No hay palabras para explicar lo mucho que estoy flipando en este momento…
Me siento como si me hubiera fumado de la buena.
Hoy, 16/04/16, finalmente he logrado escribir el capítulo 46 de una de mis primeras historias. ¡Y ya solo faltan tres capítulos! ¡Tres capítulos y se acabó!
Y como me he tardado medio siglo en actualizar este pequeño bebé, mejor dejo de aburrirlos con cacareo innecesario…
¡A leer!
Capítulo 46
Haku cojeaba.
De su mano derecha colgaba una ligera katana y la hoja se deslizaba por el fino papel de las paredes. Los recuerdos en su mente estaban frescos: risas, aventuras y travesuras, todas ellas guardadas en las memorias de esas mimas paredes. Su hogar. El que había sido su hogar, ahora convertido en un conventillo entre clanes.
Se asomó por el borde de la pared y observó con maliciosa diversión a aquella leona. La princesa. La hija del emperador. La hija de su hermano. Su sobrina. Jamás le había visto el rostro, no de cerca. No la conocía y tampoco deseaba hacerlo, aunque le producía cierta curiosidad. Todos los machos comentaban lo mismo de ella: era una jovencita muy ligera.
Carraspeó.
La leona ahogó un alarido y su espalda chocó bruscamente con la pared cuando volteó.
—Vaya, vaya… no deberías estar aquí, bonita.
Con satisfacción, observó que la chica temblaba. Temía. Sabía quién era él.
Víbora se abrió paso con ligereza entre la multitud.
No encontraba a Kioko.
No estaba allí, no estaba en su cuarto, no estaba en ningún lado y ella comenzaba a desesperarse.
Empujó a una señora y reptó entre las piernas de unos felinos, sin importarle las groseras palabras que les dirigieron. Se concentraba más en no llorar. Perder la calma no estaría bien, no en ese momento, cuando lo que más necesitaba era mantenerse serena.
La música inició y los pies danzaron a su alrededor. Esquivó unos zapatos de tacón y el enorme pie de un rinoceronte, además de un par de zarpas. Como pudo, se alejó de pleno salón hacia las orillas, donde las personas se detenían a tomar una copa y conversar entre ellos, más tranquilos. Fue allí, apartada del gentío, cuando sintió a alguien jalarla.
Giró y retrajo el cuerpo, preparada para golpear a quien fuera que se hubiera atrevido. Pero una mirada celeste la detuvo. Su abuelo le cubrió la boca, a la vez que le hacía señas para que callase.
—Tienes que irte —murmuró él.
Víbora se revolvió hasta lograr zafar, liberando su boca.
—¡Sueltame!
—Escúchame, Víbora; esto será una masacre.
—¡¿Qué haces aquí?! —chilló. Nadie les ponía atención, mucho menos cuando ella empujó al macho—. ¿Cómo…? Agh. No tengo tiempo.
Lo más importante en ese momento era encontrar a Kioko.
Estirando el cuello para echa una mirada por el salón, con el mismo resultado de hacía unos segundos, hizo el intento de alejarse del hombre. Sin embargo, él volvió a tomarla.
—Todos los líderes están aquí —soltó él en un siseo, bajo y susurrante—. Quieren acabar con el Clan del Lobo. Matarán a tu amigo si lo ven con aquella tigresa.
Las palabras congelaron a Víbora en su lugar.
Po…
De un brusco jalón, zafó del agarre de su abuelo.
El hombre la siguió mientras ella reptaba entre la multitud. Pero esta vez no buscaba a nadie. ¿Dónde fue que vio a Po? Lo había visto alejarse hacia… y entonces chocó con alguien. Tal vez fuera suerte, tal vez el universo realmente tenía el destino de cada uno trazado en la vida, porque aquel que le tomó entre brazos fue Shuo.
Alzó la mirada hacia los ojos del tigre, buscando algo en ellos. Algo… aunque no supiera muy bien qué. Antes de que lo encontrara, él se lo enseñó: tristeza, angustia. Parecía que acabase de llorar hacia no mucho tiempo. Y Víbora supo que no tenía sentido buscarlos.
—La matarán…
Pero Shuo negó, lenta y pausadamente.
Haku la acosaba…
Haku intentó tocarla…
Golpeó a Haku…
Shan no le creía…
Yuan no le creía…
Estaba sola…
…
La casa de Shan, un pasillo. Era de noche y ella volvía a su cuarto luego de entrenar. Haku la esperaba y ella, por primera vez en su vida, experimentó el miedo. ¿Qué hacía él en su cuarto? ¿Por qué se le acercaba de tal forma? Gritó. Gritó lo golpeó.
Cuando Yuan y Shan llegaron, ella lloraba… pero estaba sola. Haku había escapado.
…
Recuerda la paranoia.
Recuerda el miedo de estar sola.
—No seas tonta, Tigresa —recuerda a Yuan diciendo.
—Es un cliente muy importante, no puedo echarlo por caprichos tuyos —recuerda a Shan.
Y… ¿Qué pasó luego?
La cabeza le duele, pero lo recuerda: su cumpleaños y aquel festival. La discusión con Yuan y luego aquel callejón. Estaba sola y herida. Dolía. Él la lastimaba. Él era Haku. Haku se aprovechó de su cuerpo… y es entonces, como si aquel recuerdo fuese la llave que libera a todos los demás, que las imágenes comienzan a correr en su mente. Una tras otra. Su, Yuan, las heridas, el embarazo. El dolor, la vergüenza, las amenazas, la tristeza. Shan. Siempre Shan de por medio.
…
Aquella noche, cuando un pequeño descuido lo significó todo… Shan se había enterado, lo sabía y no iba a dejarlo estar. Lo supo en cuanto lo vio. Volvía de una misión cuando se encontró con el Lobo Blanco esperándola en su cuarto.
—Cierra —había ordenado él.
…
Y luego…
No lo recuerda. Lo intenta y no lo consigue. Cuesta demasiado, duele. Una discusión, llanto y suplicas. Ella suplicando, él gritando.
…
—¡Por favor!...
Las zarpas de Shan jalando su ropa, rompiéndola.
Su espalda chocando contra una pared y luego… dolor. Algo frío. Las garras del lobo enterradas en su piel, en su vientre. Dolor insoportable y luego calor. Él se apartó y ella solo pudo caer de rodillas, con la ropa hecha jirones y las manos ensangrentadas. Las heridas en su vientre eran grandes, profundas. Shan lo había hecho a consciencia, para lastimar a su bebé, para matarlo.
—Te he hecho un favor —recuerda oír la voz de él, susurrando mientras ella lucha entre la consciencia y la oscuridad—. Algún día me lo agradecerás.
…
La espada tembló en mano de Song… y esa fue la oportunidad de Tigresa. La oportunidad de arrepentirse, de reconsiderarlo. Un momento en el tiempo, una pausa, un trecho entre lo que pasa y lo que pasará, hecho para reflexioanr. El tiempo es relativo y un segundo, la mitad de un segundo incluso, puede suponer suficiente para que el subconsciente te obligue a elegir. Un movimiento de muñeca y el metal resonó en la habitación, fuerte y estridente.
Apartó la katana de su pecho y retrocedió, alzando la Odachi en espera de un nuevo ataque. Ni siquiera tuvo que pensar como; solo lo hizo, por instinto, tal como siempre. Toda su vida era una sucesión de acciones hechas por mero acto reflejo, guiadas por el instinto de supervivencia.
Si quería vivir, debía matar. Pero ya no solo se trataba de matar o morir.
Tal como le había dicho a Song; no tenía nada por perder.
Pero si algo qué ganar.
Algo. Un motivo. Pequeño, diminuto y lejano, pero posible y satisfactorio. Un motivo válido, con más peso que todo lo que ha impulsado su vida entera. Shan. Haku. Morir solo sería dejarles el camino hecho, quitarles un obstáculo de en medio. No podía hacer eso.
No planeaba huír a la muerte, solo vivir lo suficiente.
Song volvió a dejar caer la katana sobre ella y Tigresa, sin mucho esfuerzo, la detuvo. Sostuvo la espada a milímetros de su rostro, con la mirada fija en los morados ojos de la joven, y la empujó.
Con la idea fija en su mente, con los objetivos firmes entre sus convicciones, giró sobre sus talones y echó a correr hacia el barandal. Song la siguió. Gritó e intentó sujetarla, pero todo lo que consiguió fue quedarse con un trozo de la tela del kimono. No pudo evitar que Tigresa saltara.
No pudo evitarlo; entonces, la siguió.
Tigresa sintió los ojos escocerle por el viento frío de la noche, pero no fue capaz de cerrarlos. Quería ver. Sonrió. El corazón le bombeaba a velocidades extremas y sus pulmones se encogían con cada inhalación. Euforia. Excitación. Vida. Se sentía viva.
Vivir…
Tenía un motivo por el cual vivir…
Y Song no sería un obstáculo.
Cayó agazapada un par de tejados más abajo.
Silencio. La brisa nocturna. Y algo más… De un rápido movimiento, volteó y alzó la Odachi por encima de su rostro, justo para detener la katana de Song. La leopardo cayó sobre ella.
—Song… —intentó llamarla—. Song, no quiero matarte.
Flexionó las piernas entre ambas y la empujó con sus pies, tirándola a un lado.
Song rodó por el tejado. Clavó la katana entre las tejas, justo antes de caer por el borde, y se enderezó sin dificultad alguna. El trozo de tela del kimono aún seguía enganchado a su zarpa.
Tigresa reconoció para sí misma que la chica era persistente. No se rendía. De hecho, dudaba que fuera a rendirse. Estaba decidida a matarla… y por un momento, sintió sincero dolor por Yuan. Su hermana lo era todo para él, era su única familia. Lástima. Realmente una lástima.
—Pero lo harás —contradijo Song.
Y Tigresa sonrió.
Altiva, arrogante. Sonrió como solo ella sabe hacerlo.
—Niña lista —premió—. O tal vez no tanto; te estoy dando la opción de irte.
—¡No!
Song corrió en su dirección, con la katana firme entre sus zarpas. Atacó con los ojos cerrados. El metal volvió a encontrarse… una y otra… y otra vez, estridente y fuerte. Tigresa retrocedía, dejaba a Song avanzar, sin cambiar en ningún momento la postura de su cuerpo. Firme, hombros rectos y barbilla alzada. Una mano era todo lo que necesitaba para desviar las arremetidas de la joven e inexperta leopardo.
A Song nunca la dejaron pelear.
Nunca la pusieron en verdadero pelirgo.
Song no sabía pelear, sin importar cuanto entrenamiento pudieran haberle dado. Y Tigresa no tardó en notarlo: en la furia de sus arremetidas, en la desesperación de sus ojos, en lo acelerada de su respiración. Una niña. Una chiquilla sin idea de lo que estaba haciendo.
Los pasos de una tercera persona quedaron ocultos por el estridente sonido del metal. Ninguna se percató del leopardo que observaba desde aquel balcón, mucho menos cuando este se lanzó al vacío. Ninguna lo escuchó caer a unos metros de distancia.
Uno… dos… tres… Uno… dos… tres… Y Tigresa, esta vez, giró la muñeca y empujó la katana contra el rostro de Song. El metal mordió la mejilla de la leopardo, dejando una delgada línea roja y sangrante.
—Niña tonta, ¡Te he dicho que te vayas! —la regañó Tigresa.
—¡Por tu culpa matarán a mi hermano!
Song empujó la Odachi.
Se enderezó y arremetió…
Tigresa la imitó.
Ninguna escuchó a Yuan.
Song falló, la Katana solo embistió aire, y un alarido escapó de entre sus labios cuando el metal de la Odachi le zurcó la espalda desde el hombro hasta la altura de su cintura: el kimono se rasgó y la cortada se abrió profunda y sangrande, grave. Dolorosa.
Y todo pasó demasiado rápido.
La katana resbaló de la mano de Song y Tigresa no se detuvo a contemplarla.
De hecho, ni siquiera la vio.
Sujetó su propia espada con ambas manos y giró.
Sin titubear, sin duda que hiciera temblar su pulso. A ojos cerrados.
Una estocada, firme y limpia, demasiado rápida como para detenerla. Pero eso no importaba, porque no había motivo para detenerse, no había razones.
El golpe fulminante, destinado al pecho de Song…
El golpe que Song nunca recibió.
Todo lo que quería era salvar a su hermana.
Song era su única familia.
Tigresa era el amor de su vida.
Todo lo que quería era salvarlas.
Por eso, no lo pensó. Corrió. Corrió tan rápido como pudo y cuando llegó el momento, saltó. El alarido de Song le desgarró el pecho… y segundos más tarde, el filo del metal.
Cualquiera diría que uno, al recibir herida tal, tendría que caer al suelo. Pero Yuan ni siquiera pudo dejarse caer. Sus piernas le sostuvieron de pie, tensas, justo el tiempo necesario para bajar la mirada hacia su pecho, donde lentamente la sangre comenzaba a formar una oscura y creciente mancha. Su pecho, justo junto a su corazón, donde la Odachi se había incrustado por completo.
Alzó la mirada… y los asustados ojos de Tigresa fue lo último que vio.