DOLOR DE OÍDO

John levantó la cabeza de su ordenador cuando Sherlock entró en la habitación y se sentó pesadamente en el sofá.

—Vale, he encontrado tres diferentes... ¿Qué te pasa?

—Nada, estoy bien.

Lestrade también entró.

—Se desmayó en la casa. Pensé que sería solo una bajada de azúcar, pero le he dado una barrita de avena y todavía está con ese extraño tembleque.

Sherlock estaba temblando de verdad.

—Estoy bien— murmuró.

—Sí, lleva un rato diciendo eso. He creído que era mejor traerlo aquí de vuelta.

—¿Por qué iba yo a quererlo aquí?

—No sé—. Lestrade se encogió de hombros—. Nunca lo he sabido, pero eres médico y estás aquí y no te has mudado, así que él es tu problema.

—Ejem, ¡no, no lo es!

—¿Querías que le llevara al hospital? Porque de verdad que no tengo tiempo...

John miró a Sherlock. Tenía los ojos rojos, estaba pálido y sudaba.

—Estoy bien— murmuró.

—No, no te preocupes— le dijo John a Lestrade—. Creo que es solo deshidratación. Vete y haz lo que tengas que hacer.

—Está bien. Te veo luego.

Sherlock y John le miraron marcharse. Esperaron hasta que la puerta de la calle sonó al cerrarse tras él.

—Vale— dijo John—, ¿dónde te duele?

—Solo estoy deshidratado, tú lo has dicho.

—Sí, y puedo ver la diferencia entre una ligera deshidratación y un comienzo de shock. Tú, amigo, tienes una infección en alguna parte. Ahora, ¿vas a decirme dónde?

—No es una infección.

—Es una infección. O posiblemente un virus, pero yo apostaría por la infección porque está claro que te duele.

—¡Estoy bien! Yo no cojo infecciones. Además, eres un doctor de pacotilla, ¡ni siquiera me has tomado la temperatura!

—¡No lo necesito! Ahora, vas a decirme dónde te duele, ¿o voy a tener que ir palpándote hasta que encuentre dónde es? Porque, créeme, ninguno de los dos quiere que eso pase.

Sherlock le miró. Trató de mantener la compostura un segundo más, pero su resolución falló y se le arrugó el rostro.

—¡Es mi oído! Me duele muchísimo, John— gimió.

—Dolor de oído. Bien, dame un segundo y le echaré una ojeada.

—¡De verdad que duele mucho!

—Sí, es lo que hacen los dolores de oído—. Miró dentro de su bolsa y encontró su luz—. Vale, estate quieto.

—¡Duele!

—Sí, estate quieto. ¡No, Sherlock, quieto! ¡Quédate quieto! ¡No voy a hacerte daño!

—¡Aaaaaaaau! Duele.

—Sí. Tienes una infección en el oído interno. Déjame comprobar el otro oído.

—Ese no me duele.

—Noooo... Estás bien.

—¡No lo estoy! ¡Me duele!

—Bien, siéntate. Y quítate el abrigo, de paso. ¿Por qué llevas un abrigo largo de lana en agosto? ¿Estás loco?

—Tenía frío, y me dolía.

—Bueno, pues ahora quítatelo, te estás cociendo.

John fue hasta la cocina para buscar una jarra de agua y varias pastillas para Sherlock.

—¿Qué son?— preguntó Sherlock, mirándolas con suspicacia.

—Ibuprofeno y paracetamol.

—Eso no funcionará. ¡Me duele demasiado!

—No me importa el dolor, me importa la fiebre. Ahora tómatelas y bébete el agua. Toda—. Se puso de pie y se cruzó de brazos mientras Sherlock le obedecía—. Bien, muy bien— dijo cuando Sherlock dejó el vaso en la mesa. Asintió para sí mismo y volvió al ordenador—. Bueno, he encontrado tres hoteles diferentes que tienen paredes rojas y...

—¡Espera! ¿Es todo?

—¿Qué es todo?

—¿Es todo? ¡Estoy aquí muriéndome, y me das paracetamol y me explicas algo de unas malditas habitaciones de hotel!

—No te estás muriendo. Tienes una infección de oído.

—¡Pues haz algo!

—¡Ya lo he hecho! Te he dado un calmante, agua, y te he dicho que te quitases el abrigo.

—¡Eso no va a funcionar!

—Sherlock, solo...

—¡Parece como si alguien me hubiera clavado un picahielos en la cabeza!

—¡Es una infección! Probablemente la combatirás por ti mismo, y no habrás dañado tu sistema inmunológico con antibióticos que probablemente no necesitas.

—¡Los necesito! ¡Me duele mucho, muchísimo! ¡Las pastillas no han funcionado!

—Bueno, no, te las has tomado hace menos de diez minutos. Dales una oportunidad.

—¡Pero me duele!

—Cálmate. ¿Por qué no te pones el pijama y te vas a la cama un rato?

—¡Porque me duele! ¿Por qué no puedo tomar antibióticos? ¿No funcionarían?

—Porque quiero ver si puedes combatir la infección sin ellos. Si puedes, es mejor.

—¿Cuánto tiempo tardará?

—No lo sé. Quizá dos o tres semanas.

—¿Dos o tres semanas?

—Puede que quieras dejar de lamentarte de esa manera. No creo que te ayude con el dolor.

Sherlock se hundió en el sofá y gimió suavemente. Se quedó quieto durante quizá un minuto entero.

—Tengo una idea— dijo.

—¿Y cuál es?

—Dispara a la bacteria con tu pistola.

—¿Quieres que te dispare en el oído?

—Sí.

—¿Para matar la bacteria que está causando la infección?

—Sí.

—¿Y no ves ningún fallo en ese plan?

—Supongo que puede matarme, pero no me importa. ¡Duele!

John cerró su portátil y miró a Sherlock. Parecía que estuviera intentando enterrar la cabeza en el lateral del sofá.

—Vale, de acuerdo. Iré y te conseguiré amoxicilina.

—¿Hará que deje de dolerme?

—Sí. Tardará unos días, y tendrás que tomarlo aunque te dé molestias en la tripa, pero hará que deje de dolerte.

—Gracias, John— dijo Sherlock, poniéndose cómodo y cerrando los ojos.

—Mientras voy a la farmacia, ponte el pijama y vete a la cama. Y bebe más agua.

—Claro. Bien.

John cogió su chaqueta y salió del piso. Volvió un momento después para quitar la presilla de la munición, y la bala que había ya cargada en su pistola. Se las puso en el bolsillo y se marchó de nuevo. Volvió otra vez y se llevó el resto de calmantes del armario de la cocina.

—¡Serán veinte minutos!— le gritó a Sherlock—. ¡No hagas ninguna tontería mientras estoy fuera!