«A veces el detalle más tonto es que el rompe la monotonía», piensa Holanda mientras ve al pequeño Romano saltando una y otra vez en frente de la pared del salón.

Los tomates han debido dejarlo tonto.

—Así no vas a adelgazar —espeta Holanda mientras contempla cómo Romano da otro salto, pero esta vez a causa del susto.

—¡Cállate! —infla las mejillas, furioso— ¡España dice que tengo los huesos anchos, nada más!

Holanda se da cuenta de que en las manos del niño hay carboncillo. Mira a la pared y deduce que Romano no estaba saltando por saltar, sino que estaba intentando alcanzar el retrato de España que estaba ahí colgado con más pena que gloria.

—Conque tienes dotes de pintor… —Holanda intenta dedicarle una mirada reprobadora, pero se queda en cara de malas pulgas.

Es decir, cara estándar.

—¡No es lo que parece! —Romano cruza los brazos, a la defensiva. Fulminaría a Holanda con la mirada, pero tiene miedo de que el maldito gigantón lo pise y lo aplaste. Jugar con fuego está bien, pero lanzarse directamente a las llamas es más propio de un necio que de un muchachito tan inteligente como Romano.

Porque Romano es muy inteligente, que se lo ha dicho Bélgica muchas veces.

Holanda sigue mirándolo sin decir palabra. Sabe que lo más correcto sería adoptar el papel de hermano mayor ejemplar y explicarle tranquilamente a Romano por qué no se deben estropear los cuadros (aunque sean un retrato de España), pero en el fondo le resulta demasiado graciosa la idea de que el ojito derecho de España sea el que destroce su imagen.

—Mocoso, para ya —alza la voz y suena severo, tanto que Romano vuelve a dar un respingo—. No vas a conseguir nada saltando. Ven.

Y dicho eso, Holanda coge a Romano en brazos y lo eleva hasta el cuadro. El pequeño siente pánico al principio, imaginando las atrocidades con las que le podría castigar el tulipán; sin embargo, todos sus temores desaparecen al ver que Holanda no es un enemigo, sino un cómplice.

¡Por fin tiene a alguien con quien compartir su odio irracional hacia España!

Romano se aclara la garganta —todo artista tiene sus pequeñas manías— y se dispone a pintar con torpeza un bigote en el rostro barbilampiño de su patrón. Holanda permanece quieto, contemplando orgulloso la obra maestra de su nuevo amigo.

De pronto, Romano nota cómo el carboncillo ya no está en sus manos, sino en las de Holanda. Observa atónito a compinche añadiendo unos anteojos en la cara ridícula de España, que termina de destrozar con unas cuantas moscas revoloteando alrededor.

Holanda asiente con satisfacción, como si ya hubiera ganado la guerra que está a punto de declararle a España. Sin embargo, no tarda en verse sorprendido por un temblor que proviene de sus brazos. O mejor dicho, de quien está entre sus brazos. Mira hacia abajo y ve que Romano está conteniéndose las ganas de soltar una risotada que acaba soltando y que por poco hace explotar los tímpanos de Holanda.

Lejos de sentirse irritado por aquel sonido estruendoso, Holanda tiene ganas de sonreír. Nunca ha visto a Romano de esa manera, tan feliz y contento, y desde luego no le importaría presenciar una de esas sonrisas de nuevo. Holanda, siempre tan malhumorado y serio, se contagia de ese júbilo y esboza una sonrisilla que le durará en lo que queda de tarde.

A veces el detalle más tonto es el que alegra a uno el día.