¡Saludos, lectores! (Más bien deberías decirles víctimas, ¿no crees?, oigo a lo lejos)

De antemano una disculpa por no actualizar Cosmos oculto; mi mermada inspiración estuvo dándole muchísimas vueltas a una nueva idea para escribir sobre Shun (ejem, para, ejem, torturarlo, ejem). Esta historia es para celebrar mi primer año en esta página, y para convertir al bello y tierno Andrómeda en mi colega (¡sí!). Espero les agrade, es una historia corta que, cual debe y como niña que está haciendo su tarea a última hora, no terminé antes de subirla, como lo había pensado. ¿La razón? Bastantes artículos para escribir y revisiones de dos cuentos, además de cierto cansancio / cosmos bajo.

Aprovecho para agradecer a quienes se han asomado a mis historias. Muchas gracias y abrazos a Inat-Ziggy Stardust, SakuraK Li, Fabiola Brambila, Tot12, Liluel Azul, Mary Martin, Saint Lu, a los anónimos. Muchas gracias por aguantarme (¡al fin acertaste!, dice el Fénix) y por seguir mis historias (desvaríos, ja, ja, ja).

Dejo el merecidísimo copyright a Kurumada por sus hermosos personajes, los cuales nos presta para imaginar y entretenernos–entretener.

Ahora sí, ya pueden pasar a leer este primer capítulo. Buen provecho…

Ficus macrophylla

I

Bajó la mirada y reparó en mí.

Nadie me había abierto la puerta.

Nadie; sólo usted.

Y beso sus manos,

y un "el Señor le devuelva quintuplicados

sus dones"

hace nido en mi garganta

como único lenguaje.

.

.

Ninguno antes

permitió que viera mi rostro roto

en sus pupilas,

mi cabello grasiento, mis harapos.

Causo repugnancia;

un vagabundo posee

la riqueza de un monarca

si lo comparamos con mi persona.

Porque es suya la piedad,

esa especie de simpatía

de quienes tropiezan con él.

.

.

Pero usted me miró.

Y abrió su puerta para que entrara.

Será sólo un momento, lo juro;

cerca del dintel aliviaré las heridas

que puso en mis plantas el mundo.

Capítulo 1

Preámbulo negro

Ahí está de nuevo, el escozor en la garganta. Lo sé, es el preámbulo. Y no quiero llorar, no otra vez. Si por lo menos mi hermano estuviera cerca, su abrazo me acunaría, sus palabras servirían para sonreír un poco. "No llores, Shun, los hombres no lloran". Pero resulta imposible no hacerlo en este cuarto, en este olvido que algún arquitecto situó más allá de las habitaciones de la servidumbre.

Es la quinta noche en esta semana que Tatsumi me ordena dormir en otro sitio, lejos de la recámara con la ventana grande; los empleados siguen haciendo reparaciones y no quiere que me vean. No sé por qué insiste si no es necesario; me alejo de aquella habitación aun sin que me lo ordene. Además trato de ser tan silencioso como puedo. En los pasillos dejo huellas de silencio, no respiro, llego al refrigerador cuando la cocina está vacía y los platos y vasos en su sitio, si por casualidad tropiezo con algún visitante me vuelvo hacia la pared o inclino la cabeza. Mi presencia no debería serle tan molesta. Pero no es suficiente; no para Tatsumi. Él lo ha dicho: la señorita me tiene aquí por caridad, porque sin la habitación del segundo piso estaría en completo desamparo, vagaría, mi casa sería la ciudad, los pasillos las calles, la noche sobre mis hombros funcionaría como la única manta a la hora de dormir. Esto lo traduje, pues sus palabras fueron otras, menos amables, y las escucho aunque no quiera, el viento apenas arañando al otro lado de la ventana las repite al tiempo de remover el polvo y las telarañas: eres un mantenido, un bueno para nada, tu inutilidad es increíble, caballero –y al pronunciar mi rango lo hace mostrando los dientes en una sonrisa demasiado abierta, una mueca de máscara–, si la piedad de mi Señora no fuera tan grande ahora mismo estarías durmiendo en un callejón, o muerto, deberías ser más agradecido.

Ahí están, de nuevo. Sin una manta tibia, con la noche estremeciendo a lengüetazos el cristal, siento cómo perforan mi rostro. Las lágrimas, ¿cómo siendo agua y sal se entierran tanto? No entiendo. Si Ikki… pero no va a venir. Él está lejos, en no sé qué rincón, y no escucha estos sollozos lanzados al hueco de mis brazos.

Ni mi hermano ni los otros vendrán. Y los extraño, en verdad quisiera verlos, no puedo acostumbrarme a la penumbra escurriendo desde el techo, al eco en los pasillos y en el enorme recibidor. No es tanto, después del fondo del océano, del desierto de hielo en Asgard, de mi casi muerte luego de vencer a Afrodita de Piscis, de ser piedra y enfrentarme a mi hermano, unas cuantas gotas de soledad y penumbras no significan nada.

Pero extraño las risas de Seiya, sus travesuras, lo gracioso que resulta rebautizar nuestros títulos: pato, burro, lagartija, pollo asado –ese es mi hermano–. Extraño a Ikki. Aunque esté ahí nada más, en el dintel de la puerta, en silencio. Pero cerca.

Unos pasos se oyen sobre las baldosas. Hey, oye, escucho. Es Tatsumi, se dirige a mí como lo hace siempre, como si ignorara mi nombre. No sé por qué pero intento cubrirme con la oscuridad de la pared. Podría golpearlo con la Tormenta Nebular sin problemas, en cambio salgo luego de limpiarme el rostro, me oigo decir ¿sí, señor, necesita algo? Este cuarto, responden, la bodega no fue suficiente para guardar las herramientas. Pero… sí. Esa es mi voz. Mi cuerpo inclina la frente, se dirige al jardín, a la reja principal, a la calle. Mis ojos aún guardan, pese a todo, la imagen negra del mayordomo, su sonrisa chueca de cuando dijo que necesitaba un sitio para guardar herramientas. Herramientas. Mi garganta se quedó con la duda, ¿dónde puedo acomodarme por esta noche?, preferí irme, salir a caminar siendo casi las once y media de la noche. Y Tatsumi acostumbra echar llave al portón de la entrada. Oculto mi llanto, no sé a dónde ir.

/ – / – / – /

La calle parece un lago de oscuridad debajo de la luna negra. Shun es sólo una sombra más espesa, como la que dejan caer los árboles en el asfalto, cada vez menos numerosos camino de la costa. El muchacho suma pasos sin pensar, casi sin darse cuenta, hasta que desemboca en un muelle vacío a esa hora, en una fila de pequeños botes atados, depositarios de la respiración de las aguas. El mar.

Allá está el departamento de Seiya, murmura, sonríe. Espero que no considere una impertinencia despertarlo, pasan de las doce, agrega al tiempo de sostener el pasamanos y empezar a subir peldaños. La escalera, el pasillo, permanecen tan oscuros como la calle que lo trajo, pese a que otras ocasiones, reunido con sus tres amigos, los ha visto rivalizar con un diamante bajo la caricia de la luna. Ha de ser por la época.

El caballero de Andrómeda se detiene delante de la primera puerta, levanta la mano y duda. ¿No estará interrumpiendo a su amigo, no será una grosería levantarlo nada más porque de pronto se siente solo, porque Tatsumi le ordenó ceder aquel cuartito a un montón de herramientas? Seiya no tiene por qué enterarse, lo mortificaría, se le ocurre, sonríe, nada más verlo le hará bien. Le dirá que no puede dormir, que podrían ver una película u hojear revistas, ese libro que Shiryu dejó olvidado antes de volver a los Cinco Picos. Llama, al fin, y espera. Ninguna respuesta. Vuelve a golpear la puerta, esta vez con un poco más de fuerza. De nuevo deja pasar unos instantes. No fue buena idea, piensa, menea la cabeza, el malestar en la garganta vuelve a crecer. Seguro está con Minho, con los niños, susurra mientras va a sentarse en el último peldaño. De pronto voltea, alarga la mirada, pero la puerta sigue en la misma posición. Ningún paso se escucha en esta media noche, excepto el suyo.

–Ikki…

El nombre de su hermano mayor designa no a una persona, sino un lugar tibio donde vive alguien que se alegra nada más verlo. Un rincón amarillo, de chimenea encendida y risas, tan lejano de la escalera del edificio donde vive Seiya, de su rostro de niño triste apoyado en sus rodillas, en sus brazos cruzados, tan remoto que parece no existir sino en mapas de países imaginarios.

–Ikki…

Una puerta se abre entre el chirriar de los goznes. No es la del departamento del Pegaso; es la de su llanto. Shun se limpia las mejillas con el dorso de la mano derecha, aspira hondo y suelta el aire. Aunque no quiera la tristeza siembra de intermitencias su respiración. Su hermano está en quién sabe dónde. Seiya no durmió en su departamento. Hyoga en Siberia, colmando de flores el hielo bajo el cual reposa su madre. Shiryu bebe té en la cabaña del viejo maestro, en compañía de Shunrei. ¿Y él? Se abraza aún más, arruga la frente, aguanta sollozos no importándole que nadie lo escuche, se frota la piel. De nada sirve; el frío lo golpea pese a que el aire lleva en sí la calidez del verano.

/ – / – / – /

No hay nadie porque nadie me espera. Porque a nadie le es necesaria mi presencia, ¿quién iba a querer cerca a un inútil como yo, a un cobarde? Ikki, Seiya… No, no sirve de nada llamarlos. ¿Y si…? Apuesto a que nadie lloraría, ninguno se extrañaría al no verme. Y en aquel cuarto más allá de las habitaciones de la servidumbre, lejos de la suntuosidad de la mansión, me encontrarían días después, o semanas. Tatsumi ordenaría un entierro simple y pronto sin disimular su asco, mi cuerpo hinchado y tieso merecería sólo un sepulcro de madera y tierra removida en un rincón del patio… De morir ninguno se daría cuenta. No valgo nada, no sé por qué sigo vivo, por qué no morí en Andrómeda, al terminar el primer entrenamiento.

Tal vez sea mejor regresar, tocar el timbre. Pero sólo con imaginarme el gesto ceñudo de Tatsumi me dan ganas de dormir aquí, recargado en el muro. Eso es, la escalera está bien, debe ser más cómoda que el cuarto de las herramientas.

Recuerdo la primera noche que pasé ahí. No fue como cuando volví después de aquella tormenta y Tatsumi debió aguantar el que entrara empapado por la puerta principal. Entonces no hubo una señorita Saori mostrándome su hospitalidad delante de sus invitados. Sólo estuvo el mayordomo, la lluvia de otro día.

Pasó entonces, pasa siempre. Su sombra demasiado alta, sus órdenes roncas guiándome hasta ese cuarto sin cortinas, de pintura descarapelada. Y no sé por qué sigo obedeciéndolo. ¿Por no causar molestias? Sí, porque prefiero acomodarme en un rincón del que nadie me corra. El último del pasillo, el último del jardín. El último.

/ – / – / – /

La noche está alta cuando Shun entra en la casa. Se entretuvo con Seiya y los niños y no se dio cuenta del correr de las manecillas. Su ropa sigue húmeda, el agua dibuja hilos iridiscentes a lo largo de sus brazos. Y es que la tormenta no para, ha inundado la ciudad en pocos minutos. Parece que no dejará de llover nunca.

–Ensucias el mármol –le dicen, clavándolo en mitad del amplio recibidor. El eco multiplica ese reclamo, su brusquedad.

Shun desvía la mirada, entrelaza las manos, no sabe qué hacer con ellas, no sabe dónde meterse para que la vergüenza asomada a sus mejillas sea sólo suya.

–Lo siento, no volverá a ocurrir–, responde. Una reverencia antes de seguir hasta su habitación.

–¿Eres estúpido o te haces? Vas a manchar de barro la alfombra y la escalera, mejor retírate al cuarto del jardín.

Shun desanda, pisa sobre sus propias huellas. Un vistazo hacia la derecha, por encima del hombro. Tatsumi le regala una media sonrisa antes de dar la vuelta y subir.

¿Qué hacer? De momento el hermano menor de Ikki se detiene ante la inmensa puerta. Duda que exista un sitio en el cual acomodar su cuerpo, tampoco sabe si es correcto liberar una bocanada de aire más, si debe seguir caminando para salir al patio e ir a donde le ordenó el mayordomo; otros fragmentos de mármol podrían mancharse.

Ya sin el lastre de la mirada de Tatsumi, Shun regresa a la entrada, gira el picaporte y sale a la noche sucediendo en otro plano, por encima de los árboles y de la fuente.

La noche, la plata de las estrellas, derramada en la seda negra del cielo, son algo ajeno para el muchacho; no puede tocarlas, no existen. En cambio es palpable su llanto, esas gotas que de vez en vez le queman las pupilas. No puede alegrarse de haber estado a solas frente al servidor del señor Kido y de su nieta: su voz rasposa y de volumen alto lo hizo sentirse como en medio de una multitud de invitados, entre el plato fuerte y el postre de una cena de gala. La totalidad de los ojos puestos en él, en las huellas pardas del piso. En cada oído la última frase de Tatsumi: mejor retírate al cuarto del jardín.

/ – / – / – /

Ese día sigue pasando, aunque el calendario señale no un miércoles sino un lunes, un domingo. Escucho la orden como si constituyera el idioma del viento y del tráfico en la calle, como si no fueran posibles otras palabras. Mejor retírate al cuarto del jardín. Obedezco por la mañana, después de dar más de veinte vueltas a la casa y bañarme, por la tarde, luego de caminar, de ver la línea turquesa de la costa, al anochecer, el plato y la taza de la cena secos y dentro del anaquel correspondiente.

Y no debería hacerlo, lo sé. En ocasiones Tatsumi no aparece hasta la mañana siguiente. En esos lapsos de ausencia podría subir, sentarme ante el ventanal y mirar la fotografía donde Ikki me protege con un abrazo. Pero el mayordomo siempre está ahí; podría recibir un regaño suyo aun habiendo subido en su ausencia.

/ – / – / – /

De pronto un ruido se posa en el barandal y empieza a subir la escalera, cimbra el muro entre el silencio que los sollozos de Shun hacen más evidente. El caballero aguanta un suspiro, desliza la mano izquierda a lo largo de la pared, se pone de pie con cuidado. Aguza el oído. Ahí está otra vez. Se parece al sonido que haría una lija mientras suaviza los bordes de la madera, pero más leve, como si el trabajo de carpintería se ejerciera en un mundo paralelo.

–Muéstrate–, se escucha ordenar el caballero de Andrómeda, susurro que confunde con algo cercano a un grito, con una pronunciación clara y en voz alta.

Nada. El hermano menor de Ikki eleva su cosmos, cierra las manos en un puño, se concentra. Pero no se le revela amenaza alguna. Es sólo su imaginación, su tristeza jugándole una broma pesada. Seguro, porque el cosmos de mi oponente habría respondido al mío, se dice, vuelve a sentarse en ese último escalón y entrelaza los dedos. Trata de no pensar más; el insomnio podría terminar pintándole ojeras.

El ruido sube de intensidad cuando la mansión se asienta otra vez en su mente. Lo están vigilando, están jugando con sus nervios para después atacarlo por la espalda. Shun se yergue, la vista en los primeros peldaños, el cosmos alto. Quién queda, vencimos ya a Poseidón, a los caballeros negros, a los guerreros de Asgard, susurra mientras intenta ponerle nombre a la nueva amenaza.

Un silencio fresco vuelve a responderle. Ahora Shun permanece parado, los hombros contra la pared. A lo mejor es Seiya, se dice, algo parecido a la esperanza alumbra el horizonte de agua, pero la broma ya duró demasiado para su gusto.

–Deja de jugar.

Nada. Decide bajar al muelle. Lento, casi deslizándose, regresa al primer peldaño y alarga la mirada.

–¿Seiya?

Al principio le responde la noche vacía de voces, la que atesora el rumor del mar y el aleteo de las gaviotas. El recuerdo de Tatsumi. Luego la piel del caballero se llena de escalofríos cuando un trozo negro, alargado, se recorta contra el horizonte y se acerca como si estuviera aprendiendo a caminar.

–Por favor, Seiya, no es gracioso.

Shun no puede evitarlo. Y como antes llorara, ahora cierra los ojos, se protege el rostro y cae en cuclillas luego de gritar.

Continúa…

¡¿Pero qué le hiciste a mi hermano?!–, reclama el Fénix. La autora mira hacia ambos lados, hacia atrás. No existe vía de escape.

Es que… ¿No quieres que Shun sea un poeta maldito?

Infinidad de signos de interrogación forman una aureola sobre la cabeza de Ikki. La autora sonríe.

No sé qué es eso, pero no se escucha nada bien…

Es un halago, susurra la autora, se supone que son artistas geniales e incomprendidos, atormentados, escritores que revolucionaron la literatura; yo quisiera ser una de ellos, una escritora maldita en vez de una maldita escritora. El Fénix menea la cabeza, incrédulo. Te estaré vigilando, amenaza; ella se encoge de hombros y piensa en el tercer capítulo; debe tenerlo pronto.