Disclaimer: la fantástica trilogía de Los juegos del hambre le pertenece a Suzanne Collins.
PRIMERA PARTE
La Verdadera Victoria
Capítulo 1
Inquietudes
La luna se ve desde mi cama, y la contemplo mientras se me cierran los ojos. Hace tiempo que no tengo un sueño profundo.
Peeta ha terminado de desvestirse y entra en la cama como si llevara años haciéndolo, aunque solo hace unas semanas que volvemos a dormir juntos. Que él este conmigo me relaja de la misma forma que lo hizo la primera noche que entró en mi cama. Desde que respondí con un firme "real" a su trémula pregunta, me besa con mayor confianza y yo le respondo con renovada intimidad.
Me pierdo en sus labios, en sus brazos, o debería de decir que me encuentro en ellos, hasta que en algún momento caigo rendida de puro cansancio psicológico. Cada día es un fardo más de agotamiento en la lucha para ser feliz o, como mínimo, no caer en una desesperación demasiado profunda.
Pasamos algunos días juntos, y otros menos. A veces voy a casa de Haymitch y trato de mantener una conversación decente con él, aunque los dos estemos demasiado atormentados para actuar con normalidad. En otras ocasiones cazo en el bosque hasta altas horas, y en otras simplemente me sumerjo en un estado de casi catatonia, mirando las llamas crepitar en la chimenea. De esa forma pasa el invierno, y Peeta y yo acabamos viviendo juntos por el uso y costumbre, porque su casa está totalmente abandonada y porque, en realidad, él es mi hogar; quizá yo también sea el suyo.
Despertamos prácticamente al mismo tiempo, creo que de forma instintiva el movimiento de uno despierta al otro. Nos dedicamos a nuestras cosas, no esperamos para comer, por la tarde a veces pasamos el día en casa o en el pueblo, y en la cena volvemos a estar juntos, y luego dormimos. Ocasionalmente tenemos visita, y de una forma lenta, más o menos dolorosa, llega la primavera y las primroses que Peeta plantó bajo la ventana apuntan al cielo con majestuosidad.
El Distrito poco a poco avanza en su reconstrucción, el nuevo gobierno de Panem ha puesto en marcha los Planes de Reconstrucción del Nuevo Panem, y el Distrito 12 avanza gracias a la inyección de dinero del Gobierno. Peeta y yo perdimos todas las ganancias de Los Juegos, y cuando el gobierno de Paylor quiso devolvérnosla decidimos cederlo a dichos fondos, podemos vivir perfectamente mientras tengamos hogar, el negocio de Peeta y el bosque para cazar.
Es curioso ver las nuevas monedas que se están poniendo en circulación, con el símbolo del sinsajo, que me hacen recordar lo mucho que echo de menos a Magde. En los billetes pretendían poner nuestro rostro, obviamente nos negamos, y en su lugar aparece el diseño del monumento a los fallecidos en la llamada Ultima Revolución de los Distritos. El monumento me hiela la sangre, es un monolito inmenso junto a una cúpula de piedra maciza, en cuyo interior están grabados los nombres de todos los caídos en la Guerra; constantemente se dejan flores allí. Piensan construir una réplica del monolito en todos los Distritos, de momento, solo el Distrito Doce tiene la suya, a veces incluso yo dejo una ofrenda.
Gracias a la puesta en circulación de los trenes del Capitolio para el transporte público, puedo ver a mi madre con cierta rutina, y recibir a personalidades que, aunque me asestan un latigazo de recuerdos, necesito aceptar en mi vida. De hecho, una de las pocas personas de mi pasado que no ha venido a verme todavía es Gale.
Mi inquietud comienza un buen día avanzada ya la primavera cuando mi madre me hace una pregunta escueta pero directa:
-Cariño, ¿Cuándo te casarás? –ni siquiera estamos hablando de Peeta, ni de mi vida, ni de mi futuro, ni de nada en particular.
Me encuentro en la cocina troceando carne mientras ella se encarga de hacer lo mismo con las verduras del estofado, cuando me clava aquella pregunta como un puñal.
-Ya no tienes ningún motivo para temer un compromiso- prosigue -y a todas luces Peeta y tú lleváis una vida de pareja –empiezo a desmenuzar la carne con demasiado ímpetu, noto como me ruborizo y me asqueo con la intromisión.
-Peeta y yo vivimos juntos, pero no tenemos que casarnos por eso –contesto, a la defensiva.
-Bueno- musita mi madre- quizá estos sean unos nuevos tiempos, donde la cosas se estilen de otra manera, ya nadie necesita casarse para tener un hogar.
Antes del derrocamiento del Capitolio, las parejas se casaban con cierta presteza por motivos prácticos, ya que casarse significaba conseguir una vivienda, que aunque fuera pequeña y de mala calidad, daba cobijo. Ahora, hasta que el gobierno consiga activar de nuevo la economía y los negocios se ha establecido una renta básica para cada ciudadano sin medios, realmente apenas llega para adquirir productos de primera necesidad y pagar un alquiler, pero es una forma de que nadie se quede en la calle, mientras esperan que se terminen de construir las ansiadas viviendas del Estado. Por eso, ya no hace falta casarse para que a una familia le asignen un hogar, pueden solicitar protección al gobierno por el mero hecho de ser ciudadanos.
-Así es- le digo.
-De todos modos un acto de amor siempre es bonito ¿No crees?- puedo sentir como mi madre busca mi mirada, mientras yo arrojo la carne a la olla y me niego a devolvérsela –Me encantaría ver cómo rehaces tu vida, poniendo como principio un ritual tan nuestro, con alguien a quién amas, por qué le amas... ¿Verdad?
-Claro –contesto sin dudar.
-Con dieciocho años yo ya estaba mudándome a nuestra casa en La Veta- dice mi madre–y no tardé mucho en estar embarazada de ti, claro que antes evitar un embarazo dependía en gran medida del Capitolio. Si querían elevar el índice de natalidad sencillamente no facilitaban ningún medio de protección –la miro de soslayo, veo que mira fijamente la verdura cortada en taquitos que se encuentra sobre la tabla de madera –Hija, solo quiero que seas feliz, que no escatimes un solo momento para celebrar y disfrutar de la suerte que, a pesar de todo, tenemos.
Ella me mira fijamente y yo también la miro, sin saber qué decir, porque si alguna vez supe celebrar algo, he olvidado cómo se hacía, y qué se sentía. Pienso en la idea de casarme con Peeta, en todos los invitados que no podrán acudir a nuestra boda, empezando por mi padre, y terminando por las personas que murieron en la guerra, personas como Finnick o mi mejor amiga Magde y, por supuesto, mi propia hermana. Me resulta tan doloroso de imaginar, que me tienta un fuerte impulso de salir corriendo a la habitación y encerrarme hasta que vuelva el invierno, y hundirme con él.
En ese instante escucho la cerradura de la puerta principal, la llave gira y la puerta se abre, pasando Peeta y con él, el aroma a pan caliente. Entra a duras penas por la estrecha puerta ya que lleva varias bolsas de papel en los brazos. Antes de deshacerse de los paquetes saluda a mi madre con un beso en la mejilla y a mí con un beso pequeño en los labios, y mira con expresión hambrienta el guiso a medio hacer.
Pasamos una hora en el salón mientras acaba de cocerse la carne, sentados con la televisión frente a nosotros retransmitiendo el noticiario del día. De momento no hay una gran variedad en la programación, solo hay noticias, dibujos animados, o una líneas de colores que indican que no se está transmitiendo nada. En el noticiario de hoy hablan del avance de los de los Programas de inserción de habitantes del anteriormente llamado Capitolio, es decir, de la forma en que se están integrando personas que antes habían vivido cómodamente con el régimen.
-Va a ser duros para ellos –comenta Peeta desde el sillón en el que habitualmente se sienta, mi madre está en el sillón opuesto, asintiendo con la cabeza –Supongo que cualquier renta básica les sabe a poco…
-Y los que no han perdido su vivienda no llevarán a bien tener invitados miserables –añade mi madre, negando con la cabeza.
-Y luego quedan los nostálgicos, –suelto yo, de repente- a los que les gustaría tanto que Snow resucitara- y siento esa vieja cólera, esa cólera que no quedó satisfecha con la simple muerte de aquel hombre serpiente.
-Una nostalgia así, no puede hacer feliz a nadie –dice Peeta, que se levanta de pronto y se dirige a la cocina.
Peeta y mi madre ponen la mesa, mientras yo no puedo salir de mi estado de absorción absoluta mientras miro sin ver las imágenes que se suceden en el televisor. El antes y él después de los Distritos, apenas han pasado unos meses y ya han mejorado mucho, pero la visión del antes me tortura de igual manera.
-Katniss, Katniss- Peeta está frente a mí, me toca la cara y yo consigo mirarle a los ojos y volver al mundo -¿Dónde estabas? Sea donde sea seguro que se está mejor aquí- apoyo mi mejilla contra su mano y asiento, y ocupo mi silla en la mesa.
Mi madre nos cuenta, como ya es habitual, los progresos del hospital del Distrito Cuatro, en el que colabora y donde, a su edad, ha iniciado unos estudios improvisados. Habla de la mejoría de los pacientes, heridos de guerra tanto física como psicológicamente, y lo importante que es su actitud, su vitalismo, y la presencia de sus seres queridos en los tratamientos. Se nota que está entusiasmada, pero no puede ocultar en su mirada los años de vejez que se le han echado encima en tan sólo unos meses, tras la muerte de su hija, de mi hermana. La escucha hablar y admiro su lucha, una lucha que no tuvo cuando mi padre murió pero que ahora está llevando de una forma ejemplar.
Al final de la tarde le acompañamos a la estación y nos despedimos de ella mientras el sol acaba de ocultarse en el horizonte.
Peeta y yo volvemos tomados de la mano, él ve unas flores y las recoge, como un día hiciera tras los primeros Juegos del hambre, formando un ramo para mí. Yo le sonrío y aunque, como aquella vez, este ramo también me trae un vago recuerdo de mi viejo mejor amigo, no tiene ninguna connotación más allá de la amistad lejana que algún día nos tuvimos. Con el ramo fuertemente estrechado contra mi pecho, camino escuchando cómo le ha ido el día a Peeta, y cuando pregunta por el mío, evito contarle que mi madre está impaciente porque nos casemos.
Pongo las flores en un jarrón con agua y me desperezo, me parece ver a Prim cruzando el pasillo y siento un escalofrío en la espalda.
-¿Todo bien?- me dice Peeta, besándome por detrás, en la nuca.
-Sí
-¿Qué te apetece cenar? –me giro y le abrazo de la cintura
-Pan con queso- Peeta se ríe
-¿Otra vez?- asiento -¿Ssolo eso?
-Y un vaso de leche- me mira fijamente unos instantes, y su expresión me transmite paz y felicidad, y me pregunto cómo habrá superado tanta pérdida, toda su familia: sus padres y hermanos, volados de un plumazo de la vida.
Quizá, pienso con horror, he dado por hecho que lo ha superado, pero no es así. Él nunca habla de sus penas, nunca parece triste, pero a veces pinta durante muchas horas, y guarda sus cuadros en un armario, y yo no me atrevo a mirarlos. He aprendido a decirle que le quiero cuando entra en ese frenesí creador, cuando parece desquiciado y a punto de explotar, por cosas de las que nunca habla.
Cuando vuelve a la mesa deja mi cena y la suya, y comemos en silencio, sin poner el televisor. Ponerlo a medio día forma parte de la terapia del doctor Aurelius, pues dice que debo de asumir la realidad para salir del estado de shock, pero antes de dormir Peeta no me tortura con ello.
Aquella noche, Peeta es quién se encarga de acrecentar mi inquietud.
Normalmente, nos metemos en la cama y nos abrazamos, a veces nos besamos, pero todo es bastante inocente. Quizá porque mi mente está demasiado asustada todavía, demasiado aturdida y atormentada, siempre me conformo con nuestros besos y ni siquiera pienso en que Peeta y yo podamos ir más allá, aunque alguna vez lo vea en sueños.
Mi cuerpo, un puzzle de piel de tonalidades diferentes, no me parece agradable ni a la vista ni al tacto, y cuando esa noche Peeta cuela su mano bajo el pijama y me acaricia la cintura, doy un salto.
-Lo siento- me dice –Siempre me quedo con ganas de acariciarte...
-Pues yo no me quedo con ganas de que lo hagas –gruño, y veo como su expresión se contrae, adoptando un gesto doloroso.
-Vaya… -dice, con voz ronca- qué dura eres.
-No es por ti. Me gustaría… Me gustaría que mi piel fuera normal –confieso, pues realmente estoy segura de que me encantarían sus caricias
-¿Tan rara ha quedado tu piel? –toma mi mano y la lleva bajo su camisa del pijama, y se me eriza el vello del cuerpo cuando mis dedos pasan sobre su abdomen
-¿Notas algo que no sea normal? –le acaricio, noto su piel lisa y aterciopelada. Recorro con mis dedos desde su esternón hasta la goma del pantalón y entonces percibo una rugosidad prácticamente inapreciable al tacto.
-Solo un pequeño pliegue, creo- murmuro.
-Antes era mucho peor, al principio parecía un parche de tela. Pero con el tiempo se va alisando.
-No te quemaste tanto como yo, te he visto sin camisa, apenas se te nota–tomo su mano y hago lo mismo que él, miro sus ojos fijamente tratando de vislumbrar repulsión, pero él no modifica su expresión serena. Sé que puede notar la rugosidad de mi piel bajo sus dedos. –No finjas que no te da cierto asco.
-No tengo nada que fingir –bisbisea, se libera de mi mano y sigue sus propias caricias, inquietantemente cerca de mis senos –Quizá tus quemaduras sean más graves, pero estoy seguro de que la piel nueva estaba peor hace un mes –reflexiono y me doy cuenta de que no me he fijado, he dado por hecho que siempre tendría el aspecto de una pasa. Entonces yo también me acaricio el abdomen y descubro que mi piel está menos rugosa que la primera vez que tuve el valor de tocarla o mirarla.
Peeta me sigue acariciando el abdomen hasta que me rodea la cintura, apretándome contra él y sus manos se entretienen con el tacto de mi espalda, y nuca, mientras la piel de sus dedos baila sobre mi piel, me besa humeda, profunda, y lentamente, provocando que mi cuerpo se tibie. Tras un rato así, apoya su frente en la mía y susurra provocándome un sutil estremecimiento:
-Te quiero- contesto de forma casi automática un "y yo a ti". Aunque yo no necesito decir "te quiero" como él, me gusta como sonríe cuando correspondo sus palabra.
No obstante, me mira como si esperara algo más de mí, hasta que al final se rinden sus ojos azules, y solo puedo ver como sus espesas y rubias pestañas entierran sus iris. Me besa efímeramente la nariz y se relaja sobre la almohada. Puedo intuir que es lo que le frustra pero no quiero planteármelo, me da miedo. Diga lo que diga mi cuerpo es un espanto, temo mi desnudez, temo que sus manos pasen por las zonas de mi cuerpo que se quemaron y lo aborrezca.
-Katniss, deseo tu cuerpo tal como es, lo prometo, nunca podrías repugnarme–sus palabras se echan sobre mí como bestias y me gustaría que la luz que se cuela por la ventana se esfumara de repente, para que no pudiera ver mi gesto de sorpresa -¿Algún día nos podremos acariciar sin ningún temor?- me mira fijamente y hace que me ruborice.
-Algún día –contesto, y mi voz suena casi robótica.
-Me miras como si fuera un fantasma- veo como evita reírse y siento como me empiezo a enfadar -¿Ese día será de este año?
-Pues quizá no- le espeto, molesta
-No te enfades, Katniss; no se puede bromear contigo… –me doy la vuelta y agarro la sábana bajo mi mentón; si hay algo que detesto es que se burle de mí –Solo quería ponerle algo de humor a esto.
-¿Humor a qué, que es esto?- inquiero, ofendida.
-Nada –dice él rápidamente y me abraza por la espalda.
-No digas que es nada–me doy la vuelta y le miro con fiereza, pero él me devuelve una mirada tan tierna que apenas puedo mantenerme firme en mi enfado.
-"Esto" es todo eso que no superamos, nada más- le miro fijamente mientras mi expresión se relaja, dominada mi mente por la inocencia de su semblante–Abrázame- me pide, y cuando lo hago hunde su cabeza en mi pelo y deja caer un suspiro apenas perceptible.