Vale, shit. ¡Hola!

Me arriesgaré luego de mucho tiempo, en hacer algo más largo que un simple one-shot o viñetas ligeritas. No prometo mucho, pero espero guste y bueno, si sucede, aquí estaré publicando algunas cositas.

Creo que terminó convirtiéndose en algo M. El final del capítulo terminó diferente a lo que esperaba para un rating tan ligero como un T, que era como quería hacerlo al principio. Entonces quedan advertidos, por fa. Tiene temas de suicidio y habrá violencia, drogas y abusos en capítulos próximos, y bueno… eso ya lo dije en el disclaimer. Nótese que soy distraída. (ʘʘ) igual tengo que advertir por si a alguien no le gusta, ¡sha dije!

Primer capítulo, centrado solamente en Matt, espero les guste, y como siempre:

Enjoy!


I

Había encontrado un bote de medicamento sobre la mesita de madera en el cuarto de su madre. No sabía para qué eran exactamente, pero imaginaba que si era un medicamento, podría quizá quitarle el dolor de cabeza. Ellos estaban en el piso de abajo, Mail podía escuchar sus gritos. Ella decía que él era un idiota, él le decía que ella era una puta. Mail tenía dieciséis años y el cabello rojo de su madre. Tenía el odio de su padre y sus ojos turquesa. Tenía videojuegos en su habitación, sobre su enorme cama y sus sábanas de superhéroes. Tenía un par de lentes que usaba para evadir la realidad, aquella en la que sus padres se odiaban y le odiaban a él en desquite.

El bote naranja tenía el nombre de su madre escrito, no leyó nada más. Lo abrió y saco un par, luego tomó otras más, cinco, siete. Un pequeño puño de puntos blancos sobre su mano, algo para quitarle el dolor de cabeza.

Mail corrió a su habitación para tomarlas, pero se dio cuenta que no tenía agua y que no era capaz de pasarlas así por su garganta; no era como su madre. Ella tomaba pastillas sin necesidad de beber nada, simplemente se echaba un par a la boca y luego sonreía. Mail sabía que eso la hacía sentir bien y por eso quería intentarlo.

—Ya lo sé todo. —la voz de su padre resonó por toda la casa. Era un lugar grande, las paredes eran altas, los muebles decoraban todo en tonos claros y metálicos, las voces se escuchaban amplificadas a la parte de arriba debido a la forma del lugar. Mail se quedó escuchando desde las escaleras.

—¡Sé que no es mi hijo! —gritó.

Ella trató de silenciarle, poniendo de pretexto que no quería que "él escuchara". Demasiado tarde, como siempre. Mail se quedó en silencio. Miró las pastillas en su mano y decidió bajar las escaleras, despacio. No se preocupó por que sus padres, o mejor dicho, su madre y el otro hombre, le atraparan. Por suerte ellos estaban en la sala, y un muro le cubría mientras caminaba hasta la cocina. Abrió la cava y tomó una botella llena de un líquido transparente. Le abrió, se echó las pastillas a la boca, y luego bebió.

Le llevaban en una camilla mientras gemía, el estómago le ardía, y ya no podía ver tan claro. La gente le rodeaba y le lanzaba luces a los ojos, le lastimaba y le cegaba unos instantes. Luego le tocaban, trataban de estabilizarlo, y le inyectaban algo. Le metían cosas a la boca, él trataba de alejarlos, pero no podía. Según su mente, se movía para alejarlos, pero en realidad, apenas podía mover un dedo. Un tubo llegó a su garganta, lo sintió adentrarse en su cuerpo, le lastimaba, y el ardor no se detenía. Le rasgaron la camisa de rayas blancas y negras y luego se la sacaron. Su pecho que antes fuera blanco se veía rojizo y su estómago se sentía ardiente aun desde fuera. Su boca sabía mal, el tubo invadía su esófago, y la imagen de su madre llorando se perdía detrás de la puerta de la habitación de hospital.

Le lavaron el estómago y luego le dejaron descansar. No había hablado con nadie, aunque una enfermera joven venía a visitarle. Incluso parecía que ella estaba a gusto mirándole, Mail era un joven guapo y su familia tenía mucho dinero en el banco, ¿cuál le atraía más?

La mujer le dio de comer cosas suaves luego de unas horas, y le ayudó a incorporarse. Había pasado un rato inconsciente, y Mail se había ahorrado muchas de las preguntas que atacaban su mente. ¿Qué había bebido? ¿Qué eran las pastillas? No le importaba eso. ¿Qué iba a decir su madre, y el hombre que ahora resultaba no ser su verdadero padre?

Seguro iban a regañarle y luego lo iban a botar en su habitación para irse a discutir a la sala.

Mail suspiró, todavía le dolía el cuerpo. La enfermera leía una pequeña novela, que a juzgar por el título y la portada, era algo erótico. Debía estar en sus veintes, quizá novata. Mail la observaba cuando se quedaba horas en silencio, metida en esa habitación, cuidándole, supuestamente, mientras devoraba la pobre novela.

—Te sonrojas. —dijo Mail. La enfermera alzó la vista e hizo exactamente eso, con las mejillas teñidas en rojo.

—¿Qué dices?

—Te sonrojas cuando lees ciertas partes de la novela, y tu respiración se altera. Y tus piernas…

La enfermera estaba apenas un poco apenada, puso el separador en la página donde se había quedado y reposó el libro sobre su regazo. Miró al pelirrojo otra vez, él estaba cubierto con una sábana azul y vestía una bata blanca con puntitos negros.

—¿Qué pasa con mis piernas? —su tono de voz cambió, y Mail sonrió un poco. Sabía exactamente lo que trataba de hacer ella.

—Abres un poco las piernas. Como si esperaras algo…

—¿Me miras?

Mail negó, volteó la mirada hacia la pared de enfrente, la enfermera nunca dejó de mirarle.

—¿Querías matarte? —preguntó ella. Mail no supo responder.

El doctor que estaba a cargo entró a la habitación con unos papeles en las manos, y un tiempo después le dieron de alta. Sus padres, si es que lo eran, estaban esperando afuera. Ella lloraba preocupada. Él no le miraba a los ojos. Mail era tan alto como su madre, ambos delgados. La pelirroja le abrazó y le susurró un "vamos a casa".

Al llegar, todo fue igual. Las discusiones seguían, ahora culpándose uno al otro. Aunque trajera audífonos sabía que ellos estaban en el piso de abajo, y que nada de eso iba a parar.

Jugó a saltar, jugó a matar Elites, jugó a ser un Spartan grande, mientras su x-box trabajaba a toda velocidad y el volumen del televisor callaba los gritos de fuera. Se distrajo un par de horas, y luego se hundió en silencio. Ninguno de ellos se había atrevido a subir a verle, ¿no les importaba?

Están más preocupados por quitarse la culpa de encima.

Mail desconectó el aparato y se decidió a mirar una película por cable. Cambió de canal una y otra vez hasta que se encontró con algo. Pasaba de media noche, no había bajado a cenar. Se quedó mirando una película en la que una chica intentaba matarse. Recordó a la enfermera y su pregunta, todavía no tenía una respuesta para eso, pues simplemente no lo sabía.

El hombre al que antes llamó padre entró a la casa seguido de un señor de edad avanzada, con lentes y un portafolio en las manos. La madre de Mail le preguntó lo que ocurría, mientras el chico miraba desde arriba, recargado en el barandal de las escaleras. El hombre nuevo le miró desde abajo y le lanzó una pequeña sonrisa, sin más ánimos que saludarle. Mail no respondió.

El hombre con el que estaba casada su madre dijo que era un psicólogo, que iba a hablar con Mail.

—Nuestro hijo no está loco.

—No es mi hijo.

Le llamaron a la sala, para hacer que platicara con el de lentes. Le había dicho su nombre, pero Mail no se esforzó en recordarlo.

—¿Querías hacerte daño?

—No.

—¿Querías drogarte?

—No.

—¿Matarte?

Silencio.

Mail se levantó para tomar de la mesita de madera un cigarrillo de su padre. Lo encendió sin importarle ya que ellos le dijeran algo, por un momento consideró que ya no tenía padres y que la mujer pelirroja le era desconocida, casi tanto como le hombre con el que ella se había casado.

El doctor trató de preguntar lo que ocurría en su mente, Mail respondía "no sé". Y entre los no sés y Mail encogiéndose de hombros mientras fumaba, el doctor decidió que necesitaba verle más seguido.

—Volveré a verte en la semana, hablaremos sobre lo que pasó y te ayudaré.

—No estoy loco.

—Yo no dije que lo estuvieras.

El señor Jeevas acompaño al doctor a la salida, bajo la mirada de su mujer. Mail subió de nuevo a la habitación, en busca de medicamento. Ella ya había escondido todo.

—Me iré de la casa, a menos que logres controlar a tu hijo.

Él no le había pegado a su mujer, no era una bestia de aquellas. Pero sí le cortaba con las palabras y las amenazas, Mail estaba acostumbrado a eso, y los evadía inventando cosas en su cabeza. Había decidido que ellos ya no eran sus padres y que nada más estaba atrapado en esa enorme casa de millonarios. Los videojuegos le distraían, pero no le llenaban. Necesitaba otra cosa, aparte de robarse los cigarros de su padre y subirse al techo de la casa a fumar. De todas formas ellos no le miraban, la preocupación de su madre había durado no más de un día, y luego de eso había vuelto a preocuparse por otras cosas. No quería que la noticia de lo que había ocurrido se corriera entre sus conocidos, y su marido no quería que se supiera la deshonra de saber que él no era en verdad su hijo.

Mail prefirió esconderse cuando hubo una reunión en la casa. Una cena elegante, con gente que no conocía, personas que se adulaban unas a otras con tal de quedar bien, y pretendían que se agradaban. Esa noche no bajó las escaleras hasta que su madre subió y le obligó a hacerlo.

Cuánto has crecido. Eres muy guapo. Te pareces a tu padre. No es mi padre. Tienes los ojos de tu madre, ¿te lo han dicho? Por qué tardaste en bajar, te estábamos esperando. Vamos a cenar. ¿Qué estudiarás? ¿Serás Empresario como tu padre? Eres un gran heredero. Debes estudiar mucho. Debes superar el éxito de tu padre. Lo dudo. Es inteligente, pero no tanto. No digas eso. No me interesa.

La cena para todos, un platillo especial para él, debido a su estómago y una conversación estúpida y superficial. Subió las escaleras de nuevo, esperando no ser visto, regresó a su habitación, sin preocuparse por cerrar la puerta. Entró al baño y abrió el estante donde guardaba los champús y demás. No encontró nada. Salió y fue hasta la habitación del hombre apellidado Jeevas, abrió la puerta del baño e hizo lo mismo. Encontró las navajas desechables para el rastrillo y sacó unas.

Sentía que en sus venas corría algo que no le pertenecía, y debía deshacerse de ello. Cortó hasta que se sintió libre, y cerró los ojos.