Disclaimer: Los personajes y las situaciones que les recuerden a Twilight no me pertenece, esta inspirado bajo la obra de Stephenie Meyer. Y la historia es de Sophie Kinsella.
Argumento: Cuando a sus veintiocho años Bella Swan despierta en un hospital de Londres, se lleva una gran sorpresa. Sus dientes son perfectos. Su cuerpo está tonificado. Su bolso es un Vuitton. Habiendo sobrevivido a un accidente de coche, en un Mercedes nada menos, Bella ha perdido una gran parte de memoria, tres años, para ser precisos, y está apunto de descubrir lo mucho que han cambiado las cosas.
De algún modo Bella ha pasado de ser una chica trabajadora de veinticinco años a un pez gordo corporativo con un reluciente ático nuevo, una diete libre de carbohidratos y grupo de glamurosos amigos nuevos. ¿Y quién es este guapo marido, que además resulta ser multimillonario? Con su mente todavía patas arriba y atascada tres años atrás, Bella saluda a este nuevo mundo decidida a ser la persona que... bueno, que parece ser. Claro está, hasta que un desaliñado arquitecto deja caer el mayor bombazo de todos.
De pronto Bella lucha por recuperar el equilibrio. Resulta que nueva vida llega repleta de secretos, ardides e intriga. ¿Cómo demonios ha pasado todo esto? ¿Recuperará algún día la memoria? ¿Y qué sucederá cuando lo haga?
Prólogo
La más horrible de todas las noches horribles de este asco de vida que ha sido siempre mi vida.
En una escala del uno al diez estaríamos hablando de menos seis. Y no es que suela moverme en cifras muy altas.
La lluvia me salpica el cuello mientras desplazo mi peso de un pie (lleno de ampollas) al otro (ídem). Me cubro la cabeza con la chaqueta tejana, en plan paraguas improvisado, pero resulta que no es impermeable precisamente. Lo único que quiero es encontrar un taxi, llegar a casa, quitarme de una vez estas malditas botas y darme un buen baño caliente. Pero llevamos esperando aquí diez minutos y ni rastro de un taxi.
Mis pies son una verdadera tortura. No volveré a comprarme zapatos de Fashion Ocasiones en mi vida. Estas botas las compré la semana pasada rebajadas (charol negro sin tacón, yo nunca llevo tacones). Eran medio número más pequeñas, pero la chica me dijo que cederían y que, con ellas puestas, se me veían las piernas muy largas. Yo le creí. La verdad es que a boba no me gana nadie.
Estamos todas en la esquina de una calle del sudoeste de Londres que no había pisado en mi vida, con la música de la disco retumbando sordamente bajo nuestros pies. La hermana de Alice es promotora y nos consiguió entradas con descuento; por eso nos hemos arrastrado hasta aquí. Sólo que ahora tenemos que volver a casa y parece que soy la única que se molesta en buscar un taxi.
Rosalie se ha apoderado del único portal que hay cerca y está metiéndole la lengua hasta la garganta al tipo con el que se enrolló en el bar. Es mono, a pesar del extraño bigotito que lleva. Y más bajo que Rosalie, aunque muchos chicos lo son: no en balde mide uno ochenta. Rosalie tiene el pelo largo y rubio, una boca enorme y una risa descomunal. Cuando le da por reírse, consigue paralizar a la oficina entera.
A un metro, Alice y Jessica se guarecen bajo un periódico y aúllan It's Raining Men como si aún estuvieran en el karaoke.
—¡Bella! —me grita Jessica, alargando el brazo para que me una a ellas—. ¡Llueven hombres!
Su largo pelo rubio tiene un aire medio andrajoso con la lluvia, pero aún se le ve una expresión animada. Sus dos aficiones favoritas son el karaoke y el diseño de joyas; de hecho, llevo puestos unos pendientes que me hizo para mi cumpleaños: unas B diminutas de plata con aljófares colgando.
—¡Y un cuerno llueven hombres! —replico de mal humor—. ¡Aquí sólo cae agua!
Normalmente también me gusta el karaoke. Pero esta noche no tengo ganas de cantar. Me siento dolida y me gustaría acurrucarme y aislarme de todo el mundo. Si al menos Chucho Jake se hubiese presentado como prometió… Después de todos esos mensajitos de «T kiero Bella», después de jurar que estaría aquí a las diez… Me he pasado todo el rato sentada, mirando la puerta, incluso cuando las demás chicas me decían que me olvidase de él. Ahora me siento como una estupida redomada.
Chucho Jake trabaja en televentas de coches y ha sido mi novio desde que nos conocimos el verano pasado, en la barbacoa de unos amigos de Alice. No lo llamo Chucho Jake para insultarle: es un apodo, nada más. Nadie recuerda cómo se lo pusieron y él se niega a contarlo. Es más: se esfuerza en que lo llamen de otra manera. Hace un tiempo empezó a llamarse «Butch» a sí mismo, porque él cree que se parece a Bruce Willis en Pulp Fiction. Está pelado al cero, es verdad, pero el parecido termina ahí.
En todo caso, la cosa no cuajó. Para sus colegas del curro él es Chucho Jake, del mismo modo que yo soy Dientotes. Me llaman así desde los once años. Es cierto que tengo los dientes más bien torcidos, pero siempre digo que le dan carácter a mi aspecto.
(Una trola, en realidad: es Rosalie la que dice que me dan carácter. Por mi parte, estoy pensando en arreglármelos en cuanto tenga dinero y consiga mentalizarme de llevar hierros en la boca… o sea, nunca, seguramente.)
De pronto aparece un taxi y extiendo el brazo en el acto, pero un grupo más adelante se me anticipa. Fantástico. Meto las manos en los bolsillos con desolación y escudriño la calle mojada, buscando otra luz amarilla.
No es sólo el plantón de Chucho, sino también el tema de las bonificaciones. Hoy era el último día del año financiero en el trabajo. Todos han recibido un resguardo con la cantidad que les corresponde y se han puesto a dar saltos de alegría, porque resulta que las ventas de la empresa en el período 2003-2004 han sido mucho mejores de las esperadas. Era como si las Navidades hubieran llegado con diez meses de antelación. Todos se han pasado la tarde cotorreando sobre cómo van a gastarse el dinero. Alice ha empezado a hacer planes para irse de vacaciones a Nueva York con su novio Matt. Jessica ya tiene hora para hacerse unos reflejos en Nicky Clarke —se moría de ganas de ir a esa peluquería—. Rosalie ha llamado a Harvey Nichols para reservar un bolso nuevo muy guay que se llama «Paddington» o algo así.
Y luego venía yo. Con cero patatero. No porque no haya trabajado duro, no porque no haya cumplido mis objetivos, sino porque para conseguir una bonificación tienes que llevar trabajando en la empresa un año, y yo no lo he cumplido por una semana. ¡Una semana! Menuda injusticia. De una tacañería impresionante. Si pudiera decirles lo que pienso…
Ya. Como si Simon Johnson fuera a pedirle su opinión a una adjunta júnior del director comercial, departamento de Suelos y Alfombras. Y ésa es otra: tengo el puesto con el nombre más feo de la historia. Resulta incluso embarazoso. A duras penas cabe entero en mi tarjeta. He llegado a la conclusión de que cuanto más largo es el nombre del cargo, más cutre es el trabajo. Se creen que van a deslumbrarte con el título y que no vas a ver que te han mandado al último rincón para que te ocupes de las cuentas piojosas con las que nadie quiere apechugar.
Un coche cruza salpicando un charco junto a la acera y retrocedo de un salto, pero demasiado tarde: un chorro de agua me da directamente en la cara. Me llega la voz de Rosalie desde el portal. Está calentando el tema, murmurándole cosas al oído a ese chico tan mono. Pesco varias palabras y, pese a mi galopante mal humor, tengo que apretar los labios para no echarme a reír. Una noche, hace unos meses, nos quedamos a dormir las cuatro juntas y acabamos confesándonos nuestras frases verdes secretas. Rosalie dijo que siempre usaba la misma y que le funcionaba a las mil maravillas: «Creo que se me están derritiendo las bragas.»
Pero bueno, ¿hay algún tipo que se trague una cosa así?
Pues eso parece, teniendo en cuenta el historial de Rosalie.
Jessica confesó que la única palabra que se atreve a usar durante el sexo sin troncharse de risa es «caliente». Con lo cual lo único que dice es: «Estoy caliente», «¡Qué caliente estás!», «Menudo calentón». Aunque, a decir verdad, si eres tan despampanante como ella, tampoco necesitas un gran repertorio.
Alice lleva con Matt un millón de años y nos dijo que nunca habla en la cama, salvo para decir: «Aggg» o «Más arriba» o incluso (una vez, cuando él estaba a punto de eyacular) «Joder, me he dejado las tenacillas puestas». No sé si lo decía en serio, porque tiene un sentido del humor bastante raro, igual que Matt. Los dos son unos cerebrines excéntricos, pero lo llevan muy bien. Cuando estamos todos juntos, se insultan de tal manera que cuesta saber si lo hacen en serio, pero no creo que lo sepan ni ellos.
Luego me tocó el turno y confesé la verdad, o sea, que suelo decirle piropos al chico. Por ejemplo, a Chucho Jake siempre le digo: «Qué hombros más bonitos» o «Tienes unos ojos preciosos». No reconocí que lo digo con la secreta esperanza de que alguno me responda que yo también soy preciosa. Ni que eso no ha ocurrido hasta ahora.
En fin. Qué se le va a hacer.
—Eh, Bella. —Levanto la vista y veo que Rosalie se ha desenganchado del chico mono. Se me acerca, se cubre con mi chaqueta tejana y saca su barra de labios.
—Hola —digo parpadeando; me gotea el agua por las pestañas—. ¿Dónde se ha metido tu Romeo?
—Ha ido a decirle a la chica que lo acompañaba que se marcha.
—¡Rosalie!
—¿Qué? —Me mira sin remordimiento—. No son pareja. O no mucho. —Se repasa los labios con una barra de rojo carmesí—. Voy a comprarme un cargamento de maquillaje —dice mirando el pintalabios gastado—. Todo de Christian Dior. ¡Ahora puedo permitírmelo!
—¡Claro! —le digo, intentando sonar entusiasta.
Al punto levanta la vista, dándose cuenta de la metedura de pata.
—Ay, mierda. Perdona, Bella. —Me rodea los hombros con un brazo y me da un achuchón—. Tendrían que haberte dado una bonificación. No hay derecho.
—No pasa nada. —Procuro sonreír—. El año que viene.
—¿Estás bien? —Me observa con atención—. ¿Quieres que vayamos a tomar una copa?
—No, lo que necesito es meterme en la cama. He de levantarme pronto mañana.
Se le ilumina el rostro al recordar y se muerde un labio.
—Jo. También se me había olvidado eso. Con las bonificaciones y tal… Bella, lo siento. Estás pasando un momento de mierda.
—¡No pasa nada! —digo rápidamente—. Eh… procuro no tomármelo a la tremenda.
A nadie le gustan las lloricas. Así que me las arreglo para esbozar una sonrisa que demuestre que estoy de maravilla aunque sea una dientona, aunque me hayan plantado y dejado sin bonificación y aunque mi padre acabe de morirse.
Rosalie se queda en silencio un momento; sus ojos verdes resplandecen con los faros de los coches.
—Las cosas te van a ir mejor —dice.
—¿Tú crees?
—Ajá. —Asiente con energía—. Tú sólo tienes que creerlo. Venga. —Me da otro achuchón—. ¿Qué eres: una mujer o una morsa?
Rosalie usa esta expresión desde que tenemos quince años, y cada vez consigue arrancarme una sonrisa.
—¿Y sabes qué? —añade—. Yo creo que tu padre habría querido que te presentaras en su funeral con resaca.
Rosalie había visto un par de veces a mi padre. Y seguramente tiene razón.
—Oye, Bella…
Su voz se vuelve más suave de repente y me preparo por si acaso. Ya estoy bastante de los nervios y si encima me dice algo bonito de mi padre, soy capaz de echarme a llorar. Tampoco es que yo lo conociera demasiado bien, pero, en fin, padre no hay más que uno…
—¿No tendrás un condón de sobra?
Vale. O sea que no tenía que preocuparme por un repentino acceso de compasión.
—Sólo por si acaso —añade con una mueca traviesa—. Seguramente sólo vamos a charlar de política internacional o algo así.
—Ya, seguro. —Hurgo en mi bolso verde Accessorize (un regalo de cumpleaños) hasta encontrar el monedero a juego y saco un Durex, que le entrego con disimulo.
—Gracias, cariño. —Me da un beso en la mejilla—. Oye, ¿quieres venir a casa mañana por la noche, cuando haya terminado todo? Prepararé espaguetis a la carbonara.
—Sí. —Sonrío agradecida—. Fantástico. Te llamaré.
Ya me estoy muriendo de ganas. Un plato delicioso de pasta, una copa de vino… y poder contarle el funeral con todo detalle. Rosalie es capaz de volver divertidas las cosas más lúgubres y ya sé que acabaremos tronchándonos.
—¡Eh, ahí hay un taxi! ¡Taaaaxi! —Me abalanzo hacia el bordillo mientras el vehículo se detiene y llamo por señas a Jessica y Alice, que ahora están canturreando a gritos Dancing Queen. Alice tiene las gafas llenas de gotas de lluvia y le lleva a Jessica unas cinco notas de ventaja.
Me inclino junto a la ventanilla del taxista, con el pelo chorreándome por la cara.
—¡Hola! ¿Podría llevarnos primero a Balham y luego…?
—Lo siento. Nada de karaoke —responde el hombre, cortante, echando una mirada hosca a Jessica y Alice.
Lo miro desconcertada.
—¿Qué significa eso?
—Que no voy a subir a esas de ahí para que me den dolor de cabeza con sus malditas canciones.
Debe de estar de coña. No puedes quitarte de encima a la gente sólo por cantar.
—Pero…
—Es mi taxi y son mis normas. Ni borrachos, ni drogas ni karaoke. —Y antes de que pueda replicarle, se aleja calle abajo.
—¡No puede prohibir el karaoke! —le grito indignada—. ¡Es… discriminatorio! ¡Es ilegal! ¡Es…!
Balbuceo hasta quedarme sin voz. Echo un vistazo alrededor. Rosalie ha vuelto a desaparecer en brazos de mister Guapo. Jessica y Alice siguen cantando Dancing Queen: un numerito tan atroz que ni siquiera puedo culpar del todo al taxista. El tráfico continúa deslizándose a nuestro lado y salpicándonos a base de bien; la lluvia tamborilea sobre mi chaqueta y me empapa el pelo; las ideas me dan vueltas en la cabeza como un par de calcetines en la secadora.
Nunca vamos a encontrar un taxi. Vamos a quedarnos aquí clavadas toda la noche. Esos cócteles de banana eran fatales, tendría que haberme plantado en el cuarto. Mañana es el funeral de mi padre. Nunca he estado en un funeral. ¿Qué pasa si me pongo a llorar y se me queda todo el mundo mirando? Chucho Jake debe de estar en la cama con otra chica en este mismo instante, diciéndole que es preciosa mientras ella gime: «¡Buten! ¡Butch!»
Tengo los pies llenos de ampollas y, además, congelados…
—¡Taxi! —grito instintivamente, casi antes de divisar a lo lejos la luz amarilla. Se acerca con el intermitente parpadeando—. ¡No gires! —Me pongo a hacerle señales frenéticas—. ¡Aquí! ¡Aquí!
Tengo que pillar ese taxi. Tengo que pillarlo. Con la chaqueta sobre la cabeza, echo a correr por la acera, patinando un poco y chillando hasta quedarme ronca.
—¡Taxi! ¡Taxi!
En la esquina hay un montón de gente. Los esquivo y subo los escalones de un edificio oficial. Llego a un descansillo y, antes de bajar por el otro lado, me inclino sobre la balaustrada y llamo desde ahí arriba.
—¡Taxi! ¡Taaaaaaxü!
¡Sí! ¡Está frenando, gracias a Dios! Por fin. Voy a llegar a casa, me daré un baño y olvidaré este día nefasto.
—¡Aquí! —grito—. ¡Ya voy! ¡Un seg…!
Para mi consternación, en la acera veo a un tipo trajeado que se dirige hacia el taxi.
—¡Es nuestro! —rujo mientras bajo las escaleras corriendo—. ¡Es nuestro! ¡Lo he visto yo! ¡Ni te atrevas! ¡Arg! ¡Arggggg!
Incluso mientras mi pie resbala en el escalón mojado, no acabo de entender lo que sucede. Al empezar a caer, mi cerebro se acelera. He patinado con mis malditas botas de suela reluciente. Estoy rodando por los peldaños como una cría de tres años. Manoteo desesperadamente hacia la balaustrada de piedra, rasguñándome, dándome golpes en la mano y perdiendo mi bolso Accessorize por el camino… Intento agarrarme, pero ya no puedo frenar…
Ay, mierda.
El suelo viene directamente hacia mí, no puedo evitarlo. Y esto va a hacerme muuuucho daño…
N.A: Nueva historia, esta es muy divertida, espero que les guste.