Capítulo 21

Después de recorrer la casa, se pusieron los bañadores y probaron la piscina. No tenía mucha profundidad, y Arthur se encontró pensando que Peter y Ann la disfrutarían con sus salvavidas.

Para su sorpresa, se encontró siendo embadurnado por protector solar. La crema en la cara, o cubriéndole las partes del cuerpo que Francis consideró necesarias, le otorgaba un aspecto ridículo. Entendía por qué Peter protestaba tanto cuando Caterina lo agarraba para echarle protector solar, impidiéndole ir directamente hacia el mar. Arthur se encontró haciendo lo mismo con Francis. Esta vez no se quejó: se sentía a gusto con cualquier excusa para apreciar más de aquella piel.

—Ya… si después de esto me quemo —dijo Arthur—, será la última vez que permita que me hagas algo, cegatón.

—¿Seguro? Porque esta noche quiero probar varias cosas.

Arthur se sonrojó ligeramente, pero la idea le seducía. Imaginaba muchas cosas que hacer con Francis, fuera y dentro de una habitación. Desde adentrarse en su interior después de un juego previo que Francis avivaba con años de experiencia, como caminar tomados de la mano por el simple placer de estar cerca de él.

Se sentía como un idiota, pero como un idiota más feliz que el Arthur que había sido meses atrás.

El agua de la piscina estaba fría, pero con Francis abrazándose a él apenas lo percibió.


En la tarde pagaron para asistir a una fiesta a bordo de un yate. No era lo que había querido Arthur, pero era lo que más se acercaba: quería darle un paseo en bote desde que Francis le contó que una vez habían hecho uno cuando fueron vecinos, que había acabado con Francis mojado varias veces. Tal y como era pintado a veces, Arthur no sabía si el pequeño Francis se había enamorado del caballero que se convirtió en su amigo a pesar de su ceguera o del niño abusón que no hacía más que burlarse de él.

¿Y de cuál Francis se había enamorado él?

Francis quiso bailar. El primer impulso de Arthur fue chillar un no rotundo pero, después de ver a su alrededor y a su pareja, se preguntó qué perdía. Nadie allí lo conocía, y Francis, francamente, no podía enterarse cómo bailaba Arthur. O las expresiones que hacía.

Muy serio, le confesó Caterina una vez, como si bailar fuera una cuestión de vida o muerte, te lo tomas muy en serio, das hasta miedo, le confesó en tono burlón.

Tomó a Francis de la mano y lo llevó a la pista de baile. Moverse al ritmo de la música, siempre y cuando no se tratara de un ritmo caribeño, era fácil para Arthur, que había estado rodeado de música toda su vida. Los movimientos de Francis eran más torpes, como si no tuviera una idea de cómo empezar ni continuar pero, de todas formas, lo hacía sin avergonzarse de su absoluta falta de ritmo. Arthur soltó una carcajada, y lo tomó de la cintura.

—Tengo que decirte algo —le confesó.

—Que te encanto y no puedes estar separado de mí. —Francis llevó sus manos hacia sus hombros.

—Eso no —dijo Arthur, pero consideró que no estaba alejado de la realidad—. Que bailas como si tuvieras dos pies izquierdos.

—¡Qué cruel!

Francis le contó que la primera vez que bailó fue en casa de su madre, con los discos que guardaba a todo volumen. No tenía idea de por qué lo hacía: su cuerpo reaccionaba ante la música como si se tratara de un encantador poderoso. Se movió dejándose llevar, hasta que tropezó, rompió un jarrón y se echó a llorar.

Arthur quiso cerrar esa anécdota con un beso, pero en público no pensaba ser tan cariñoso. O cariñoso en lo absoluto. Francis tampoco intentó nada. Conocía los límites y lo fácil que era asustarlo.

Esa noche, en cambio, Francis se desquitó por todos los besos que había deseado en la fiesta. Arthur se los otorgó con esa entrega que solo revelaba cuando se encontraban solos, sin nadie más que llegara a descubrir que era capaz de perder la cabeza cuando se trataba de amor.


El siguiente viernes, ya en casa, Francis le pidió que no hiciera planes con otros esa noche. Arthur se quedó en el apartamento preguntándose qué estaría planeando Francis: no había nada preparado, así que no creía que fuera una cena. Cuando Francis se presentó en el apartamento, cargaba un montón de bolsas de ropa nueva.

Arthur lo ayudó a llevarlas a su armario y a acomodarlas.

—¿Me tienes aquí solo para que te doble la ropa?

—Es un detalle precioso —y sonrió como siempre que ocultaba algo más.

Cuando acabaron, Francis sostenía dos anillos en una de sus manos. Eran dorados y a Arthur le recordó a una serpiente mordiéndose la cola.

—Para los dos. Anillos de fidelidad —le explicó Francis.

—¿Retrocedimos en el tiempo y ahora tenemos doce años?

Francis le dirigió una expresión de reproche. Claramente consideraba este asunto de los anillos "de fidelidad" importante. Era extraño, Arthur ni siquiera pensaba que en su juventud Francis hubiera sucumbido a una tontería semejante.

—Con estos anillos, yo declaro que nos seremos fieles mutuamente. Tú a mí y yo a ti —aclaró, como si hiciera falta.

—¿Luego quieres que te recite poesía?

—¡Arthur! Es importante.

Arthur se colocó el anillo. Pese a lo cursi del motivo, le gustaba el diseño y cómo se le veía en la mano. No pensaba decir por qué lo usaría de ahora en adelante frente a otro. Tal vez a Peter le dijera que es lo más cercano que alguien puede llegar a estar cerca de una serpiente: en joyas. O en ficción.

Solo al día siguiente, cuando Alfred en el trabajo le miró el anillo y no comentó nada al respecto, Arthur consideró que ese anillo de fidelidad no tenía que ver con él, sino con Francis.

Francis y sus relaciones fugaces, sus amantes de una noche, sus relaciones superficiales.

Nos seremos fieles mutuamente. ¿A quién intentaba convencer? ¿A Arthur o a sí mismo?


A sí mismo, de eso Arthur estuvo seguro con el transcurrir del tiempo.

Francis nunca lo demostraba abiertamente, pero cuando salía con medio Londres gay, no tenía reparos con estar con más de uno a la vez. Nunca se comprometía por largo tiempo, ni siquiera con alguien dispuesto a darlo todo por él. Se desprendía de ellos como si de eso se tratara su vida: desprenderse de las personas que amaba.

Cuando era pequeño, vivió con su madre separado por un tiempo de su hermana y su padre. Después, de su madre, y por último, de Lisa, uno de sus primeros amores. Dejó a Matthew, dejó al pequeño vecino que le robó el corazón, y cuando se hizo mayor, dejó a su familia para intentar independizarse lo mejor que podía. Francis amaba, pero no echaba raíces.

Esta vez, en cambio, Arthur descubrió que la enorme agenda telefónica había desaparecido de su celular, en su lugar, se quedó con un pequeño listado de números de personas esenciales en su vida, tanto de su trabajo, como sus amistades y su familia. Para su sorpresa, el número de Monique estaba en favoritos.

—¿La llamo? —preguntó Arthur.

—No, solo guarda su número —le pidió Francis—. Por alguna emergencia. ¿Crees que deba guardar algún número aparte del tuyo? Como el de tus padres o tus hermanos.

—Eh…

Su familia. De repente, Arthur se sintió como si tuviera diez años de edad y estuviera arruinando las flores del jardín de su padre.

Francis pareció entender el titubeo de Arthur, porque no insistió más.


Tener una pareja formal y, encima, que esta sea un hombre, hace indispensable que las presentaciones se hagan con el mayor tacto posible. O eso era lo que Arthur había esperado, después de los mil planes que formuló en su mente.

Cuando Arthur llevó a sus hijos y a Francis a un McDonalds, y les dijo que Francis era un amigo bastante especial, no fue Peter, sino Ann, quien asintió y dijo bastante calmada:

—Es tu príncipe. —La pequeña había visto recientemente un maratón de películas de Disney, tanto las antiguas como las más actuales.

—Eh… —Arthur no supo qué responder ante esto, pensó en un "no, más bien el sapo" pero Ann no entendería.

—¡Bien! —dijo Peter, que le preocupaba más devorarse la cajita feliz y luego ir al área de juego.

La ventaja con los niños era que estaban libres de prejuicios. Para ellos, que Francis fuera su novio, su amigo o su "verdadero amor de verdad verdad" no suponía demasiada diferencia siempre y cuando ellos siguieran disfrutando de sus salidas sabatinas, siendo consentidos por Francis y cuidados por su padre.

La reacción de Caterina fue más ambigua cuando Peter le contó que de ahora en adelante saldrían también con el novio de su padre. Arthur supo que la noticia no le caía bien, no del todo, pero aparentó indiferencia y lo despidió hasta el próximo sábado.

Cuando esa noche Arthur se dejó perder entre los besos tibios de Francis, le dedicó un pensamiento a un deber impostergable. Presentar a Francis con su familia.

—¿En qué pensabas? —le preguntó Francis después de acabar. Generalmente, mientras que Arthur se quedaba con unas ganas increíbles de echarse a dormir, Francis se quedaba más tiempo acariciándole la piel y el cabello, dedicándole pequeños besos en la nuca, antes de sucumbir también—. Parecías distraído.

—Yo… bueno… debo presentarte a mi familia. Digo. A mis padres.

—Y a James.

—¿Perdón?

—Todos sabemos que tu hermano mayor es tan importante como tus padres.

—Exageras. Pero… sí, quiero presentarte a ellos. Y a todos mis hermanos. Digo, presentarte como mi, ya sabes. —Se calló un momento y pudo distinguir el brillo malicioso en la mirada de Francis—. Antes de que digas nada, te presentaré como mi pareja, ¿entendido? Ya, ya deja de sonreír, no dije nada gracioso.


La situación de algunas personas con respecto a otras era bastante injusta, o así lo sentía Arthur. Cuando Francis le informó que tendrían una cita con su hermana vía Skype, Arthur supo que esta era una de esas situaciones. Como la hermana de Francis vivía tan lejos y casi nunca se veían, era como informarle a un amigo al que no se era tan cercano. Al menos, cuando se refería a Monique, Arthur no notaba la misma afinidad que tenía con Antonio después de años de amistad.

La hermana de Francis era preciosa, pero la mirada de ambos era diferente: ella lucía astuta detrás de sus gafas grandes, sus rasgos delicados, su cuerpo pequeño y poco desarrollado. Como una muñeca. Sin embargo, vestía con traje formal y en su rostro se dibujó una pequeña sonrisa de cortesía.

Francis hizo los honores, y Arthur se vio presentado ante una mujer que ya conocía.

—Es una novedad —dijo Monique—, aparte de Antonio, que solo lo conocí porque creías que era mi tipo, nunca me has presentado a nadie. ¿Por qué no me sorprende que esta primera vez sea con Arthur Kirkland?

—Porque me conoces, hermana —dijo Francis, sonriendo—. Aunque no nos podamos ver tanto.

—Pero estuvimos juntos mucho tiempo —dijo Monique—. Y siempre has sido un libro abierto cuando se trata de sentimientos. Esto va a sonar muy extraño, pero tiene que ver contigo, así que es normal que suene extraño.

—Me haces ver como un tipo perturbado.

Bueno… —agregó Arthur y Francis hizo una mueca contrariada.

—Cuando éramos pequeños y tú estabas en Londres, con mamá, nos llamábamos de vez en cuando. Hablabas de lo horrible que era Inglaterra y que habías conocido al niño más desagradable del planeta. Ese niño siguió visitándote pese a que ambos se desagradaban, y luego, con el tiempo, cambiaste de perspectiva totalmente. A mí me cansaban esas llamadas porque se iban volviendo cursis y yo no entendía por qué te desahogabas conmigo y no con él.

Arthur se sonrojó, pero hizo lo posible para disimularlo.

—Porque Arthur de pequeño no solo me golpeaba el corazón —bromeó Francis, y Arthur se imaginó que su yo de diez años no le habría costado ser duro con un chico invidente si este amenazaba su orgullo.

—Masoquista —dijo Monique, y luego sonrió. Arthur jamás la había visto sonreír con tanta sinceridad—. Gracias por estar con mi hermano.

—Es un enorme sacrificio, pero alguien tiene que hacerlo —dijo Arthur.

—¿Sacrificio? ¿Me han visto bien? Soy un premio.

—Te hemos visto mejor de lo que tú te has mirado en tu vida, tenemos mejor base para opinar —dijo Monique, y ante el gesto indignado de Francis, ella se rió abiertamente y Arthur esbozó una sonrisa leve.

Monique les deseó suerte, pero no respondió directamente cuando Francis le preguntó cuándo volvería a verla.

"Hay relaciones de hermanos peculiares", pensó.


Como si Arthur tuviera derecho a hablar. Para presentar a su pareja, preparó el terreno para que el golpe no fuera tan duro. Se reunió con su padre primero, porque era el ser más comprensivo de la historia, y le daba menos nervios que ir directamente con la noticia a su madre y el resto de sus hermanos.

Su padre preparó té. Luego la sirvió en las tazas que Arthur había conocido desde su infancia. Su padre no solía ser el tipo de hombre que se cansaba de los objetos y que los tiraba cuando ya se aburría de ellos; incluso, a veces prefería remendarlos antes que botarlos e irse a comprar uno nuevo.

El té seguramente estaba delicioso, pero para Arthur no tenía sabor. Creía haber retrocedido en el tiempo, cuando tenía diez años, y estar a punto de confesar una travesura. Su padre esperó, después de comprobar que sus anécdotas del jardín no entusiasmaban la conversación.

—¿Qué querías decirme?

—Yo… —comenzó Arthur, y entonces escuchó la puerta principal abrirse.

Reconoció los pasos que se aproximaron a la cocina. James estaba allí, de todos los demonios posibles, era su hermano mayor quien se aparecía. Este se sorprendió al ver a Arthur allí, pero saludó a ambos y se sentó.

—¿Los interrumpo?

—No —dijo Arthur antes de que su padre abriera la boca—. Me alegra que estés aquí también, James.

—¿Sin sarcasmo en tu tono de voz? —cuestionó—. Debe ser grave.

—Tu hermano tiene algo importante que decirnos —explicó su padre.

Se armó de valor. Recordó todas las veces en que James había salido en su defensa en la escuela; fue él quien le enseñó a pelear, quien le enseñó a jugar al fútbol, prácticamente había sido el hermano más importante de todos. El más admirado.

Cuando Arthur finalmente se los dijo, esperó la explosión, los gritos, los cuestionamientos a su salud mental. En su lugar, recibió un largo silencio que consiguió exasperarlo más que las reacciones que se había imaginado. Hasta que James forzó una sonrisa.

—He ganado varias apuestas con lo que acabas de decir —consideró—. ¿Y ya? ¿Eso es todo? Lo sospechábamos desde hace mucho, pero no quisimos inmiscuirnos. Menos cuando la relación con tu ex esposa parecía ir bien —y se burló más de la expresión atónita de Arthur—. Algo sencillo, no se pueden guardar secretos entre hermanos.

Su padre le dio la razón, pero agregó algo más:

—Tampoco sirve guardar secretos a tus padres. Por más que lo intenten.

—No es como si yo supiera desde un principio que… —pero Arthur decidió indignarse después—. ¿No están en contra? ¿Ni un poco?

—A lo mejor hace cincuenta años me habría escandalizado —dijo su padre—. ¿Cuándo lo conoceré?

—Pero ya lo conoces —dijo Arthur—. Es el hijo de nuestra antigua vecina, Francis Bonnefoy.

Esta vez, la sorpresa fue mayor.

—Acabo de ganar otra apuesta que creía perdida.

Esta vez Arthur puso los ojos en blanco.


La historia le causó tanta risa a Francis, que Arthur tuvo que pasarle un pañuelo para que se secara las lágrimas en los ojos. Su padre y James no habían armado un escándalo con la noticia, y en cuanto quedó aclarado, la conversación giró hacia otros temas de conversación como si Arthur no hubiera dicho que también le gustaban los hombres y que estaba saliendo con el hijo de una antigua vecina.

Al finalizar la visita a su padre, quedaron en que presentaría a Francis el próximo fin de semana.

Cuando llegó el día pautado, Arthur se despertó más temprano de lo usual y luchó para que Francis se levantara con él. El hombre nunca había tenido un buen despertar y, estaba seguro, de no tener nada que hacer seguiría en la cama hasta después del mediodía. Una vez Francis se arregló, partieron en el auto y no dejaron de discutir las posibles preguntas que les harían sus hermanos. Al menos esta vez no estaría su madre.

Cuando aparcaron, Arthur se quedó un momento paralizado en el asiento del conductor, como si acabara de comprender lo que estaba a punto de hacer. Quiso volver a encender el auto, acelerar y largarse de allí. Sin embargo, un Kirkland nunca huía de los retos. Menos cuando estos incluían a su familia.

Francis le tomó de la mano y le besó en los labios.

—No tengas miedo. Ya has dicho que te aceptan tal y como eres.

—¿Y si les caes fatal?

—La experiencia me dice que eso es imposible. —Le volvió a dar otro beso—. Vamos. Empecemos con esto y en la noche podremos salir a otro sitio. ¿Te apetece cenar en un restaurante? Yo invito.

—Yo…

—¿O tienes otro lugar en mente?

—Me da igual —masculló Arthur—, siempre y cuando estemos los dos. Porque si no, me aburriría.

—Claro, te aburrirías.

Bajaron del auto y Arthur fingió ayudar a Francis a trasladarse para disimular su propio nerviosismo. Creía que, por esta vez, era Francis quien lo ayudaba a no tropezar. O acabar escapando antes de llamar a la puerta.

Fue James quien salió a recibirlos y, por su expresión, Arthur supo que sus miedos eran infundados. No había nada que temer.


¡Gracias por leer hasta el final! Ha sido maravilloso escribir esta historia, tanto como El ensueño. También es un gusto terminarla por fin, después de tantos años, siempre se siente genial acabar con una historia tan larga y que llevó tanto tiempo. Ahora podré seguir con los otros wip con mayor calma, dentro de poco actualizaré el Campeón de Hogwarts y habrá más de Los niños perdidos.

Espero que la relación de Arthur y Francis marche bien en este universo. Ya están juntos y solo falta que sigan trabajando en su relación. Para mí, llegan a viejitos.

Espero sus comentarios. Y verlos en otros fics :) Adiós!