente y majestuosa, con una sola mirada que le dedicara Katagiri ya sabía qué era lo que tenía que hacer. Era poderosa, hermosa a su manera y, además, había educado de la mejor forma al joven amo. En cambio la criada era delgaducha, débil y sin chiste; cualquiera podía pasar sobre ella. Y lo hacían.
Poco a poco esa idolatría se fue convirtiendo en envidia. Deseaba ser más poderosa, deseaba no tener su cabeza bajo los pies de nadie, en especial esa mujer. Deseaba poder estar a la altura del joven amo.
— Katagiri, más café. — despertó de su ensimismamiento y sacudió la cabeza.
— Sí, señora. — enseguida fue con la jarra adonde la mujer. — Dile a Ryüken que baje ya, es importante lo que le diré.
— Pero señora, ya le he avisado. Seguro el joven amo está por bajar. — la mujer volvió su rostro violentamente hacia su criada, frunció el ceño con mirada casi despectiva. Katagiri quería poder hacer eso, ser lo suficientemente importante para ver a las personas por encima del hombro. O al menos para que esa mujer ya no la viera de esa forma.
— ¿Te pregunté lo que pensabas? Claro que sé que ya le avisaste. Se tarda, ve y avísale otra vez.
Katagiri sostuvo la charola un momento y después asintió.
— Sí, señora. Mis disculpas.
La odiaba. Quería ser como ella. Quería ser como la persona cuyas actitudes odiaba, porque el joven amo así la quería, con esos defectos.
Tocó la puerta y nadie respondió.
— Joven amo. — tocó de nuevo — Joven amo, su madre quiere que baje ya. ¿Amo? — esperó pero nadie respondió. Tocó la perilla y giraba completamente, no había puesto el seguro. — Voy a entrar — advirtió, y empujó la puerta.
Encontró a su amo de espaldas, él mirando a la ventana, abrochándose la camisa. Era raro, Ishida Ryüken jamás se demoraba y menos por algo tan simple como vestirse.
— Joven amo, mis disculpas por entrar. — él se volvió, apenas se percataba de que Katagiri había entrado.
— ¡Katagiri! ¿Qué ocurre? — notó el sonrojo que ella trataba de ocultar, pero hizo como que no lo había visto.
— Su madre... Ella desea que baje ya, dice que se ha demorado mucho. — desviaba la mirada y jugaba con sus dedos. Ryüken casi sintió ternura. A pesar de que era serio, era sumamente empático y considerado, cuando su madre perdía el control y se desquitaba con Katagiri, él siempre era el primero en defenderla.
— Qué exageración mandarte. Apenas han pasado cinco minutos desde la última vez que viniste. — rió, y Katagiri lo miró con sorpresa.
— Joven amo...
Él tomó el suéter que estaba en la cama y caminó hacia la puerta.
— Vamos, Katagiri. — y le dedicó una media sonrisa que la llenó de brillo por dentro. La única razón por la que seguía sirviendo en esa casa era por él, porque ansiaba que en algún momento del día Ishida Ryüken le dedicara una sonrisa así. Lo amaba; amaba su porte, sus maneras, su amabilidad y consideración, su cabello blanco; amaba cuando arrugaba la nariz mientras escuchaba a su madre del otro lado de la puerta, su expresión apacible mientras leía. Amaba hasta verlo dormido o comiendo, todo lo que encerraba su persona le parecía la creación más bella del mundo.
— ¡No van a comprometerme con nadie! — la exclamación de su amo y el golpe en la mesa rompió de golpe sus ilusiones.
— Ryüken, tienes que hacerlo. Es por el futuro de los Quincy, ella y tú son los únicos hijos de purasangre que quedan. — el joven estaba parado, había regado el café sobre el mantel. Su mirada era la adrenalina de un animal azorado.
Katagiri enseguida tomó un trapo y se dispuso a limpiar el pequeño desastre. Estaba tan confundida como él, pero su gesto siempre era el mismo, jamás mostraba sus emociones. ¿Comprometido? ¿Con quién? Se reprendió mentalmente por estar distraída y no haber escuchado toda la conversación, qué estúpida. Al menos así sabría mejor qué estaba pasando.
— Es... Es... Increíble. — terminó diciendo, llevándose la mano a la frente. Katagiri sabía que él también estaba reprimiendo muchas cosas, que realmente quería decir que era una estupidez. Si de algo podía jactarse es que pasaba tanto tiempo con él, sirviéndole, que lo conocía mejor que su madre. La señora, por otro lado, se la pasaba saliendo o encerrada en su habitación, pero sólo convivía con Ryüken a la hora de las comidas.
Y él ya se había ido de ahí, dejando a la mujer sola sentada en la mesa. Porque Katagiri no contaba como persona, era la criada, era un servicio, alguien o algo útil.
Siguió levantando en silencio, había que restaurarlo después de esa discusión, de nuevo hacer el desayuno había sido en vano porque ninguno de los dos había comido.
No pasó mucho tiempo para que se quedara sola en casa, eso ocurría últimamente con frecuencia. La casa estaba sola y era cada vez más gris. Pulcra y gris.
Katagiri revisó todas las habitaciones, tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo una por una, y se quitó el uniforme. No sabía cómo podía hacer para soportarlo en verano. Después de cerrar la última puerta, todavía miró a los lados, caminó hacia el atril justo en medio de la sala principal y puso las partituras. Su instrumento estaba recostado a un lado, ya tenía cerca de una semana que a la señora no se le ocurría irse de la casa y Katagiri no había tenido oportunidad de sacarlo de abajo de la cama.
— ¿Te has sentido solo? — murmuró, levantándolo del mango.
Había comenzado sus primeros días de color furtivo en el baño de su propia habitación, con una sordina grande y pesada sobre las cuerdas, qué vergüenza si alguien la encontraba así. Después salió al fin del baño, después en el pasillo, hasta que terminó en la sala principal, el corazón del hogar. Sentía que si estaba ahí inmediatamente todo se colorearía como ella quisiera, porque era su sonido el que llenaba el vacío del blanco inmaculado de las paredes. Afinó bien el violonchelo (el calor había hecho de las suyas sobre la tensión en las clavijas) y comenzó a tocar. Se elevaba, sentía surcos en el aire cual de si agua se tratase; el sonido profundo de las cuerdas vibraba. A veces mientras tocaba pensaba en él; a veces mientras tocaba lo tocaba a él. Cerraba los ojos y cada nota evocaba a la sonrisa del joven amo, parecía tan real que juraba que escucharía su voz en cualquier momento.
Ryüken…
Todo era una vorágine dentro de su pecho, las texturas y los susurros y todo el mundo se concentraban en su arco y en su sonrisa de completo placer. El rojo venía ya, desde el piso pudo sentirlo, y lo vio elevarse en las paredes en figuras y matices distintos. Los labios del joven amo, la sonrisa, el calor que sentía a distancia, el índigo de sus ojos. Justo comenzaba a llover el verde y se hacían ríos, la vorágine seguía, nada podía detener la música, nadie podía bajarla del cielo. Mantenía la boca tenuemente arqueada y la mirada perdida tan brillante como los colores que ella veía.
— ¿Katagiri? — todos los cromas y aromas y sabores se esfumaron, se rompieron y se desvanecieron rápidamente en un humor líquido. Ella no lo había visto aunque llevaba un buen rato plantado frente a ella, atónito por lo que veía. Ambos se quedaron sin hacer un sólo movimiento, boquiabiertos, Katagiri no sabía qué hacer.
— Katagiri... — murmuró Ryüken. — Tu uniforme.
Fue lo único que pudo decirle, después se arrepintió. "Imbécil". La muchacha entonces reparó en que estaba sólo en fondo blanco, se había quitado el uniforme por el calor tan sofocante que hacía. Estaba descalza también, sin medias, mostrando sus blancas pantorrillas. Toda, toda su piel era tan blanca como el blanco inmaculado de la casa.
— ¡Joven amo! ¡Mis disculpas! — chilló ella, dejando el violonchelo a un lado y sin saber qué hacer. Ryüken la había puesto tan nerviosa que en uno de sus intentos por moverse y buscar su uniforme (o al menos tapar lo que para ella sería desnudez) tropezó con una de las patas del atril y cayó de espaldas.
Se golpeó la cabeza, le dolía pero quería levantarse y correr. Ryüken tan sólo miraba, seguía pasmado, ahora viendo las piernas descubiertas de su sirvienta. Eran blanquísimas, pero a distancia pudo percibirlas suaves. Un deseo de tocarlas escaló por sus manos, pero después de pensar en ello se dijo a sí mismo que era un enfermo. Sacudió la cabeza y fue enseguida a ayudar a Katagiri, quien ya se había recostado en posición fetal sosteniéndose la cabeza, gimiendo por el dolor.
— ¿Katagiri, estás bien? — ella asintió levemente después de sentarse en el piso.
— Lo siento.
— No pidas disculpas, no hiciste nada malo.
— Ah, lo siento. — llevó su mano a su boca después de darse cuenta de que había caído en el mismo error. Ryüken la miró con reprobación, ¿acaso ella nunca cambiaría? Le tendió la mano y la ayudó a levantarse.
— No sabía que tocabas el chelo. — la muchacha bajó la mirada, no veía que su "amo" estaba sonriendo.
— Es sólo un pasatiempo.
Ryüken levantó el instrumento del piso y lo miró con cuidado. Al momento de pasar su mano sobre el diapasón, Katagiri sintió un vuelco. Nadie había tocado antes su chelo.
— Mentira. Lo que escuché era precioso. — Ryüken sostuvo el mango sin ofrecérselo a su dueña, forzándola a no huir. La muchacha jugó con sus manos, indecisa. Quería reprimir una sonrisa y un sonrojo.
— Por favor, joven amo. — extendió la mano para que Ryüken le devolviera el chelo, pero él hizo caso omiso.
— ¿Por qué no tocas todas tus tardes libres? ¿Por qué sólo cuando estás sola? — lo hacía más difícil, ella ya empezaba a incomodarse. Puso sus blancas manos sobre el mango y lo jaló suavemente hacia ella, indicándole que quería que ya lo soltara. Pero Ryüken no cedía. — ¿Temes que alguien te escuche?
Ella frunció el ceño y jaló con más fuerza el mango. No sabía por qué, pero le molestó esa última pregunta. Era verdad, no quería que la escucharan porque ella consideraba que ese pasatiempo era tan insignificante que debería guardárselo para ella sola. O, mejor dicho, era tan importante que quería guardárselo para ella sola.
— Frente a los amos siempre debo ser una buena Quincy y una buena sirvienta. No quiero molestarlos con mi pasatiempo ridículo. — dijo ella, tranquilamente, y abrió el estuche para meter el chelo, sin revisarlo o limpiarlo, y el arco. Ryüken se dio cuenta de que la había importunado.
— Lo siento, yo... — guardó silencio un momento — Tienes en cuenta que además de ser una guerrera y una sirvienta también eres una persona, ¿verdad? — Katagiri paró unos segundos pero reanudó su tarea casi enseguida. No quiso decir nada, aunque había tanto que decir sobre eso. Lo que ella pensara era innecesario decírselo al joven amo, porque se desgastaría en explicarle cosas que no cambiarían sólo porque ella las dijera al hijo de los patrones. Cargó con todo y caminó hacia las escaleras, dejando a Ryüken solo y confundido. ¿A qué venía esa actitud tan fría de parte de la mujer más amable con él? Se sintió mal, quiso ir a hablar con ella y remendar su error (que no sabía con certeza cuál era) para que ella volviera a sonreírle.
— Enseguida bajo y preparo su té. — avisó de manera propia, haciendo la distancia emocional entre los dos aún más grande.
Pasó menos de una semana para que Katagiri volviera a tener la casa para ella sola. Como siempre, revisó habitación por habitación, ahora de manera obsesiva. Esta vez no se sacó el uniforme, y destapó con esmero y ansiedad el estuche de su chelo. Sin embargo, a la hora de afinar lo notó que había algo raro.
Algo se había roto. Katagiri chilló y lo revisó con desesperación como si se tratara de una persona herida. Se llevó las manos a la cabeza y, por primera vez, sintió enojo hacia su joven amo. ¡Por su culpa ella había tirado su chelo! ¡Y ahora estaba roto!
Al borde del llanto y masticando maldiciones guardó todo. Buscó en un cajón hasta encontrar una libreta algo desgastada, tomó el teléfono y marcó un número. Quien contestó al otro lado del teléfono era un hombre de voz ronca.
— ¿Diga? — Katagiri suspiró de alivio.
— Señor Akutagawa. — lanzó el nombre con incertidumbre.
— ¡Katagiri! ¡Qué gusto oírte! Tanto tiempo sin saber de ti. ¿Qué necesitas?
La mujer apretó los labios antes de empezar a hablar. Tenía miedo de que la voz se le quebrara antes de terminar de explicar.
— ¿Todavía trabaja su negocio?
— ¡Claro!
— ¿... Como lutier? — el hombre se quedó en silencio.
— Sí, bueno. Hay un asunto con eso, pero tal vez pueda ayudarte. ¿Qué te parece si vienes mejor?
— Es que... Bueno, sí. Sí, iré. Buscaré un espacio. Muchas gracias, Akutagawa- san.
— Puedes venir incluso en la noche, si eres tú no importa. Hay que charlar un rato, seguro tu visita le vendrá bien a Yoshio.
— Ah, Yoshio. — Dijo, sonriendo — Me buscaré un espacio muy grande entonces. Gracias otra vez, adiós.
Y colgó. Esa llamada, a pesar de tener en cuenta la posibilidad de que el señor Akutagawa no reparara su chelo, la había reconfortado. Akutagawa Jun había sido su vecino durante su infancia, él fue quien la introdujo en el mundo de la música. Tenía una tienda pequeña de instrumentos en el centro de Karakura, y su taller estaba en su casa. Era un hombre viudo con cuatro hijos, ella solía jugar con el menor, Yoshio. A veces solo visitaba al hombre y miraba fascinada sentada en un banco cómo hacía y reparaba violonchelos.
Lo fue haciendo con tanta frecuencia que Jun comenzó a explicarle lo que hacía mientras obraba, y Katagiri siempre lo escuchaba atenta, hasta que un día no encontró al hombre en su taller.
— Se fue a la tienda hace rato, regresará en unos minutos. ¿Quieres mientras ver la televisión conmigo? — le dijo Yoshio.
Cuando Jun entró a la casa, sabía que la niña iba a estar ahí. Y le ofreció en un estuche nuevo su primer chelo a Katagiri.
— Me tomó tiempo repararlo. Tiene sus años, sólo el estuche es nuevo — rió el hombre — Se lo compré a una señora que estaba a punto de tirarlo a la basura. ¿Puedes creerlo? ¡Si estaba casi en perfecto estado! Lo reparé para ti, Katagiri.
Ella no cabía en sí de felicidad, la boca no le alcanzaba para sonreír, sus ojos brillaban intensamente y sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. Lo tomó con manos temblorosas.
— ¿De verdad? — el hombre asintió. — ¡Gracias! ¡Muchísimas gracias!
Un suspiro desvaneció el rostro del hombre de su mente.
— Gracias. — murmuró, con una sonrisa y las manos bajo el pecho.
— ¿A quién agradeces? — cuando abrió los ojos, estaba su blanca realidad adornada con la mujer que menos habría querido ver después de recordar un momento tan divino. Suspiró con hartazgo sin que la mujer lo notara.
— A nadie, señora. ¿Qué puedo hacer por usted?
— Sirve la comida, hoy tenemos una invitada.
— Sí, señora.
— Madre, te llaman. — avisó Ryüken desde la puerta. La señora atravesó el umbral y se fue.
El joven miró con recelo a Katagiri. ¿Qué la había hecho sonreír de esa forma?
¿Qué les pareció? Yo desde que vi a Katagiri, me dije "ella es la madre de Uryü, es casi seguro". Pero hay que ver cómo se desarrolla el manga, tal vez estoy equivocada. Muchas gracias por leer.