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Estaba inconsciente, siendo cargado por unos brazos suaves y amables que parecían soportar perfectamente su peso.
Su cuerpo luchaba por despertar, como si estuviera en el medio de una pesadilla en la que no podía mover sus miembros, a pesar de que su cerebro si podía enviarle la señal a estos, tenía las piernas entumecidas; había caminado tanto para llegar a su encuentro.
Había atravesado todo el bosque sobre sus pies, pero el comienzo de ese camino se remontaba a años atrás. Cuando todavía era un niño inexperto, temeroso; cuando aún guardaba una pequeña luz de esperanza en su pecho, cuando aún creía, fielmente, que algo se interpondría en su camino, una verdadera razón para no continuar. Eso era todo lo que necesitaba en ese entonces, y jamás lo había conseguido, o al menos no lo había asimilado de esa manera.
Ese camino del que solo conocía su destino, pero no el camino propiamente dicho, el que debía atravesar o experimentar para llegar a ese nefasto destino.
La venganza era un camino denso y oscuro que utilizaba como motor el sacrificio. Había tenido que sacrificar tantas cosas para caminar por ese sendero, cosas que, en un principio, había creído sin valor, pero que ahora anhelaba como nunca jamás lo había hecho.
Había arrojado todas esas riquezas alrededor del camino, para que se las comieran los cuervos, se había desecho de ellas como un caballero despojándose con enojo de su armadura. Parte por parte, momento por momento, recuerdo por recuerdo, herida por herida, las había ignorado todas, a pesar de que lucharan por no cerrarse, a pesar de su escozor, de su ardor, de su profundidad, de su importancia; aún así las había ignorado, las había rechazado como parte de su persona.
Él definitivamente había cambiado, ya no era el mismo niño que había dado su primer paso temeroso al inicio del sendero, después de dejar atrás su hogar y su familia.
¿Su familia? Él no tenía una, o eso había creído antes de llegar al final. Al punto límite.
Había herido a su familia, la había ignorado, la había humillado, la había arrancado de su piel, pero sin embargo, su familia no lo había olvidado.
Su familia lo había perseguido, lo había encontrado, y en ese preciso momento, su familia lo había salvado de ese final fatídico al que su venganza lo había arrastrado.
La muerte.
Pero él seguía vivo.
Lo sentía en sus pies entumecidos, en su esqueleto mancillado, en el calor que emanaba de aquellos brazos casi divinos que lo cargaban y lo conducían hasta su hogar. Porque él conocía el destino, conocía el camino en retroceso, tantas veces lo había recorrido, había querido volver, pero su cobardía le había impedido cruzar las puertas que en ese preciso instante estaba cruzando.
A pesar de la inconsciencia, sintió las lágrimas correr raudas por sus mejillas y una sonrisa casi espeluznante ocupar el centro de su rostro pálido y cansado a tiempo que su pecho se oprimía dolorosamente.
Sabía que se había equivocado, ahora lo sabía, pero sin embargo no pudo evitar que la rabia corriera por sus venas. No sabía por qué lo había hecho, ni quería ocupar más tiempo en sus errores ahora del pasado, solo quería cerrar cada una de sus heridas en el silencio de aquella noche tranquila y estrellada.
Sus ojos se habían abierto en el mismo instante que sintió que la caminata de aquel ser que lo cargaba se detenía.
Y entonces lo vio, ese mismo rostro que poco tiempo atrás había visto con tanta dureza en sus ojos claros, los mismos que había visto derramar tantas lágrimas, por él, por ellos.
El punto débil del equipo siete, como lo habían llamado con sorna los miembros de Akatsuki. El punto de comunión del triángulo. El factor sorpresa. El miembro indeseado. La molestia de su infancia. Ella.
Y en el momento justo en que su nombre vino a sus labios, se percató de otra presencia a su lado, y su corazón dio un salto peligroso en su pecho.
Esos ojos azules enfrentándolo de vuelta.