¡Hola!
Tras terminar los exámenes, tuve una muy fuerte recaída con las novelas románticas (creo que de las cincuenta que tengo, me he releído 30...). Y me pasó lo mismo con el fic de "Flores de lino azul salvajes". Me inspiró, me vino una pareja y una idea a la cabeza y me puse a escribir. Y, también me había propuesto el publicarlo cuando tuviera más capítulo escritos, pero, como siempre, mis ansias pueden más y tenía que subirlo.
Lo único que puedo deciros de la historia, es que va a ser como una novela romántica en todos los aspectos. Es decir, si sois diabéticos o teméis por vuestras vidas, será mejor que no leáis... Esto estará lleno de clichés (como todas las novelas de este tipo), pero intentaré darle un toque de humor y drama para que no sea tan empalagosa.
Con respecto a las actualizaciones... No es un fic que vaya a estar actualizando cada cinco minutos. Cada capítulo me lleva su tiempo (creerme, me lleva bastante tiempo), porque quiero darle la forma de una novela adulta (haber si con esto, consigo de una vez por todas madurar un poquito, aunque con esto, solo voy a desear que aparezca algún hombre así en mi vida y la fastidiaré, como siempre).
Y nada más, espero no haberos aburrido con todo este rollo.
Un besito muy grande.
Ciao~~
Capítulo 1
Londres, 1877
—¿Esperas a alguien? —una voz masculina se abrió paso a través de los rumores de las cortinas. El acento extranjero, del este de Europa, suave y gutural, era como una agradable caricia en los oídos de Elizabetha. Con una sonrisa irónica en los labios, se volvió para ver salir de entre las sombras a su primo, el príncipe de Rumanía, Andrei Nikolai Pâunescu.
Tenía la piel dorada, con el reflejo del sol en sus cabellos y los ojos rojos como la sangre, que le daban cierto aspecto impredecible de crueldad. Y Andrei parecía más un tigre en aquellos momentos que un humano. Elizabetha tenía que admitir que su primo era guapo, tenía una combinación perfecta de belleza y amenaza, con un magnetismo y un aura de misterio que le envolvía y que, se solía echar a perder en cuanto abría la boca.
Elizabetha bufó al verle. Sí. Su primo Andrei podría ser peligroso, pero ella era toda una experta en el arte de domar y manejar criaturas peligrosas. Aflojó la tensión en su espalda y se acomodó entre los cojines del sillón de la sala, situado en el ala norte del salón.
—A ti no, ciertamente —replicó sin inmutarse—. ¿Qué te trae por aquí?
Él sonrió y sus blancos dientes brillaron en contacto con la luz de las velas. Tenía los colmillos afilados... Otra cosa más sobre su primo. Se creía un vampiro. Supuso que fue culpa suya por darle todos esos libros sobre aquellas criaturas de la noche que su primo encontró tan fascinantes.
—Me apetecía dar un paseo.
—¿Por el salón? —alzó una ceja incrédulamente—. Pues te agradecería que te fueras a pasear a otra parte. Tengo una cita.
—¿Con quién? —preguntó él al tiempo que deslizaba sus manos en los bolsillos y se acercaba a ella.
—Vete, Andrei.
—Dímelo.
—¡Vete!
—¡No te atrevas a darme órdenes, niña insolente! —gritó enfadado deteniéndose frente a ella. El tono que habían tomado sus palabras era oscuro y lúgubre, bajando varios tonos y haciendo que un escalofrío recorriese la espalda de Elizabetha, aunque no por el miedo.
—Andrei, no soy una niña. Soy una mujer hecha y derecha, lo que pasa es que tu pequeño cerebro de murciélago no te permite ver más allá.
Andrei sonrió y se sentó a su lado.
—Lo eres, desde luego...
Andrei la miró de arriba abajo, recorriéndola con la mirada. Elizabetha llevaba un vestido blanco, bastante sencillo. Su rostro, como siempre, no llevaba ningún tipo de maquillaje. Se había recogido los cabellos en un apretado moño, pero unos cuantos rizos exuberantes escapaban de él para enmarcarle la cara y el cuello. Reflejos de bronce y canela que brillaban en el color miel de su cabellera.
—Estás muy hermosa esta noche.
—Seguro Andrei...
—Te lo prometo —dijo poniéndose una mano en el corazón.
Elizabetha no supo si reír o echarse a llorar.
—No me adules.
—No lo hago. Jamás lo he hecho.
—Muy bien... ¿Qué quieres? —preguntó cansadamente.
Andrei sonrió.
—¿Por qué voy a querer algo? —la sonrisa de Elizabetha se hizo más grande.
—Siempre que me piropeas quieres algo. Dime, ¿qué es esta vez? ¿Dinero? ¿Qué te encubra? ¿Qué te acompañe a algún lado?
—No me puedo creer que pienses eso de mi, con lo bueno que soy siempre —contestó cínicamente—. ¡Si soy un angelito!
Los labios de la castaña reflejaron una mueca de inconformidad.
—Andrei, por favor, tienes que marcharte. Ningún hombre se acercaría por aquí si sabe que estás rondando la casa.
—No sé a quién estás esperando, pero no va a durar más que los otros.
Elizabetha frunció el ceño en modo de desafío.
—Sí lo hará. Este es diferente.
—Nunca duran —continuó Andrei como si no la hubiera escuchado—. A todos los rechazas de plano, en el mismo orden en que van llegando a ti. ¿A qué es debido?
Un rubor fuerte subió por el rostro de Elizabetha y se extendió por buena parte de sus mejillas. Apretó los labios. La flecha lanzada por Andrei había dado en el blanco. Desde su presentación en sociedad, hacía ya tres temporadas, no había aceptado a ningún hombre que se había atrevido a cortejarla. O eran muy aburridos, o muy mayores, o muy estirados, o demasiado altos, o... Todo eran defectos. Y, lo peor de todo, es que debería casarse pronto, o sería considerada un fracaso en el mercado matrimonial. Y, de ahí a ser considerada una solterona, solo había un paso.
—Si te soy sincera... No veo porqué necesito un esposo —dijo—. No me gusta nada la idea de ser propiedad de alguien. Seguro que piensas que eso me hace poco femenina, ¿verdad?
Andrei la miró durante unos segundos antes de contestar con una pequeña sonrisa.
—No, para nada. Eres la feminidad hecha carne.
Las cejas de Elizabetha se alzaron.
—¿Eso es un cumplido o una burla? —preguntó ella—. Contigo es difícil saberlo.
—Yo nunca me burlo de ti, Eli... De otras personas sí, pero de ti, nunca.
Elizabetha soltó un bufido y se cruzó de brazos.
—Vale, muy bien. No puedo con tu sentido del humor y tu cinismo. ¿Sabes que te queda muy mal?
—Es una de mis virtudes, primita, no te lo tomes tan a pecho —dijo antes de levantar ambas manos.
—¿Y ahora qué haces?
—Quiero saber más cosas sobre ese amigo tuyo... ¿Te toma en sus brazos? ¿Te susurra palabras de amor? ¿Te besa? —preguntó peligrosamente cerca de su rostro. Sus manos se habían colocado sobre las mangas de su vestido, encerrándolos entre sus dedos enguantados. Andrei sonrió y, antes de que la castaña se diera cuenta, la mordió en el cuello. Elizabetha le apartó de manera brusca y le pegó una pequeña colleja.
—Si has acabado de divertirte, Andrei, ten la amabilidad de no volver a poner tus asquerosas zarpas sobre mí.
—¡Me has pegado! —se quejó—. ¡Eso no lo hace una señorita! ¡Y mucho menos a un familiar! ¡A sangre de su sangre! —gritó melodramáticamente.
—Da gracias de que no tengo a mano nada más consistente y de metal para darte con ello en la cabeza, querido.
—Era solo una broma, Eli... No entiendo porqué te pones así.
—Me temo que no sé apreciar tu sentido del humor.
Andrei la miró fijamente mientras se volvía a colocar el vestido.
—Algún día te besaré.
—No lo harás.
—Sí lo haré, y te gustará —murmuró todavía dolorido por el golpe—. Además, lo encontrarás divertido.
Un hombre perfectamente vestido con un traje negro y guantes blancos apareció en la sala. Permanecía mirando al techo, con los brazos pegados a su cuerpo esperando para poder hablar.
—Mírale —susurró Andrei—, parece que acaba de tener una aparición.
Elizabetha no pudo reprimir una risita por el comentario de su primo. Esperó a que el mayordomo se dispusiera a hablar.
—El señor Eldestein está aquí para verla —comunicó—. ¿Le hago pasar?
—¡Por supuesto! Tráigale aquí, gracias —contestó Elizabetha y se giró a mirar a su primo, que permanecía con una mueca de asco en el rostro.
—¿Ese es tu enamorado? —preguntó—. Ni si quiera se le puede considerar como hombre... Primita, eliges muy mal a los hombres.
—Oh, cállate Andrei.
El rubio se encogió de hombros y se dispuso a marcharse, antes de observar como Roderich hacía acto de presencia en el salón. Sonriendo maléficamente, se puso detrás de Elizabetha y la besó en la mejilla, haciendo que la castaña se volviera asombrada.
—¡¿A qué ha venido eso?! —preguntó en un susurro, aunque querría haberlo gritado.
—Te dije que te besaría. Y que te gustaría, ¿a qué te ha gustado?
—Conociéndote, pensé que sería en otro sitio... —murmuró la castaña aliviada.
—Querida, soy un hombre comprometido, y Nadya me gusta más que tú... —contestó antes de dirigirse hacia el balcón—. Por cierto, Roderich no es lo que se dice una fiesta, así que... ¡Diviértete! —exclamó antes de desaparecer entre los espesos cortinajes de la estancia.
Elizabetha se giró y miró a Roderich, que había entrado finalmente en el salón y la observaba desde la puerta. Seguramente había visto el beso de Andrei... Ese idiota. La castaña le sonrió y esperó a que el mayordomo cerrara las puertas del salón, no sin antes pedirle que hiciera un poco de té para su invitado.
—¡Rode! —exclamó ella acercándose con la cálida sonrisa todavía en su rostro.
—Señorita Elizabetha —contestó él tras cogerle la mano sin guante y llevársela elegantemente a los labios, sin llegar a besarla—. Siempre es un placer verla, aunque tengo que admitir que hoy particularmente estáis bellísima.
El ligero rubor rosado cubrió las mejillas de la castaña que se mordió el labio ante las palabras del hombre.
—Si lo dices tú, tendré que creerte —murmuró para después añadir—. Y llámame Eli, o Elizabetha... Pero no señorita —ante el ceño fruncido de él, ella sonrió—. ¡Nos conocemos desde niños, Rode! No me trates con tanta formalidad, como si fuéramos dos extraños.
—Pero a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Y tú eres señorita —protestó, o así lo interpretó la castaña—, aunque la palabra adecuada fuera la de princesa. Estás espléndida, Elizabetha.
—Gracias, Rode.
Ambos se sentaron en el pequeño sofá de la sala y permanecieron en silencio durante unos minutos, los mismo que tardaba la doncella en depositar la bandeja con el té y marcharse. Elizabetha observó a Roderich inclinarse ligeramente para tomar entre sus manos una de las tazas. Era un hombre apuesto, alto y no demasiado corpulento. Tenía el cabello castaño, como el de la cáscara de las almendras, que brillaba a cada movimiento por el reflejo de la tenue luz de las velas. Sus ojos violetas permanecían protegidos por sus gafas. ¡Cómo le gustaban esos ojos! Siempre tan serenos, tranquilos, como si lo tuvieran todo bajo control. Era un hombre de manías y le gustaba que todo saliera como él deseaba.
Observó como daba un pequeño sorbo a la taza y se percató del lunar que tenía en la barbilla, justo debajo del labio. Cuando eran pequeños, ese lunar parecía más grande de lo que era ahora, que se había reducido y parecía un pequeño punto coqueto. Dejó la taza sobre el plato de porcelana y se giró a mirar a la castaña.
—Elizabetha, tenemos que hablar —murmuró gravemente haciendo que la castaña se tensara.
—Claro. ¿Qué ocurre, Rode?
—Sabes que nos conocemos desde hace mucho tiempo y ambos somos muy buenos amigos.
—Sí, por supuesto. Y estoy muy feliz de que así sea. —contestó sinceramente.
El castaño sacó una pequeña caja del bolsillo y lo puso entre las manos de ella.
—Sí. Pero, hay ocasiones en que esos sentimientos de amistad cambian.
—Rode, ¿qué pasa? —preguntó—. Porque me estás asustando.
Sonrió levemente y abrió la cajita, mostrando un anillo de oro blanco, con una enorme piedra rectangular amatista y un complicado y enrevesado motivo trenzado de oro también blanco con unos pocos diamantes incrustados. La joya brillaba con luz propia y el rostro de Elizabetha no podía denotar más sorpresa.
—Pero, mis sentimientos no han cambiado. Han crecido. Y, llevo sopesando una idea durante mucho tiempo —sacó el anillo y se colocó de rodillas frente a ella, tomando su mano izquierda con cariño—. Elizabetha Héderváry, ¿me concederías el honor de desposarte conmigo?
—¡Oh, Rode…!
Elizabetha se llevó las manos a la boca intentando ocultar la sonrisa sorprendida que se había formado en su cara tras la pregunta. Nada podía ser más maravilloso en ese momento. Apartó las manos y sonrió a Roderich, que se había levantado ligeramente para limpiar las lagrimillas furtivas que se habían escapado de sus ojos.
—¿Y bien? —preguntó impaciente—. Esta postura es algo incómoda… —musitó con una sonrisa forzada.
—¡Claro que sí, Rode! —exclamó ella abrazándole con fuerza.
Roderich atrapó a Elizabetha entre sus brazos y se colocó con una mano las gafas. Las muestras de afecto nunca habían sido su fuerte, pero sabía que Elizabetha sí que necesitaba el contacto de las personas. La besó en la cabeza y la levantó del suelo, para después ponerle el anillo en el dedo anular y besar sus manos levemente.
—Gracias Elizabetha. ¿Eres feliz?
—¡¿Qué si soy feliz?! —preguntó repitiendo sus palabras incrédulamente—. ¡Soy la persona más dichosa del mundo! —dijo abrazándole nuevamente—. Mi padre…
—He pasado todo el día con él, y está encantado con la idea.
Elizabetha soltó un gritito de felicidad y apoyó la cabeza en el hombro de Roderich. Si esa era la felicidad plena, podría morir tranquila. Su familia lo recibió con alegría y les felicitaron con calidez y sinceridad, llenando de dicha a los dos jóvenes prometidos. Roderich se marchó a casa tras la cena, una velada que había transcurrido con relativa normalidad. La satisfacción en el rostro de Elizabetha la hacía parecer más hermosa que nunca. Y, aún estando en su habitación, se podía percibir la felicidad que irradiaba la castaña, la cual tarareaba una cancioncilla.
—¿Eli? —preguntó una voz masculina entrando en el cuarto y haciendo que la castaña se tapara con lo primero que encontró.
—¡Andrei! ¡¿Acaso no te han enseñado a llamar a las puertas?! —recriminó sonrojada—. ¡Me estoy cambiando!
—Querida prima, no es la primera vez que os veo desnuda. Además, tengo muy vista vuestra ropa interior —le recordó pacientemente mientras cerraba la puerta y caminaba para sentarse en el filo de la cama—. Tantos baños en el lago de nuestra casa en el campo son difíciles de borrar, ¿sabes?
Elizabetha se cubrió el cuerpo con una pequeña bata de algodón y miró a su primo con los brazos cruzados, tapándose el pecho.
—Muy bien… ¿Qué quieres en esta ocasión?
Andrei se levantó y sonrió, imitando una serie de movimiento que resultaron conocidos para Elizabetha.
—Elizabetha Héderváry, ¿me concederías el honor de desposarte conmigo? —repitió intentando imitar la voz de Roderich aunque, como contestación recibió un golpe en la cabeza, cortesía de un almohadón que había tirado la castaña—. ¡Pero qué manía has cogido con pegarme!
—¡Nos estabas espiando! —espetó enfurecida.
—Querida, había salido al balcón —comentó como si fuese lo más obvio—. Tampoco es que tuviera otras muchas opciones. Era escuchar o saltar —murmuró enumerando las opciones con los dedos—. Y, sinceramente, saltar más de diez metros no es una cosa que me apasione realmente —completó asintiendo con la cabeza.
—Eso no es escusa, Andrei —murmuró frunciendo el ceño.
Andrei se volvió a sentar y miró el pequeño colgante que reposaba encima de la mesita de noche. Entrecerró los ojos y la miró, tras varios segundos, en los que pareció sopesar gravemente sus palabras.
—Elizabetha, quiero que me contestes a una pregunta, y quiero que lo hagas sinceramente —la castaña asintió con la cabeza y esperó a la pregunta—. ¿Estás segura?
Elizabetha soltó una risa y le miró fijamente, sentándose a su lado.
—¿Estás preocupado por mí?
—No. Nunca. Bueno, tal vez… —murmuró para después atravesarla con sus ojos rojos—. Elizabetha… Es Roderich… ¿De verdad quieres unir tu vida para siempre a la de…? Bueno, ese.
—Andrei, Rode es el hombre de mi vida, todo lo que siempre he soñado. Es caballeroso, amable, atento, virtuoso… ¡Es el príncipe azul que todas esperamos desde niñas!
—¿Esperáis a un mequetrefe afeminado como marido? —preguntó incrédulo—. Las mujeres de hoy en día sois muy raras… Me alegro de que Nadya no se parezca en nada a las demás.
—¡Ay! ¡Cómo se le cae la baba al niño cuando habla de su enamorada! —se burló ella pasando ligeramente el dedo por una de las comisuras de la boca del rubio, como si le limpiase la baba.
—Inclusive creí que tú eras diferente —contestó ignorando la anterior frase de la castaña—. Eres todo lo contrario a lo que se espera de una dama, por eso resultas interesante.
Elizabetha alzó una ceja y se cruzó de brazos sonriendo ladinamente.
—¿Me estás diciendo que estás enamorado de mi, Andrei?
—¡Ni muerto! —exclamó con una mueca de asco en sus labios—. Estoy enamorado de Nadya, es mi princesa, pero; si no fuéramos parientes, seguramente te hubiera cortejado —ante la sonrisa de la castaña, suspiró—. ¿De verdad te gusta Eldestein? ¡No se puede ser más soso!
—Andrei…
—Vale, vale… Ni una palabra más —contestó alzando las manos—. Pero… —se atrevió a volver a preguntar—. ¿No dijiste que no necesitabas un marido? ¿Qué ha hecho que cambies de opinión?
—Te lo acabo de decir. Roderich es diferente.
Andrei negó con la cabeza y se miró las puntas de los zapatos.
—De acuerdo. Y bien…
—¿Y bien, qué?
—¿Cuándo se dará la noticia?
Aquella había sido una muy buena pregunta, algo que no se habría imaginado jamás la castaña que viniese de parte de su primo. Aunque claro, sabía que su primo era sumamente inteligente, aunque no le gustara demasiado demostrarlo. Pero tenía toda la razón. Había que celebrar una fiesta de compromiso. Pero, conociendo a su prometido y a su padre, sabía que lo tenían todo planeado. No había nada por lo que preocuparse entonces.
Puesto que la temporada en Londres llegaba a su fin, la alta sociedad comenzaba a cerrar sus propiedades en la ciudad y se retiraba al campo; por lo que, para darle el broche de oro a la temporada, una fiesta para anunciar un compromiso. Y no un compromiso cualquiera, sino un compromiso entre dos grandes familias aristocráticas de Europa. Roderich vino al día siguiente y delegó los planes a su madre Marie, la tía Erzsébet, por la que debía su nombre, y Elizabeth. Por lo que allí estaban, las tres sentadas en la pequeña salita rosa, tomando una taza de té acompañada por un plato lleno de pastas y pastelitos.
Elizabeth tenía ganas de hincarle el diente a los pastelitos, que tenían una pinta exquisita con aquel merengue glaseado por encima, pero debía comportarse como toda una señorita. Observó a las dos mujeres mayores parlotear educadamente sobre los preparativos de la fiesta mientras que la castaña se llevaba una taza a los labios.
—¿Tú qué opinas, Eli, querida? —preguntó su tía con una pequeña sonrisa—. ¿Deberíamos poner la mantelería de raso dorado con el cubremantel de organza de seda a rayas de color hueso o la mantelería de brocados dorados y rojos?
—¿El de brocados dorados y rojos? —respondió ella interrogantemente. No sabía que contestar.
—Mejor el de raso dorado —contestó Marie, la madre de Roderich—. Es más elegante y nos da mayor juego para después elegir la vajilla, la cubertería y la cristalería.
—Tenemos que elegir también las servilletas —contestó Erzsébet—. ¿Qué tal unas de color hueso?
—Sí, en hueso o en beige quedarán bien.
Ambas mujeres continuaron hablando de los preparativos. De vez en cuando la preguntaban, pero al final todo lo acababan decidiendo entre ellas. Finalmente, y tras varias horas, todos los detalles para la fiesta quedaron resueltos y comenzaron a contratar los servicios. Elizabetha se disculpó con un pequeño hilo de voz y subió a la biblioteca. Por el largo pasillo enmoquetado por lujosas alfombras y cuadros decorando las paredes, se encontró con la ama de llaves, que llevaba un montón de sábanas perfectamente planchadas, y que la saludó con una cálida sonrisa.
En cuanto llegó a la biblioteca, la cual estaba en penumbras, Eli encendió una lámpara y subió de intensidad la llama hasta conseguir un brillante resplandor dorado. Era más sencillo descorrer las cortinas, pero no pensaba quedarse mucho tiempo allí. La luz de la llama jugueteaba sobre los armarios y las estanterías de caoba oscura repletas de libros, y arrancaba suaves destellos de distintos colores a los lomos de los libros, encuadernados en piel o en tela. La castaña sonrió ante el olor; cuero y libros entremezclados por el sutil aroma del tabaco y brandi.
Ojeó las estanterías en busca de algo que la ayudara a despejarse y olvidarse de la fiesta. Aquellas dos mujeres, su querida tía y su futura suegra, habían conseguido marearla con tanta palabrería. De modo juicioso, seleccionó un buen montón de libros y se dispuso a examinarlos.
—Los aspectos… —murmuró costosamente intentando ayudarse por la luz de la llama. Frunciendo el ceño, cogió todos los libros y se acercó hasta las ventanas cerradas por los pesados cortinajes de terciopelo borgoña. Con un rápido movimiento, descorrió las cortinas y dejó entró la luz de la mañana—. Uff… —Suspiró—. Mucho mejor —observó nuevamente los títulos y comenzó a leerlos—. Los aspectos del liberalismo… Revolución y reforma en la Europa moderna… Las maravillas del expansionismo británicos… Grandes guerras de Europa… —frunció el ceño y cogió el último—. Este mismo me ha de servir…
Un golpe brusco al fondo de algunas de las estanterías sonó por toda la habitación y Elizabetha se tensó. ¿Habría alguien en la biblioteca? Deseaba que fuera que no. Con la luz de la llama como iluminación y el libro como única arma, Elizabetha caminó hasta el resto de ventanas y descorrió las cortinas como había hecho antes, iluminando toda la habitación menos el fondo de la estancia y comprobó que no había nadie. Pero ella seguía escuchando movimientos, una respiración entrecortada y algún que otro gemido, que Eli relacionó con el dolor.
Armándose de valor, caminó sigilosamente con el libro entre las manos hacia las estanterías de la esquina derecha, la zona que más en penumbras quedaba. Cuando estuvo a punto de girar y mirar el pequeño recoveco que dejaban las estanterías, inspiró profundamente y, tras soltar todo el aire buscando tranquilizarse, saltó hacia la esquina y golpeó a la extraña figura que había allí.
—¡Ay! —se quejó la voz, una voz que a la castaña le pareció muy conocida.
—¿A-Andrei? —preguntó sin terminar de creérselo y saliendo a la luz, a la claridad—. ¡¿Qué estás haciendo ahí?! ¡Me has asustado!
El rubio salió a la luz y la miró con el ceño fruncido mientras se sobaba la cabeza.
—¡¿Qué te he asustado?! ¡Lo siento, milady! ¡La próxima vez tendré más cuidado! —exclamó molesto—. ¡Eso si me dejas neuronas suficientes para continuar pensando!
—Lo siento, vale… Pensé que eras un ladrón o algo… —se disculpó la castaña—. ¿Qué estabas haciendo, por cierto?
Andrei alzó una ceja y la miró condescendientemente.
—Eres demasiado joven para saberlo, Eli.
—¡¿Te has traído aquí a tu amante?! —exclamó asombrada y reprobatoriamente—. ¡¿Cómo puedes tener tan poca vergüenza?! ¡¿Qué pasa con Nadya?! ¡¿Acaso no estabas tan enamorado de ella que no podías ver a otra mujer?!
—Definitivamente, juntarte con Eldestein te ha afectado gravemente a la cabeza, ambos os habéis vuelto demasiado melodramáticos —murmuró desapareciendo de nuevo tras las sombras y saliendo de la mano con una mujer de piel pálida, ojos verdes oscuros y pelo castaño oscuro, algo apagado.
—¿Nadya? —preguntó nerviosamente señalando a la mujer que sonrió nerviosamente y sonrojada completamente.
—Buenos días, Elizabetha —musitó avergonzada.
Elizabetha miró a Andrei nuevamente y comenzó a reírse nerviosamente. Se mordió el labio inferior como cada vez que no sabía qué hacer o qué decir y respondió al saludo intentando no tartamudear. Tras eso, se despidió de la pareja y salió de la biblioteca corriendo hasta su dormitorio. Cerró la puerta tras de sí y miró al frente, observando su reflejo en el espejo de pie completo que había al lado de la ventana. Su rostro estaba sonrojado y el cabello le caía a modo de tirabuzones a cada lado de la cara enmarcándoselo. ¡¿Cómo podía estar emparentada con semejante mastuerzo?!