Delfines y tiburones jugaban a recorren el gran acuario de un lado a otro como si fuese su hábitat natural. Diversos sonidos con los que se comunicaban entre sí, hacían las delicias de padres e hijos que disfrutaban de una agradable jornada familiar.

Era la hora de la comida de los animales de aquella zona del acuario y, como todos los días, los dos encargados de esa fracción del parque, se enfundaron en sus trajes de neopreno enterizos, junto con sus máscaras, esnórqueles y aletas.
Era un trabajo con el que cualquier persona soñaría, pero entraña sus riesgos. Nadie puede bajar solo, ni en océano abierto ni en piscinas de acuarios; necesitan un compañero que les guarde la espalda y vigile que ninguno de los animales los ataque. Generalmente, suelen ser pacíficos; aunque los tiburones se consideren los asesinos del océano, realmente no es así. Es un calificativo que les ha causado una mala fama entre las personas. Muy pocos saben que se puede nadar entre ellos sin problemas, siempre que no se les provoque. Como cualquier animal, reaccionan cuando se siente en peligro o acorralado, pero teniendo respeto hacia ellos, no debe hacer ningún problema.

Tras prepararse correctamente y asegurase que todo estaba bien, bajaron con cuidado a la gran piscina con el alimento para los animales. El primero se abría paso entre la vegetación que simulaba el hábitat natural de delfines y tiburones: grandes plantas que cubrían la mayor parte del fondo junto con algas, en su mayoría, de color pardo. El segundo nadaba de espaldas a cu compañero, vigilando todo a su alrededor. Como toda inmersión, disponían de un tiempo límite del que no podían excederse, algo que ellos, tras años trabajando allí, conocían muy bien.

De repente, un delfín pasó a su lado y ambos compañeros se quedaron atónitos. Mientras, los ochos delfines del acuario se dedicaban a comer, ese parecía tener más interés en jugar con un objeto que, debido a la velocidad con la que pasó alrededor de ellos, fueron incapaces de identificar.

Niños de todas las edades rodeaban la gran cristalera con enormes sonrisas, disfrutando de ver como alimentaban a los delfines. Los tiburones nadaban alrededor como si por rutina hubiesen aprendido que su turno para comer no llegaba hasta que los delfines hubiesen acabado.

¡Papá! ¡Papá! - dijo un niño de unos cuatro años desesperado porque su padre dejara el teléfono y le prestase atención – Mira ese delfín. ¡Está jugando!

Cuando el padre vio lo que su hijo le indicaba con la mano, un grito de horror llenó el acuario mientras el teléfono caía al suelo.

- Kate Beckett – contestó la llamada viendo el gesto serio de Castle a su lado – Gracias Lanie, vamos para allá.

Colgó la llamada y se dirigió hasta él, que la rodeo con los brazos.

- No pongas esa cara, Rick – se acercó a sus labios y le dio un rápido beso.

- ¿Es que no quieres que todos sepan que eres mía?

- Los que debe saberlo ya lo saben – le dijo pasando los brazos por sus hombros rodeándolo, mientras él la atraía por la cintura – Ya te dije que no me voy a cambiar el apellido, fue la única condición que te puse al casarnos.

- Pero, ¿por qué? - preguntó con cara de niño triste.

- Por qué me ha costado mucho llegar hasta donde he llegado en mi trabajo y no quiero pasar a ser ahora la mujer del escritor más codiciado de Nueva York – le dio otro beso y se apartó de él – Y ahora vamos, tenemos un caso.

- No se crea que esta conversación ha acabado aquí, inspectora.

- Ya contaba con ello – le susurró en el oído sensualmente, provocando que él tragara sonoramente, antes de ser prácticamente arrastrado por ella que lo guiaba de la mano hacia la cálida mañana de un día de verano en Nueva York.